VIII. Objeciones al problema de la relación filosofía-ciencias y algunas de sus implicaciones, retos y aportes a la teología moral



Si bien tendré que exponer en el siguiente capítulo con más detalle el “modelo” considerado como respuesta a situaciones como las aquí ejemplificadas, debo ahora presentar dos de las objeciones – no nuevas en el tiempo, ciertamente, pero sí nuevas en los juicios más refinados y críticos que exponen – que, según sus autores, impedirían el paso de una “antropología” a una “moral”, al que me he referido (p. 20). Se trata, pues, de dos problemas previos cuya existencia y resolución condiciona la elaboración del “Modelo hermenéutico”. Por eso debo tratarlos en este momento.

La primera de las objeciones considera que de los aspectos físicos y aún psicológicos de los seres humanos, y de la interrelación e interacción de ellos, nada se puede concluir en orden a la fijación de unos criterios, así sea mínimos, en orden al actuar moral (planteamiento filosófico). La segunda intenta ser aún más radical: los datos psíquico-culturales se reducen a los físico-fisiológicos, y toda elaboración moral es, en la práctica, una auto-ilusión (planteamiento socio-biológico). Sin embargo, antes de entrar en materia, característica primordial de nuestra propuesta, debo mirar estas dos objeciones preliminares que se le pueden hacer a la misma, por ser inclusive previas y radicales a ella: bien sea porque tocan a la comprensión misma que existe acerca de las ciencias (problema de filosofía de las ciencias) y de las posibilidades que tienen para acercarnos a la verdad de las cosas (problema epistemológico) y, en especial, del ser humano (problema antropológico); o bien, sobre todo, porque tocan con las posibilidades que tienen las ciencias de aportar, o no, a la cuestión relativa al actuar moral del ser humano (problema ético). Invito a observar con cierto detenimiento estas “objeciones”.

1.    Dos objeciones, desde la filosofía y las ciencias, en torno al obrar moral, y sus implicaciones para la teología

Cuando se hacen la pregunta: “¿Qué es el hombre?[1], en su obra conjunta, Luc FERRY, filósofo, y Jean-Didier VINCENT, biólogo, confrontan dos maneras de acercarse a estas problemáticas. En este momento de la investigación no puedo dejar de lado la presentación de sus “argumentos” y “contra-argumentos”, pues, precisamente ellos, entre otras razones ya expuestas, como he dicho, me han movido a revisar de nuevo y a reconsiderar mi propia propuesta del “Modelo hermenéutico”. Presentaré muy breve y globalmente, primero, la propuesta de Ferry, y, en segunda instancia, la de Vincent. Ante la imposibilidad de examinar cada detalle, profundizar en él, y dar una oportuna y eficaz réplica, expondré luego algunos aspectos de nuestra propia observación y experiencia fundados en argumentos que ofrecen S. Tomás DE AQUINO y Edouard BONÉ , S. J., pero siempre apuntando a la presentación y mejor fundamentación del “modelo”.

a.     La objeción de Luc Ferry

Ferry quiere mostrar cómo, con el paso a la Modernidad, se ha dejado de lado una concepción cosmológica y naturalista de la ética, y ha comenzado una visión humanista de la misma[2]. Su punto de vista sobre el asunto tiene como punto urgente de partida la tensión existente entre un “materialismo determinista” y una “filosofía de la libertad”, al que denomina un problema aún “abierto”. Pero que es urgente tratar, dado el actual auge del “materialismo cientista” que “pretende más que nunca penetrar hasta el fondo en los modos de pensamiento, de los valores, de los símbolos y de las pasiones humanas”[3].

En Emmanuel KANT, señala nuestro autor, existe una notable cercanía con los cartesianos en lo que se refiere

“a la idea de que existen conceptos cuyo valor es a la vez intemporal y universal, nociones objetivas que valen en cualquier lugar y en cualquier tiempo. Si se renunciara a esta idea, nos entregaríamos en efecto al escepticismo y al relativismo, como lo han hecho los empiristas coherentes cuyo modelo es Hume”[4].

Por el otro lado, presenta la objeción de David HUME, a quien desarrolló, en este frente, Moore. Se trata de la tesis de la “falacia naturalística”:

“De la simple consideración de lo que es, es imposible inferir lo que debe ser. Dicho de un modo más claro: una teoría científica puede describirnos lo más adecuadamente posible la realidad, y anticipar del modo tan plausible como se quiera las consecuencias eventuales de nuestras acciones; sin embargo, jamás podremos sacar de ello nada normativo para la práctica. Incluso si los servicios de medicina han determinado de modo totalmente convincente que el consumo de tabaco es pernicioso para nuestra salud (como así es) conviene añadir un eslabón intermedio para sacar cualquier conclusión prescriptiva: en efecto, es necesario que nosotros hagamos previamente un valor de nuestra buena condición física para que los resultados del trabajo científico tomen la forma de un ‘¡no se debe!’ [...] Es siempre la subjetividad (un ‘yo’, un ‘nosotros’) la que decide en última instancia valorizar o desvalorizar tal o cual actitud. En ausencia de tal decisión, los imperativos que se pretenden sacar de las ciencias permanecen siempre ‘hipotéticos’, puesto que jamás pueden superar el marco de una formulación del tipo: ‘Si tú no quieres atentar contra tu salud, entonces deja de fumar’ [...]
“El argumento de Hume sirve también para todo proyecto de fundamentación científica de la ética: afirmar que la ciencia contemporánea nos enseña que el altruismo habría sido ‘seleccionado’ por la evolución, incluso admitiendo que sea cierto, no significaría en absoluto legitimarla desde un punto de vista moral. Se podría, por ejemplo, observar el hecho en cuestión (admitiendo siempre que lo sea) y deplorarlo en nombre de valores diferentes o incluso, de un modo más simple y más lógico, sacar una conclusión totalmente neutra, sin ninguna pretensión de normatividad moral, del tipo siguiente: los seres humanos son una especie que, para sobrevivir, ha necesitado recurrir a la solidaridad. Esta necesidad, para ellos vital, les hace tener la ilusión de que se trata de ‘moral normativa’, de ‘bien’ y de ‘mal’, cuando en realidad se trata de útil e inútil, de vida o de muerte. Lo que toman por moral alta y noble no tiene en realidad más valor ‘normativo’ que cualquier otro modo de adaptación de los calamares, los elefantes o los sapos...”[5]

Conforme a esta manera de analizar el problema, Ferry señala más adelante que esta manera de pensar conduce a la

“aserción fundamental según la cual la moral no es más que un hecho entre otros y nada más. La misma incomodidad que le (M. Ruse[6]) produce evocar la cuestión del determinismo, y por las mismas razones: todo lleva a la ética evolucionista, a la conclusión de que somos lo que la biología nos hace ser y, por tanto, determinados de cabo a rabo, hasta en nuestros aparentes márgenes de libertad, por la naturaleza y por la historia [...]
“Una vez más, entiéndaseme bien: es evidente que no niego en absoluto el derecho de nadie a adoptar una filosofía materialista y determinista. Simplemente, lo que afirmo de nuevo es que no se puede jugar con todas las barajas y que, si se quiere ser un materialista coherente, hay que tener conciencia de que, por una parte, esta postura filosófica es incompatible con la idea de una ética normativa no ilusoria y, por otra, de que el determinismo no es en absoluto una postura científica, sino una toma de partido metafísica, y como tal contestable”[7].

Luego, el ensayista presenta el capítulo “Ciencia y ‘No-Ciencia’: La cuestión del criterio de demarcación. El racionalismo crítico de Kant y Popper”[8], con el que termina de exponer, fundamentado en estos dos autores, su posición:

“De la teología a la astrología, del psicoanálisis a la filosofía, pasando por las ciencias duras o ‘humanas’, hay una variedad casi infinita de discursos que pretenden la verdad. ¿Cómo distinguir entre ellos los que legítimamente pueden reivindicar que su cientifismo es auténtico y los que con seguridad no? Las grandes religiones, por ejemplo consideran que nos guían en los parajes de lo verdadero absoluto. Todo el mundo está de acuerdo, sin embargo, en reconocer que no lo hacen, o al menos no fundamentalmente, a través de las vías de la ciencia, sino más bien en el elemento de la revelación y de la fe. Incluso aunque gran número de creyentes (empezando por el propio Papa) están convencidos de que no sólo no hay incompatibilidad, sino por el contrario complementariedad entre ciencia y religión, no aceptan, aunque sólo sea intuitivamente, la idea de una diferencia fundamental entre los dos tipos de discurso. ¿Pero cómo definir esta línea de demarcación? No tiene nada de evidente. Sobre todo en la medida en que el criterio que se busca no pasa solamente entre ciencia y religión sino, más generalmente, entre la ciencia y todos los discursos que buscan el conocimiento, aunque por vías distintas a la de la investigación científica”[9].

Para Popper, indica Ferry, se abre paso “la vía de lo que es la ciencia auténtica: un conjunto de proposiciones falsables que, mientras no se pruebe lo contrario, han superado tests de falsaciones arriesgadas para ellas”, como ocurrió con las conjeturas audaces de Albert Einstein, que, cuestionadas y aventuradas, resistieron la prueba de los hechos[10]. El texto siguiente es un poco extenso, pero fija la posición del autor:

“De ese simple criterio de demarcación se derivan ya toda una serie de consecuencias importantes sobre la diferencia entre la ciencia y los otros discursos. Retendremos aquí dos, particularmente significativas en el contexto de nuestra discusión sobre el biologismo como falsa ciencia aunque auténtica metafísica dogmática que se adorna con una legitimidad científica usurpada.
“La primera es que si la ciencia es en primer lugar y ante todo un cuerpo de proposiciones falsables, la cualidad primera de una conjetura científica es la de arriesgarse, y no ser inmunizada a priori contra toda posible refutación o discusión [...]
[...] Se puede con toda seguridad discutir sobre teología, sobre psicoanálisis, sobre marxismo, como también sobre moral o sobre estética. Pero la mayoría de las veces, por no decir siempre, no se puede hacer objetivamente, acudiendo a la realidad para zanjar nuestros debates. En última instancia, es cuestión de cada uno decidir si es una ventaja o un inconveniente, pero lo que en cualquier caso es seguro es que en las ciencias auténticas no ocurre así [...] – ‘¿Dios existe?: quizá es cierto, pero es inimaginable ninguna experiencia, ningún test, que contradiga esta hipótesis. Con frecuencia se ha intentado...
“[...] Ni la teología ni el materialismo seudo científico o filosófico son teorías falsables. Esto debería no tener vuelta de hoja, pero el criterio popperiano permite pensarlo de manera rigurosa. ¿Es inútil? Nada menos cierto, pues la legitimidad del discurso científico es tan grande, tan tentadora, que con frecuencia, tanto de un lado como del otro, hay un rechazo a prescindir de él: la sociología del conocimiento de inspiración marxista se considera siempre ‘científica’, el psicoanálisis lo mismo, aunque en menor grado, pero los peores delirios neodarwinistas se adornan también con el prestigio de la ‘ciencia verdadera’ mientras que gran número de cristianos no han renunciado a la esperanza de ver un día, parodiando la última encíclica de Juan Pablo II, la razón de confirmar su fe, como si esta última tuviera necesidad del socorro de la primera.
“La segunda consecuencia del criterio de demarcación popperiano se refiere a la concepción de la objetividad que se aplica a las ciencias [...] La objetividad, en este sentido, no sería una propiedad intrínseca de tal o cual juicio o proposición, sino el resultado de un largo recorrido, de un trabajo sobre sí (en el caso del marxismo o del psicoanálisis), sobre su historia, su familia, su medio, sus condiciones sociales de existencia. Es muy posible que en el plano personal tal trabajo sea útil, e incluso necesario. Lo que pretende Popper, sin embargo, es que no tiene rigurosamente ninguna relación con la actividad científica y ello al menos por dos razones.
“La primera es que si la objetividad científica tuviera que depender de tal trabajo sobre sí del sabio deberíamos desembocar inmediatamente en el escepticismo: pues tal trabajo es, por definición, una tarea infinita... Nadie puede jamás saber lo que puede determinarle a su pesar... La objetividad perfecta no sería, desde esta perspectiva, más que un ideal, jamás una realidad.
“La segunda razón es que, de todas maneras, no tiene ninguna importancia desde un punto de vista científico. Pues el problema no reside en absoluto en saber ‘desde donde habla el sabio’, analizar cómo y por qué ha llegado a tal o cual hipótesis, sino en poder someter la hipótesis en cuestión a la discusión común y crítica [...] (Como dice Popper[11]): ‘Si me preguntaran: ¿cómo sabe usted? ¿Cuál es la fuente o la base de su información? [...] Respondería: no sé, mi afirmación era una simple conjetura. Poco importan las fuentes de las que ha podido surgir – hay muchas posibles y puede que yo no sea consciente -. Las cuestiones de origen o de genealogía tienen en todo caso poco que ver con las cuestiones de verdad. Pero si el problema que he intentado resolver a través de mi hipótesis les interesa, pueden ayudarme criticándola tan severamente como quieran y si pueden diseñar un test experimental que, en su opinión, es capaz de refutarla, les ayudaré encantado’.
“Donde se ve que el científico no es ni un metafísico ni un filósofo de la sospecha, sino alguien que, en principio no puede no estar abierto a la discusión pública”[12].

Como sucede en la democracia. Finalmente, Ferry culmina su demostración contra el “biologismo cientista”. En lógica con los argumentos anteriores, señala que existe una ambigüedad en las relaciones entre metafísica y ciencia porque en esta están presentes “los ideales” de la primera animándola, al pretender un mundo finalmente “sin misterio”. Aunque la metafísica es igualmente contraria a la ciencia como “su desviación” y su “tentación más constante”[13]. Lo que no sea experienciable, falsable y discutible, es “dogmático”, como ocurre con el “biologismo” en su presentación materialista y cientista. En cambio, “la biología”, considerada como “ciencia auténtica”, hace “aportaciones cruciales” cuando “dialoga con las ciencias, como la filosofía, y también con las ciencias humanas”, pues entonces “logran elaborar una reflexión más fecunda sobre la verdad y la ética”:

“Es necesario decirlo y repetirlo claramente: sea cual sea la necesidad de tener en cuenta los resultados de las ciencias positivas para filosofar, sigue siendo totalmente imposible fundar una nueva filosofía sobre la ciencia. [...] hay cuestiones, las referentes a los orígenes, a lo incondicionado, tanto en el orden del conocimiento como en el de los valores, que no pueden decidirse científicamente porque, por su misma esencia escapan a la esfera empírica. Imaginarse que hay fundamentos naturales de la ética puede tener dos sentidos: si lo que se quiere decir con ello es que existen ciertas disposiciones naturales que hacen posible una ética, nadie lo puede poner en duda. Emprender la tarea de mostrarlo es útil y está justificado. Pero si lo que se quiere es superar los límites de la ciencia y decir que un día se llegará a fundamentar o justificar científicamente unas opciones éticas más que otras, no sólo es hacerse ilusiones sobre las competencias de la ciencia sino también ceder a una opción intelectual peligrosa [...] Es también por lo que la cuestión de lo propio del hombre, es decir, la cuestión de la libertad o de su ruptura con el reino de la naturaleza, no es simplemente teórica: su negación intelectual lleva siempre consigo ciertas consecuencias prácticas ante las que es más necesario que nunca permanecer vigilantes en unos tiempos en los que de nuevo es de buen tono hacer la apología de los pensamientos anti humanistas”[14]

Como se puede observar por la argumentación, el autor parece suponer que el punto de vista de la filosofía es seguramente superior al que pueden ofrecer las ciencias empíricas.


b.     La objeción de Jean-Didier Vincent

Jean-Didier VINCENT, por su parte, presenta la otra cara de la moneda. Dedicaré las siguientes páginas para presentar con cierto detalle su opción por la biología comparada y la socio-biología para hacer su acercamiento al hombre.

El autor dedica el primer capítulo correspondiente a la segunda parte de la obra citada a abordar el proceso de la “construcción del hombre”. Comienza marcando una visión bien distinta: una es la concepción que se tiene acerca del hombre a partir de la Declaración universal de los derechos humanos: es el hombre que comparte historia con otros hombres, que es un todo, único en su género y “marca registrada”, para quien los demás individuos, que comparten un espacio geográfico y poseen capacidad de reproducirse – especie viva –, se encuentran “arrojados a lo inhumano”. En cambio, otra es la visión que se adquiere cuando no se mira al ser humano como un absoluto, sino enfrentado a “la monstruosa, inconfesable verdad: descendemos del mono”[15]. Para un biólogo no cabe duda alguna, “el hombre es un animal”, por razón de su “evolución”, por la “selección natural”. A ella dedica su interés el autor. Se procede, dice el mismo, de una manera contraria a la manera como procede el filósofo:

“El hombre no es un animal. Muy a menudo pone por delante el fenómeno humano que introduciría en el viviente una ruptura comparable a la que separa el reino animal y el reino vegetal. Del mismo modo que el primero se opone al segundo por el hecho de que el vegetal utiliza directamente la energía luminosa y moléculas elementales para construirse y mantenerse en vida (autropía) y que el animal y la seta no pueden hacerlo más que indirectamente consumiendo materia orgánica (heterotropia), el hombre podría definirse como un ser que obtiene su sustancia de lo humano (antropotropía). De este modo, uno sería humanista como otros son botánicos o zoólogos”[16].

Citando al filósofo Martín HEIDEGGER[17] señala Vincent que tampoco una concepción humanista logra captar la esencia del hombre, y que es necesario basarse en una antropología si se pretende lograr un alcance filosófico a la pregunta que se hace sobre él. Antropología que de manera “más descriptiva que explicativa”, expresa el “naturalismo del hombre”. En esta tarea, al antropólogo lo ayuda el biólogo poniendo a su disposición “un catálogo de datos anatómicos y funcionales de los que por separado ninguno basta para fijar ‘lo propio del hombre’”[18]. No niega Vincent que, por bien sabido,

“el uso de la razón no corresponde más que a aquél (el hombre)... con o sin su apoyo neuronal. Con esta exclusividad el hombre aspira a resolver su problema: el de (ser) un ente entre los demás. En este ‘animal dotado de razón’, aquélla bastaría para borrar el primer término del enunciado: animal. El humanismo y ese hacerse, el humanismo biologizante, se comporta, siempre según Heidegger, como una metafísica tradicional y vuelve la espalda a la diferencia que existe entre el problema de los entes y el problema del Ser (lo que Heidegger llama la diferencia ontológica)”[19].

Así, pues, “la única cuestión que podría conducirnos a la esencia de lo humano es la de los orígenes. El ‘¿de dónde venimos?’ llega en respuesta del ‘¿qué somos?’”[20]. Y así, se debe ascender en millones de antepasados, más allá de la cienmilésima generación (dos millones de años, aprox.: se incluyen el “hombre de Cromañón” y el Homo erectus), para llegar a plantear si ellos todavía pueden ser considerados “humanos”. Cosa que no sucede si se asciende hasta la tres cienmilésima generación (seis millones de años, aprox.), cuando definitivamente se afirma que tales antecesores “son simios”.

Al llegar a este punto, el autor hace una acotación que, así esté en nota de pie de página, vale la pena resaltar: “A menos que rechacemos todo parentesco con estos ancestros intratables... (postura creacionista frecuente en medios integristas) [...]”[21].

Vincent prosigue relatando los pormenores de los resultados que la investigación ha producido en este sentido: el bipedismo, el hallazgo de “Lucy” y su relación con otros especímenes de la especie Australopithecus afarensis: es la “selección natural que poda la zarza sin piedad...: No hay intención alguna que guíe su acción”[22], dice. Luego vino, el acortamiento de los brazos: “Idealizando los hechos, lo que prohíbe la ciencia pero la poesía recomienda, el paso de la marcha cuadrúpeda a la pedestre se expresa por una serie de ‘liberaciones sucesivas’”, agrega[23]. La “encefalización[24]” del Homo erectus y los procesos de complexificación y desarrollo del mismo con mejoramiento de la circulación sanguínea, posibilitan el surgimiento de las capacidades intelectuales del individuo, tales como el uso de herramientas y de otros instrumentos: talla de piedras, por ejemplo, pero, de igual modo, “desarrollo de los medios para actuar sobre su entorno social y manipular a sus congéneres... Estas interacciones se incluyen en unas reglas, unas tradiciones que constituyen lo que se llama una cultura”[25]. El autor explica luego las observaciones de Andrew WHITEN y colaboradores[26] para indicar que

“la transmisión social de un comportamiento no es algo nuevo en etología... Si apenas se puede hablar de una cultura haciendo referencia a una sola conducta, en cambio parece indiscutible que esa palabra pueda utilizarse para designar el conjunto de tradiciones conductuales variables de una comunidad a otra en los chimpancés... Las culturas son hechos, no cosas del todo hechas. Son el resultado de una actividad cognitiva extraordinariamente desarrollada que no solamente supone el conocimiento del otro como un semejante, sino también un reconocimiento de sí mismo. La prueba del espejo parece indicar que ya está presente en los primates humanoides”[27].

Al seguir adelante, nuestro autor señala también como la bipedación tiene consecuencias sobre la palabra y el sexo, produciéndose en los antropoides e incluso probablemente en los australopitecos una ocultación progresiva de los genitalia femeninos y la pérdida de los signos externos del celo con la adquisición de una condición similar a la del celo permanente. El hombre exhibe, por su parte, un pene que no puede ocultar.

“He aquí, pues, dice Vincent, al hombre y a la mujer cara a cara dentro de su diferencia, un dimorfismo sexual mucho más patente que en cualquier otra especie de simio. En esta otra tan distinta, es también la misma, aquella a quien va dirigida la palabra...”[28]

Con el tiempo también el humanoide “inventa la muerte: los primeros indicios de sepulturas se remontan a cien mil años”, quizás debido a “inquietudes” o a “sucesos traumatizantes, y se propusieron conjurar su angustia mediante comportamientos rituales”. También la etología animal muestra que ciertos comportamientos son “verdaderos rituales”, e incluso “la neurosis” no es “tampoco privativa del hombre y muchos animales domésticos comparten la de su dueño”.

“En cambio, lo que es propio del hombre es una percepción particular del tiempo. En efecto, el desarrollo del córtex cerebral, y más concretamente de algunas regiones frontales, le permite medir su duración, imaginar su comienzo y su fin y preguntarse desde ese momento sobre lo que hay antes del principio y después del final. El hombre descubre su propia muerte en la del otro, ese otro que le designan los vínculos sociales: parentesco y jerarquía”[29].

Vincent profundiza en esta situación del hombre con respecto del tiempo y la relaciona con los sucesos conectados con el fuego domesticado (1,9 millones de años) y con el hecho de que el hombre es el más omnívoro entre los animales. A propósito de estos hechos, trabaja el tema del “cerebro y el pensamiento”:

“El hecho de que el buey tenga un cerebro grande no hace de él un pensador excepcional. En el hombre, la diferencia estriba en el desarrollo de las áreas cerebrales denominadas asociativas que ocupan más de dos tercios de la parte superficial del cerebro, llamada córtex, sobre todo en su región anterior o frontal. Las neuronas situadas en el interior de estas áreas asociativas poseen prolongaciones que nunca se apartan del córtex y sirven de conexiones entre los millares de neuronas que contiene. Estas neuronas nunca se encuentran aisladas y forman agrupaciones entre ellas. El pensamiento no ha venido a posarse sobre estas últimas por obra y gracia del espíritu divino ni tampoco es, por otra parte, un producto suyo como si, según la expresión de Cabanis, el ‘cerebro lo segregara’.
“El pensamiento expresa unos procesos de categorización de lo real de los que es inseparable cualquiera sea el nivel de abstracción en el que se sitúan... Es falso decir que el pensamiento es el operador de estas categorizaciones, a menos que se caiga en una discrepancia fatal entre la mente y el cuerpo, que se separe la función de su sustrato y finalmente que se sustituya lo real por la metáfora del ordenador. Un procedimiento semejante vuelve a reducir la lógica de lo viviente a la lógica informática.
“Lo que el animal sabe del mundo está inscrito en su cerebro en forma de representaciones. El hombre no se distingue del animal más que por la riqueza extraordinaria y la abundancia de éstas, que se producen en territorios cerebrales más o menos especializados según la naturaleza sensorial de los datos procedentes del mundo: por ejemplo, las regiones occipitales para los datos visuales y las regiones temporales para las informaciones auditivas...”[30] 

El autor entonces sugiere que se “admita que el cerebro funciona como una ‘metáfora activa’, es decir, en la cual la representación se confunde con la acción”, por cuanto “las representaciones del mundo no pueden considerarse independientemente de las actuaciones del sujeto sobre ese mismo mundo”. Para identificar esta condición, Vincent propone el término “representacciones”, ya que ellas son a la vez, las “formas” y las “fuerzas” que producen y reproducen el mundo del sujeto.

 “Si los genes constituyen una memoria de la especie y suministran los planos de conjunto, la epigénesis – una denominación sabia para designar el papel del medio – proporciona probablemente el sustrato de la memoria individual... Esta capacidad concreta del hombre para gestionar el tiempo es, tal vez, el origen de la consciencia de sí mismo”[31].

El autor considera, sin embargo, que existe un tipo de representacciones

 “que es propio del hombre. Son movimientos de músculos especializados de la garganta o, en su defecto, gestos de la mano que forman signos destinados al Otro y permiten compartir con él esas representacciones. Este conjunto de representacciones que ya no se pertenecen a uno solo, sino a una colectividad de individuos, se denomina lenguaje”[32].

Así, pues, dice Vincent, la selección natural ha sido capaz de modificar progresivamente un protolenguaje con un número limitado de símbolos, reglas muy sencillas y poco sistemáticas, para llegar a una doble articulación que se caracteriza por la yuxtaposición de elementos sonoros con necesidades funcionales.

Hecha esta presentación, nuestro autor comenzará a tratar de los genes y de las mutaciones genéticas, sin las cuales no es posible una evolución que permite explicar en qué consiste la esencia del hombre, aventura que “terminó” hace aproximadamente un millón de años, cuando, a causa de un enfriamiento climático, se diezmó el zarzal de los homínidos, de los que, probablemente sobrevivió sólo el Homo erectus, en sus variedades Neandertal – ya hoy desaparecida- y Cromañón, gracias a sus capacidades cognitivas. Y, finalmente, el Homo sapiens.

Más adelante, el capítulo segundo se dedica a estudiar la subjetividad pero desde la sensibilidad y la mencionada representacción, es decir, “una relación viva en la que el sujeto se reviste según las particularidades de su presencia ante sí mismo y ante el mundo y donde los vaivenes del deseo suscitan descargas afectivas, formaciones imaginarias y valores”[33]. Seguidamente explora el arte, y distingue entre emociones y pasiones[34]: la tensión que se presenta es: animalizar demasiado al hombre, o biologizar sus pasiones: “debido a sus pasiones, el hombre no es un animal: hay que conservar la base biológica”, dice[35]. El papel de las emociones puede reducirse, entonces, a dos: comunicación y adaptación. DARWIN afirmaba, señala nuestro autor, que las emociones constituyen un rasgo universal del hombre, independientemente de su raza o su cultura, que son innatas y sus huellas pueden seguirse a través de la evolución de las especies[36].  No quiere decir esto que la cultura no tenga su influencia ni tampoco la consciencia refleja sobre las emociones, como ocurre en la educación, en los ritos y en las convenciones; y que, incluso, la voluntad consciente puede llegar a “atenuar, disfrazar, o por el contrario exagerar, la expresión facial de la emoción”[37]. El semblante comunica.

En los chimpancés, por ejemplo, se encuentran las emociones. Al interior del cuerpo se manifiestan los mecanismos que le permiten, igual que a los humanos, la defensa y el ajuste al mundo en cambio y amenazante: es la tarea de la glándula suprarrenal, doble y simétrica, que cubre los riñones y es la cara oculta de las emociones. Tiene dos partes: en el centro, la médula suprarrenal, secreta las catocolaminas (adrenalina y noradrenalina); en la periferia, la corteza suprarrenal libera cortisol. Cada una tiene una función específica, pero, por ejemplo, este sistema simpático y médulosuprarrenal es el que reacciona cuando se presentan situaciones de urgencia, y el organismo debe responder: combatir, o huir. Pero no sólo este círculo relacionado con las suprarrenales actúa. También otro sistema hormonal, el de las morfinas naturales o endomorfinas, interviene. Liberadas en la sangre por la hipófisis y por la médula suprarrenal, están presentes en el cerebro como neurotransmisores. Son encargadas de responder al dolor y al miedo. Dolor y miedo que comparten todos los animales[38].

Caso especial se presenta en la culpa, dice Vincent:

“Pero en el hombre, el miedo le abre al universo apasionado de la culpa. El miedo alimenta la consciencia reflejada. ¿No es el pecado más que el miedo de sí mismo? Éste, según Michel Vienne, es ‘creador de ser’. ¿No es salvador para el creyente? [...] Creyente o no, el hombre es ese animal amedrentado por el conocimiento de su muerte a la cual sólo él entre los animales rinde tributo”[39].

Al cerebro, a sus secciones y funciones, dedica Vincent las páginas siguientes: las estructuras nerviosas pares y simétricas, el hipocampo y la amígdala. El primero, con el hipotálamo y la hipófisis, que regulan el miedo y otras emociones (sorpresa, alegría...). Con el cerebro los animales aprenden a asociar placer y sufrimiento. También el deseo, y la conciencia, “bajo el ángulo específico del deseo, o restringiendo en gran medida el uso de la consciencia reflejada”:

“El deseo no puede, en efecto, disociarse de los procesos que habitualmente describe la psicología, pero de los que la neurobiología ha suministrado bases anatómicas y farmacológicas. Se trata de la atención, la intención, la iniciación de la acción y el apoyo a esta última...”[40]

Según este análisis,

 “el placer sería la verdadera ‘moneda común’, el euro de nuestras conductas que resultarían de transacciones del tipo: ‘Tú me das tanto placer, pero yo te quito tanto dolor y pago la diferencia en moneda convertible en comportamientos’”[41].

Vincent señala que “estos sistemas están envueltos en todos nuestros comportamientos, hasta los más normales”. Y añade:

“En otras palabras, todo lo que el sujeto conoce del mundo y todas sus acciones sobre el mismo hace que intervengan los procesos opuestos que se desarrollan en las estructuras profundas del cerebro que proyectan sobre el conjunto del encéfalo, principalmente sobre el córtex, en donde se realizan los mapas cognitivos, soporte de las representacciones”[42].

Y termina el capítulo señalando lo que, a su juicio, distingue en este nivel al hombre de los demás animales: el “amor” y el “odio”, expresión de las emociones fundamentales que oponen placer y aversión. El animal no conoce el odio, sino la agresividad y el miedo. Tampoco conoce el amor, sino el apego a sus cachorros y la atracción por un compañero sexual. Sólo el hombre conoce amor y odio. Sin embargo, el placer y la aversión son los factores principales determinantes de los comportamientos, tanto del hombre como del animal:

 “Los mapas cognitivos de un humano, más todavía – dice - que los de una rata, son en su mayoría adquiridos, lo que no significa, desgraciadamente, libertad frente al determinismo genético. ¿De qué libertad dispone un niño violado y golpeado que a su vez será verdugo el día de mañana? Toda la paradoja de la libertad del hombre está ahí”[43].

El último capítulo, “un vivo entre los muertos”, es dedicado por J. D. Vincent a la problemática del “sentido” de la vida: “¿Puede el hombre tener razones de existir si no las tiene la vida?”, se pregunta[44].

Para examinar la cuestión comienza tomando la coyuntura de que “del hijo del hombre” se celebraron dos mil años al momento de estar escribiendo su texto. Dos mil años desde cuando Él recibió del asno y del buey el calor en un pesebre. Le parece escandalosa la idea al autor de que ese “hijo del hombre” compartiera un mismo antepasado común con esos animales: “no solamente se opone a la fe religiosa, sino simplemente al sentido común”[45]. Contrasta la precisión de este hecho con el dato aproximado para el nacimiento de la primera célula (LUCA[46]), de la que en la Tierra proviene todo el mundo vivo: tres mil y más millones de años. Así ha sucedido, “omnis cellula e cellula” (Virchow, en el siglo XIX), tanto en los individuos unicelulares como en los organismos pluricelulares. Y compartiendo todos unas mismas características básicas, que, gracias a la selección natural, vencieron a sus competidores, se reprodujeron de manera idéntica y corrigieron los posibles errores de copia.

Todos los animales, cuál más, cuál menos, dentro de ciertos rangos de complejidad, comparten las capacidades de conocer y de reconocer, si bien, sólo el hombre es capaz de nombrar, aunque ordenando los seres según categorías que varían de cultura a cultura. Pero las clasificaciones de la diversidad pueden darse en un momento dado como si siempre hubiesen existido, sin mudanza, los objetos a los que se refieren (Linneo 1735); o bien, como las proponen los científicos actuales, apoyándose en la noción de los vínculos de parentesco que unen al conjunto de los seres vivos y de unos antepasados comunes: son los árboles filogenéticos.

Me permito llamar la atención sobre los siguientes párrafos de la obra que examino. En ellos expresa el autor su concepción de biólogo sobre la verdad y sobre la historia de la vida. Obsérvese:

“Fue necesario que aquello comenzara. Hubiera podido no comenzar. Aquello continuó. Hubiera podido no continuar. Aquello ya no vuelve a comenzar. Esta serie de enunciados termina con una pregunta: ¿acabará aquello? Aquello, es decir, la vida. Narraré su historia incluso antes de haberla definido y descrito, pues esa historia ayuda a comprender lo que es la vida.
“Una narración histórica debe ajustarse lo más posible a la verdad. Por ello se apoya en huellas objetivas del pasado – los fósiles en el caso de la historia de lo viviente – y en hipótesis cuyo valor se juzga tanto por su poder explicativo como por su oposición a ser rebatidas. Sabemos que esta susceptibilidad a ser rebatidas – piedra de toque de la epistemología popperiana – sirve hoy día a los partidarios de la doctrina creacionista para combatir las teorías de la evolución. Sin entrar en un debate que aquí no tiene cabida, señalaré solamente que combatir unos prejuicios con ayuda de ideas falsas a veces conduce a un triunfo paradójico de la verdad... (Contaminación y no generación espontánea). La conclusión de que la vida no se puede crear a partir de lo increado remite paradójicamente a la necesidad de la creación... (Cursiva nuestra).
“Las antiguas teorías suponen un acto creador o la pre-existencia de unas leyes que hacen inevitable y necesaria la presencia del objeto formal. En su realización más o menos perfecta, ese objeto expresa una esencia inmutable. En tal caso, la historia de la vida no tiene más remedio que adoptar la estructura de un mito. (Cursiva nuestra).
La biología moderna está basada en la noción de que todas las formas vivas pueden transformarse y evolucionar a partir de formas preexistentes. Dos principios rigen esas transformaciones, el de instrucción y/o el de selección...
“Existe un parentesco innegable entre instrucción y creación... En muchos de sus aspectos, la genética molecular no contradice el modelo instruccionista... La información estaba presente en los constituyentes, pero no estaba expresada. La construcción epigenética de una estructura no es una creación, es una revelación.
“La selección natural explica la adaptación de los individuos a su medio. Es su causa única. Cualquier otra justificación de una adaptación compete ya sea a la providencia... ya sea a la acción benéfica del medio... La selección natural explica a la vez la evolución y la adaptación... Por último, la evolución obedece a dos exigencias: estabilidad de la forma de una generación a otra sin la cual no habría conservación de la especie, y variabilidad sin la cual no habría adaptación. Los genes satisfacen una y otra...
“Pero no se puede pretender que una transformación semejante sea posible a no ser que el organismo posea ya los elementos que permiten ese cambio...
“Todas las teorías que se basan en el concepto de transformación dirigida chocan con el mismo obstáculo: la incapacidad de ofrecer una explicación que no sea la creacionista, se la libere o no de sus atavíos religiosos y sus dejes de integrismo. Osborn y otros paleontólogos han atribuido la formación de ciertas líneas evolutivas a una ontogénesis, es decir, a una sucesión de mutaciones direccionales sin intervención de la selección natural: por ejemplo, el aumento paralelo del tamaño y la evolución de los cuernos de los rinocerontes. Utilizando este concepto con fines teológicos, Teilhard de Chardin mostró a contrario su pobre calidad científica...
[...] Me opongo a los prejuicios religiosos y me niego a obedecer una visión ontogenética cualquiera de la evolución”[47].

El autor no comparte en modo alguno, pues, una concepción de evolución que mínimamente tuviera un componente ontogenético. Para sustentar su afirmación nos refiere a las proteínas, a los aminoácidos, a los lípidos, a los azúcares, a los ácidos nucleicos, al ADN y a los cromosomas, y a sus estructuras espaciales con actividad específica. Todo ser vivo, desde una célula aislada, sea organismo primitivo, bacteria o levadura, eucariota o procariota, hasta el hombre, se pueden explicar con estos elementos. Nada tiene el ser humano, desde este punto de vista, distinto, singular o predominante en relación con los demás vivientes. Las reglas de juego son idénticas para todo el mundo[48].

Más aún, no acepta de ninguna manera un componente finalístico en el proceso evolutivo:

“Antropocentrismo inaceptable – de acuerdo, nuestra hermosa vida es el resultado del azar, pero de un ‘azar que hace bien las cosas’ ofreciendo al hombre los frutos más hermosos del jardín – que conlleva el pecado original como recompensa. La ilusión finalista está tan sumamente enraizada en nuestro cerebro que tenemos que obligarnos a aceptar abandonar nuestro orgulloso pedestal. Son las presiones sufridas por los vivientes las que han transformado el azar en destino, una palabra terrible para designar un suceso habitual o el encadenamiento necesario de causas y efectos: necesidad de una energía para transformar en carne viva la materia inerte; necesidad de agua para crecer y multiplicarse; necesidad de aire para respirar; necesidad de solidez para resistir la gravedad; necesidad de movilidad para conseguir alimento, etcétera”[49].

A lo largo de miles y miles de generaciones, dice Vincent, se han perpetuado muchas de las características que estaban ya presentes en los primeros organismos vivos gracias a los genes: unos duplicaron los primeros, otros desaparecieron en la selección. Pero el sistema en su conjunto ha permanecido sin cambios. Esto puede notarse en los embriones de las diversas especies, que en cierto momento de su desarrollo, prácticamente son indistinguibles: peces, lagartos, aves, mamíferos. A este punto se lo denomina filotípico por cuanto impone al animal un esquema general común a todas las especies: zootipo. Zootipo que fundamentalmente será neuronal y permitirá que sea organizado por el sistema nervioso:

“Me sorprendo pensando, dice el autor, (pero probablemente se trata otra vez de un arranque de antropocentrismo) que la evolución de los animales es una larga marcha hacia la libertad”[50].

La vida se enfrenta, sin embargo, señala nuestro autor, a otros dos condicionamientos: el sexo y la muerte inseparablemente. El sexo permite la reproducción de los individuos. Es la línea que ha resultado triunfadora en los procesos evolutivos, y, a su vez, es un motor que agiliza los procesos evolutivos. “¿Por qué dos seres, se pregunta, experimentan la imperiosa necesidad de aparearse?”[51]. Habla entonces de las ventajas adaptativas, como la belleza. Pero, en su insistencia no-finalista, argumenta que en cada especie hay que buscar las causas primarias, distintas entre las especies, que “le darán una causalidad tardía, a posteriori”[52]. Vincent hace, entonces, una anotación importante: “Sin lo diverso, no hay selección natural ni evolución ni vida”[53].  Por ejemplo, el placer es, en los vertebrados superiores, causa primaria del éxito del sexo y el triunfo de la evolución. Asunto que, simplemente, se puede explicar por los procesos hormonales presentes en los sujetos: “Conclusión: no atribuyamos demasiada importancia a la ciencia del biólogo para hablar del hombre y de la mujer y de su singular cara a cara... una mujer es una mujer”[54].

Algunos otros puntos toca hacia el final en su escrito J.-D. Vincent. El Siglo de las Luces había logrado imponer una postura universalista que quiere restablecer “contra natura” la igualdad entre el fuerte (el género masculino) y el débil (el género femenino):

“En el siglo XIX se llevó a cabo una revolución cultural que desembocó en la afirmación de una diferencia radical entre los dos sexos y a nadie se le ocurre ya hoy día, militante sexista, sociólogo o investigador, negar esta diferencia... Y, sin embargo, las diferencias existen, inscritas en la intimidad de las neuronas y seleccionadas por la evolución de las especies [...] Todo sucede como si la alteridad se concentrara en la apariencia corporal y el comportamiento, pero delegara al cerebro la identidad profunda del ser, masculino o femenino. El cerebro humano se beneficia de esta capacidad que le confieren sus redes neuronales para reconocer al otro como portador de una subjetividad idéntica a la suya”[55].

La utilidad de la muerte, por último, “es aún más discutible”: “La muerte alimenta el taller de los poetas, pero los biólogos no saben en realidad qué hacer con ella”[56]. Los seres unicelulares, por ejemplo, al reproducirse por división, no dejan cadáver. Las coníferas, que viven mil y más años, parecieran inmortales. La muerte celular programada o apoptosis se encuentra estudiada en una mosca: en invertebrados como ella, dos genes (ced-3 y ced-4) están involucrados en la muerte de las neuronas. Pero si existe una mutación la sentencia de muerte se suspende. Otro gen (ced-9) se opone al efecto de los dos anteriores, pero si resultara defectuoso, provocaría la muerte de neuronas que no estaban destinadas a morir... En los vertebrados estos procesos también existen, si bien en formas más complejas y en interacción con el medio: corresponden a la familia de genes Bcl-2 cuyo cometido es oponerse a la muerte. Los procesos de división y subdivisión de las células en este orden, se especializan, pero a costa de las capacidades de subdivisión;

“La imposibilidad de la célula para llegar a dividirse desencadena en el genoma la puesta en marcha de una serie de genes encargados de destruir la célula. Parece ser que la célula se suicida al no haber podido cumplir su destino: dividirse”[57].

De esta manera, señala Vincent, el proceso de muerte celular es inherente a la construcción de los organismos pluricelulares, y es un fenómeno de simple adición/sustracción. Para tener una adecuada valoración de la muerte es necesaria la perspectiva... de la evolución. Porque “la muerte es una función de la vida”. La evolución es una gran lección para los humanos: “nos reduce a no ser más que instrumentos ciegos de nuestros genes, pero, a ese precio, hace que la muerte sea inútil”[58]

2.    ¿Respuestas de la teología, o interrogantes a la teología?

En las dos perspectivas expuestas con detalle, y tratando de ser muy fieles al pensamiento de sus autores, nos muestran ellos que existe, a primera vista, una no-reconciliabilidad y una no-aproximabilidad, al menos, entre ellos, cuando presenta cada uno su propia concepción acerca del problema del hombre. Y lo hacen con los argumentos propios de su saber actualizado.

Considero que no es sólo mi interpretación sino su deliberado propósito, concluido a partir no sólo de los textos[59] sino de la misma disposición del volumen[60] (exposición, objeciones, respuesta a objeciones). Más aún, y espero no equivocarme en mi apreciación, en algunos de los textos presentados, muchos de ellos citas completas de los mismos, un autor considera que el otro adopta una óptica “metafísica”, o plantea un problema “metafísico”, cuando expone su punto de vista[61]. En últimas, la pregunta que me hago consiste en si todo se puede reducir a una concepción “materialista” o a una “racionalista” e “historicista”. La “metafísica”, quiérase o no, está entre las líneas de este tipo de discusiones.

Coinciden los dos autores, sin embargo, al discurrir que no existen posibilidades para una ética evolucionista que quisiera mostrar los fundamentos naturales de la moral. Pero, de inmediato, presentan diferencias notables, pues, mientras para el primero el problema de la libertad humana es definitorio de la humanización, para el otro, en el proceso mismo evolutivo no sólo no existe ésta, sino que no existe sentido alguno ni intención alguna que aporten al surgir de lo humano.

No es este el lugar ni el momento para emprender una amplia y bien fundamentada respuesta a uno y otro planteamientos, por supuesto. Por lo demás, no he presentado sino dos visiones de entre las actuales, filosófica la una, biológica la otra[62], faltando lo que nos pudieran decir otras posiciones filosóficas y biológicas, pero, además, la psicología, la sociología, la antropología, la historia... ¡En fin! En relación con este punto, sin embargo, e intentando esbozar unas líneas o bases de trabajo sobre estas “objeciones”, considero que no es inoportuno el concepto del por entonces Cardenal Joseph RATZINGER, hoy BENEDICTO XVI, en una disertación académica en 2004 en la que exponía su invitación a no descuidar la “totalidad” de las visiones y en la necesidad de que ciencias y filosofía no dejen de dialogar:

“En el proceso de encuentro e interpenetración de las culturas están en gran parte rotas las verdades étnicas que hasta el momento eran fundamentales. La cuestión sobre qué es en el fondo lo bueno, sobre todo en el contexto dado, y por qué úno debería hacerlo aun en perjuicio propio, esta pregunta fundamental queda aún sin respuesta. Me parece evidente que la ciencia como tal no puede producir la ética, que una renovada conciencia ética no es el producto de debates científicos. Por otro lado, sin embargo, es indiscutible que la transformación fundamental de la imagen del mundo y del hombre que ha resultado de los crecientes conocimientos científicos ha tomado parte esencial en el desmoronamiento de viejas verdades morales. Sin embargo tiene la ciencia una responsabilidad por el hombre como hombre y, en especial, tiene la filosofía la responsabilidad de acompañar críticamente el desarrollo de las ciencias individuales, iluminar críticamente las conclusiones prematuras y las verdades aparentes acerca de qué es el hombre, de dónde viene y para qué existe o, dicho con otras palabras, de separar el elemento no científico de los resultados científicos con los que está muchas veces mezclado y así mantener abierta la mirada hacia la totalidad, hacia las otras dimensiones de la realidad humana, realidades de las que solo aspectos parciales se muestran en la ciencia”[63]

Es tarea fundamental e imprescindible del investigador tratar de sacar a la luz la verdad oculta o silenciosamente presente en esas “proposiciones del prójimo”[64]. Conviene tener presente, entonces, lo que ya San Pablo decía acerca de que nuestro conocimiento actual era imperfecto, perecedero, de ahí las posibilidades múltiples subjetivas de acercamientos a una misma realidad:

“La caridad no acaba nunca [...] Desaparecerá la ciencia. Porque imperfecta es nuestra ciencia (o también: porque parcialmente conocemos) [...] Ahora vemos en un espejo, confusamente. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo imperfecto, pero entonces conoceré como soy conocido”[65].

Por eso, creo que el cristianismo bien puede entablar un diálogo con todo ser humano, aún con el no cristiano, aún con el no creyente, sin perder su identidad. Puede reconocer en todo hombre la semilla de verdad que está presente en él y, así, como decía el poeta romano, “nada de lo humano le es ajeno”. El cristianismo tiene algo que decir a todo hombre, una palabra que lo invite a vivir según su propia conciencia en todo lo que él tiene de verdad, confiando en que esta verdad lo habrá de poner en marcha hacia la verdad plena. La Tradición viva de la Iglesia y su Magisterio han intentado ayer como hoy, de múltiples formas y desde las categorías filosóficas que en cada época ha tenido a la mano, responder las objeciones y enriquecer las concepciones que, de alguna manera, parecieran no coincidir plenamente o que fueran insuficientes en la perspectiva de la transmisión y profundización del Evangelio: Agustín y los Padres de la Iglesia y los Apologistas, al proponer el problema de la historia, el sentido de la existencia y de la libertad humana; luego vino el método de investigación en las ciencias naturales por Alberto Magno y la gran síntesis de Tomás y los autores de la Escolástica; el problema de la colaboración con la gracia, entre otros problemas complejos, tratado por Trento; las respuestas al materialismo, al racionalismo y a cierto evolucionismo, para mencionar sólo algunos de entre los movimientos denominados “modernistas”, por parte de los Pontífices y de teólogos del siglo XIX en adelante, pasando por el Concilio Vaticano II (Primera parte de la Constitución Gaudium et spes), hasta el Pontífice actual.

Pero, en el caso, pregunto: ¿para el cristiano se trata de asuntos de poca monta? ¿Cualquiera de las dos posiciones presentadas, u otra, le podría ser indiferente, desde el punto de vista de su fe? ¿Son totalmente despreciables los aportes de la una y de la otra en orden a discernir hoy su seguimiento de Jesucristo[66]? Sin duda alguna, existen puntos de divergencia entre posiciones similares a las descritas con diversos puntos neurálgicos de la enseñanza tradicional cristiana. Pero ello no quiere decir que todas las posibilidades de diálogo con sus promotores y defensores queden clausuradas. Por varias razones.

Para el creyente, en efecto, el campo que señalan los autores mencionados, no está y no puede estar des-ligado de Dios. De ninguna manera. Forma parte del ejercicio de la denominada “virtud de religión” que, en su antecedente, desde los tiempos de griegos y romanos, formaba parte de la “virtud de la justicia”[67].

Más clara y apremiantemente aún debe considerarse este asunto si se lo examina desde el punto de vista de la fe cristiana en forma específica. Porque tanto los aspectos que permiten – o, de pronto, impiden – una recta comprensión del ser humano y de su obrar moral, caen también dentro de la relación con Dios. Ya lo explicaba Santo Tomás de Aquino en un texto formidable de la Summa contra gentiles de la cual quiero aportar mi propia traducción de dos de sus apartes:

“Lo que sirve conocer la naturaleza de las criaturas para destruir los errores que existen acerca de Dios.
“Es también necesaria la consideración de las criaturas no sólo para acrecentar la información acerca de la verdad, sino también para excluir los errores. Porque los errores que existen acerca de las criaturas, con mucha frecuencia también alejan de la verdad de la fe, por cuanto repugnan al verdadero conocimiento de Dios. Lo cual acontece de muchas maneras. (El autor da cuatro razones...)
“De esta manera se muestra falsa cierta opinión que decía que para nada servía a la verdad de la fe lo que acerca de las criaturas consideraran las personas, pues está en juego que acerca de Dios se experimente rectamente, como lo dice Agustín en el libro Sobre el origen del alma (lib. IV, capítulo IV, al fin): porque el error con respecto a las criaturas redunda en un enunciado falso acerca de Dios y aleja de Dios la mente de los hombres, hacia quien precisamente dirige la fe, mientras supone en otras causas lo que le pertenece a Dios verdaderamente (cf. Sal 27,5 y Sb 2,21) […]”[68].

Se trata, sin duda alguna, de un pasaje sumamente iluminador, de un razonamiento eminentemente teológico[69], válido, en consecuencia, para todas las áreas del trabajo teológico, no excluidas ni la moral ni la canonística. El ser humano existe inmerso en la naturaleza: en ella nace, vive y muere, como cualquier otro ser viviente. En la materia hunde sus raíces y de ella se nutre. Deberíamos ser aún más conscientes de cómo estamos enraizados en lo sensible, en lo visible, en lo terrenal y temporal. Y de que al participar de la existencia junto con todos los demás seres, participamos también con ellos de su radical bondad. Es lo que ha afirmado la filosofía aristotélico-tomista, y que refrenda, desde su posición de fe, la Revelación cristiana: No existen un bien y un mal “ontológicos”, al haber salido todo “bueno” de las manos creadoras de Dios.

Como tendremos ocasión de ver más amplia y fundadamente más adelante (cf. infra, capítulo V) son muchísimos los hechos que nos apremian a reconocer, así mismo, pues, que de en medio de la naturaleza emergen los seres humanos por su racionalidad, por su libertad y por su apertura al Invisible y Absoluto. Mediante la racionalidad los seres humanos llegamos a conocer y a contemplar la naturaleza y la belleza ínsita en ella; mediante el trabajo la transformamos, la adaptamos a nuestras necesidades, la marcamos con un sello de humanidad (y, a veces, tristemente también, de nuestra inhumanidad).

La posición de Vincent en la obra que examino, discrepa especialmente, sin lugar a dudas, de la mía, y quizás de la de otros muchos. En efecto, en la concepción acerca del hombre que comparto con ellos estimo que dependiendo del uso que cada uno haga de su libertad (libre albedrío o libre arbitrio, o acto elícito) vivirá para la libertad (liberación) y para la incorrupción, o bien, para su propia esclavitud, disgregación y frustración. Los animales, en cambio, no hacen un drama de su “frustración”. Porque el ser humano, a diferencia de los demás vivientes, mediante su espiritualidad penetra en el universo de los valores morales, es decir, llega a la conciencia del sentido que posee su existencia, y a la libertad de optar por el bien o por el mal. Pero su conciencia moral y su libertad no quedan absolutamente determinadas, siempre queda en cada uno un ámbito íntimo desde el cual puede orientar su existencia y actuar “movido e inducido por convicción interna personal” (GS 17). Pero se trata, sin duda alguna, de un punto fundamental sobre el que el “Modelo hermenéutico” tendrá que trabajar.

De igual modo, sostengo, que los seres humanos, en nuestra auto-consciencia e interiorización, en la búsqueda de lo verdadero, de lo bueno y de lo bello, podemos hacer experiencia de un profundo sentido de lo ilímite y de lo que trasciende en medio del espacio y del tiempo, que contradice la evidencia de nuestra propia mortalidad; y de que, por eso mismo, al mismo tiempo somos espíritu y carne, razón e instinto, inteligencia y sentido, pero ello de tal modo que, al nivel actual del hombre que somos, nunca la carne se da sin el espíritu, ni el espíritu sin la carne, implicándose totalmente y mutuamente.

Así mismo, tendré que verificar si, efectivamente, se descubre el hombre ante un misterio aún más profundo: que su actuar durante la vida puede conducirlo no hasta esa plenitud que entrevé, sino también hasta su muerte definitiva; es decir, que cada uno de sus actos libres, mediante los cuales opta por el bien o por el mal, expresa no sólo una opción fundamental que hace sino actitudes y valores concretos que manifiestan y soportan dicha opción fundamental, actos que lo acompañan siempre y que le dan coherencia definitiva a su existencia.

Considero que ya es por el momento suficiente esta exposición. Dado que será tarea de esta comunicación recuperar críticamente algunos, por lo menos, de los elementos expuestos anteriormente por Luc Ferry y Jean-Didier Vincent, solamente mencionaré aquí los válidos intentos y propuestas – a mi juicio, entre otros muchos y de primera magnitud, y entre los más recientes y atinentes a nuestro tema -  de Pierre Teilhard DE CHARDIN, S. J.[70] a lo largo y ancho de su obra y propósito; de Edouard BONÉ, S. J.[71]; muy especialmente, de la obra de Vittorio MARCOZZI , S. J.[72], algunos de cuyos apartes he traducido y complementado a mi propio riesgo en notas para mis estudiantes[73], y el oportuno libro ya mencionado de Manuel TREVIJANO ETCHEVERRÍA[74]. Todos estos alientos en el contexto y en el espíritu de diálogo que quiso imprimir con renovado vigor el Concilio Ecuménico Vaticano II.


Conclusión


La visión general de los problemas que hasta el momento he presentado ubica nuestro planteamiento en un campo de interacción de innumerables tensiones y condicionamientos, asunto nada fácil de resumir y de exponer debidamente. Pero, situado en este momento de la historia humana y de la salvación[75], en nuestro País, en nuestra Pontificia Universidad, quizá el alcance de la observación y la distancia frente a los acontecimientos nos permite tomar el pulso en la forma debida. Espero haber acertado en alguna proporción.

Se ha podido observar (1) los procesos que ha ido adelantando nuestra Universidad y, en ella, nuestra Facultad de Teología, siguiendo las directrices que le marcan tanto el Estado Colombiano como la Autoridad suprema de la Iglesia. Nos hemos detenido en (2) la condición de la teología en el contexto de sus relaciones con otros ámbitos del saber y en la pregunta que se hace ella misma acerca de su identidad y actualidad. Se ha advertido que una de las constantes que aparecen a lo largo del proceso es (3) la necesidad de diálogo, y se han planteado algunas de las exigencias que lo hacen productivo y constructivo en el entramado humano y eclesial. En la misma forma, se ha podido comprende cómo al teólogo le corresponde (4) el examen de todas estas situaciones, y al teólogo del Derecho canónico le importa con particular exigencia desde su particular ubicación, debido a que sus estudios no sólo le deben permitir comprender mejor la naturaleza, las fuentes y la originalidad eclesial de los contenidos de las normas canónicas en el contexto de la Revelación cristiana, sino también contribuir a su perfeccionamiento, desarrollo y ejecución por parte de toda la comunidad cristiana.

Se ha podido constatar que el campo intelectual que se propone, no obstante, es arduo por ser el lugar de encuentro de posiciones que no sólo entre sí aparecen opuestas e irreductibles, sino que, desde el punto de vista de la fe, son también kairós, tiempo de gracia y salvación, “signo de los tiempos”[76] en los que la Iglesia ha de escrutar los valores del Evangelio y el querer de Dios para nuestro momento. Tarea para la que la Iglesia no sólo no improvisa, pues inclusive aprendiendo de sus errores y de sus contradictores, se ha ido volviendo “experta en humanidad”[77] por su existencia bimilenaria y su expansión universal.

Lo importante, sin embargo, es que todo este conjunto de situaciones descritas, que encierran tensiones y condicionamientos, destrucción, de-construcción, crítica, autocrítica, participación, construcción..., toca a la teología del Derecho canónico en sus más íntimas entrañas y le están urgiendo una respuesta adecuada. No puede dejarse de lado el encuentro de la teología con todas las ramas del saber humano. En cualquier parte podría encontrar y evidenciar la semilla de la Palabra, el soplo del Espíritu...  

El compromiso del teólogo del Derecho canónico tampoco se puede considerar que se termine con su aporte a la comunidad eclesial. Desde ella y con ella, su misión es el mundo amplio y profundo de la producción y socialización de estudios “con excelencia” y pertinentes para el desarrollo del país y para el diseño de políticas y programas de entidades tanto públicas como privadas, en perspectiva de bien común; el mundo de la elaboración de conocimientos que contribuyan también al adelanto teórico y metodológico de las disciplinas y que esté relacionado también con las corrientes de reflexión y con los debates mundiales. Ha de tomar conciencia el teólogo del Derecho canónico, igualmente, que su aporte legítimo contribuye a la generación de una perspectiva de la nación y del orbe, considerados como en horizonte en el que están presentes diversas expresiones de apertura: económica, política, ideológica, científica, cultural y tecnológica. Que ese mismo aporte suyo permite también a la sociedad volver a reconocer el valor que tiene la investigación social en la comprensión y en la construcción de un país que avance firmemente hacia un nuevo modelo de sociedad más solidaria, participativa y tolerante, más reverente de los derechos humanos, más responsable en el uso de los recursos naturales y más consciente y deferente de su diversidad étnica y cultural. Un teólogo del Derecho canónico que promueve una sociedad justa, equitativa, democrática y pacífica sin dejar de ser económicamente competitiva; una sociedad del conocimiento, capaz de pensarse y de comprenderse a sí misma en su realidad actual pero también en su acaecer histórico.

El llamado del Padre General de la Compañía de Jesús nos recuerda que a ello nos constriñe la Caridad de Cristo en una Universidad Católica y Jesuítica, y de ello dan fe los trabajos desarrollados por los estudiantes de nuestra Facultad. Así mismo, y finalmente, el Decreto de reforma de los estudios de postgrado en Derecho canónico es una clara muestra no sólo de que la teología del Derecho canónico realiza auténticas búsquedas aún si se la considera una investigación nueva, y que ella posee un campo de desarrollo propio y legítimo, sino que mucho es lo que puede y debe aportar a las ciencias teológica y canónica, como distinta de ellas, pero, al mismo tiempo, indisolublemente unida a ellas, porque todas juntas manifiestan mejor el Misterio de Cristo y de la Iglesia.

En el siguiente capítulo delimitaré todavía más el terreno de nuestra investigación. En nuestro propósito de observar de qué manera se pueden fundamentar teológicamente ciertas normas del derecho canónico, tendré que volver sobre la importancia que tiene trabajar la teología en conjunción con las ciencias, y examinar la manera misma operativa como ella puede hacerlo en razón de los logros que pretende obtener. De suyo se trata de dos problemáticas independientes, pero en la presentación y discusión del “Modelo hermenéutico” que propondré, no sólo se hará patente una correlación metódicamente apropiada entre ellas, sino que se manifestarán las ventajas que se obtienen al correlacionarlas.



Notas de pie de página




[1] Es el título que lleva la obra: ¿Qué es el hombre? Taurus Bogotá 2001.
[2] Ibíd., 37.
[3] Ibíd., 38.
[4] Ibíd., 66.
[5] Ibíd., 90-91. El tema toca directamente con la identidad teórica y práctica de la ciencia, y no sólo a las posibles o presuntas conclusiones de sus conocimientos en el campo de la ética. “El problema de la inducción se relaciona de forma directa con la ciencia. Sin una respuesta al análisis de Hume, no hay razón para creer en ninguno de los aspectos de una teoría científica que vaya más allá de lo que, en realidad, se ha observado. El asunto no es que las teorías científicas no resulten nunca seguras por completo: esto es o debería ser una verdad obvia. El tema es más bien que no tenemos ninguna razón para suponer, por ejemplo, que el objeto que no hemos sometido a prueba caerá a la misma velocidad que el objeto que ya hemos probado. Los filósofos han realizado un continuo esfuerzo para resistir a esta conclusión escéptica. Algunos han tratado de demostrar que los modelos científicos para sopesar evidencias y formular inferencias son, de algún modo, racionales por definición; otros, que los éxitos pasados de nuestros sistemas inductivos son susceptibles de emplearse para justificar su uso futuro sin caer en círculos viciosos. Un tercer enfoque sostiene que, aunque no podamos demostrar que la inducción funcionará en el futuro, sí podemos demostrar que lo hará si algún método de predicción lo hace, por lo que es razonable utilizarlo. Mediante teorías más recientes, algunos filósofos han sostenido que la actual fiabilidad de las prácticas inductivas, algo que Hume no niega, basta para proporcionar conocimiento inductivo sin otro requerimiento que el que la fiabilidad esté justificada.
Karl Popper ha aportado una respuesta más radical al problema de la inducción, una solución que constituye la base de su influyente filosofía de la ciencia. De acuerdo con Popper, el razonamiento de Hume de que las inferencias son injustificables desde una perspectiva racional es correcto. Sin embargo, esto no amenaza la racionalidad de la ciencia, cuyas inferencias son, aunque parezca lo contrario, deductivas en exclusiva. La idea central de Popper es que mientras la evidencia nunca implicará que una teoría sea verdadera, puede rebatir la teoría suponiendo que sea falsa. Así, un número de cuervos negros no implica que todos los cuervos sean negros, pero la presencia de un único cuervo blanco supone que la generalización es falsa. Los científicos pueden, de esta forma, saber que una teoría es falsa, sin recurrir a la inducción. Además, enfrentados a una elección entre dos teorías opuestas, pueden ejercer una preferencia racional si una de las teorías ha sido refutada pero la otra no; entonces es racional preferir una teoría que podría ser verdad respecto a una que se sabe es falsa. La inducción nunca entra en escena, de modo que el argumento de Hume pierde fuerza.
Esta ingeniosa solución al problema de la inducción se enfrenta con numerosas objeciones. Si fuera cierta, los científicos nunca tendrían ningún motivo para creer que alguna de sus teorías o hipótesis son siquiera correctas por aproximación o que alguna de las predicciones extraídas de ellas es verdad, ya que estas apreciaciones sólo podrían ser justificadas por vía inductiva. Además, parece que la posición de Popper ni siquiera permite a los científicos saber que una teoría es falsa, puesto que, según él, la evidencia que podría contradecir una teoría, puede no ser nunca reconocida como correcta. Por desgracia, las inferencias inductivas que los científicos plantean no parecen ni evitables ni justificables.” "Filosofía de la ciencia," Enciclopedia Microsoft® Encarta® Online 2008, en: 
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[6] Michael RUSE: “Una defensa de la ética evolucionista”, en: J.-P. CHANGEUX (dir.): Les Fondements naturels de l’éthique Paris Odile Jacob 1993, en ¿Qué es el hombre?, o. c., p. 17, nt. 144, 76.
[7] Ibíd., 96-98.
[8] Ibíd., 123 –157.
[9] Ibíd., 123-124.
[10] Ibíd., 133.
[11] Cf. K. Popper: Conjeturas y refutaciones: el desarrollo del conocimiento científico Paidós Barcelona 1994 2ª revisada y aumentada, citado por Alain Boyer: Introduction à la lecture de Karl Popper Presses de l’ENS 1994 y en Esprit mayo 1981 74.
[12] ¿Qué es el hombre?, o. c., p. 68, nt. 141, 133-138.
[13] Ibíd., 155.
[14] Ibíd., 156-157.
[15] Ibíd., 161. “Filogenéticamente hablando”, dice el autor, “no existe un ‘reino humano’”.
[16] Ibíd.
[17] Martín HEIDEGGER: Carta sobre el humanismo Madrid Alianza 2000. ¿Qué es el hombre?, o. c., p. 17, nt. 144, 163, nota 4.
[18] ¿Qué es el hombre? o. c., p. 17, nt. 144, 163.
[19] Ibíd.
[20] Ibíd., 164.
[21] Ibíd., nt. 6.
[22] Ibíd., 168.
[23] Ibíd., 170.
[24] Volumen del cerebro: 800 cm3; luego 1000 cm3 en el Homo ergaster, y finalmente unos 1300 cm3 en el Homo sapiens. Volveremos ampliamente sobre el tema en el capítulo IV.
[25] ¿Qué es el hombre?, o. c., p. 17, nt. 144, 172-173.
[26] “Cultures in chimpanzees”, en  Nature 399 1999 682-685. ¿Qué es el hombre?, o. c., p. 17, nt. 144, 174, nota 11.
[27] ¿Qué es el hombre?, o. c., p. 17, nt. 144, 175.
[28] Ibíd., 177.
[29] Ibíd., 178.
[30] Ibíd., 181.
[31] Ibíd., 183.
[32] Ibíd., 185.
[33] Ibíd., 208. Cita aquí el autor a J. GRANIER en: “Philosophie et interprétation”, en: André JACOB (dir.) Encyclopédie philosophique universelle, vol 1, L’univers philosophique Paris PUF 1989 56-57.
[34] ¿Qué es el hombre?, o. c., p. 17, nt. 144, 217ss.
[35] Ibíd., 218-219.
[36] Ibíd., 223, notas 14 y 17. La cita de Charles DARWIN: La expresión de las emociones en los animales y en el hombre Madrid Alianza 1998.
[37] ¿Qué es el hombre?, o. c., p. 17, nt. 144, 224.
[38] Ibíd., 225-230.
[39] Ibíd., 231. Según el autor, la cita es tomada de J. DELUMEAU: La confesión y el perdón Madrid Alianza 1992.
[40] Ibíd., 238-239.
[41] Ibíd., 241.
[42] Ibíd., 247.
[43] Ibíd., 250.
[44] Ibíd., 251.
[45] Ibíd., 252.
[46] Acrónimo de Last Universal Common Ancestor (= ultimo antepasado común universal).
[47] ¿Qué es el hombre? o. c., p. 17, nt. 144, 256-266.
En el cincuentenario del fallecimiento del ilustre jesuita, como se puede ver, las opiniones acerca de su obra continúan divididas. En el campo científico, que es el que aquí particularmente nos interesa, véase, por ejemplo, la ponderación de la obra que llevó a cabo como paleontólogo y como geólogo, en: Leandro SEQUEIROS: “Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955), geólogo y paleontólogo. Recuperación histórica de su obra científica”, artículo cedido por Pensamiento vol. 61, nº 230 2005, en (consulta diciembre 2009): http://www.upcomillas.es/webcorporativo/Centros/catedras/ctr/Documentos/000PENSAMIENTO%20FINAL.pdf
 Acerca de si es posible, sólo desde la ciencia, plantear la existencia de una causa final que excluya totalmente el azar, las posiciones, como se ve, son inconciliables. La metafísica y la filosofía, no las excluyen. La teología, comprendida como sentido de la existencia humana y del cosmos, como estudio no sólo sobre el origen y permanencia y culminación de todo en Dios, por definición. Demos el caso y concedamos que, hasta el momento de la aparición del ser humano “todo” hubiera sido dejado al azar. Pero, ¿conviene dejarlo todo al azar, particularmente en este preciso momento de la historia? ¿Es éste en forma exclusiva el único factor que, aún hoy, rige las acciones individuales y las colectivas de los seres humanos? ¿No existe para nadie responsabilidad alguna frente a cuanto hace, inclusive al cobrar el cheque por lo que escribe...?
[48] Cf. ¿Qué es el hombre? o. c., p. 17, nt. 144, 266-270.
[49] Ibíd., 281-282.
[50] Ibíd., 286.
[51] Ibíd., 292.
[52] Ibíd., 293.
[53] Ibíd.
[54] Ibíd., 295-296.
[55] Ibíd., 297s.
[56] Ibíd., 299.
[57] Ibíd., 301.
[58] Ibíd., 304.
[59] Ibíd., “Prólogo”, 11-14 y 41, por ejemplo.
[60] Ibíd., 14-18.
[61] Para citar algunos ejemplos: de Ferry a Vincent, Ibíd., 96-98, 133-138 y 155; de Vincent a Ferry, 163.
[62] Autores han querido responder a las dos objeciones principales planteadas desde esta vertiente. La una, que tiene que ver con la evolución y su relación con la ética, por ejemplo por parte de Stephan STRASSER: “Evolución y ética” en: Cmm 10/III mayo-junio 1988 221-237. La psicología y la antropología señalan, dice este autor, que, según la teoría de la evolución, un organismo tiene tantas más probabilidades de sobrevivir cuanto mejor se adapte al medio; pero este criterio no se puede aplicar a los seres humanos sin más. En efecto, la adaptación del hombre es en gran parte su adaptación en virtud del conocimiento que adquiere y del poder que ejerce en virtud de su conciencia, de su abstracción y de su pensamiento, de modo que no son idénticos “desarrollo biológico” y “desarrollo social”, aún desde los pre-homínidos. De modo que las tradiciones adquiridas en los conocimientos y las estrategias operativas que ha ido aprendiendo tienen una acción directa en su desarrollo social. No existe, por tanto, “de ninguna manera” – subraya el autor – una actividad humana exclusivamente determinada mecánicamente (225).
Con respecto al segundo tipo de objeción, es decir, con respecto a la biología de tradición socio-biológica, de otra parte, Andreas KNAPP elaboró una seria puntualización en el artículo “Sociobiología y moral cristiana” en: Cmm (ibíd.) 207-220. El autor culminó su reflexión diciendo: “[...] la cosmovisión sociobiológica no puede llenar el déficit de sentido, paraliza la acción humana y se desenmascara como sociobiológicamente disfuncional. Puesto que, sin embargo, la Sociobiología admite como criterio de verdad de una teoría su funcionalidad, se encuentra por debajo en lo tocante a su valoración de la metafísica cristiano-occidental. Esta puede conceder un sentido a la existencia del hombre... ‘Para el creyente no se plantea en absoluto la cuestión de la posible inutilidad de su entrada en acción. Para él, no hay tampoco tiempo perdido. Su vida lleva consigo en cada instante la promesa de una plena realización. Y tampoco está paralizado por el temor secreto de que el fluir de los acontecimientos le pueda de alguna manera denegar la esperada justificación, de que la historia no le dé la razón, de que la cuenta entre la ganancia y la pérdida no salga bien. Toda situación histórica obtiene de este modo una nueva calificación, es un tránsito hacia la vida eterna’ (Klaus Demmer: Deuten und Handeln Freiburg 1985 126)” (220).
[63] Traducción no oficial del texto de: Jürgen HABERMAS – Joseph Card. RATZINGER: Coloquio de Munich, Agosto de 2004: “Les fondements prépolitiques de l’État démocratique” en: Esprit 306 juillet 2004 5-28. Aquí, p. 19s.
Aunque volveremos sobre el tema con mayor desarrollo (cf. Cap. V, I,2,a,1),f), p. 815), será muy conveniente tener en cuenta al analizar esta problemática los elementos ofrecidos por la reflexión teológica más reciente. Nos referimos a la importancia de hacer una “reinterpretación” de la (inter)acción creadora-redentora de Dios en relación con la libertad humana en el contexto actual del pensamiento y de las ciencias, en la cual se destaca que no es Dios quien actúa en lugar del hombre, sino que es éste mismo quien, para todas sus consecuencias, lo hace: "(77) Es del todo esencial desarrollar una concepción no concurrencial de la articulación entre la causalidad divina y la actividad libre del sujeto humano. El sujeto humano se realiza a sí mismo insertándose libremente en la acción providencial de Dios, y no oponiéndosele. El vuelve a descubrir por su razón los dinamismos profundos que definen su naturaleza y después los asume y los conduce libremente a su realización. En efecto, la naturaleza humana se define por todo un conjunto de dinamismos, de tendencias, de orientaciones al interior de las cuales surge la libertad. La libertad supone, efectivamente, que la voluntad humana sea "puesta bajo tensión" por el deseo natural del bien y del último fin. El libre albedrío se ejerce entonces en la elección de los objetos finitos que permiten alcanzar a este fin. En relación con estos bienes, que ejercen sobre ella una atracción que no es determinante, la persona mantiene el dominio de su elección en razón de su apertura innata al Bien absoluto. La libertad no es, pues, una auto-creadora absoluta de sí misma, sino una propiedad eminente de todo sujeto humano". Mi traducción de: COMMISSION THEOLOGIQUE INTERNATIONALE: Documento A la recherche d’une èthique universelle : Nouveau regard sur la loi naturelle, diciembre de 2008: 3.4. Chemins vers une réconciliation, en: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_doc_20090520_legge-naturale_fr.html (Cursiva nuestra).
[64] Es la sugerencia que nos hace S. Ignacio DE LOYOLA (“Prosupuesto de los Ejercicios”, 22), en Ejercicios espirituales en: Obras completas Madrid BAC 1963.
[65] 1 Co 13,8-12. Traducción de la Biblia de Jerusalén, o. c., p. 84, nt. 208, 1971.
[66] Entre otros dichos evangélicos, para el cristiano es permanentemente inquietante y retadora la frase de Jesús: “El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama” (Lc 11,23), que pone en el centro de la discusión el valor mismo de su persona y de su salvación, la tarea de la Iglesia a través de los tiempos y de la voluntad del Padre y la acción del Espíritu en los corazones de todos los hombres...
[67] Es bien conocido el adagio: “Justitia erga deos, religio vocatur”.
[68] Cf. Summa contra gentiles, lib. II, capítulo III.
[69] Sobre este razonamiento – y sus fundamentos – tendremos que volver con la ayuda del Modelo hermenéutico. A la teología no sólo le interesa – diríamos que por razones de conveniencia o inclusive de oportunismo coyuntural – impulsar y hacer posibles las condiciones para el diálogo entre la fe y la ciencia actual: más allá de ese tipo de consideraciones, por razones teológicas, es decir, por motivos intrínsecamente teológicos, a ella le concierne que la ciencia y las ciencias – sin más – también progresen. Es lo que señala el c. 820 para las “Universidades y Facultades Eclesiásticas”.
[70] Con motivo del Cincuentenario de su Fallecimiento en 2005.
[71] De entre sus publicaciones quiero mencionar dos en particular: ¿Es Dios una hipótesis inútil? Evolución, bioética, ciencia y fe Santander Sal Terrae 2000. A propósito de la divulgación de esta obra en lengua castellana, el autor brindó un ciclo de conferencias en nuestra Universidad que fueron publicadas por el suscrito como material de estudio para nuestros alumnos. Entre otras transcripciones tendré en cuenta como base de posibilidad de nuestra propuesta: “La Bioética, nuevo producto de una civilización de ciencia y de tecnología”, “Ciencia y Sabiduría”, “Fe y Biología”, “Pierre Teilhard de Chardin: ‘hijo de la tierra, hijo del cielo...’”, “¿Tiene sentido y futuro la aventura humana?”; obras que con el permiso del autor he divulgado como apéndices de mi obra: Iván Federico MEJÍA ÁLVAREZ: La aventura humana: raíces, sentido y prospectiva. Elementos para una Antropología Teológica CEJA Colección Apuntes de Teología Bogotá 2003. Puede verse también “Fe y Biología” en: http://teologocanonista.blogspot.com/2012/09/fe-y-biologia-1.html
La segunda obra, escrita por el mismo autor con Jean François MALHERBE: Engendrados por la ciencia: implicaciones éticas insertas en las manipulaciones de la procreación Valencia Edicep 2001. Por generoso obsequio del autor poseo la edición en lengua francesa: Engendrés par la science Du Cerf Paris 1985.
[72] Antropologia psicologica Roma PUG 1978 4ª .
[73] Como material policopiado: “Dimensiones constitutivas de lo humano” (1995 y 1999).
[74] Fe y ciencia. Antropología, o. c., p. 42, nt. 90. Una exposición sobre las raíces históricas de la distinción y del “enfrentamiento” entre las ciencias que buscan una interpretación causal de los hechos y las que buscan una interpretación teleológica de los mismos (el antagonismo entre Erklären, explicación, y Verstehen, comprensión) puede encontrarse en la obra de José María MARDONES: Filosofía de las ciencias humanas y sociales materiales para una fundamentación científica Anthropos Barcelona 2001 11-57.

[75] Para la comprensión cristiana y su teología de la historia, no se trata de dos historias paralelas – que no se tocan o, peor aún, que se oponen – que terminan imponiendo una concepción dualista de la realidad (lo humano sería lo “malo” y lo bueno sería lo “divino”); pero tampoco se trata de una concepción monista de la misma realidad, en la que lo humano es absorbido por lo divino (espiritualismos de diverso tipo), o, viceversa, como se conceptúa hoy en día – es como un subclima cultural – por parte de muchos, en la que lo divino es absorbido por lo humano, y, en lo humano, sólo por aquello que le atañe en su componente material. Tanto la primera como la segunda han solido terminar en concepciones hegemónicas y pragmáticas de la realidad: “cortar cabezas”. Para la perspectiva cristiana se trata de una sola y de una misma historia en la que lo humano y lo divino se conjugan, como en la Encarnación, “sin mezcla, sin mutación, sin separación, sin división”. 

Explicando las raíces trinitarias y cristológicas de esta teología de la historia, que San Agustín ya expuso desde su época, y que el Concilio de Calcedonia fijó en forma dogmática (DS 302), Sergio ZAÑARTU, S. J., ha escrito: “Trascendencia e inmanencia no se oponen sino que mutuamente se refuerzan: justamente por ser el sumo trascendente es el sumo inmanente; porque es Dios puede devenir hombre, sin dejar de ser Dios. Dios y el hombre se han unido indisolublemente (sin separación), pero siendo íntegramente Dios y a la vez íntegramente hombre (sin mezcla). Es el sueño imposible realizado gracias al amor gratuito de Dios. En él se encuentran teocentrismo y antropocentrismo, llevados a su máxima expresión. Este misterio rompe el lenguaje de nuestra experiencia, lenguaje que se transforma en balbuciente expresión del misterio. Y eso es justamente la fórmula de Calcedonia. Ha costado muchos siglos el que ella se asiente y el que nosotros nos aclimatemos a ella. Siempre tendemos a desviarnos a un extremo o a otro: a sacrificar el hombre a Dios con los monofisitas negando el sin mezcla, o a destacar al hombre desuniéndolo de Dios, negando el sin separación como los "nestorianos". Porque la cultura occidental no mezcló, ella pudo trabajar el mundo como mundo y llegó a conocerlo racionalmente y dominarlo técnicamente. Esto gracias a que el cristianismo desacralizaba el mundo, porque sólo Yahweh es Dios. Pero, porque unió, tuvo mística para hacerlo. El cristiano se salvaba en el trabajo por el mundo y no al margen de él: a Dios se lo encontraba en el hombre”. El texto fue publicado originalmente en Teología y Vida 39 1998 155-184. Véase el texto en versión electrónica en (consulta del 18 de abril de 2014): http://www.jesuitas.cl/files/documentos/szanartu/Articulos/CalcedoniaArt.pdf
Se impone, también para nosotros hoy, proseguir esta toma de conciencia tan saludable, adentrarnos cada día más en ella y en las consecuencias que ella tiene. En efecto, a ello nos invita el Papa FRANCISCO. En su discurso del 18 de abril de 2015 a los Miembros de la Pontificia Academia de las Ciencias Sociales que se habían reunido para tratar sobre el problema actual y gravísimo de la “trata (o tráfico) de seres humanos” y su persecución criminal mediante medios que van más allá de la criminalización, señaló algunos criterios que son especialmente ilustrativos de lo que aquí estamos señalando: la acción del Espíritu Santo, “Señor y dador de vida” y “que habló por los profetas”, quien continúa obrando en la historia de la salvación que vive la Iglesia, incrementa constantemente esta conciencia: así como en otro tiempo lo hizo en San Juan de Mata (fundador de la Orden Trinitaria que vivió entre los siglos XII y XIII) y en San Pedro Claver (jesuita que vivió entre los siglos XVI y XVII), y luego en los sucesivos pasos que condujeron a la “abolición de la esclavitud” en diversas naciones y en sus Constituciones, también hoy va lográndolo en miles, millones de mujeres y hombres de buena voluntad, inclusive no creyentes, que desean trabajar por la dignidad de los seres humanos con una perspectiva de bien común. El texto del mensaje del Papa es este: “San Pedro Claver, en un momento histórico en el cual la esclavitud estaba muy difundida y era socialmente aceptada, por desgracia – y escandalosamente – también en el mundo cristiano, porque era un gran negocio, sintiéndose interpelado por estas palabras del Señor (cf. Mt 5,3-10; 25,40), se consagró para ser ‘esclavo de los esclavos’. Tantos otros santos y santas, como por ejemplo San Juan de Mata, han combatido la esclavitud, siguiendo el mandato de Pablo: ‘No más siervo ni sierva sino hermano y hermana en Cristo’ (cf. Fm 16). Sabemos que la abolición histórica de la esclavitud como estructura social es la consecuencia directa del mensaje de libertad traido al mundo por Cristo con su plenitud de gracia, verdad y amor, con su programa de las Bienaventuranzas. La progresiva conciencia de este mensaje en el curso de la historia es obra del Espíritu de Cristo y de sus dones participados a sus santos y a tantos hombres y mujeres de buena voluntad, que no se reconocen en una fe religiosa, pero se comprometen por mejorar la condición humana”. En (texto de la fecha): http://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2015/04/18/0284/00632.html

[76] La expresión la encontramos en Gaudium et spes 4 a: “Para cumplir esta misión es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de la época e interpretarlos a la luz del Evangelio...”. Cf. también GS 11 y 40, entre otros numerales de la Constitución pastoral. Volveremos sobre la expresión en el cap. 4°.
[77] La expresión la encontramos por primera vez en un texto del Papa PABLO VI. Porque despierta suspicacias, es muy importante referir el contexto en el que se empleó, la visita del Sumo Pontífice a la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en su Alocución a los Representantes de los Estados, 4 de octubre de1965. El texto en su parte pertinente y en otras que lo contextualizan, señala:  
“Esta reunión, como bien comprendéis todos, reviste doble carácter: está investida a la vez de sencillez y de grandeza. De sencillez, pues quien os habla es un hombre como vosotros; es vuestro hermano, y hasta uno de los más pequeños de entre vosotros, que representáis Estados soberanos, puesto que sólo está investido — si os place, consideradnos desde ese punto de vista — de una soberanía temporal minúscula y casi simbólica el mínimo necesario para estar en libertad de ejercer su misión espiritual y asegurar a quienes tratan con él, que es independiente de toda soberanía de este mundo. No tiene ningún poder temporal, ninguna ambición de entrar en competencia con vosotros. De hecho, no tenemos nada que pedir, ninguna cuestión que plantear; a lo sumo, un deseo que formular, un permiso que solicitar: el de poder serviros en lo que esté a nuestro alcance, con desinterés, humildad y amor. (1g)
“Nuestro mensaje desea ser ante todo una ratificación moral y solemne de esta augusta Organización. Este mensaje nace de nuestra experiencia histórica. Es como "experto en humanidad" que aportamos a esta Organización el sufragio de nuestros últimos predecesores, el de todo el episcopado católico y el nuestro, convencidos como estamos de que esta Organización representa el camino obligado de la civilización moderna y de la paz mundial. (3 a)
“Una palabra aún, señores, una última palabra. Este edificio que levantáis no descansa sobre bases puramente materiales y terrestres, porque sería entonces un edificio construido sobre arena. Descansa ante todo en nuestras conciencias. Sí, ha llegado el momento de la «conversión», de la transformación personal, de la renovación interior. Debemos habituarnos a pensar en el hombre en una forma nueva. En una forma nueva también la vida en común de los hombres; en una forma nueva, finalmente, los caminos de la historia y los destinos del mundo, según la palabra de San Pablo: «Y vestir el nuevo hombre, que es criado conforme a Dios en justicia y en santidad de verdad» (Ef 4,25). (14 a).
“En una palabra: el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo. Y esos indispensables principios de sabiduría superior no pueden descansar — así lo creemos firmemente, como sabéis — más que en la fe de Dios. ¿El Dios desconocido de que hablaba San Pablo a los atenienses en el Areópago? (Hch 17, 23). ¿Desconocido de aquellos que, sin embargo, sin sospecharlo, le buscaban y le tenían cerca, como ocurre a tantos hombres en nuestro siglo? Para nosotros, en todo caso, y para todos aquellos que aceptan la inefable revelación que el Cristo nos ha hecho de sí mismo, es el Dios vivo, el Padre de todos los hombres. (15 a)”. En: http://www.vatican.va/holy_father/paul_vi/speeches/1965/documents/hf_p-vi_spe_19651004_united-nations_sp.html



Notas finales

Capítulo I
[i] “La biografía intelectual de Alberto manifiesta efectivamente no sólo la parte activa que tomó en los problemas y en el impulso cultural de su tiempo, sino también en qué dirección decisiva y en medio de qué ambigüedades llevó a cabo su gran proyecto de «hacer inteligible a los latinos todas las ramas de la filosofía de Aristóteles... Nuestra intención es dar satisfacción a los hermanos de nuestra Orden que desde hace varios años me piden que les componga un tratado de las ciencias de la naturaleza, en el que puedan encontrar un conocimiento perfecto de la naturaleza y un medio para leer con competencia las obras de Aristóteles» (prólogo del Comentario de la Física, en el que está expresamente definido el proyecto de Alberto).

Doble y única empresa, por consiguiente: dar a conocer a Aristóteles, cuyos escritos constituían entonces el fermento activo del Renacimiento del pensamiento antiguo, y, con ello, iniciar a las ciencias de la naturaleza, según todas las exigencias de la investigación racional. En la interferencia de estas dos tareas, ¿propone Alberto un comentario puramente objetivo y exegético de Aristóteles, sin comprometerse personalmente, o da un consentimiento general a las posiciones del filósofo? Parece que, conservando por una parte su libertad, su comentario es un elemento de su propia investigación, via inquisitionis (De coelo, 1, tr. 4, c. l). Además, Aristóteles no es un dios y ha podido equivocarse (Phys., VIII, tr. I, c. 14). Esta lectura de Aristóteles está envuelta en una tradición sincretista en la que algunos elementos platónicos, en particular a través del Liber de causis y los escritos del árabe Avicena, modifican el equilibrio de su pensamiento original, en particular en antropología. El comentario de Alberto se presenta por otra parte como una paráfrasis, más que como una interpretación literal, a la que se adherirá más de cerca su discípulo S. Tomás de Aquino. Aunque Alberto rechaza la tesis platónica de las ideas subsistentes, se inspira, sin embargo, en una noción de la participación y de la tendencia de todas las cosas hacia Dios, que penetran su filosofía de la creación y su teología de la gracia de un dinamismo neoplatónico, que «alimenta la influencia de Dionisio. Sabe que un hombre no llega a ser un perfecto filósofo si no se nutre de las dos filosofías de Aristóteles y de Platón» (Metafísica, I, tr. 5, c. 15). Hay que señalar también la influencia de Averroes, cuyo aristotelismo riguroso desencadenará la crisis doctrinal en el Occidente cristiano. Aunque ecléctico, el aristotelismo de Alberto le conduce a proclamar la autonomía de los métodos de la ciencia y de la razón, frente al conocimiento de la fe. De este modo, entra en conflicto con el agustinismo enseñado corrientemente, en el que la distinción entre Filosofía y Teología no había encontrado su estatuto epistemológico. Para Alberto, S. Agustín es el doctor indiscutible en Teología, pero Aristóteles es el maestro de las ciencias de la naturaleza. Todo ello le lleva a precisar las características de la actividad racional (tanto científica como filosófica), cuya validez se afirma frente a todo fideísmo. Su discípulo S. Tomás de Aquino avanzará más lejos por este camino. Su contemporáneo Roger Bacon, poco sospechoso de simpatía hacia él, declara: «La multitud de las personas de estudio, de los hombres tenidos comúnmente como muy sabios y un número muy grande de personas juiciosas, estiman, aunque en esto se equivoquen, que los latinos están desde ahora en adelante en posesión de la Filosofía, que ésta está terminada y escrita en su lengua. En efecto, ha sido compuesta en mi tiempo y publicada en París. A su autor se le cita en las escuelas como una autoridad, lo mismo que a Aristóteles, Avicena y Averroes. Este hombre vive todavía. Durante su vida ha tenido una autoridad que ningún hombre tuvo jamás en materia doctrinal» (Opera R. Baconis, ed. Brewer, p. 30). Su discípulo Ulrico de Estrasburgo dirá: «Alberto ha dejado estupefacto a nuestro tiempo, como un milagro» (Summa de bono, IV, tr. 3, c. 9).” Extracto del ensayo sobre “S. Alberto Magno” del famoso teólogo Dominique CHENU O. P., en Gran Enciclopedia Rialp Ediciones Rialp Madrid 1971 t. 1 483-486.

Es muy grato reportar con ocasión de esta nota sobre San Alberto el esfuerzo realizado por la Orden de Predicadores, Provincia de Colombia y su Studium Generale, al poner en circulación su revista, llamada, precisamente, Alberto Magno. De su v. II, n. 3, ene-jul 2010, si bien todo el número está dedicado a la relación “ecología-teología”, tema tan pertinente para esta investigación, debemos citar dos estudios sobre San Alberto: en primer término, el de Gustavo CORREA ASSMUS: “Avances de Alberto Magno en ciencias naturales”, 201-210 (texto con gráficos); y la bibliografía “Alberto Magno y las ciencias” (223-241), que reproduce el texto de “Alberto Magno e le scienze”, elaborada por James A. WEISHEIPEL para las Edizioni Studio Dominicano de Boloña, 1994. Véase también allí el brevísimo resumen del colega D. Alirio CÁCERES AGUIRRE: “Hacia una pastoral ecológica: algunas respuestas a la crisis ambiental en perspectiva cristiana”, 173-198, especialmente 175s. Concluyo este libro actualizándolo en lo más posible con una cita de hoy, nada menos que de nuestro Sumo Pontífice Benedicto XVI, quien se refirió en esta fecha, 24 de marzo de 2010, al santo patrono de los científicos – cuya fiesta procuro celebrar cada 15 de noviembre – en su catequesis de la audiencia correspondiente: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/25304.php?index=25304&po_date=24.03.2010&lang=sp
[ii] “La identificación de las culpas del pasado de las que enmendarse implica, ante todo, un correcto juicio histórico, que sea también en su raíz una valoración teológica. Es necesario preguntarse: ¿qué es lo que realmente ha sucedido?, ¿qué es exactamente lo que se ha dicho y hecho? Solamente cuando se ha ofrecido una respuesta adecuada a estos interrogantes, como fruto de un juicio histórico riguroso, podrá preguntarse si eso que ha sucedido, que se ha dicho o realizado, puede ser interpretado como conforme o disconforme con el Evangelio, y, en este último caso, si los hijos de la Iglesia que han actuado de tal modo habrían podido darse cuenta a partir del contexto en el que estaban actuando. Solamente cuando se llega a la certeza moral de que cuanto se ha hecho contra el Evangelio por algunos de los hijos de la Iglesia y en su nombre habría podido ser comprendido por ellos como tal, y en consecuencia evitado, puede tener sentido para la Iglesia de hoy hacer enmienda de culpas del pasado.  La relación entre «juicio histórico» y «juicio teológico» resulta, por tanto, compleja en la misma medida en que es necesaria y determinante. Se requiere, por ello, ponerla por obra evitando los desvaríos en un sentido y en otro: hay que evitar tanto una apologética que pretenda justificarlo todo, como una culpabilización indebida que se base en la atribución de responsabilidades insostenibles desde el punto de vista histórico. Juan Pablo II ha afirmado respecto a la valoración histórico-teológica de la actuación de la Inquisición: «El Magisterio eclesial no puede evidentemente proponerse la realización de un acto de naturaleza ética, como es la petición de perdón, sin haberse informado previamente de un modo exacto acerca de la situación de aquel tiempo. Ni siquiera puede tampoco apoyarse en las imágenes del pasado transmitidas por la opinión pública, pues se encuentran a menudo sobrecargadas por una emotividad pasional que impide una diagnosis serena y objetiva... Ésa es la razón por la que el primer paso debe consistir en interrogar a los historiadores, a los cuales no se les pide un juicio de naturaleza ética, que rebasaría el ámbito de sus competencias, sino que ofrezcan su ayuda para la reconstrucción más precisa posible de los acontecimientos, de las costumbres, de las mentalidades de entonces, a la luz del contexto histórico de la época» (Discurso a los participantes en el Simposio Internacional sobre la Inquisición, promovido por la Comisión Teológico-Histórica del Comité Central del Jubileo, n.4 (31-10-1998). ¿Cuáles son las condiciones de una correcta interpretación del pasado desde el punto de vista del conocimiento histórico? Para determinarlas hay que tener en cuenta la complejidad de la relación que existe entre el sujeto que interpreta y el pasado objeto de interpretación (*); en primer lugar se debe subrayar la recíproca extrañeza entre ambos... En segundo lugar, entre el sujeto que interpreta y el objeto interpretado se debe reconocer una cierta copertenencia, sin la cual no podría existir ninguna conexión y ninguna comunicación entre pasado y presente; esta conexión comunicativa está fundada en el hecho de que todo ser humano, de ayer y de hoy, se sitúa en un complejo de relaciones históricas y necesita, para vivirlas, de una mediación lingüística, que siempre está históricamente determinada... Finalmente, entre quien interpreta y el pasado objeto de interpretación se realiza, a través del esfuerzo cognoscitivo y valorativo, una ósmosis («fusión de horizontes»), en la que consiste propiamente la comprensión. En ella se expresa la que se considera inteligencia correcta de los eventos y de las palabras del pasado; lo que equivale a captar el significado que pueden tener para el intérprete y para su mundo. Gracias a este encuentro de mundos vitales, la comprensión del pasado se traduce en su aplicación al presente: el pasado es aprehendido en las potencialidades que descubre, en el estímulo que ofrece para modificar el presente; la memoria se vuelve capaz de suscitar nuevo futuro.
A una ósmosis fecunda con el pasado se accede merced al entrelazamiento de algunas operaciones hermenéuticas fundamentales, correspondientes a los momentos ya indicados de la extrañeza, de la copertenencia y de la comprensión verdadera y propia. Con relación a un «texto» del pasado, entendido en general como testimonio escrito, oral, monumental o figurativo, estas operaciones pueden ser expresadas del siguiente modo: «1) comprender el texto, 2) juzgar la corrección de la propia inteligencia del texto y 3) expresar la que se considera inteligencia correcta del texto» (**). Captar el testimonio del pasado quiere decir alcanzarlo del mejor modo posible en su objetividad, a través de todas las fuentes de que se pueda disponer; juzgar la corrección de la propia interpretación significa verificar con honestidad y rigor en qué medida pueda haber sido orientada, o en cualquier caso condicionada, por la precomprensión o por los posibles prejuicios del intérprete; expresar la interpretación obtenida significa hacer a los otros partícipes del diálogo establecido con el pasado, sea para verificar su relevancia, sea para exponerse a la confrontación con otras posibles”: COMISION TEOLÓGICA INTERNACIONAL: Memoria y reconciliación. La iglesia y las culpas del pasado, Capítulo IV. Juicio histórico y juicio teológico”, en: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_doc_20000307_memory-reconc-itc_sp.html

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