Capítulo IV
Continuación (II)



2. La encarnación del Hijo de Dios. La dimensión humano-divina de Jesucristo y el principio revelatorio derivado de su misterio.

a. Los datos procedentes de la Escritura


1. Ninguno de los diversos “títulos” que se ha encontrado a lo largo de esta cristología pueden expresar la riqueza de lo que Jesús resucitado logró significar para sus “discípulos” y “testigos[1]”, como él mismo los solía llamar. Con todo, hubo uno en especial de hondo arraigo desde esos tiempos y a lo largo de toda la tradición: “Hijo de Dios”, sumamente provechoso para explicar la realidad de Jesús.

Fue san Pablo el primero en afirmar que el anuncio que él mismo hacía a todos los pueblos como “un servicio a Dios” era el anuncio del “Evangelio de su Hijo” (Rm 1,8). Lo mismo aseveraba en cartas anteriores (cf. 2 Co 1,19[2]; Ga 1,16[3]). Así, pues, la filiación divina de Jesús se convierte en el sello distintivo de la predicación, hablada o escrita, de Pablo.

En efecto, otras religiones también se refieren a los hombres, o a algunos de ellos en particular, como “hijos de Dios”[4]; e, inclusive, hablan de “encarnación” de alguno de sus dioses[5]. Pero cuando los cristianos afirmaban que Jesús era “Hijo de Dios” lo hacían con una pretensión escatológica, es decir, que en él Dios se estaba revelando de una vez por todas, de una manera insuperable y definitiva. Y esta afirmación hace parte fundamental y esencial de la fe cristiana, hasta el punto que sin ella, no existe, en realidad, cristianismo[6]. Así lo asumían nuestros antepasados. Pero, ¿y hoy?

2. No siempre las condiciones para que muchos sostengan y defiendan actualmente esta afirmación están dadas. Una de las objeciones que se hacen proviene por parte de quienes consideran que tal dogma de la fe se produjo bajo la influencia del “pensamiento mítico”. Bajo este presupuesto, se habría procedido a otorgarle este tratamiento a un hombre insuperable, como que esa dimensión divina oculta en todo hombre hubiera sido conseguida o alcanzada por Jesús.

Pero el marco tantas veces citado y expuesto del AT, con su monoteísmo estricto, no hubiera permitido tal cosa. Por el contrario, ese mismo marco teológico era profundamente “desmitificador”, de modo que si se permitía hablar de “hijos de Dios” era bajo el supuesto de que no se trataba de serlo por “generación”, sino, acaso, por “elección por parte del único Dios”. Y, sin duda, la expresión cristiana no puede interpretarse sino dentro de la tradición véterotestamentaria en la que surgió.

3. Como vimos en la sección narrativa, Jesús nunca se llamó a sí mismo “hijo de Dios”, atribuyéndose ese título (cf. supra, 1.b.6, p. 441; 1.c.5, p. 425; 1.d.A.c), p. 437; 1.d.B.j), p. 446; 1.h.1)d)14, p. 601; 1.h.2)b)19, p. 608; y el caso en que él toma las palabras de sus interlocutores en su argumentación, en 1.g.11.1, p. 564). Lo hizo, en cambio, y con toda naturalidad y decisión, la comunidad apostólica. Lo que sí podemos afirmar conforme a cuanto se ha encontrado en los textos evangélicos expuestos, es que Jesús sostenía una relación del todo especial, más aún, única y exclusiva con Dios, su Padre, y que hablaba en nombre de Él con una autoridad excepcional entre todos los líderes religiosos. Hasta el punto que podemos decir que se trató de una auténtica “pretensión” distintiva suya. En esta forma, cuando la comunidad cristiana después de la resurrección le reconoce este título, no puede interpretarse como una circunstancia similar a la que ocurría, en otros pueblos, como la apoteosis de sus héroes[i]. Pero tampoco, como resulta evidente, en el sentido de la forma judaica, en razón del contenido totalmente nuevo de la “pretensión”. Para los cristianos era más que apoteosis y que elección, aunque no alcanzan a precisar el sentido total de esa realidad. Sólo con el transcurso del tiempo la Iglesia irá avanzando en la captación de la densidad de ese título.

Ya en el NT se observan algunos datos que evidencian un progreso y una tendencia en ese sentido:

4. 1°) San Pablo elabora una “cristología” de dos niveles, en la que afirma primeramente que Jesús es el “Hijo de Dios” “nacido según la carne” (Rm 1,3), y luego, en segundo lugar,  que el Cristo ha sido “constituido Hijo de Dios con poder… por la resurrección de entre los muertos” (Rm 1,4); 2°) luego, el Evangelista Marcos señala la proclamación de Cristo como “Hijo amado” del Padre a partir de su bautismo en el río Jordán e “Hijo de Dios” (Mc 1,1); 3°) después, el Evangelista Lucas afirma que Jesús es el “Hijo de Dios” desde el momento mismo de su Encarnación (Lc 1,32.35); 4°) por último, el Evangelista Juan desarrolla ampliamente esta afirmación, ya no en sentido funcional como lo habían hecho quienes habían escrito antes de él, sino en un sentido esencial: Jesús es el “Hijo de Dios” en razón de la “unidad” existente entre “el Padre y el Hijo” (Jn 10,15) por los lazos del “amor mutuo” que les une, por el “obrar común” que los caracteriza (Jn 5,17ss[7]). Estas afirmaciones joáneas, por su parte, pretenden sustentar las razones soteriológicas, es decir, que así como Jesús participa ya de la vida de Dios, ello ha sucedido con el fin de que también nosotros participemos de esa misma vida.

5. La convicción de que “Dios” es “el Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 1,3) es expresión de que, para los primeros cristianos – como dice este himno que solían recitar en sus liturgias – Jesús pertenece al ser mismo de Dios. Pero, de inmediato, surgía la pregunta: ¿Y de qué manera Jesús pertenece al ser mismo de Dios? Se planteaba así la cuestión de la “preexistencia” de Jesús.

En efecto, otro himno, que igualmente habían elaborado los primeros cristianos y que empleaban en sus asambleas litúrgicas domésticas, fue recogido por San Pablo: Flp 2,6-11. Pablo visitó esta ciudad de Macedonia al menos en tres ocasiones entre los años 50 y 63, y, probablemente, después de cada una de esas visitas envió una corta esquela, que luego fue agrupada con las otras para conformar una cierta unidad. En la última ocasión ya se encontraba preso (1,7.12-17), y es este conjunto el que mejor traduce las relaciones más cordiales, inclusive tiernas, que llegó Pablo a establecer con una comunidad. En ella hace su llamado a la unidad de las Iglesias por el ejercicio de la humildad, pues no fue otro el ejemplo que nos dejó Jesús. Y, entonces, introduce el mencionado himno[8], testimonio de la fe primitiva en la preexistencia divina de Jesús:

“Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo:

El cual, siendo de condición divina,
no retuvo ávidamente el ser igual a Dios.

Sino que se despojó de sí mismo,
tomando condición de siervo,
haciéndose semejante a los hombres
y apareciendo en su porte como hombre;
y se humilló a sí mismo,
obedeciendo hasta la muerte
y muerte de cruz.

Por lo cual Dios le exaltó
y le otorgó el Nombre,
que está sobre todo Nombre.
Para que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en los cielos, en la tierra y en los abismos,
y toda lengua confiese
que Cristo es Señor,
para gloria de Dios Padre”.

Pero no fue este el único momento en sus escritos. También vuelve a mencionarla en la carta a los Gálatas (de hacia los años 56-57) en 4,4 (“pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer, nacido bajo la ley”); y, por supuesto, en la carta a los Romanos (de hacia los años 57-58) en 8,3 (“Pues lo que era imposible a la ley, reducida a la impotencia por la carne, Dios, habiendo enviado a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en orden al pecado, condenó el pecado en la carne”). Era claro para Pablo, como para toda la comunidad cristiana primitiva de la que formaba parte, que dicha profesión de fe significaba una expresa atribución al Hijo de aquella característica creadora tan específica y original del Dios de Israel (cf. Sal 90, 2).

6. Por su parte, San Juan[9], en algunos textos de su Evangelio (su elaboración final, como se ha visto, se establece entre los años 90 y 110[10]) expone una teología ya muy elaborada y definitiva sobre la materia. Se apoya para el efecto en dos temas bastante conocidos de la literatura véterotestamentaria – y muy especialmente de la más cercana al NT -, la Palabra (Λόγος) y la Sabiduría (Σοφία), una y otra preexistentes en Dios antes del mundo (cf. Pr 8,22-31[11] y Sb 7,22-8,1[12]), a las que se les atribuye, precisamente, la creación de éste. Pero también, de igual manera, una y otra habían sido enviadas a la tierra para revelar los secretos de la voluntad divina, y, una vez terminada su labor, volverían a Dios (cf. Is 55,10-11[13]; Pr 8,32-36[14]; Eclo –Si– 24,3-32[15]; Sb 9,9-12[16]).

De esta manera, para San Juan, la Palabra o Verbo (lat.= Verbum; gr. = Λόγος) “estaba en Dios” (cf. 1,1.2), preexistiendo; fue enviada por el Padre (3,17.34[17]; 5,36.43[18]; 6,29[19]; 7,29[20]; 8,42[21]; 10,36[22]; 11,42[23]; 17,3.25[24]) y, una vez concluida su tarea, regresó a Dios (1,18[25]; 7,33[26]; 8,21[27]; 12,35[28]; 13,3[29]; 16,5[30]; 17,11.13[31]; 20,17[32]). (Para el Evangelista, sin embargo, no escapaba, que ese mismo término, Λόγος, poseía una segunda acepción, sobre la que volveremos más adelante, al tratar de la recapitulación – cf. d., p. 302 –, y que desarrolló muy ampliamente san Pablo: “Sentido”).

Pero la manera de proceder de Juan evidencia que, en el caso de Jesús, esa “Palabra” y esa “Sabiduría” no eran meras actividades o funciones “ad extra” (o “económicas”) del mismo único Dios, sino, en realidad, expresiones “inmanentes”, personales, del Segundo de la Trinidad, subsistente y eterno, que se “encarnó” en la persona de Jesús[33], el “verdadero Jesús «histórico»”[34]. Y cupo a Juan y a su comunidad, precisamente, conocer esta más alta revelación. ¿Qué razones existían para llegar a afirmar la preexistencia de Jesús?

b. El desarrollo de la reflexión teológica sobre la encarnación hasta su definición doctrinal


7. La preexistencia – y el envío por el Padre – de Jesús descritos en estos términos y con esta insistencia por los autores no tenían otro propósito que dejar en claro que la persona y el destino de Jesús no tienen un fundamento distinto que Dios y su plan libre y amoroso para que todos los seres humanos tengan y ejerzan la libertad propia de los hijos, como se ha dicho. Es decir, cuando ellos se refieren a Jesús, a su preexistencia y misión, en realidad el tema consiste, para nosotros, en indicar el origen de nuestra filiación y salvación.

Se trata de una relación que, observemos bien, siempre la comunidad cristiana ha mantenido a lo largo de su bimilenaria tradición. Primero, en las “doxologías” bautismales (cf. Mt 28,19), pero también en los himnos a los que se ha aludido un poco antes, y, muy especialmente, en las celebraciones litúrgicas de la Cena o Fracción del pan (cf. 1 Co 11,23-26), por parte de los que “estaban siendo salvados” (cf. He 2,47).

Inmediatamente después del período apostólico sucede de igual modo, como lo mencionan la Didaché 7, y, después de ella, toda una serie de autores que continúa esa tradición (JUSTINO, TERTULIANO, HIPÓLITO, CIPRIANO…)[35]. Y, lo que había sido una práctica, aún bastante móvil, vinculada a una vida litúrgica muchas veces todavía no trasvasada a textos fijos y estereotipados, en el Concilio de Nicea[36] (año 325), llega a ser “fijado” en una fórmula que, finalmente, fue desarrollada en el Concilio de Constantinopla I (381)[37], cuando las tensiones del momento habían ido empujando hacia una “christology from above” (“cristología desde arriba”), “que pone más énfasis sobre la divinidad de Jesús que sobre su humanidad”. Algunos expertos consideran que esta situación condujo a orientar la reflexión teológica hacia una “cierta dicotomía entre la humanidad de Jesús y su pre-existencia como la Palabra de Dios, como no se encuentra en los textos bíblicos[38]. Porque en dichos textos, como se ha podido observar, no se trata – ni mucho menos en Juan – de una cuestión meramente especulativa – a la manera “griega”, como enfatizan algunos autores –, sino profundamente enraizada en la concreta realidad de un Jesús inseparablemente unido a su Padre y al Espíritu que lo ungió. Asunto que habría que tener en cuenta también hoy en día, cuando las preferencias podrían orientar, más bien, hacia una “christology from below” (“cristología desde abajo”)[39].

8. El Concilio de Nicea emergió, pues, como el momento del tránsito de las categorías bíblicas a las metafísicas sin abandonar el contexto soteriológico, a partir del hecho de que introduce en su explicación del argumento, el término – sin paralelo como se ha observado en los textos citados – ομοούσιος (gr. = “de idéntica naturaleza”). Es decir, la fórmula afirma que el Hijo no está en su naturaleza del lado de la criatura, del hombre, sino del lado de Dios: él es “de la misma naturaleza que el Padre”. Ello quiere decir que no ha sido “creado” sino “engendrado”, porque participa “de esa misma naturaleza” divina. El texto del Concilio, dice en su parte concerniente:

“Creemos en… un solo señor Jesucristo, el hijo de Dios… engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el padre…”

 “Πιστεύομεν είς… ένα κύριον ̀Ιησου Χριστόν, τόν υίον τοΰ Θεοΰ… γεννηθέντα ού ποιηθέντα, όμοούσιον τώ πατρί…” (DS 125).

9. La insistencia de los Padres de la Iglesia que se expresaban en el Concilio de Nicea no descuidaba una línea soteriológica, así se expresaran en una ontológica. No otro es el caso de San ATANASIO (c. a. 296-373) quien explicaba que para poder ser salvados era necesario que esta obra la realizara sólo Dios, e insistía, con enorme equilibrio, “que nos divinice el Hijo de Dios”[ii = nt. final lxxxvi]. S. HILARIO DE POITIERS, en Occidente, recoge, divulga y profundiza esa misma enseñanza resaltando el aspecto trinitario de la misma[40].

Para Santo TOMÁS DE AQUINO, que en el s. XIII resumió y sistematizó la doctrina precedente de los Padres y de los Concilios[iii], Cristo es el Verbo Encarnado. La perfección absoluta de Dios ha sido comunicada por el Padre a su Hijo en su vida terrena porque quiere abrazar con amor, de esta manera, a todos los hombres y restaurar en ellos su imagen empañada por el pecado. A ese amor, a la manera humana, es decir, con todas sus limitaciones pero en libertad, se une Jesús en el drama de su propia existencia y experiencia. De esta manera, la divinización del ser humano es obra del mismo y único Dios[41].

A lo largo de la tradición viva - "memoria evangélica viva" como la ha denominado el S. P. FRANCISCO -, como lo hemos hecho notar, se ha insistido no sólo en los aspectos ontológicos de la relación de Jesús con el Padre y de su relación con los hombres y con las demás criaturas, sino, muy especialmente sobre los aspectos o las consecuencias ligadas a su salvación. No de otra manera lo aclara, por ejemplo, una importante distinción entre escuelas teológicas, la escotista[42] y la tomista, pues mientras la primera aseveraba que aún si no hubiera habido pecado, el Hijo de Dios se habría encarnado (“Dios veía como fin de todo a su Hijo encarnado”), la segunda insistía en que aquella era, en realidad, una hipótesis, pues, de hecho, la encarnación sucedió “por nosotros y por nuestra salvación”, como afirma el “Credo” al que hicimos alusión.

Hoy, cuando nos preguntamos por el valor y sentido de esta expresión, debemos afirmar este idéntico sentido soteriológico: Dios es el camino que dirige los múltiples y diversos senderos de la historia, y desde su eternidad le señala una trayectoria, un sentido. Su actuar llega a plenitud, precisamente, en Jesucristo. Siendo Dios libre en su amor, entonces su amor no se agota en la relación existente entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. De esa manera llega su amor hasta los hombres, sus hijos, amándolos desde siempre. Cuando afirmamos, pues, que el Hijo “es eterno” estamos afirmando que Dios ama a los seres humanos y se compromete con ellos en su propia historia. Ahora bien, esta historia suya es inseparable de la historia del pobre y del oprimido, pues “la Palabra se hizo carne”, como recordaba San Pablo, haciéndose solidario con los pecadores, haciéndose él mismo “pobre” y profeta rechazado: “mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rm 5,8) [43].

La relación “Padre-Hijo”, aplicada a Dios y a Jesús, evoca la donación total de Dios, su exteriorización y su equiparación, la realización de su propia Verdad. Jesús no es una mera fragmentación de Dios, sino el Hijo Unigénito, la donación total del Padre. Pero, así mismo, glorificado, es el Hijo Primogénito, porque mediante Él el Padre aspira a engendrar una multitud de hermanos libres, serviciales, hacedores de la verdad:

“Los orígenes del hombre deben ser buscados en Cristo: él ha sido creado «por medio de Él y con vistas a Él» (Col 1,16), «el Verbo (que es) la vida […] y la luz que ilumina a todo hombre y viene al mundo» (Jn 1,3-4,9). Si es verdad que el hombre ha sido creado ex nihilo, es también posible afirmar que ha sido creado de la plenitud (ex plenitudine) de Cristo mismo, que es, al mismo tiempo, Creador, Mediador y Fin del hombre. El Padre nos ha destinado a ser sus hijos e hijas y a «ser conformes con la imagen de su Hijo, para que «Él sea primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Qué signifique haber sido creados a imagen de Dios no llega a revelarse plenamente sino en la imagen de Cristo. En Él encontramos la total receptividad del Padre que debería caracterizar nuestra misma existencia, la apertura al otro en una actitud de servicio que debería identificar las relaciones con nuestros hermanos y hermanas en Cristo, y la misericordia y el amor por el otro que Cristo, en cuanto imagen del Padre, muestra en relación con nosotros”[44].

Este plan es un proyecto de unidad fraterna, que tropieza con innumerables obstáculos en la vida corriente; se ha de realizar, sin embargo, no a la fuerza, sino en razón de los dinamismos – gracias – que Dios mismo ha dado a las mujeres y a los hombres, mediante los cuales ellos corresponden a la invitación de Dios. Es, igualmente, un proyecto de libertad, porque la obediencia del Hijo se convierte, en quienes acogen su verdad mediante la “obediencia de la fe” (cf. Ga 3,11; cf. c. 212 § 1), en justificación y rescate de los seres humanos de los ídolos que permanentemente se construyen. Sólo mediante un ejercicio auténtico de libertad ante la Verdad que se nos ofrece es posible y legítimo el acto de fe[45].

c. La encarnación de Jesús: un enfoque fundamental y necesario para plantear la búsqueda, conocimiento, adhesión y mantenimiento de la Verdad sobre Dios, sobre su Iglesia y sobre el hombre.


10. La encarnación del Segundo de la Trinidad fue el camino elegido por el Padre para salvarnos. Gracias a ella conocemos el “amor fontal” del Padre, por el Hijo, en el Espíritu, en el que cada uno de ellos realiza su propia misión con vistas a la reconciliación de la humanidad consigo mismo. Al asumir, y no absorber, nuestra humanidad, todo lo que el Hijo era y sus costumbres intratrinitarias nos los participó a nosotros, comenzando por su propia condición de “Hijo” (“filiación afiliante”) (cf. Jn 14,9-10). Si hemos destacado de qué manera apunta la resurrección de Jesús hacia la plenitud, bien podemos decir, entonces, que ella viene a coronar lo que se había iniciado con la encarnación, ella es su fase definitiva y ha introducido en la historia humana la condición de la esperanza señalando a la humanidad que su camino es andar hacia el encuentro con Dios como mujeres y hombres reconciliados. Como se ha visto, el Padre no quiere “que se pierda ni uno solo de sus pequeños” (cf. Mt 18,14).

11. Jesucristo es, según San Pablo, el “Ícono (gr. eikwn) visible del Dios invisible” (Col 1,15[46]). Bien es cierto que el primer capítulo del libro del Génesis nos refiere que los seres humanos, varones y mujeres, fuimos creados por Dios “a imagen suya, según su semejanza” (cf. 1,26.27[47]: gr. = poihswmen anqrwpon kat' eikona hmeteran kai kaq' omoiwsin; cf. 5,1b), y que esa “imagen” o “icono” divino en el hombre se trasfirió a toda su descendencia (cf. Gn 5,3) como carácter de naturaleza. Así, pues, esta condición, que es, por así decirlo, primera en el tiempo, y abarca a todos los seres humanos, incluido entre ellos el propio Jesús, en realidad es segunda en la intención de Dios, según explica San Pablo, porque el “modelo” a partir del cual todos los seres humanos serían creados, no era, en verdad “Adán”, sino el mismo Jesucristo, la efectiva y auténtica “imagen visible del Dios invisible”: el que era typos se convierte, como en un sello, en antitypos. De esa manera, la creación del hombre y de la mujer “en Cristo” sugiere anticipadamente su encarnación (¿la intuición de Escoto?[48]); y viceversa, la posibilidad para que históricamente Dios se pueda hacer Hombre, en Jesús, radica en la continuidad existente entre creación y encarnación. Una vez más podemos ver de qué manera la antropología apunta hacia la cristología.

12. La encarnación de Jesucristo, entonces, nos remite al misterio del hombre y a su inmersión-emergencia en la “naturaleza”. Como hemos observado en el cap. anterior, los cuatro verbos empleados por el CIC (“quaerere, gnoscere, amplecti y servare”) son los necesarios y claves para expresar los procesos típicamente humanos involucrados en el conocimiento de la verdad, así como, si fuera del caso, en el acto de fe. En esta condición “natural” (o creatural), tal como lo hemos podido advertir en los distintos momentos de nuestra exposición, la unidad personal de Jesús, así como la de cualquier varón y mujer, tiene como exigencia establecer un claro principio previo, consistente en la necesidad de evitar un dualismo cuando se considera su “naturaleza humana”. En efecto, esta “naturaleza” asumida por el Hijo, se caracteriza y se destaca – como veremos en detalle en el capítulo siguiente – por la presencia conjunta, simultánea, diversificada, interrelacionada y dinámica de diferencias, dimensiones y ámbitos en su realidad única y convergente que hoy denominamos “persona humana”[49]. Jesús es un ser viviente que nació, vivió y murió como cualquier otro, hundidas sus raíces, como estaban, en el cosmos, y nutriéndose de él con sobriedad; que mediante su racionalidad, libertad (cf. supra, 1.c.5, p. 428s) y apertura a Dios, conoció ese cosmos – Él mismo se había hecho parte de este cosmos –, lo contempló y lo compartió; mediante su trabajo lo transformó, lo adaptó a sus propias necesidades y a las de otros congéneres suyos, marcándolo con su sello de humanidad; y, finalmente, que, como cualquier otro ser humano, fue capaz de autoconciencia e interiorización, que ejercitó libremente dando un sentido profundo a su existencia espacio-temporal. Se trata, pues, en Jesús, de una unidad indisoluble, que, como se ha subrayado a partir y con los elementos procedentes de la “antropología hebrea” (cf. supra, 1.a.2, p. 387s; 2.a.B, p. 624ss), nos conducen a hablar, en términos más actuales[50], de un “espíritu encarnado” o de un “cuerpo espiritualizado”, con los que nos podemos acercar mejor a una comprensión de lo que hoy en día denominamos “la persona humana” con sus capacidades para penetrar en el universo de los valores culturales y para re-crearlos con perspectiva de sentido: económicos, políticos, sociales, artísticos, morales, religiosos… “Esa” es la humanidad asumida por el Verbo, caracterizada, muy especialmente y por sobre todo, por su capacidad, decisión y compromiso de “amor” (cf. nuestra próxima sección, la kénosis, pp. 659ss). “Esa” es la humanidad creada por Dios en Cristo, el Hijo encarnado y resucitado. Como podemos darnos cuenta, se trata de un punto de máxima trascendencia en orden al desarrollo de nuestra investigación, sobre el que tendremos que volver más adelante, como se ha dicho.


d. Los títulos cristológicos relativos al Segundo encarnado y su referencia a la búsqueda, conocimiento, adhesión y mantenimiento de la Verdad sobre Dios, sobre su Iglesia y sobre el hombre


13. Nos hemos referido antes (cf. supra 2.a.1, p. 612; 2.a.2)B.b)25, p. 634; 2.a.2)C.28, p. 637 y, especialmente, 2.b.1)6, p. 648), al Verbo o la Palabra (gr. = Λόγος), título con el que san Juan y la tradición posterior denominaron al Segundo de la Trinidad. Cristo es Dios que se dirige al hombre, que se entrega al hombre con amor y exigencias. Cuando los primeros cristianos querían referirse a la alegría y a las claridades que acompañan ese amor y exigencia de Dios decían que él es “luz” (cf. Jn 1,4.5.9), en él no existe tiniebla alguna. Por eso fue un título que acompañó al de Verbo que “se hace carne” nuestra y huesos nuestros, que se hace parte de nuestra historia. Y es desde ahí, desde esa condición nuestra, que nos ama e interpela. El CIC, conforme a este criterio, retoma este elemento revelador del proceder de Dios que se encarna, precisamente en nuestro c. 748 § 1 y, en general, en los cc. introductorios del Libro III.

El Verbo encarnado es, pues, el gran comunicador de Dios. San Juan se solaza mostrando esta comunicación de Dios: nos lleva a la comunicación-donación intratrinitaria eterna, previa, incluso, y posterior, si cabe, a los tiempos y a la creación (cf. Jn 1,1); nos lleva al acto mismo de la creación, “por la Palabra”, del cosmos (cf. 1,3) y, especialísimamente, de la vida y de la vida humana (cf. 1,4); nos conduce a su encuentro con nosotros, los hombres, y a las posibilidades de que nos confrontemos con Él, e, incluso, a que, como a cualquier hombre, lo rechacemos (cf. 1,5,10-12); nos traslada, finalmente, a que así como Él ha puesto su “tienda” entre nosotros, queramos también nosotros compartir los rasgos que Él nos ha participado de su divinidad con los demás hombres y mujeres, convirtiéndonos, a nuestro turno, en humanidad nueva, “iluminada e iluminadora” por su calidad de vivencia de la verdad y plenamente entregada a Dios, como Él (cf. 1,14). Más aún: “no recibimos solamente de modo pasivo el Logos encarnado, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega”[51].

En su manera de proceder, hablándonos con palabras humanas, actuando con hechos humanos, mediante su vida y mediante su muerte, esta Palabra era la revelación definitiva del Padre. Pero se lo ha de subrayar desde este momento: sobre todo por su Cruz, en la que se proclama el señorío de Dios sobre la historia, Dios se ha abierto su espacio en nuestra historia, de modo que nuestra historia no es algo paralelo, o sustitutivo de la acción de Dios, algo que requiriera, también, en consecuencia, un “espacio” aparte: sino que la Palabra acontece en nuestra historia habitual, concreta y cotidiana.

No sólo la Palabra nos comunica de Dios o a Dios de una manera genérica. Si él, creemos, es el Hijo, eso suyo, que le es propio y exclusivo en Dios, eso es precisamente lo que nos comunica. La Palabra-Hijo nos hace “hijos”. Por eso cuando queremos conocer las bases y los fundamentos del actuar humano, y en particular del amor humano, el punto de referencia no puede ser otro sino esta “filiación afiliante”: el amor que caracteriza a los que son “hijos” del Padre, porque son hermanos del Hijo, y, por lo tanto, hermanos entre sí. De ahí que el trato característico de “buenos hermanos” habría de ser una de las manifestaciones de esta fraternidad en razón de la filiación afiliante: «Si alguno dice: “amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 20):  La “mentira” se da a un doble nivel: no sólo al del comportamiento moral, que muestra la incoherencia del obrar, sino al nivel antropológico, porque muestra la incoherencia con el ser: ser-hijo, ser-hermano. San Pablo lo afirma de otro modo: “Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma” (Ef 5,1-2).

Algo similar se puede afirmar de la hermosa imagen con la Jesús se llamaba a sí mismo el “novio” (cf. Mc 2,19s // Lc 5,34s), para indicar el tipo de relación y la calidad de la relación – por su gratuidad, totalidad e irrevocabilidad: como ejercicio de libertad – que había establecido con la humanidad por la encarnación y por el don de sí mismo, y muy especialmente con su “cuerpo”, con su “esposa” (cf. Ef 5,21-32), la Iglesia, la comunidad de las mujeres y hombres “nuevos” (“gracia”). De igual modo, el CIC se ha hecho eco de esta condición, concretamente en el c. 1063, ord. 3°[52].

Así, pues, el “amor-verdad” manifiesta esos niveles y condiciones antropológicas que se ha evidenciado y nos refiere la estructura humana auténtica, que se expresa y se valida a través de todos sus componentes y dimensiones, desde lo erótico hasta el don de sí, pasando por la amistad con sus diversas expresiones, pues todo lo humano ha quedado, así, ratificado en sus constitutivos esenciales. Y se convierte en claro y definitivo punto de referencia para soportar cualquier posterior pedido que se quisiera proponer o exigir.

El principio “de revelación”, acerca de Dios y acerca de la humanidad, que se nos ha manifestado mediante la encarnación del Hijo-Palabra de Dios, destaca especialmente todos aquellos elementos de la estructura humana en los que se expresa la “imagen y semejanza de Dios” (cf. Gn 1,26), entre otros, fundamentalmente dos: en primer término, como se ha dicho, la relación intrínseca y existencial con la propia verdad de su condición de “hijo de Dios” y de “hermano de los demás hijos de Dios”, y con la construcción de la verdad mediante la comunicación, el amor, la entrega de sí y el servicio. En segundo lugar, la condición social-sexuada del ser humano. Sobre este segundo asunto en particular, refiriéndose a esta expresión, “imagen de Dios”, Luis F. LADARIA[53] escribía:

“La relación entre imagen de Dios y dimensión social del hombre y en concreto el hecho de la bisexualidad, mencionado como sabemos en Gn 1,26s, ha sido desarrollado en nuestro siglo por Karl Barth. Fundamental en el relato sacerdotal de la creación del hombre es, para el autor, la expresión “a nuestra imagen”: esto significa que se ha creado un ser que tiene su modelo en la esencia misma de Dios. El hombre desde el momento mismo de su creación existe en la relación con Dios, existe frente a él y para él, lo cual supone una novedad radical respecto a todo el resto de la creación; en el plan creador de Dios ha entrado alguien que es un interlocutor suyo. La interpretación inmediata que el mismo texto bíblico da de la frase “Dios creó al hombre”: es “los creó hombre y mujer”; el hombre ha sido creado a imagen de Dios en cuanto vive en relación respecto a Dios y respecto a su semejante. La condición de imagen no es una simple cualidad del hombre, la imagen y semejanza son lo que es el mismo ser del hombre. Dios lo ha creado para que tuviera su forma divina. El hombre es imagen del encuentro que se da en el Dios Trino internamente: ‘Él es el que está enfrente de su semejante, y en éste tiene su propia correspondencia (Gegenüber)”. El ser y la actuación común de las personas divinas tiene su ‘repetición’ en la relación del hombre al hombre. La relación es constitutiva para Dios, y lo es también para el hombre. La analogía entre el ser de Dios y el del hombre es la existencia en la correspondencia (Gegenüber) de yo y tú.
“Ahora bien, cuando el relato bíblico habla del último y más elevado acto creador de Dios, la creación del hombre, no dice nada de las cualidades morales e intelectuales del hombre, sino de la creación como varón y mujer. ‘Esto es todo lo que conocemos sobre la creación del hombre, además de que acaeció por la palabra y que tuvo lugar a imagen de Dios’. El hombre es uno, como Dios es uno, sólo en la dualidad de varón y mujer. Así reproduce en su estar frente a Dios y frente a su semejante la Gegenüber que existe en Dios mismo. Lo que caracteriza la creaturalidad humana es precisamente la diferenciación y relación entre varón y mujer. Ser hombre es ser varón o mujer, y todas las demás cosas que los hombres somos están en relación con ésto. Todas las demás coincidencias o diferencias se confirman como previas o consecuentes a ésta. Este hecho de la bisexualidad es creatural, es natural, y no es específico del hombre porque la bisexualidad se da también en el mundo animal; pero a pesar de ello constituye lo específicamente humano en nosotros, porque Dios ha querido hacer al hombre, en esta forma de vida, imagen, reflejo y testimonio de su propia forma de vida. Otros aspectos puestos de relieve en la narración sacerdotal - en concreto el mandato de dominar la tierra - serían consecuencias de la condición de imagen de Dios, pero no el elemento constitutivo de la misma...
“El aspecto social de la imagen de Dios ha sido puesto de relieve por muchos autores actuales, pero en general no se establece una relación tan íntima entre esta dimensión, que encuentra en la bisexualidad su expresión originaria pero que no se agota en ella, y la Trinidad divina...; en el Concilio Vaticano II, LG 12, en el número dedicado al tema de la imagen de Dios en el hombre... (y) en GS 24... Más explícito es, en cambio, JUAN PABLO II, (en la Encíclica) Mulieris Dignitatem 7: ‘La imagen y semejanza de Dios en el hombre, creado como hombre y mujer... expresa también, por consiguiente, la «unidad de los dos» en la común humanidad”.

Tendremos que volver a considerar la situación de Jesús en cuanto “individuo” (cf. infra, 2.c.1)b)5.a’), p. 661; 2.c.3)c), p. 671; Conclusiones I,2, y II,a, pp. 690ss). Pero, de otro lado, lo que afirma este principio “de revelación” es que Jesús es Hombre y Dios en verdad, que es él mismo el Reconciliador entre lo divino y lo humano. En lo que toca a todas las dimensiones humanas auténticas, y, por supuesto, también esta dimensión relativa a la sexualidad y a la orientación y sentido de la misma.

En efecto, sólo en Cristo Jesús se ha dado respuesta plena a los profundos interrogantes y a las grandes contradicciones humanas acerca de la propia trascendencia, de las posibilidades ciertas para el ejercicio de una libertad plena y para la formación de una comunidad real. Sólo la aceptación de Jesús como el Hijo de Dios que ha respondido en su propia existencia a estos interrogantes, abre al hombre las puertas de una historia que, sin él, permanecería como círculo ciego y vicioso. Al afiliarnos mediante la asunción de nuestra condición humana y al hacer la entrega total de sí mismo, Jesús ha revelado nuestra auténtica condición divina y ha realizado la obra de nuestra justificación. Realidad que está ya presente y operante, pero que llegará a su punto culminante en la “manifestación” nuestra, de los “cielos nuevos y de la tierra nueva, donde mora la justicia (cf. 2 P 3,13)”, “con Cristo en la gloria (cf. Col 3,4), en la cual seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal cual es (cf. 1 Jn 3,2)”[54].  

14. Lo anteriormente dicho nos hace comprender de qué manera existe un lazo fundamental entre Cristo, el Verbo encarnado, y la expresión que emplea el c. 748 § 1 y, en nuestro caso, su relación con los otros cc. relacionados. La verdad, sobre todo referida a Dios y a la Iglesia, cuya búsqueda y conocimiento, abrazo y mantenimiento, sostiene el c., estuvo presente en la realización de la obra de Cristo, y sin la cual se mantendría ella en el enigma, expresa una dimensión genuina del ser humano, y apunta a su mayor realización posible, aquella que se identifica con la realización existencial de la Verdad en Dios.



Notas de pie de página


[1] La palabra “mártir”, en español, proviene del griego μάρτυς que devino al latín “martyr – martyris), “el que da testimonio de su fe”. El término se encuentra empleado en la literatura española desde el s. XII, en El Cantar de Mio Cid, cf. Santiago SEGURA MUNGUÍA: Diccionario etimológico latino-español Ediciones Generales Anaya Madrid 1985 1ª 426. Para un seguimiento sistemático del término en las literaturas griega y bíblica, cf. Hermann STRATHMANN: art. μάρτυς en: Gerhard KITTEL – Gerhard FRIEDRICH (dir.): Grande lessico del Nuovo Testamento Brescia Paideia 1965 1967 1971, v. VI, 1269-1392. 
[2] “Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien os predicamos Silvano, Timoteo y yo, no fue sí y no; en él no hubo más que sí”.
[3] “[Mas, cuando Aquel…tuvo a bien] revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles…”
[4] Nos referimos especialmente en las culturas más antiguas, porque, aún hoy, hay quienes interpretan inclusive los textos bíblicos que hablan de ellos (cf. Gn 6,4) en el sentido de extraterrestres, por ejemplo, o de otras muchas cosas. Cf., p. ej., http://antesdelfin.com/hijos1.htm (consulta junio 2006).
[5] Se narra, por ejemplo, lo siguiente de la mitología puránica: “Krisna: Octava encarnación de Visnu en la tierra. Gemelo con Balarama. Se le conoce también con los nombres de: Gopel, Gopinath y Mathuranath. Sobre su nacimiento se cuenta lo siguiente: Existió un rey llamado Kansa que había sido engendrado por un demonio. Este monarca era un tirano, cruel y criminal. Asesinaba a niños y no tenía ningún tipo de moral. Prohibió en sus dominios la adoración a Rama, y la sustituyó por Shiva. La situación llegó a ser tan insoportable que La Tierra tomando forma de vaca se dirigió a Indra para quejarse y pedirle permiso para abandonar el mundo. Indra pidió consejo a Brahma a Shiva y a Visnu, y éste último fue convencido para nacer de nuevo y enfrentar al temible Kansa. Visnu decidió que Devaki sería su madre terrenal.” En (consulta junio 2006): http://www.tach.ula.ve/on_line/mitoweb/panteon_hindu.htm
[6] La crítica que hace Joseph RATZINGER a ciertas interpretaciones sobre Jesús, que lo muestran sí como un “profeta”, o como un “maestro” más con la autoridad del “erudito”, pero no como “Hijo”, dice él, no son suficiente argumento para que los primeros cristianos dieran “el salto a la universalidad”, y para que Jesús llegara a “tener un valor determinante para la historia”. Si Jesús no poseyera “una autoridad divina”, “su ser Hijo en la comunión con el Padre”, no sería “el presupuesto para que ese salto hacia la novedad y la mayor amplitud sea posible sin traición ni arbitrariedad”: Jesús de Nazaret, o. c., p. 26, nt. 57,152.
Como afirma el Card. William Joseph LEVADA, “esta obra de la evangelización pertenece a la naturaleza más auténtica de la Iglesia”: Introducción a la “Nota dottrinale su alcuni aspetti dell'evangelizzazione”, de la CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE,  3 de diciembre de 2007, en: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20071214_conf-stampa-nota_it.html
[7] “Pero Jesús les replicó: «Mi Padre trabaja siempre, y yo también trabajo»”.
[8] Un breve estudio del himno, por su importancia, se hace imperativo. Lo haremos al tratar de la kénosis, pues lo consideramos más pertinente en ese momento (cf. infra, 2.c.1)b)7, p. 666).
[9] Cf. los comentarios al Evangelio de San Juan: Marie-Émile BOISMARD, O.P. en la Biblia de Jerusalén, o. c., p. 84, nt. 208, 1407-1410 y 1412; P. BENOIT - M.-E. BOISMARD - J. L. MALILLOS: Sinopsis de los cuatro evangelios: con paralelos de los Apócrifos y de los Padres Desclée De Brouwer Bilbao 1987 4ª.
[10] El papiro “P52” es el testimonio más antiguo que se conserva de él. Su datación es aproximadamente de entre los años 125 y 150. Autores muy antiguos ya mencionan el texto joáneo: son los casos de Ireneo de Lyon (130-195) (discípulo de Policarpo, Obispo de Esmirna, quien, a su vez, fue discípulo del Apóstol Juan, y fue martirizado en el año 155) y el escritor del Fragmento Muratoriano, de hacia el año 180; así también Clemente Alejandrino y Tertuliano, de hacia el año 200. Algunos autores contemporáneos resaltan que muchos de los elementos sobre los que se habla en el texto describen tan vívidamente la situación de Jerusalén en el año 66, así como otros indicios, que muy seguramente fueron elaborados bastante antes del año 90.
[11] “Yahvéh me creó, primicia de su camino, antes que sus obras más antiguas. Desde la eternidad fui moldeada, desde el principio, antes que la tierra. Cuando no existían los abismos fui engendrada, cuando no había fuentes cargadas de agua… Cuando asentó los cielos, allí estaba yo… yo estaba allí, como arquitecto, y era yo todos los días su delicia…”
El tema de la “sabiduría” ya era muy común entre los primeros cristianos provenientes en buen número de la diáspora judía, que había recibido los textos sagrados en la traducción de los LXX y a la cual había añadido algunos de los escritos con texto original griego. En estos escritos dicho tema adquirió unas características muy personales (personificación). Según dicha percepción, la sabiduría se había abajado, había descendido “en carne”, y, al hacerlo, se había sometido a la posibilidad de que fuera rechazada. Pablo, a quien nos hemos referido en los párrafos anteriores, también hizo uso de ello bajo la figura de la “tienda de campaña” puesta en medio de nosotros, de modo tal que “el poder y la sabiduría de Dios” que es Cristo, ha llegado a ser “sabiduría por obra de Dios, justicia, santificación y redención” (1 Co 1,24.30). Para san Pablo, pues, aún esa característica de la preexistencia del Segundo, tan novedosa, está indisolublemente unida al misterio pascual del Señor, por cuanto Cristo, como la sabiduría, podía ser rechazado, sobre todo por los “dominadores de este mundo” (1 Co 2,6-9), como, efectivamente, ocurrió en la pasión y en la cruz.
[12] “Cuanto está oculto y cuanto se ve, todo lo conocí, porque la que todo lo hizo, la Sabiduría, me lo enseñó. Pues hay en ella un espíritu inteligente…”
[13] “Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar, para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí vacía, sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié”.
[14] “Ahora, pues, hijos, escuchadme, escuchad la instrucción y haceos sabios, no la despreciéis. Dichosos los que guardan mis caminos… Porque el que me halla, ha hallado la vida, ha logrado el favor de Yahvéh…”
[15] “Yo salí de la boca del Altísimo, y cubrí como niebla la tierra… Todo esto es el libro de la alianza del Dios Altísimo, la Ley que nos prescribió Moisés como herencia para las asambleas de Jacob… Y yo, como canal derivado de un río… dije: «Voy a regar mi huerto, a empapar mi tablar»… Ved que no sólo para mí me he fatigado, sino para todos aquellos que la buscan”.
[16] “Pues, aunque uno sea perfecto entre los hijos de los hombres, si le falta la Sabiduría que de ti procede, en nada será tenido… Contigo está la Sabiduría que conoce tus obras, que estaba presente cuando hacías el mundo, que sabe lo que es agradable a tus ojos, y lo que es conforme a tus mandamientos… Ella me guiará prudentemente en mis empresas y me protegerá con su gloria. Entonces mis obras te serán agradables, regiré a tu pueblo con justicia y seré digno del trono de mi padre”.
[17] “Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él… Aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios, porque le da el Espíritu sin medida”.
[18] “Pero yo tengo un testimonio mejor que el de Juan; porque las obras que el Padre me ha encomendado llevar a cabo, las mismas obras que realizo, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado… Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; si otro viene en su propio nombre, a ése le recibiréis”.
[19] “Jesús les respondió: «La obra de Dios es que creáis en quien él ha enviado»”.
[20] “Yo le conozco, porque vengo de él, y es él el que me ha enviado”.
[21] “Jesús respondió: «Si Dios fuera vuestro Padre, me amaríais a mí, porque yo he salido y vengo de Dios; no he venido por mi cuenta, sino que él me ha enviado»”.
[22] “¿Cómo decís que aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo blasfema por haber dicho: ‘Yo soy Hijo de Dios’?”
[23] “Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que tú me has enviado”.
[24] “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo… Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y éstos han conocido que tú me has enviado”.
[25] “A Dios nadie le ha visto jamás; el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado”.
[26] “Entonces [Jesús] dijo: «Poco tiempo estaré ya con vosotros, pues me voy al que me ha enviado»”.
[27] “Jesús les dijo otra vez: «Yo me voy y vosotros me buscaréis, y moriréis en vuestro pecado. Adonde yo voy, vosotros no podéis ir»”.
[28] “Jesús les dijo: «Todavía, por un poco de tiempo, está la luz entre vosotros… Mientras tenéis la luz, creed en la luz, para que seáis hijos de luz”.
[29] “[…] sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía…”
[30] “Pero ahora me voy al que me ha enviado, y ninguno de vosotros me pregunta: ‘¿Dónde vas?’”.
[31] “Ya no estoy en el mundo, pero ellos sí están en el mundo, y yo voy a ti… Pero ahora voy a ti, y digo todas estas cosas en el mundo para que tengan en sí mismos mi alegría colmada”.
[32] “Dícele Jesús: «Déjame, que todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios»”.
[33] Inclusive un texto que, aparentemente mira todo él a ser una reflexión teológica sobre el misterio del Resucitado “que viene y que vendrá”, no deja de mantener su referencia a la encarnación y a la kénosis del Verbo, gracias a la mención del Nombre de Jesús: cf. Ap 1,9; 12,17; 14,12; 17,6; 19,10; 20,4; 22,16.
[34] La glosa la hace Joseph RATZINGER: “Con ello (que el Maestro es Dios) se pone al descubierto el auténtico núcleo del conflicto. Jesús se ve a sí mismo como la Toráh, como la palabra de Dios en persona. El grandioso Prólogo del Evangelio de Juan – «En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios» - no dice otra cosa que lo que dice el Jesús del Sermón de la Montaña y el Jesús de los Evangelios sinópticos. El Jesús del cuarto Evangelio y el Jesús de los Evangelios sinópticos es la misma e idéntica persona: el verdadero Jesús «histórico»”: Jesús de Nazaret, o. c., p. 26, nt. 57,141s.
El S. P. FRANCISCO ha explicado a este propósito: “La transmisión de la fe, que brilla para todos los hombres en todo lugar, pasa también por las coordenadas temporales, de generación en generación. Puesto que la fe nace de un encuentro que se produce en la historia e ilumina el camino a lo largo del tiempo, tiene necesidad de transmitirse a través de los siglos. Y mediante una cadena ininterrumpida de testimonios llega a nosotros el rostro de Jesús. ¿Cómo es posible esto? ¿Cómo podemos estar seguros de llegar al « verdadero Jesús » a través de los siglos? Si el hombre fuese un individuo aislado, si partiésemos solamente del « yo » individual, que busca en sí mismo la seguridad del conocimiento, esta certeza sería imposible. No puedo ver por mí mismo lo que ha sucedido en una época tan distante de la mía. Pero ésta no es la única manera que tiene el hombre de conocer. La persona vive siempre en relación. Proviene de otros, pertenece a otros, su vida se ensancha en el encuentro con otros. Incluso el conocimiento de sí, la misma autoconciencia, es relacional y está vinculada a otros que nos han precedido: en primer lugar nuestros padres, que nos han dado la vida y el nombre. El lenguaje mismo, las palabras con que interpretamos nuestra vida y nuestra realidad, nos llega a través de otros, guardado en la memoria viva de otros. El conocimiento de uno mismo sólo es posible cuando participamos en una memoria más grande. Lo mismo sucede con la fe, que lleva a su plenitud el modo humano de comprender. El pasado de la fe, aquel acto de amor de Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria que es la Iglesia. La Iglesia es una Madre que nos enseña a hablar el lenguaje de la fe. San Juan, en su Evangelio, ha insistido en este aspecto, uniendo fe y memoria, y asociando ambas a la acción del Espíritu Santo que, como dice Jesús, « os irá recordando todo » (Jn 14,26). El Amor, que es el Espíritu y que mora en la Iglesia, mantiene unidos entre sí todos los tiempos y nos hace contemporáneos de Jesús, convirtiéndose en el guía de nuestro camino de fe”: enc. LF 38, en: http://www.vatican.va/holy_father/francesco/encyclicals/documents/papa-francesco_20130629_enciclica-lumen-fidei_sp.html
[35] El seguimiento de este desarrollo lo realizó John Norman Davidson KELLY: Early Christian Creeds Longman London 1972 3ª 30-61. Cf. la cita de su texto en Michael LaVelle COOK, S. J.: Christology as Narrative Quest o. c., p. 125, nt. 292, 117.
[36] Este Concilio de NICEA de Bitinia (20 de mayo a 25 julio de 325: DS 125-129) es el primero después del período apostólico. Lo convocó el emperador Constantino especialmente ante las divisiones que el Obispo Arrio había promovido al interior de la Iglesia. Se lo denomina de los “318 Padres”, pero, en realidad, el número de los obispos participantes es incierto, entre 250 y 300. Algunos de ellos tenían en sus cuerpos las marcas de las últimas persecuciones (Pablo de Neocesarea y Pafnuncio de Egipto). La mayoría de ellos provenían del Oriente, aunque Occidente estuvo representado, por lo menos, por el obispo Osio, de Córdoba, muy cercano a Constantino, que presidió las sesiones, por dos delegados del Obispo de Roma, y por otros dos más. Arrio proponía la consideración de que el Verbo es inferior a Dios, mientras la propuesta de examinar la cuestión desde la perspectiva de la tradición explicada o interpretada con la ayuda de las categorías griegas (filosóficas especialmente) fue expuesta por los Obispos Marcelo de Ancira (Ankara), Eustacio de Antioquía y por el diácono Atanasio de Alejandría. Esta fue la opción que recogió el consenso de la mayoría, y fue recogida en un “símbolo de la fe”: el Verbo “es engendrado, no hecho, consubstancial al Padre”. Cf. Javier PAREDES – Maximiliano BARRIO – Domingo RAMOS-LISSÓN – Luis SUÁREZ: Diccionario de los Papas y Concilios Editorial Ariel SA Barcelona1998 1ª 608-609.
[37] Michael L. COOK, S. J.: Christology as Narrative Quest o. c., p. 125, nt. 292, 109-146.
El Primer Concilio de CONSTANTINOPLA (381: DS 150-151) fue convocado por el emperador Teodosio y se efectuó entre los meses de mayo y julio del año señalado. Se conservan de él las listas de los ciento cincuenta Obispos participantes y los cánones disciplinares en colecciones canónicas antiguas. No hubo asistentes de Occidente, que, por lo demás, se habían reunido en Aquileya ese mismo año. Presidió Melecio de Antioquía, y, a su muerte, Gregorio de Nacianzo, elegido también Patriarca de Constantinopla. Además de insistir en la doctrina de Nicea – y en la condena de la posición de Arrio y de sus seguidores, que se había extendido notablemente – entró a deliberar sobre el “macedonianismo” que negaba la consustancialidad del Espíritu Santo (“pneumatómacos”). Será el Concilio de Calcedonia (del 451), en el que intervinieron como legados del Papa tres Obispos y un presbítero, el que establecerá que, aun cuando el Concilio de Constantinopla no hubiera tenido presencia de representantes del Obispo de Roma, se lo había de tener en cuenta como “ecuménico”. Cf. Javier PAREDES – Maximiliano BARRIO – Domingo RAMOS-LISSÓN – Luis SUÁREZ: Diccionario de los Papas y Concilios, o. c. nt. anterior, 609-610.
[38] “This means that ‘an epoch-making paradigm shift has taken place between scripture and Nicaea; the same message of Jesus as Son of God appears in a completely different ‘thought system’ or interpretative system” (Karl-Josef KUSCHEL: Born Before All Time? The Dispute over Christ’s Origin Crossroad New York 1992 503. Según este autor existe un hiato entre exégesis y dogmática, que sólo se puede salvar si la dogmática se entiende a sí misma como una exégesis consistente): “Ha dejado una forma descendiente de ‘cristología desde arriba’ que pone mayor énfasis sobre la divinidad de Jesús que sobre su humanidad. Esto, a su vez, ha creado una cierta dicotomía entre la humanidad de Jesús y su pre-existencia como la Palabra divina que no se encuentra en los textos bíblicos […] Una crítica similar pudiera ser elevada a las contemporáneas ‘cristologías desde abajo’ que quisieran cortar con la humana, con la histórica vida de Jesús perdidas de sus amarres cristianos en la vida misma de Dios. La sabiduría bíblica, especialmente Juan, no conoce una pre-existencia considerada como un tema especulativo aislado de, o independiente del Padre que Lo envió y del Espíritu que lo ungió (Mc 1,10-11; Jn 1,32-34”: Michael L. COOK, S. J.: Christology as Narrative Quest o. c., p. 125, nt. 292, 137.
[39] Por supuesto, tratándose de sólo de un momento en el proceso de la reflexión teológica, en mi opinión es posible de ser enfatizada esta percepción. Pero ella no llegó hasta allí, y el balance adecuado se vino a establecer por parte del Concilio de Calcedonia, fundamental para la decisión y profesión de la fe cristiana auténtica.
[40] Seguramente el primer “tratado” sistemático sobre la Trinidad, en el que se explica a partir de los textos bíblicos mismos la “communicatio idiomatum” para expresar rectamente el misterio de la encarnación del Verbo, se debe atribuir a San Hilario DE POITIERS, en su obra De Trinitate. Como ha recordado el Papa BENEDICTO XVI, en ella “se preocupó por mostrar que la Escritura atestigua claramente la divinidad del Hijo y la igualdad que posee con el Padre, no sólo mediante textos del Nuevo Testamento, sino también con muchas páginas del Antiguo, en las cuales ya aparece el misterio de Cristo. Frente a los arrianos, insistió en la verdad de los nombres del Padre y del Hijo, y desarrolló toda su teología trinitaria partiendo de la fórmula del Bautismo, entregada a nosotros por el Señor mismo: «En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo». El Padre y el Hijo son de la misma naturaleza. Y si algunos textos del Nuevo Testamento pudieran hacer pensar que el Hijo fuera inferior al Padre, Hilario ofrece reglas precisas para evitar interpretaciones desviadas: algunos textos de la Escritura hablan de Jesús como Dios, otros, en cambio, ponen de relieve su humanidad. Algunos se refieren a Él en su preexistencia junto al Padre, otros toman en consideración su estado de abajamiento (kénosis), su descenso hasta la muerte, y otros, en fin, lo contemplan en la gloria de la resurrección”: Audiencia general del miércoles 10 de octubre de 2007, en: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/20866.php?index=20866&po_date=10.10.2007&lang=sp
[41] San Juan y su comunidad, en el Evangelio (15,1-8), recogiendo la reflexión del kerygma proclamado, al final del primer siglo, afirma que se trata, ante todo, de una asimilación vital de los creyentes en Cristo, mediante su incorporación en Él: “sin mí, nada podéis hacer”.
Para un estudio más desarrollado del tema, cf. Michael L. COOK, S. J.: Christology as Narrative Quest o. c., p. 125, nt. 292, 147-175: “A Systematic Image: ‘The Incarnate Word’ in the ST  of Thomas Aquinas”. 
[42] De Juan Duns ESCOTO (1266 – 1308), quien escribió "Comentario a las Sentencias", también conocida como "Opus oxoniens"; "De primo principio"; "Quaestiones in metaphysicam" y "Quodlibet".
El Papa BENEDICTO XVI citó en esta misma línea al monje Ruperto DE DEUTZ (c. a. 1075-1129) en su catequesis del 9 de diciembre de 2009, en: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/24783.php?index=24783&lang=sp
[43] Para un desarrollo más amplio del asunto, cf. Michael L. COOK, S. J.: Christology as Narrative Quest o. c., p. 125, nt. 292, 176-211: “A Social-Transformation Image: ‘The Rejected Prophet’ in the Mexican American Experience”. 
[44] COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL: Documento Comunione e Servizio. La persona umana creata a immagine di Dio, de las sesiones plenarias efectuadas en Roma entre 2000 y 2002, aprobado en forma específica, aprobado por su Presidente, Card. J. Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, n. 53 en: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_doc_20040723_communion-stewardship_it.html#_ednref1 (Traducción mía).
Acerca del tema de la “creación ex nihilo”, además de los pronunciamientos del Magisterio (cf. DS 285; 790; 800; 1333; 3025; 3955; CAIC327; etc.), la producción es amplia. Entre los estudios interdisciplinares más recientes puede verse de Robert John RUSSELL: “God and Creation Ex nihilo in Light of Scientific Cosmology”, parte I de su obra Cosmology. From Alpha to Omega Fortress Press Minneapolis 2008 33-109.
[45] Cf. cc. 864 y 865, y, fundamentalmente, c. 748 § 2: “A nadie le es lícito jamás coaccionar a los hombres a abrazar la fe católica contra su propia conciencia”.
[47] El texto hebraico dice: 26 ויאמר אלהים נעשׁה אדם בצלמנו כדמותנו וירדו בדגת הים ובעוף השׂמים ובבהמה ובכל הארץ ובכל הרמשׁ הרמשׁ על הארץ
[48] “«Digo, pues, como opinión mía - escribía a propósito de la presencia universal del Cuerpo eucarístico de Cristo en cualquier parte del espacio y del tiempo cósmico -, que ya antes de la Encarnación y antes de que "Abrahán existiese", en el origen del mundo, Cristo pudo haber tenido una verdadera existencia temporal en forma sacramental... Y si esto es así, se sigue de ahí que la Eucaristía pudo haber existido antes de la concepción y de la formación del Cuerpo de Cristo en la purísima sangre de la Bienaventurada Virgen» (Reportatio parisiensis, IV, d. 10, q. 4, n. 6.7; Ed. Vivès XVII, 232a. 233a)”: Fr. Hermann SCHALÜCK, Ministro general o.f.m. - Fr. Lanfranco SERRINI, Ministro general o.f.m.conv - Fr. Flavio R. CARRARO, Ministro general o.f.m.cap - Fr. José ANGULO QUILIS, Ministro general t.o.r.: Carta de los Ministros Generales Franciscanos con motivo de la concesión de los honores litúrgicos al Beato Juan Duns Escoto (12656-1308) (6-I-93), en Selecciones de Franciscanismo vol. XXII n. 64 1993 26-31; texto original italiano en Acta OFM 112 1993 3-7, tomado de (abril 2008): http://www.franciscanos.org/selfran64/juanduns2.html
[49] Tendremos que volver, en consecuencia, a esta descripción detallada en el siguiente cap. 5°, antropológico (pp. 708ss), para comprender, entre otros elementos, nuestra propuesta de “correlatos”, referidos al problema de la “verdad”, que estamos tratando de fundamentar. Podemos colegir, pues, que el Verbo no asumió ni la condición angélica ni la de las bestias u otros seres, sino, precisamente, la humana, y, más exactamente, en la “carne”, como resaltará, a su vez, la kénosis.
El aspecto cósmico de la encarnación del Verbo y su orientación antropológica ha estado tradicionalmente presente en la consideración de la Iglesia, de modo especial por parte de los Padres de la Iglesia de Oriente, así como de las comunidades de la Ortodoxia. Cf., al respecto, la Intervención de S. B. el Patriarca Ecuménico BARTOLOMEO I en la XII Asamblea del Sínodo de los Obispos, 18 de octubre de 2008, en donde señaló: “¿Cómo podríamos ignorar las amplias implicaciones de la Palabra divina hecha carne? ¿Por qué no logramos percibir la naturaleza creada como la extensión del Cuerpo de Cristo? Los teólogos cristianos de Oriente siempre resaltaban las proporciones cósmicas de la encarnación divina. La Palabra encarnada es intrínseca a la creación, que vino a la vida a través de las palabras divinas. San Máximo el Confesor insiste en la presencia de la Palabra de Dios en todas las cosas (cfr. Col 3,11); el Logos divino está en el centro del mundo, revelando misteriosamente su principio original y su finalidad última (cfr. 1 P 1,20). Éste es el misterio que describe san Atanasio de Alejandría: "El Logos – escribe – no está contenido en ninguna cosa y, sin embargo, contiene todas las cosas; está en todas las cosas pero fuera de cada cosa... el primogénito de todo el mundo en cada uno de sus aspectos". El mundo entero es un prólogo al Evangelio de San Juan. Y cuando la Iglesia fracasa al no reconocer las dimensiones más vastas y cósmicas de la Palabra de Dios, restringiendo sus preocupaciones a cuestiones puramente espirituales, desatiende su misión de implorar a Dios para que transforme – siempre y en todo lugar, “en todas partes en Su dominio” - el cosmos entero contaminado. No hay que maravillarse que el Domingo de Pascua, cuando la celebración pascual alcanza su clímax, los cristianos ortodoxos cantan: "Ahora cada cosa se llena de luz divina: el cielo y la tierra, y todas las cosas bajo la tierra. Regocíjese toda la creación". En:
http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/22794.php?index=22794&po_date=18.10.2008&lang=sp En castellano: http://www.vatican.va/news_services/press/sinodo/documents/bollettino_22_xii-ordinaria-2008/04_spagnolo/b30_04.html
[50] La presentación que el Magisterio de la Iglesia hace de la condición humana, de la “persona humana”, puede verse sintéticamente en la Constitución GS del Conc. Vat. II: “Primera parte: La Iglesia y la vocación del hombre: Capítulo I. La dignidad de la persona humana”, especialmente, el n. 14 al que se ha titulado “constitución del hombre”, en el que se recogen elementos mencionados en nuestro párrafo.
[51] BENEDICTO XVI: Carta encíclica Deus caritas est del 25 de diciembre de 2005, n. 13, en: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est_sp.html
[52] “Los pastores de almas están obligados a procurar que la propia comunidad eclesiástica preste a los fieles asistencia para que el estado matrimonial se mantenga en el espíritu cristiano y progrese hacia la perfección. Ante todo, se ha de prestar esta asistencia: […] 3° por una fructuosa celebración litúrgica del matrimonio, que ponga de manifiesto que los cónyuges se constituyen en signo del misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia y que participan de él”.
[53] Luis Francisco LADARIA, S. J.: artículo “antropología” en X. PIKAZA - N. SILANES (Dir.): Diccionario teológico: El Dios cristiano Secretariado Trinitario Salamanca 1992 78-79. Se ha de recordar que, al comienzo de su Pontificado, el Papa JUAN PABLO II trabajó durante casi cuatro años este tema en sus Audiencias o Catequesis de los miércoles en el Vaticano. En español pueden verse en el periódico L’OR de esos mismos años (1979 y siguientes), y, recogidos, en la obra en italiano, Uomo e donna lo creò (Citadella editrice 1984), y en Internet en http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/index_sp.htm Trabajaremos algunos de estos temas en el capítulo siguiente (pp. 865ss).
¿Puede correlacionarse esta condición sexuada del ser humano con los datos que trabajan la antropología cultural y la sociología, y, por ende, la historia, el derecho, la psicología, la bioética, etc.? ¿Qué tanto estos hechos repercuten, o deberían repercutir, en la acción que habrían de efectuar las mujeres en la actividad, a todo nivel, de la Iglesia? Tal es el intento del CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA al proponer un diálogo de alto nivel sobre el problema en el ámbito de su Asamblea Plenaria del 4 al 7 de febrero de 2015: “Las culturas femeninas: igualdad y diferencia”. La discusión se articula alrededor de cuatro temáticas, a saber: “Entre igualdad y diferencia: a la búsqueda de un equilibrio”; “la ‘generatividad’ como código simbólico”; “El cuerpo femenino: entre cultura y biología”; y “Las mujeres y la religión: ¿fuga o nuevas formas de participación en la vida de la Iglesia?”. El documento preparatorio de la asamblea puede verse (con el aviso del 2 de febrero) en: http://www.cultura.va/content/dam/cultura/docs/pdf/Traccia_es.pdf y http://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2015/02/02/0084/00181.html
[54] CONC. VAT. II: LG 48cd. Cf. LG 51b.




Notas finales


[i] “Los reyes de las grandes monarquías del Oriente Próximo eran considerados como dioses (el faraón egipcio, el rey de Akkad); como impuestos por los dioses a su pueblo (Babilonia); como descendientes de los dioses o recipiendarios de un carisma divino. Este último caso, probablemente, es el de la realeza micénica, según indican el testimonio de las tablillas, ciertos epítetos homéricos («semejante a los dioses», «descendiente de Zeus») y la historia del cetro de Agamenón (Homero, Ilíada, 11, 100 ss.). Si la realeza divina no está atestiguada en la Grecia clásica, es general, en cambio, el culto como héroe del fundador de una ciudad (ktistes) o del antepasado mítico de una tribu o fratría (eponymos). La concepción antropomórfica y dinámica de la divinidad se prestaba a la «divinización» de los gobernantes poderosos en vida, y los mitos de inmortalización o traslado al Olimpo de algunos seres humanos. Heracles (Hesíodo, Teogonía, 950 ss.; Píndaro, Nemeas, I, 61 ss.), Ganimedes (Hom., Riada, XX, 232), Ino (Hom., Odisea, XX, 232), a la creencia similar en un premio post mortem para los benefactores de un pueblo, como Licurgo (Heródoto, I, 65). El primer ejemplo griego de divinización es el de Lisandro en Samos (Plutarco, Lisandro 18=Duris, en Jacoby, Frag. Griech. Hist. II A, p. 157, n° 71, Ateneo XV, 696E); Agesilao, más modesto, se negó a la erección del templo que le ofrecían los tasios (Plutarco, Apotegmas de los Lacedemonios, Agesilao, 25 ss.); no así Filipo II de Macedonia a la construcción del suyo en Olimpia después de la batalla de Queronea (Pausanias, V, 20, 10). La práctica, consagrada por Alejandro Magno al hacerse proclamar hijo de Ammón por el oráculo líbico (Diodoro, XVII, 69 ss.; Arriano, Anabasis, III, 3, 4; Plutarco, Alex. 27), la continúan sus sucesores: Ptolomeo II funda un culto a Ptolomeo I y Berenice, para declararse dios, c. a. el 270 a. C., con su esposa Arsínoe. Ciertos epítetos cultuales, Soter, «salvador» (asignado a Antígono 1, Ptolomeo I, etc.) y Epí-phanes « (dios) manifiesto» (Antíoco IV) indican los rasgos divinos de la realeza en otras partes.” L. GIL FERNÁNDEZ: art. apoteosis, en: Gran Enciclopedia Rialp Humanidades y Ciencia Madrid Ediciones Rialp 1971 Última actualización 1991. En (consulta junio 2006): http://www.canalsocial.net/GER/ficha_GER.asp?id=12229&cat=varios
[ii] Concierne la declaración conciliar a la denominada “deificación” de Jesús, según la cual, él mismo habría llegado a ser “divinizado” por la resurrección. La postura más extrema parece haber sido la de Arrio (256-336), presbítero libio que trabajó en Baucalis, una de las nueve iglesias del Patriarcado de Alejandría (bajo el influjo de Filón). Afirmaba Arrio que “el Hijo no siempre ha existido (...), el mismo Logos de Dios ha sido creado de la nada, y hubo un tiempo en que no existía; no existía antes de ser hecho, y también El tuvo comienzo. El Logos no es verdadero Dios. Aunque sea llamado Dios, no es verdaderamente tal”.
“Arrio recibió apoyo y ataques. Para los simpatizantes, como para los origenistas, no se podía enseñar una comunicación formal (prolación) de la substancia del Padre al Hijo. Pero los arrianos tampoco querían hablar, como Orígenes, de un eterno ser engendrado del Hijo, para no llegar a dos principios divinos. Los adversarios se apoyan en este eterno ser engendrado, lo que no se puede investigar. El sínodo de Antioquía (324/25) es como la apertura del de Nicea con un símbolo claramente antiarriano: el Hijo no está hecho de la nada, sino es engendrado de manera incomprensible, como imagen adecuada del Padre. Todavía no aparecen los términos clásicos de consubstancial o de la substancia del Padre. Nicea, basándose en un símbolo de Palestina, añade frases antiarrianas: de la substancia del Padre, Dios de Dios, no creado, consubstancial (ομοουσιος) al Padre, etc. Para Atanasio, el canon de Nicea (DS 126) es el equivalente en anatematismo al ομοουσιος. Respecto a la discusión sobre la posible helenización del cristianismo en Nicea, actualmente se estaría de acuerdo en que el símbolo de Nicea sería interpretación auténtica de la tradición. Si usan términos no bíblicos es precisamente para defenderla. El consubstancial era para cerrar el paso a los arrianos y a su helenización. El interés era soteriológico: si Cristo no era Dios, no estábamos salvados (cf. Ad Afros, 9)”: Sergio ZAÑARTU, S. J.: “Historia del Dogma Trinitario hasta S. Agustín” Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Fue publicado en Teología y Vida XXXIII 1992 35-58. En (consulta junio 2006): http://www.uc.cl/facteo/MaterialSergioZanartu/2HistDogmAntigApuntes/HistDogmaIApuntes.pdf
Esa “deificación” que tan acérrimamente fue controvertida para el caso de Jesús (por las consecuencias que llevaba consigo), gustosísimamente fue acogida para el caso de los demás seres humanos (teleíosis, v. gr.), en virtud de la gracia redentora de Cristo, sobre todo por parte de los Padres de la Iglesia en Oriente. Dichas las cosas en presente, para ellos no se trataría sólo de una cierta “humanización”, sino de la verdadera conjunción y cooperación de Dios y el ser humano, de la gracia y la naturaleza-cultura humana, que, en nuestra perspectiva, hay que considerar – sin caer en el panteísmo – como una expresión de la relación permanente de Dios con toda su creación.
Con todo, también en Occidente encontramos esta línea de pensamiento – tan a propósito de la educación y de las Universidades que estamos tratando, aunque no circunscrita a ellas – en obras como la de San Benito de Nursia, Abad (480-547), como lo ha hecho notar el Papa BENEDICTO XVI: “San Gregorio Magno racconta anche, in questo libro dei Dialoghi, di molti miracoli compiuti dal Santo (San Benito), ed anche qui non vuole semplicemente raccontare qualche cosa di strano, ma dimostrare come Dio, ammonendo, aiutando e anche punendo, intervenga nelle concrete situazioni della vita dell’uomo. Vuole mostrare che Dio non è un’ipotesi lontana posta all’origine del mondo, ma è presente nella vita dell’uomo, di ogni uomo [...] In contrasto con una autorealizzazione facile ed egocentrica, oggi spesso esaltata, l’impegno primo ed irrinunciabile del discepolo di san Benedetto è la sincera ricerca di Dio (Regola 58,7) sulla via tracciata dal Cristo umile ed obbediente (5,13), all’amore del quale egli non deve anteporre alcunché (4,21; 72,11) e proprio così, nel servizio dell’altro, diventa uomo del servizio e della pace. Nell’esercizio dell’obbedienza posta in atto con una fede animata dall’amore (5,2), il monaco conquista l’umiltà (5,1), alla quale la Regola dedica un intero capitolo (7). In questo modo l’uomo diventa sempre più conforme a Cristo e raggiunge la vera autorealizzazione come creatura ad immagine e somiglianza di Dio [...]  Oggi l’Europa – uscita appena da un secolo profondamente ferito da due guerre mondiali e dopo il crollo delle grandi ideologie rivelatesi come tragiche utopie – è alla ricerca della propria identità. Per creare un’unità nuova e duratura, sono certo importanti gli strumenti politici, economici e giuridici, ma occorre anche suscitare un rinnovamento etico e spirituale che attinga alle radici cristiane del Continente, altrimenti non si può ricostruire l’Europa. Senza questa linfa vitale, l’uomo resta esposto al pericolo di soccombere all’antica tentazione di volersi redimere da sé – utopia che, in modi diversi, nell’Europa del Novecento ha causato, come ha rilevato il Papa Giovanni Paolo II, "un regresso senza precedenti nella tormentata storia dell’umanità" (Insegnamenti, XIII/1, 1990, p. 58). Cercando il vero progresso, ascoltiamo anche oggi la Regola di san Benedetto come una luce per il nostro cammino. Il grande monaco rimane un vero maestro alla cui scuola possiamo imparare l’arte di vivere l’umanesimo vero”: Audiencia general del 9 de abril de 2008, en: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/21951.php?index=21951&po_date=09.04.2008&lang=sp Las cursivas son mías.
Una aplicación de esta perspectiva a la educación puede verse en el texto de Graciela Beatriz HERNÁNDEZ DE LAMAS: La educación y la divinización del hombre, en (consulta abril 2008): http://members.fortunecity.es/mariabo/educacion_divinizacion.htm obtenida el 16 Mar 2008 19:27:29 GMT.
[iii] Las definiciones de la fe cristiana requieren que se precise su carácter evolutivo y progresivo, surgidas del desenvolvimiento de la reflexión de Obispos, teólogos y pueblo cristiano en general, algunas veces situados en perspectivas, si no opuestas, al menos diferentes. Tal ocurre, p. ej., con las decisiones de los Concilios de Éfeso y de Calcedonia. El de Éfeso (431: DS 250-268) – reunido especialmente para debatir las tesis de Nestorio (c. a. 386 – c. a. 451), quien había afirmado que Cristo era sólo un hombre en el que había habitado Dios, pero, estrictamente, no era Dios – “por un pequeño margen había condenado la herejía de Nestorio acerca de las dos personas en Cristo”. Cf. Javier PAREDES – Maximiliano BARRIO – Domingo RAMOS-LISSÓN – Luis SUÁREZ: Diccionario de los Papas y Concilios Editorial Ariel SA Barcelona1998 1ª 610-611. Esa expresión teológica, sin embargo, se ha mantenido por parte de sus seguidores, incluso hasta el día de hoy: primero, se divulgó ampliamente por Asia, llegando hasta la India, la China y los territorios de Siberia; hoy, existen grupos pertenecientes a esta Iglesia en Iraq (donde se denomina Iglesia Apostólica Siria), en Irán, India, China y, especialmente en Estados Unidos, a donde han llegado como migrantes de tales países.
El Concilio de Calcedonia (451: DS 300-305), por su parte, como hemos insistido desde el comienzo de esta investigación, es fundamental en nuestro contexto, método y propósito en razón del balance que logra establecer en la confesión de la fe en Cristo “verdadero Dios y verdadero hombre”. El Concilio, reunido por decreto y bajo el patrocinio de los emperadores Marciano y Valentiniano III, y aprobado por el Papa León Magno, se pronunció en contra de la herejía de Eutiques y los Monofisistas: “puesto que Nestorio totalmente dividió lo divino y lo humano en Cristo, de tal forma que pensó en la existencia de dos seres en Cristo, llegó a ser de la incumbencia de sus opositores enfatizar la unidad de Cristo y mostrar al hombre-Dios, no como dos seres sino como uno. Algunos de sus oponentes, en sus esfuerzos para mantener la unidad física de Cristo, sostuvieron que las dos naturalezas existentes en Él, la divina y la humana, estaban tan íntimamente unidas que llegaban a ser físicamente una, puesto que la naturaleza humana era completamente absorbida por la divina. Así resultaba un Cristo, no sólo con una sola personalidad sino también con una sola naturaleza. Después de la Encarnación, dijeron ellos, ninguna distinción podía hacerse en Cristo entre lo divino y lo humano […] Entre las cartas (que envió el Papa al Concilio), todas las cuales llevan la fecha 13 de Junio del 449, está una conocida como "Epístola Dogmática" de León I, en la cual explica el misterio de la Encarnación, con referencia especial a las preguntas elevadas por Eutiques. Así, él declaró que después de la Encarnación, que fue adecuada a cada naturaleza y substancia en Cristo, permanecieron intactas, ambas unidas a una única persona, de tal forma, que cada naturaleza actuaba de acuerdo con sus propias cualidades y características […] La más importante de todas las sesiones fue la quinta, ocurrida el 22 de Octubre; en ella los Obispos publicaron un decreto referente a la fe cristiana, que debía considerarse como un decreto dogmático específico del Cuarto Concilio General. Se designó una comisión especial, compuesta por los delegados papales, Anatolio de Constantinopla, Máximo de Antioquía, Juvenal de Jerusalén y otras personas, para redactar el credo o símbolo. Después, de nuevo aprobaron los decretos y símbolos del Concilio de Nicea (325), Constantinopla (381) y Éfeso (431), también como las enseñanzas de San Cirilo en contra de Nestorio y la epístola dogmática del Papa León I; el documento dice: «Enseñamos... a uno y el mismo Cristo, Hijo, Señor, el único engendrado, conocido en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación»”: Francis J. SCHAEFER: art. “Concilio de Calcedonia” en The Catholic Encyclopedia Robert Appleton Company 1907 Volume I, Online Edition Copyright © 1999 by Kevin Knight, en: http://www.enciclopediacatolica.com/c/concilcalcedon.htm Cf. Javier PAREDES – Maximiliano BARRIO – Domingo RAMOS-LISSÓN – Luis SUÁREZ: Diccionario de los Papas y Concilios Editorial Ariel SA Barcelona1998 1ª 611-612.
Dos Concilios posteriores volvieron a tratar cuestiones conexas con las ya dilucidadas y definidas, sobre todo en relación con el monofisitismo (Constantinopla II, 553: DS 421-438) y el monotelismo (Constantinopla II o Trullano, 680-681: DS 550-559).

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