Capítulo IV
Continuación (II)
3. La kénosis del Siervo Jesús. La dimensión soteriológica de Jesucristo y el principio de seguimiento derivado de su misterio.
a.
Dos líneas en el NT resaltan la kénosis
1) La kénosis: caminar de Jesús en
la obediencia a la Verdad
2) La kénosis: camino de Jesús en
solidaridad humana
b.
La reflexión teológica sobre los efectos salvíficos de la encarnación kenótica
de Jesús
c.
El seguimiento de Jesús y su referencia a la búsqueda, conocimiento, adhesión y
mantenimiento de la Verdad sobre Dios, sobre su Iglesia y sobre el hombre
Continuación (II)
a.
Dos líneas en el NT resaltan la kénosis
1) La kénosis: caminar de Jesús en
la obediencia a la Verdad
1. Se
ha resaltado en el parágrafo anterior que Jesús de Nazaret era un hombre
auténtico, que nació de Madre humana (cf. supra, 1.b.3, p. 402;
1.f.5)b)45.b’’), p. 542ss.). Para sus contemporáneos (como la sección narrativa
lo evidencia y el Papa FRANCISCO lo resume en EG 197), no cabía la menor duda de que creció como los demás, que
conoció y experimentó lo que es ser hombre: sed, tristeza, alegría, amor, ira,
cansancio, dolor, el abandono de Dios, y, finalmente, la muerte – volveremos
sobre estos “existenciales” en el capítulo siguiente). Se trató de un hecho
aceptado pacíficamente e indiscutible, que sólo se vino a acentuar con carácter
apologético cuando el gnosticismo (cf. supra, 1.h.1)b)7, p. 596, nt. 1654)
comenzó a negarlo.
Por
eso, los escritos del NT no se interesaron por relatar pormenores de su
descripción física, por ejemplo, ni de sus estados de alma, salvo su
“obediencia”. Jesús les aparecía un hombre íntegro, completo, en actitudes
concretas con un sentido y una personalidad muy espirituales, pero subrayando
su “obediencia”.
Lucas,
a quien hemos seguido de cerca, no evitó mencionar las palabras que salieron de
la boca de Jesús en este sentido (cf. Lc
3-4; 2,49; 23,46, p. ej.). Pero también los otros evangelistas lo veían no sólo
en oración sino obediente (cf. p. ej., Mc
14,36 y sus par.).
2. De
igual modo San Pablo, cuando quiso resumir toda la existencia de Jesús, no dudó
en emplear una palabra: “obediencia” (Flp
2,8), siempre contraponiéndola al camino[1] que había optado Adán (cf. Rm 5,9). De la misma forma procedió el
autor de la carta a los Hebreos (4,15; 5,7.9).
Para
Pablo fue sobre todo en la Cruz en donde se manifestó la divinidad de Jesús. En
ella, además, se reveló definitivamente el proyecto escatológico de Dios.
Quizás es el texto de la carta a los Filipenses
en donde mejor llegó él a expresar esa percepción. El denominado “himno”[2] (Flp 2,2), ya transcrito,
describe cómo el mismo que “tomó carne” “murió en la Cruz” como un siervo, y es
el mismo que “tiene condición divina”: es Dios el único que puede entregarse
todo, sin dejar de ser todo Él: es tan libre y tan soberano que se entrega sin
acabarse, sin perderse. Su poder se manifiesta ¡en la debilidad del siervo!, y
en su muerte se manifiesta ¡“la vida de Dios”! Se trata de una realidad
dinámica, difícil de incorporar en nuestras vidas: “Él se ha hecho pobre para
que nosotros seamos ricos” (2 Co
8,9). Son toda una serie de contradicciones o paradojas que se originarán de
esta experiencia: pobreza-riqueza, tomar la cruz y seguirle, perder la vida
para ganarla…
Pablo
no podía comprender el misterio de Cristo y participar a otros el alcance de su
nueva penetración sobre Dios, sin apuntar también, ineludiblemente, al efecto
que tal condición tenía en todos los seres humanos y en la perspicacia que
lograba acerca de lo que sería una “calidad de vida” típica y propia de ellos:
la necesidad de transformar la propia vida, de modo que las debilidades,
limitaciones y pobrezas llegaran a ser, como lo fueron para el propio Jesús,
sus mayores riquezas. Como Dios se entregó en su amor por nosotros, como ha
entregado a su propio Hijo por nosotros hasta la Cruz, así también la Iglesia
es signo histórico de esa permanente Encarnación kenótica del Hijo de Dios
cuando lo sigue en su abajamiento, cuando ama, cuando sirve, cuando se entrega[i]
3. Para
San Juan el “ser divino” de Jesús se manifiesta también ¡en su obediencia! Pero
su manera de proceder es diversa. Como se ha podido ver, para él fue fundamental
haber descubierto en Jesús a Aquel que en todo “hizo la voluntad del Padre”:
toda la vida de Jesús – llama la atención a cada instante sobre este punto – se
caracterizó por ese “hacer la voluntad del Padre”: ese era, amorosamente, “su
alimento” (Jn 4,34). Al mismo tiempo,
sin embargo, implícitamente estaba afirmando que Jesús no es el Padre, que son
distintos: sólo Él es el Hijo encarnado, y precisamente en cuanto tal, llegando
en su kénosis hasta la Cruz, ha recibido ser Él – puede ser Él, al menos en la
historia de la salvación que conocemos – el verdadero “Juez”, como el mismo
Juan argumenta, recordando las palabras de Jesús: “Así como el Padre dispone de
la Vida, del mismo modo ha concedido a su Hijo disponer de ella, y le dio
autoridad para juzgar porque él es el
Hijo del hombre” (cf. Jn 5,17-30, en especial v. 27 citado).
En
consecuencia, no se refería sólo a una actitud individual que había de realizarse por parte de él mismo, o de cada
cual, según comprendieron los primeros cristianos. No. Había de ser también la
actitud colectiva de todos los discípulos con él, en su unidad y en su
formación de comunidad, en el momento en que expresan sus relaciones
yo-tu-nosotros (cf. Jn 10,30).
4. De
esta manera, cuando el NT llega a hacer profesión de este amor de Dios revelado
en Cristo definitivamente, está afirmando que la plenitud del ser de Dios es su
amor, y que sólo en el amor de Dios se abren para el ser humano los insondables
y nunca abarcables horizontes de su salvación.
Cuando
mencionamos la “obediencia” de Jesús como característica de su manera de
“hacerse hombre” y de “vivir” el Hijo de Dios, no estamos diciendo, sin
embargo, otra cosa distinta a que Jesús era inteligente y libre, es decir,
poseía para sí toda la dimensión espiritual de su ser (“sui compos”). O, en otros términos, que
Dios no salva a la humanidad pasando por encima de ella, sino metiéndose en
ella, con ella, libremente, para que, de esa manera, la humanidad dé un sí a
Dios.
Esta
comprensión, sin embargo, no fue adecuadamente lograda por una corriente que
apareció en los primeros siglos de la historia de la Iglesia. Nos referimos al
“apolinarismo” cristológico, que rechazaba la posibilidad de que Jesús tuviera
un alma humana. Según ellos, el Lógos
sólo había tomado un cuerpo humano, porque, en su concepto, no pueden llegar a
unirse una naturaleza divina y otra humana. Más aún, si Jesús hubiera tenido
alma humana, habría sido un pecador.
Las
reacciones de Orígenes y San Agustín, inicialmente, y de Santo Tomás de Aquino
después, condujeron a que no se considerara a la humanidad personal de Jesús
como “cerrada” sobre sí misma, sino como “abierta a lo infinito y a lo
absoluto”. Pues así es constitutivamente el hombre: un ser abierto; y, por lo
tanto, si Jesús es “verdadero” ser humano, no puede ser de otra manera.
Contrasta esta concepción del ser humano, por supuesto, con las visiones que
consideran que, para que el ser humano sea “libre”, es necesario que Dios no
exista: aceptarlo es “alienarse”[3]. También tendremos que volver
sobre este aspecto del ser humano, al que contribuyó a revelar la cristología,
en el capítulo siguiente.
2) La kénosis: camino de Jesús en
solidaridad humana
5. Nos
preguntamos, entonces, sobre todo en el caso de los seres humanos, ¿de qué
manera, bajo qué características, cómo se ha realizado esta obra de la
encarnación del Hijo de Dios? Podemos responder a esto desde dos perspectivas,
igualmente indisociables la una de la otra.
a') Los
autores neotestamentarios no dudaron en acentuar los sentidos salvíficos de su
ser verdadero hombre. Así, insisten en afirmar que en Jesús y gracias a él,
Dios se ha manifestado y ha actuado de forma histórica y definitiva, pero, de
igual modo, de una manera escatológica, pues “Dios ha reconciliado consigo en
su Hijo… todas las cosas” (2 Co
5,18). La salvación viene del Crucificado, no de los crucificadores. A cada ser
humano, en consecuencia, ha llegado esta reconciliación con Dios en la persona
de Jesús y se le ofrece de modo que a cada uno pueda decidirse personalmente
por Él (cf. Lc 12,8s).
Ahora
bien, “Jesús” no es sólo un “ser genérico”. Si algo puede llamar la atención a
ciertos observadores es, precisamente, esto. Y si la salvación se realizó en la
realidad de la persona concreta, individualizada, de Jesús, nuestra suerte
eterna está también pendiente de nuestra opción y decisión por él. Tanto ayer
como hoy esto suscita escándalo[ii].
En
otros momentos nos hemos referido al kerygma
pascual (cf. 1, p. 382; 1.f.4)a)14.1°c’), p. 507; 1.h.1)2, p. 590; 2.a.5,
p. 615). Pues bien, desde el comienzo mismo de la predicación eclesial se
afirmó ese aspecto de la personalidad concreta de Jesús al identificar al
Resucitado con el Crucificado. La decisión que Jesús exigía antes de la Pascua
es asumida por la proclamación de la fe post-pascual. En otros términos, no se
podía dejar la cruz como algo marginal, y, por ende, su dimensión corporal. La
decisión de los discípulos había de ser una decisión por el Cristo total,
humano y al mismo tiempo salvador y Dios.
Los
autores de los Evangelios no podían obrar de otra manera. Muestran ellos, cada
uno a su manera y con sus propios énfasis e intencionalidades, sin duda, pero
todos mediante una forma narrativa, la historia de Jesús. No se trató de una
narración creada, ni aún siquiera transformada exclusivamente por su
experiencia post-pascual, sino poseedora de auténticos elementos pre-pascuales,
es decir, de sucesos que fueron ejecutados por Jesús de Nazaret y que se
manifiestan en pro de él mismo. San Juan lo subraya específicamente cuando
afirma que el “Lógos se hizo carne y
puso su morada entre nosotros” (1,14). Se ha considerado el tema a su debido
tiempo, al momento de tratar el tema de la “carne”, (cf. supra, 2.a.5, p.
615; 2.a.6, p. 616; 2.a.7, p. 616s; 2.a.2)B)a)1°)17, p. 625ss; 2.a.2)B)a)2°)21,
p. 628ss; 2.b.1)3, p. 645s; 2.b.2)8, p. 650s), así como tendremos que volver
aún sobre él (cf. infra, 2.c.1)a)2, p. 659; 2.d.1)a)4, p. 681). Así, pues,
cuando los evangelistas nos cuentan acerca de Jesús se trata de Jesús el hombre
total, inclusive, bajo el punto de vista de su pobreza, de su caducidad, de su
cotidianidad. Es la afirmación rotunda de que la Palabra entró, se “sumergió”,
totalmente en nuestra humanidad, ¡hasta el fracaso!
Aún
más: no se afirma que “Dios se ha hecho humanidad”
genérica, sino que “Dios se ha hecho hombre”, “tal hombre”, “Jesús de Nazaret”.
Al obrar así, el NT desacraliza en cierta forma el pensamiento griego y el
pensamiento de todas las épocas y culturas: es, en realidad, la efectiva relativización del hombre[4]. No
es la humanidad que se ha hecho Dios, sino que es por querer de Dios que el
Hijo se ha hecho hombre, ese hombre, no “humanidad”. Más aún, no se trata de
una “humanidad de hombre superada”:
la salvación depende de un hombre concreto. Hoy esa salvación llega a los
hombres por medio, también, de mujeres y hombres concretos. Ayer como hoy se
produce este escándalo.
En
efecto, las gnosis de las diversas épocas[5] han tratado de reducir esta dimensión escandalosa de la
encarnación y de la Cruz pero, para la mujer y el hombre de fe, profundamente
“razonable”. San Pablo, por ejemplo, luego de haber señalado que la Cruz era
una “locura” para los “griegos” y un “escándalo” para los “judíos”, había
mostrado que ella encierra una “razonabilidad” que sólo la fe es capaz de
captar (cf. 1 Co 1,18; véase la nt.
final cxcvi), y en razón de ello aprovecha también para revirar contra los que
se denominaban sin autenticidad los “espirituales” (cf. 1 Co 2,12-3,4; Ga 6,1, cf. 3,1-5). San Juan, por su parte,
tanto en su Evangelio (3,16) como en sus Cartas (cf. 2 Jn 7; 1 Jn 4,9), había
señalado que se trataba de una lucha contra los “seductores” que no confiesan
que Jesús ha venido en la carne, es decir, que le niegan su existencia
histórica.
b')
Pero, por otra parte, ya se ha constatado a lo largo de la sección narrativa
que el “título” que Jesús, según Lc, se atribuía a sí mismo era el de
“hijo del Hombre” (cf. 1.b.9, p. 412; 1.b.10, p. 414; 1.d.A.f), p. 440;
1.f.1)5, p. 489; 1.f.4)a)1°)a’), p. 498; 1.f.4)d)a’), p. 530; 1.f.5)b)b’’), p.
542; p. 531, nt. 1414s; 1.g.3)13.1ª), p. 581).
Ahora
bien, si observamos no sólo sus actitudes, sino el contexto mismo en el que Él
se proyectaba, las similitudes, y también las especificidades, quedan en
evidencia. Efectivamente – y ello no es característica exclusiva de Israel sino
de todos los pueblos de Oriente en la antigüedad – el ser humano no se
encuentra ante Dios en solitario, como un individuo aislado, sino como un ser
social. Y esta condición social es descrita, para todos sus efectos, tanto
cuando se la examina, en el caso de Israel, en relación con el pecado, como
cuando se la examina en referencia a la redención. Para lo uno, como para lo
otro, el ser humano es partícipe de una comunidad, está insertado en una
comunidad.
A causa
de esta solidaridad, se considera, entonces, al pecador como un verdadero
peligro social. Por eso, en todas las religiones antiguas se asume como modo de
proceder oficial la “exclusión”, un “marcar” al pecador para que no perjudique
a la comunidad.
Pero,
de igual modo, existían – y lo hemos podido observar en Israel – actos de
expiación por los pecados, unos actos que se efectúan en lugar de los pecados,
para obtener el perdón de los mismos. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el
“macho cabrío” (cf. Lv 16,20ss), que
le obtiene el perdón de los pecados al pueblo.
Con el
paso del tiempo, los profetas profundizaron en el sentido expiatorio del culto,
condenando una expiación que fuera puramente cultual pero que estuviera
desprovista de una conversión interior. Aparece, entonces, la importancia y el
valor de una actividad caritativa, del sufrimiento, e, incluso, de la muerte,
para expiar los pecados.
En los
libros de los Macabeos este sentido
expiatorio adquiere un sentido “vicario” y “mediador” (e. d., “el que hace las
veces de”) del sufrimiento y de la muerte de los justos, quienes no sólo
justifican sus pecados propios sino también los de los demás.
Pero
es, sobre todo, en el “Cuarto Canto del Siervo”, en Is 52,13-53,12, en donde más se expresa esta comprensión del
sufrimiento “vicario”. Es cierto que el texto no permite hacer una
identificación plena del “Siervo” en el contexto del AT, es decir, el Judaísmo
no lo ha identificado con el Mesías (gr.: “Cristo). Pero, visto desde la
perspectiva tempranamente cristiana, la identificación fue ya plena. Pero,
¿Jesús se consideró y/o se llamó a sí mismo así?
Lo
mínimo que se debe afirmar es que Jesús siempre se presentó como el “servidor
de todos”, como se ha visto antes en sí mismo y en sus relaciones, en toda su
magnitud (cf. el servicio referido a Jesús y a sus palabras: 1.a.3.e), p. 392;
1.b.7, p. 406; 1.b.10, p. 413; 1.c.1, p. 416; 1.c.4, p. 424; 1.d.A.b), p.
433ss; 1.d.B.k), p. 448; 1.d.B.concl., p. 455ss; 1.e.4.a), p. 474s; 1.f.1)6, p.
490; 1.f.4)a)12, p. 495ss; 1.f.4)b)a’), p. 512; 1.f.4)d)21, p. 519;
1.f.4)d)22ss, p. 521s; en relación con la existencia de esta experiencia en
otros pueblos, en sus políticas o como esclavitud, 1.a.2, p. 387; 1.d.1, p.
427ss; 1.g.4, p. 555; en la relación con Yahwéh, 1.f.3)9, p. 492; en relación
con el ministerio apostólico, 1.e.4, p. 471; en cuanto función, 1.f.4)d)21, p.
519, y en cuanto función cultual, 1.g.1), p. 563; en cuanto un instrumento o a
una acción, 1.f.4)b)19.c’), p. 513; y en cuanto al mérito del mismo, 1.g.3)2ª,
p. 575). Jesús mismo lo hizo en esta clave soteriológica, según afirma el texto
lucano al presentarnos como en una visión retrospectiva “pascual” la conciencia
de Jesús sobre su persona y su misión: “Y comenzando por Moisés y continuando
con todos los profetas, les interpretó en todas las Escrituras lo que se
refería a él” (cf. 24,13-35). Así mismo, la comunidad primitiva, cuando
pretendió expresar el sentido fundamental que Jesús quiso darle a su vida y a
su obra, lo afirmó con una expresión que se volvió característica: “por
nosotros”, “por todos los hombres”. Este “por” (en gr. = υπέρ) se encuentra en
los textos y tradiciones más antiguas, como en 1 Co 15,3-5, que recoge la tradición anterior a San Pablo (“murió
por nuestros pecados”); o en 1 Co
11,24 que se ha también mencionado ya: “el cuerpo que se da por vosotros”; y,
definitivamente, el texto de Mc
10,45b, “el Hijo del hombre vino para servir… y dar su vida en rescate por
muchos”.
Señalan
los expertos que el sentido de υπέρ es triple y complementario: “a causa de”
(nosotros), “para (nuestro) bien” o “a favor (nuestro)”, y “en lugar”
(nuestro). Pero es San Pablo quien profundizó más en ese momento: en 2 Co 8,9, señaló cómo en Jesús se
realizó un verdadero intercambio, una reorientación de la realidad a favor
nuestro. Y en Flp 2,1ss insiste en
ese dinamismo “siendo rico… se hizo por nosotros pobre”, es decir, acentúa el
carácter simultáneamente libre y solidario del proceder del que se ha
Encarnado: “tomó la forma de siervo”, y, en la cruz, fue “el hombre más
humilde”, desarrollando la más profunda kénosis. ¡No se realiza la salvación, pues, por el
camino de la propia auto-afirmación! Y se devela, así, una de las claves más
conspicuas de la definición del ser humano y de su acción en el mundo.
La
carta a los Hebreos no desarrolla
otro pensamiento diferente: Jesús es el “sumo sacerdote que se compadece de
nuestras flaquezas” (4,15); el que, “en lugar del gozo, soportó la cruz”
(12,2).[6]
Y los
Sinópticos, así mismo, insisten en esta “solidaridad libre” del Hijo del
Hombre, desde su vida oculta en Nazaret, pasando por los relatos acerca de su
“pobreza”, y llegando hasta la cruz. En todos ellos nos presentan a Jesús como
“pobre entre los pobres”: el que tuvo compasión con las necesidades de los
demás (cf. Mc 6,34).
En
todos los casos, pues, Jesús no aparece como una especie de “mónada”, que se
autoabastece a sí misma, ni como alguien que no se relaciona con los demás,
como una especie de “hipóstasis” de “persona” en su incomunicabilidad. Todo lo
contrario, es un “ser-para-los-demás”, el ser desprendido de sí mismo y un don
constante. Por eso, es el ser solidario por excelencia. Solidaridad que él expresa,
en lo concreto de su vida y destino, mediante su obediencia ante Dios y por su
sacrificio como don hasta la muerte.
Esta
solidaridad en la Escritura tiene un sentido “universal”: “por todos”. Y el NT
lo expresa de una doble manera: a) comparando a Jesús no con Abraham sino con
Adán[7], como un servicio que concierne
no sólo a quienes creen en Dios sino a toda la humanidad; y b) como una
existencia “vicaria” en la que lleva sobre sí, en la que asume sobre sí, el
pecado de todos: en su muerte, mata el pecado, la injusticia, la mentira.
De esta
forma, con su muerte, Jesús es el origen, el primero y la fuente de una
“humanidad nueva”, en la que opera la salvación y la vida reconciliada, al
mismo tiempo, con el hombre y con Dios. Y por eso, encontravía de las
intenciones y acciones que se proponen considerar al pecador como ese
“antisocial”, como alguien a quien se debe excluir de la vida social, la
perspectiva que aporta la kénosis de Jesús es todo lo contrario, de buscarlo,
de querer reintegrarlo, de reconocerlo en su imperdible dignidad y proyecto de
Dios.
6. Otro
aspecto que debemos considerar al examinar la cuestión de “cómo” se hizo hombre
el Hijo de Dios, y de cómo realizó él la “salvación”, tiene que ver con lo que
se ha encontrado, igualmente, en la cristología narrativa, sobre todo cuando lo
llamaban “Maestro” (cf. 1.d.1, p. 427ss).
Se ha
de observar que, como decíamos entonces, Lucas designa a Jesús preferentemente Epista,tej o aún Dida,skaloj, como en (7,40; 5,21), por su
renuencia a llamarlo, como a los “juristas y escribas” (“Rab” o “Rabbi”). Y el
efecto de sus palabras en quienes lo oyen, cuando actúa en este sentido, es
“causar maravilla”, “maravillarse” y “sorprenderse” (θαυμάζειν). Reacción que
no sólo llegan a tener los cercanos de su familia (4,39; 9,43) y las personas
del común que lo escuchan o le ven hacer sus signos (4,22; 11,4; 8,25.43),
sino, inclusive, sus antagonistas, los escribas y sumos sacerdotes (20,36).
Más
aún, el hecho mismo de su anonadamiento voluntario (cf. Flp 2,7) recalca no sólo de qué manera se hizo hombre el Hijo de
Dios, sino también la finalidad misma de la encarnación, pues “habiéndose hecho
pobre (“re et spiritu”, cf. c. 600)
nos enriqueció con su pobreza” (2 Co
8,9). La muerte misma de Jesús es, por tanto, el paso o momento último de este
anonadamiento voluntario, pues él murió porque,
siendo rico, se había hecho pobre.
Examinemos el texto del “himno” destacando algunos de sus detalles:
7. Los
vv. 6 a 11 de Flp 2[8], recogen “un himno a Cristo
para ayudar a la humildad comunitaria”. Su esquema posee estos elementos: - una
descripción de los rasgos de Dios que se hacen manifiestos en Jesús (v. 6a), y
que encuentran íntimas relaciones con otros textos bíblicos del AT (Gn 1,26) y del NT (Col 1,15; Hb 1,3; Jn 14,9); - la actitud de Jesús (v. 7),
expresada por acciones concretas, mediante las cuales él se decidió por Dios,
no imitando en ello a los primeros padres y a sus descendientes (cf. Gn 3,5), y renunciando, además, a ser
tratado como Dios, “vaciándose a sí mismo” (cf. Is 52,13) y viviendo como esclavo ante Dios, como un hombre
cualquiera, hasta sus últimas consecuencias: hasta experimentar la muerte (cf. Hb 5,8); - pero al abajamiento – y a la
entrega total y confiada en las manos del Padre – lo sucede la exaltación (v.
11): el AT (cf. Is 52,12) y el NT
(cf. He 2,36) también dan fe de ello.
En
efecto, podemos resaltar que se trató de un doble abajamiento: de ser “Dios”,
se hizo hombre” mediante la encarnación, pero siendo “hombre”, llegó hasta la
humillación de la muerte. Asumir la humanidad “hasta el fondo”, es un
movimiento de solidaridad de Cristo que nos enriquece, ese es el contenido que
Pablo quiere destacar al transmitirles a los Filipenses ese himno litúrgico, ya
existente en las comunidades cristianas. La Cruz es la manifestación y la
representación, les dice, de cuánto ha calado el sufrimiento el corazón del
Padre al tocar la intimidad mayor de su Hijo. Y si al momento de la muerte lo
acompañó un gran silencio del Padre, pareciendo que el mal se impone sobre la
entrega confiada, fiel y amorosa del Hijo al Padre y a su Reino, también su
exaltación manifiesta que nuestra humanidad, que ha sido consagrada y elevada,
ha sido capacitada para vencer en una historia en la que campeaba el pecado. La
Iglesia, entonces, es la comunión de aquellos que están ejercitando esta misma
capacidad para desarraigar el mal y el pecado en todas sus expresiones, de sí
mismos y de todos los ámbitos, niveles y formas comoquiera se manifiesten, y
muy especialmente mediante su servicio al dolor del mundo.
Esta
cercanía de Jesús con las expresiones más agudas del mal y del pecado en el
hombre, con su culpa y su dolor, compartiendo con todos esas manifestaciones de
la libertad humana, origina otro tipo de “fraternidad”, ya no, como afirmábamos
de la encarnación, nacida “por lo alto” (del ser el Hijo que nos hace hijos),
sino, “por lo bajo”: es la solidaridad que se origina en su participación en
nuestros abismos de decadencia y caída. Así, cargó Jesús las culpas de toda la
raza humana y se levantó como cabeza de toda ella. Su vida, pero especialmente
su muerte, tenían un carácter salvífico, pues no sólo su sacrificio había
redimido a todos definitivamente de sus pecados (cf. 1 Co 11,25: primera tradición eucarística), sino que los había
vuelto a la comunión con Dios y los había reconciliado con Él (cf. Mt 26,28: segunda tradición eucarística) [9].
De otra
parte, la vida y especialmente la Cruz de Jesús hacen ostensible el ejercicio
de su libertad y responsabilidad. No se puede construir realmente la historia
sin ellas, no se construye auténtica comunidad sin ellas, en medio de las
condiciones mudables y complejas.
8. Para
expresar de manera sintética, profunda y precisa algunos de los aspectos aquí
considerados citemos nuevamente a Hans Urs VON BALTHASAR:
“[…] se convierte Cristo en
manjar oferencial para todos… y todo ello no en razón de una arbitrariedad
genial, sino en razón de una tarea recibida (Jn 10,18)]. La unión indisoluble de la palabra y el hecho de la
pasión remite a un comitente, que sólo puede ponerse en duda en la medida en
que se formulan sospechas de exaltación (o más claro, de locura) en el
comisionado; contra lo cual, sin embargo, hablan el tono – dentro del marco de
la palabra –, la conducta y la ausencia de una exaltación dionisíaca. Cuando
habla de su auto-donación, jamás emplea Cristo el tono propio de un eros
extático, sino que utiliza siempre palabras sencillas que hacen alusión a la
obediencia; y sin sustraerse a la responsabilidad, pone la iniciativa total y
la última responsabilidad (junto con la gloria por la sobreabundancia del plan)
en manos del Padre. Identificándose obedientemente con la tarea es él mismo la
tarea personificada y, por lo tanto, en la auto-anulación propia del «siervo de
Dios», es la manifestación de su amor eterno al mundo, aunque, a la vez, es
también la manifestación de su majestad eterna y de su realeza, que se revelan
precisamente y del modo más irrevocable en la última humillación del siervo
(«Tú dices que yo soy rey»: Jn
18,37).
“Pero si la realeza del Dios
que se revela como amor aparece en la humillación obediencial del Hijo del
Padre, quiérese decir que esa obediencia es amor; cierto que es protoimagen de
la conducta amorosa de la criatura ante la majestad de Dios, pero además y en
un plano muy superior, es manifestación originaria de la misma conducta amorosa
de Dios. Precisamente en la kénosis de Cristo (y sólo ahí) aparece el íntimo misterio de amor de Dios, que en
sí mismo «es amor» (1 Jn 4,8) y que,
por eso es «trino»…”[10]
Y de la
misma manera que “Dios amó tanto al mundo”, en su conjunto, “que le entregó a
su Hijo”, así también cuantos llegan a reconocer ese amor de Dios sólo deben
pretender salvarse con sus semejantes, y no renunciar a la parte que les
corresponde en los padecimientos que les toque sufrir en beneficio de todos.
Deben obrar con esperanza cristiana, es decir, como esperanza en la salvación
de todos los hombres. Y esto nos proporciona otra clave para comprender el
sentido y el contenido de una “calidad de vida” humana.
b.
La reflexión teológica sobre los efectos salvíficos de la encarnación kenótica
de Jesús
9. En
efecto, el que salva no es sólo Salvador de la humanidad sino Salvador del
mundo, ya que él, desde el principio, ha venido obrando en y con toda su
creación. Lo hemos ido observando en sus diversos aspectos a lo largo de esta
investigación. Como decíamos, ya Israel traía en su tradición religiosa, que
había venido depurando, la fuerte expectativa mesiánica de su salvación – y la
de todos los pueblos –. Los primeros cristianos, en ese contexto, asumieron en
el anuncio del kerygma, a la luz del misterio de Cristo, y, muy especialmente
por la manera como se produjo su encarnación, en la forma kenótica que estamos
examinando, esa dimensión soteriológica
de la obra del Hijo hecho hombre. De esta manera, debemos volver ahora sobre el
texto de Lucas para observar en su elaboración personal de qué manera él,
mediante una composición (poética), no sólo expuso los hechos relativos a Jesús
como Salvador, sino que mediante ese himno tematizó dicha característica
central de la fe y en brillante síntesis nos lo dejó como testimonio de la
percepción que había adquirido la primera generación cristiana sobre el alcance
de la salvación obrada por Cristo:
Lo
primero que se ha de notar con los exegetas es que, por supuesto, este himno,
el “Benedictus”, que es postpascual,
complementó un texto previo, más breve, como lo deja traslucir la expresión del
v. 67, el cual se refiere al “Espíritu Santo” que hace “profetizar” a algunos
personajes (cf. Mc 12,36 y el Sal 110). Esta profecía se refiere,
entonces, precisamente, a la “salvación”, pero expresa el contenido cristiano
de la misma.
Así
mismo, el himno, aunque habla de un suceso del pasado, mira, más bien, al
futuro: “Dios ha visitado y redimido a su pueblo” es una expresión que
trata de una salvación que está asegurada, porque Dios es un Dios que escucha
(cf. Mc 11,24).
Ahora
bien, por cuanto se ha venido observando, llama la atención que el texto, más
que a una “salvación” a secas, se refiere a una “fuerza de salvación” o a una
“fuerza salvadora” (“cuerno de salvación”, dice el texto griego, en el v. 69[11]: cf. 1 Sm 2,10 y la
espera del Mesías, Ez 29,21), que se hace a la manera de una “visita”[12] por parte de Dios a los
hombres, y de una “redención”[13] (v. 68).
Dos
preguntas surgen de la lectura: primera, ¿a qué “fuerza salvadora”, o a quién
la personifique, se refiere el autor? Segunda: se trata de una salvación – dice
la perícopa – que, por parte de Dios, se da y se efectúa: pero, ¿interviene en
ella la persona humana? En este momento, por supuesto, en boca de Zacarías, el
autor no puede responder adecuadamente estos interrogantes, por razones del
desarrollo literario de su historia. Pero sí nos deja algunas indicaciones: en
relación con la primera, se refiere a alguien – o a algo – muy cercano al niño
por el cual él se regocija: Juan[14] (v. 76). Y nos referirá luego
de qué manera el mismo Jesús abordó la segunda y también muy delicada pregunta.
Para hacerlo, Lucas nos explica antes por qué esta “fuerza de salvación” recibe
sus características propias por parte de Dios:
a) v. 70: porque responde a una promesa hecha
desde antiguo (cf. el sentido profético que tiene, por ejemplo, Gn 3, 15 = protoevangelio);
b) v. 71: porque esta salvación es
“redención” y “libertad” de “nuestros enemigos” y de “los que nos odian”,
prácticamente haciéndolos equivaler, como en el Sal 105 (106), 10, que aludía a la liberación de Egipto. Podemos
preguntar: y en este caso, ¿a qué se refiere? ¿a quiénes se refiere? Un poco
más adelante lo resolverá;
c) v. 72: porque la “visita” y la “redención”
fueron prometidas a “nuestros padres” y han sido respondidas por la
“misericordia”, argumento fundamental (“estructura de revelación”) sobre el que
ya nos hemos detenido (cf. 1.b.8, p. 407ss; 2.d.2)6, p. 430): tema del “ya” de
la salvación, que reitera en varias ocasiones;
d) vv. 72-73: porque Dios obra “recordando su
santa alianza y el juramento[15]
que juró”: con Abraham y con los padres del actual Israel, Dios ha sido,
además, fiel;
e) v. 74: porque su visita y redención “El
Señor”, el “Dios de Israel”, las ha realizado “arrancándonos (rescatándonos) de
la mano de nuestros enemigos” – insiste: ¿cuáles? -. Entonces empieza Lucas a
resolver la gran pregunta: Dios-Salvador hace que “le podamos servir sin
temor”. Será el gran tema teológico de la liberación de todo tipo de
esclavitudes; y los enemigos, son en primer término, aquellos que nos ocasionan
o infunden temor para que no sirvamos al Dios fiel y misericordioso;
f) v. 75: porque, según el querer de Dios, la
vida de los hombres habría de transcurrir “en santidad y justicia todos
nuestros días”[16],
cada día;
g) v. 77: porque “anunciando a su pueblo la
salvación, el perdón de los pecados”, la promesa hecha desde antiguo se realiza
misericordiosa y fielmente, por parte del Dios y Señor de Israel, y ello ha
tenido lugar por medio de quien “perdone los pecados”[17];
h), finalmente, v. 78-79: porque se trata de
una misericordia “entrañable”[18],
que va más allá de Israel: será una “Luz” (un “Sol[19]
que nace de lo alto”, dice textualmente el pasaje) totalmente inédita y
original, que alcanza a irradiar a todos los que “se hallen en tinieblas y
sombras de muerte” (= pecado), y que sirve para “guiar nuestros pasos por el
camino de la paz[20]”
(= santidad y demás bienes que Dios quiere conceder a todos los hombres): tema
del “todavía no” de la salvación, que dará una condición de tensión
escatológica a todo el texto subsiguiente, no sólo ilustrándolo y
desarrollándolo teóricamente, sino mostrando sus comienzos seguros aunque
paulatinos. Es la “fuerza de salvación” que transforma, se irradia y dinamiza
desde dentro a los individuos y a sus colectividades a través de los tiempos y
espacios.
Así,
pues, el texto lucano resume la vida y obra de Cristo y nos precisa el efecto
de las mismas. El abajamiento de Jesús hasta la muerte, sus sufrimientos en
solidaridad con todos los seres humanos y ofrecidos por todos ellos, “nos
restablecen en el honor” – nos hacen, precisamente, “justos” – que el pecado y
el demonio habían ultrajado y difamado en nosotros, y en nosotros, a Dios[21].
c.
El seguimiento de Jesús y su referencia a la búsqueda, conocimiento, adhesión y
mantenimiento de la Verdad sobre Dios, sobre su Iglesia y sobre el hombre
10.
Nuestra historia humana recibe, entonces, el influjo de la kénosis de Jesús. Si
se miraran las cosas sólo desde una perspectiva de “resurrección” se podría
llegar a objetar que, debido al “entusiasmo” que origina la dimensión
“gloriosa” de la misma, que insiste con verdad en el “ser en Cristo”, se caería
en una pérdida de “realidad” por parte de todas las cosas, y las mismas vidas
humanas quedarían absorbidas por Dios “en” Cristo. Las consecuencias de ello se
han visto en la historia, especialmente en las propuestas que invitan a un “huir
e irse” del mundo (jansenismo) o al inmoralismo que olvida las relaciones
humanas y con la creación.
a) En
nuestro tiempo la atracción ha sobrevenido por parte de quienes han propuesto
la teoría de la influencia salvífica de Cristo como una fuerza histórica
irresistible, proveniente también de la resurrección, que impulsa, inclusive,
los esfuerzos revolucionarios[22].
La
kénosis, entonces, vuelve a ponernos de presente que la Pascua de Cristo tiene
dos tiempos: el de la resurrección, ciertamente, pero también el de la cruz. En
unidad profunda, sin duda, pero también la kénosis mantiene su debida y propia
importancia. La esperanza cristiana, por ejemplo, no puede omitir su referencia
a la cruz, pues ella es un ejercicio cotidiano de obediencia (cf. Rm 12,1ss).
b) “Ser
en Cristo” o “vivir en Cristo” significa que hemos sido “sepultados” con Cristo
para “resucitar con él”, en expresión de San Pablo (Rm 6,4s). Se trata, pues, de una referencia no a la “futura
resurrección”, sino a una realidad que debe estar desde ya continuamente
presente en la vida de los creyentes (cf. Ef
2,6; Col 3,10ss). La resurrección de
Cristo posee, pues, una intrínseca referencia al anonadamiento voluntario de
Jesús, del que no puede desprenderse, y, para los creyentes, que aceptan a
Jesús por la fe y por el bautismo, significa que su relación con él es mucho
más profunda que su reconocimiento como figura de la humanidad, pues se trata
de una real inserción en él:
participar de la muerte y resurrección de Cristo es una cuestión “vital”. A
esta situación del hombre San Pablo la denomina también con otros términos
(“justicia”, “redención”, “paz”, “perdón”), y tiene como consecuencia y
exigencia que el creyente queda comprometido a vivir cotidianamente este
proceso mediante el cual muere al pecado y resucita para vivir como Jesús, con
la capacitación que le da el Espíritu del Resucitado.
c) Esta
vida “nueva” que se obra en los seres humanos posee también otra consecuencia,
a nuestro juicio, igualmente importante.
Nos
referimos al tema de la “libertad”, un término que lleva consigo ambiguas
interpretaciones en su uso. Con todo, para San Pablo, en su tiempo, también ya
existían algunas de ellas, a las que se refiere en la mencionada carta a los Corintios. Los bautizados, por ejemplo,
se denominaban a sí mismos, los “libres” en cuanto “hijos de Dios”. Pablo
utiliza ese concepto, pero les corrige un poco su sentido en una doble
perspectiva:
En 1 Co 6,12 y en 10,23 expresa: “todo me
está permitido…” Se trata, en su concepto, de una libertad que se recibe de Cristo, el fundamento último de ella es
Jesús, el Cristo; no es, en consecuencia, una libertad que nos pertenece como
algo que uno posee suyo propio, o que se arrebata a alguien, sino una libertad
que es recibida como don, gracias a la liberación que ha sido obrada por Cristo
(cf. Ga 5,1.13). Por otra parte, ser
libre es, en realidad, “pertenecer a Cristo”, ser “suyo”, así como él pertenece
a Dios (1 Co 3,21.23; 6,13-22). En
resumidas cuentas, la libertad cristiana es ser “esclavo de Cristo”, al ser
liberado por él.
La
libertad cristiana es “libertad para el hermano”: no es una libertad que se da
para destruir sino para edificar al hermano, es decir, inclusive en sus
interrelaciones políticas y corporativas, creando y desplegando todas aquellas
actividades que promuevan su bien humano, en el que se incluye, entre otros, su
derecho básico al desarrollo. Siendo un asunto “individual” no es un asunto
“individualista”, tan lejano, como se ha visto, a la propia concepción judía de
salvación. Siendo un asunto “social”, no absorbe a la persona en una estructura
anónima, o en una masificación o en la manipulación por una determinada élite.
Por eso San Pablo señala: “… pero no todo es útil” (1 Co 6,12; 10,23). Es decir, la medida de la libertad cristiana es
el amor de Dios y el amor para con el hermano.
Esta
libertad, según el mismo Pablo, puede ser triplemente calificada: es libertad
liberada del pecado, de la muerte y de la ley.
Del
pecado, es decir, de toda imposición, sea ella interna o externa al sujeto.
Existen “poderes y potencias” que esclavizan a los hombres. En PLATÓN, por
ejemplo, eran el “cuerpo”, “la materia”, “los bienes materiales”, con el fin de
“liberar el espíritu”. Para la Escritura, en cambio, todo eso era considerado,
como vimos, “bienes de Dios”, sus “criaturas buenas”. Pero San Pablo no niega
que pueden también llegar a “esclavizar” al hombre cuando el hombre o la mujer
los consideran “su fin último”, en lugar de emplear y ejercitar altamente,
razonablemente, justamente, su dominio sobre esas realidades. En esta forma, el
empleo, la mirada y la forma de relacionarnos con las realidades es la que
puede resultar “pecaminosa”, porque hacen esclava a la persona. Por eso es
este, según San Pablo, el primer efecto de la cruz considerada en su
perspectiva de salvación cristiana: la liberación del pecado (cf. Rm 6,11), porque esta es la primera
condición necesaria para vivir como “hijos de Dios” (cf. Rm 6,18-23; Jn 8,31-36).
Hacer
presente esta condición de “hijos de Dios” en medio de la historia exige el
trabajo denodado por desarraigar todo lo que propicie o genere esclavitud y
muerte, mentira y falsedad, injusticia, odio y exclusión. Sólo entonces el ser
humano y la comunidad cristiana, aún en camino, llegan a ser, como Jesús,
“signos del Reino” presente y futuro, y, por lo tanto, expresión viva y creíble
de lo que el CIC señala, en particular en los cc. cc. 748 § 1; 809; 811 § 2 y 820.
La
libertad es liberada, en segundo lugar, de la muerte. Según San Pablo (Rm 6,23; 5,1ss), la muerte es el salario
del pecado. Pero la muerte no viene como una condenación “externa” al pecado,
sino que entra en el mismo movimiento del pecado, es su consecuencia. El pecado
busca “la vida”, pero en cosas pasajeras, en cosas fútiles, sin una
consistencia verdadera y permanente; por eso conducen a la muerte (cf. Rm 8,13; Ga 6,8). Esta muerte no está sólo al final de la vida, sin embargo.
Se encuentra presente en todos los momentos de la existencia, en las
enfermedades, en las angustias, en las aflicciones. El creyente, entonces, debe
también irse liberando incluso de la muerte mediante su entrega total a Cristo.
La “vida presente” no lo es todo. Aludiendo a este aspecto kenótico de su
existencia, San Pablo afirma: “¿Dónde está, muerte, tu aguijón?” (1 Co 15,55). El cristiano puede ver más
allá de la muerte porque está “en” Cristo.
La
“inmortalidad”[23] es, sin duda, uno de los
grandes dones salvíficos, una de las principales características divinas que
aporta el hecho de haber sido “creados en Cristo”, de que el Verbo haya asumido
nuestra humanidad y de que, después de su kénosis, nos haya alcanzado su
resurrección (cf. 2.a.1)9, p. 618; 2.a.2)A)14.3°), p. 623s; 2.a.2)C)29, p.
638). Efectivamente, la inmortalidad
es la expresión más radical de la participación de la existencia y de la
naturaleza divina por parte del hombre (y del cosmos) y manifiesta la absoluta
libertad de Dios y su capacidad de liberación.
En
tercero y último lugar, la salvación hace referencia a la liberación de la Ley
(cf. Rm 2,23). Nuevamente es San
Pablo quien explica cómo la ley es “santa”, es “justa”, es “buena” (Rm 7,12). Pero el oficio de esa ley era
llamar la atención sobre el pecado, mientras desarrolla en los hombres
“orgullo”. Por eso, aunque fue una “ayuda” que Dios dio, ha llegado a
constituirse en ocasión para desobedecerlo, creando una sensación, un clima de
“legalidad” que, en lugar de liberar, esclaviza al hombre. Con todo, es claro
para San Pablo que “no tener ley”, ser libres de ella, no es lo mismo que caer
en “libertinaje”, pues la ley sólo se supera gracias al amor, a la caridad, que
es la “plenitud de la ley” (Ga 5,13):
cuando se realiza el amor, se cumple la ley a plenitud, se va más allá de lo estricto
y de los mínimos que marcan generalmente las leyes. Aún en el caso de la ley
canónica sigue siendo válido este criterio general, si bien, como en el caso de
los cc. cc. 748 § 1; 809; 811 § 2 y 820
que estamos fundamentando, es bien claro que ellos, más que señalar mínimos,
marcan líneas concretas para la realización de máximos que se inspiren y
motiven en la realización en el amor. No se trata, pues, enseñaba Jesús y
explicaba Pablo, de conocer la doctrina y la ley para observar y medir cuan
lejos viven las personas de la verdad que se contiene en ellas, cuanto de
fascinarlas a todas, de encantarlas con la belleza del amor que en una y otra
se contienen, para seducirlas con el ofrecimiento de la libertad que nos da el
Evangelio (cf. Ga 4,31-5,1.13).
Nuevamente
aquí se hace ostensible que la libertad y responsabilidad de Jesús se
manifiesta en su “comunión de voluntad con Dios”, como se ha ido viendo a lo
largo del capítulo. Jesús en la Cruz se coloca en sustitución de la Ley antigua
y se constituye el punto nuevo de referencia para el ejercicio de la libertad
responsable para quienes le rodean, de modo que hicieran su propia y personal
opción. La libertad humana queda nuevamente confrontada a la mayor altura que
le es posible. Pero, así, se pone en lo más alto la clave para que todas las
instituciones sociales y políticas que esta libertad-responsabilidad humana se
dé a sí misma, sean espacios dignos para el ejercicio de unas auténticas
“libertades civiles” y de unos “derechos” consecuentes.
11. La
vida de Jesús aparece, entonces, plenamente humana. Y si bien era Dios, su
relación con el Padre no fue utilizada por él ni para rehuir ni para desdeñar
nada de lo humano, inclusive las consecuencias del pecado. Su encuentro con la
mentira, con la incoherencia, con la falsa apariencia humana, así como con el
poder que se escuda tras ellas, muestra y destaca, por el contrario, la
personalidad de un hombre libre que, sin embargo, es obediente a Dios, en una
actitud para con Él, filial y reverente, amorosa y confiada, que persevera
hasta el final, a pesar de los conflictos.
Jesús,
“el justo sufriente”, seguirá siendo, también, a través de los siglos, quien
mejor proclama la victoria de la justicia de Dios y el triunfo de la verdad,
así, desde la Cruz, siga denunciando la injusticia padecida en manos de los
injustos. Seguirá dando fuerzas a quienes se atrevan a denunciar las
injusticias y motivaciones a quienes quieran combatirlas, así el trabajo por
instaurar el “Reino de la verdad
y de la vida; el Reino de la santidad
y de la gracia; el Reino de la justicia, del amor y de la paz”[24] sea arduo y permanente. Cierto es que ya en
Jesús este Reino, como se ha visto, ha acontecido; pero esto tiene
consecuencias en orden a la humanidad entera: quien quiera seguir a Jesús, deberá caminar con Él en la tensión entre el
presente y el futuro, entre el silencio de Dios y la presencia del Reino, entre
las contradicciones actuales y la utopía de la Resurrección y de la
Recapitulación.
De ahí
que Jesús hubiera acentuado esta realidad al momento de hacer el llamamiento a
sus discípulos y de afirmarles que era necesario celebrar la Pascua, como él
mismo lo haría: “tomar la cruz y seguirle” (cf. Mt 16,24). Mucho se ha preguntado si acaso Jesús habría dejado
alguna “norma” en particular, y la respuesta puede encontrarse, precisamente,
aquí, en este texto, situado en el contexto de cuanto venimos examinando. La
vida cristiana posee, pues, esta invitación
como norma o canon fundamental que más que precisos o minuciosos protocolos,
es, ante todo, un horizonte y un punto de referencia explícito y seguro. Por
supuesto, también en su referencia a la búsqueda, encuentro, abrazo y
permanencia en la verdad, especialmente respecto de Dios y de la Iglesia. Es la
invitación a asociarse con Él en la
realización misma de la Verdad mediante un compromiso histórico y un proceso de
conversión permanente, conforme a lo que el Espíritu va suscitando a cada
momento en las personas, en sus comunidades y en sus instituciones.
“Convertirse” es, pues, “convertirse a Jesucristo”, seguir su caminar… hasta la
pascua.
De igual modo, Jesús invitaba a sus contemporáneos a “hacerse como niños” para “entrar en el Reino” (cf. Mt 18,2-4). Algunos creen que a lo que Jesús aludía era a que las personas debían adoptar y mantener comportamientos “infantiles” – por los abusos a los que eran, y son muchas veces aún, sometidos; por no tomar la vida tan “en serio”; etc. – , cuando es, precisamente, todo lo contrario. El Papa FRANCISCO, recordemos de paso, dedicó sus catequesis del 18 y del 25 de marzo de 2015, precisamente al tema de los niños.
Quiero destacar en especial “su capacidad de sorpresa”. Jesús, como se ha visto desde la sección narrativa, fue caracterizadamente una persona que ejercitó esa capacidad para sorprenderse ante la realidad del mundo y de las personas (cf. Mc 6,5-6). La pide, especialmente, para quienes quieran creer en él: no porque fuera un acto “absurdo” o la determinación por algo “contradictorio”, sino porque la fe implica el desarrollo de todas las capacidades de una persona, especialmente las intelectuales, deliberativas y decisionales, y la entrega plena de sí mismo a Dios. Desarrollar, pues, esta capacidad de sorpresa, tan válida y valiosa en el ámbito científico, contribuye enormemente a crear las condiciones para el nacimiento y el desarrollo de una fe personal, como la que pedía Jesús a sus seguidores (cf. Lc 17,5-6), - "la amistad personal con el Señor Jesús" como solía decir San Ignacio DE LOYOLA y lo recuerda el S. P. FRANCISCO - .
12. La kénosis de Cristo, en fin, si bien es
cierto que enfatiza diversos aspectos de la condición humana asumida por el
Siervo, inclusive su “abandono” por Dios, es un elemento que el NT ha querido
resaltar para insistir en su carácter histórico, cuando muchos comenzaban ya,
entonces, a dudar de él. Jesús de un modo libre asumió los condicionamientos
sociales y culturales propios de la existencia humana y que implican, como se
ha podido observar, esfuerzo, dudas, crecimiento, conflicto, e inclusive,
muerte.
Ha sido
ostensible, de igual modo, su búsqueda, encuentro, abrazo y mantenimiento de la
verdad, especialmente en lo que se refiere a Dios y a la comunidad que camina y
avanza en esos mismos procesos, especialmente destacando las características de
su entrega servicial y amorosa, pero al mismo tiempo, humilde y pobre, a
quienes sufren, en el camino hacia Dios, las consecuencias del pecado y el mal
en toda su amplitud. Su solidaridad con todas las víctimas multiformes del
pecado es fuente de fecundidad que se irradia en los hombres para que “vean”[25] con claridad todo lo que les
engaña y evita que se ubiquen en la mirada misma del Padre y en sintonía con el
amor y la sabiduría del Espíritu: el Reino es, con mucho, lo más valioso para
que el hombre y la mujer se construyan vital, provechosamente.
Finalmente,
la kénosis de Cristo nos ha resaltado que la historia humana se construye
gracias al ejercicio de una libertad responsable. Que así como el Padre no
intervino milagrosamente para “salvar” a su Hijo, para evitarle su sufrimiento
humano – ocasionado por los mismos hombres –, y por el contrario permitió que
Él sufriera con los hombres y por los hombres, no podemos tampoco los
demás seres humanos pensar que podemos o debemos
prescindir de ello; pero, que la solidaridad de Jesús con ese sufrimiento nos invita
a trabajar denodada e incansablemente, como él y con él, como buenos
“administradores”, por evitar ese sufrimiento, el dolor de Dios en el mundo.
Especialmente, cuando este sufrimiento proviene de acciones u omisiones,
conscientes o no, que lesionan su verdad fundamental respecto a nosotros, la
dignidad humana. Es precisamente a esto a lo que la Iglesia está llamada
siempre y en todo lugar (cf. c. 747 § 2, y cc. 210 y 1752).
La
kénosis, en los diversos aspectos que se ha examinado, nos remite, entonces, a
la Iglesia, a la nueva familia que se ha formado alrededor de Jesús, y que, en
últimas y como su característica esencial, se fundamenta en la confesión del
Mesías, del Cristo, el Hijo de Dios, Salvador del mundo. Ella testimonia el
contenido profético de que no es el poder mundano el que da origen a un pueblo,
sino que es la cruz la que da origen a una comunidad completamente diversa, la
que se caracteriza por el amor y el servicio (“ad-ministra-tio”). En
consecuencia, ella ha de reconocer siempre que no está llamada a ser, ni lo
necesita, “un grupo de apologetas de sus propias causas ni de cruzados de sus
propias batallas”; por el contrario, entiende que “requiere de mujeres y
hombres que sean sembradores humildes y confiados de la verdad, que saben que
ella siempre les es de nuevo confiada y se confían a su poder”[26]. Y es esa misma confesión petrina la
que ha sido convertida por la comunidad eclesial en una “fórmula” en las
diversas profesiones de su fe.
La
búsqueda, conocimiento, adhesión y mantenimiento en la verdad, especialmente en
lo que se refiere a Dios y a la Iglesia, son tarea ardua. Lo fue para Jesús, en
su progresivo caminar, en los debates y en medio del conflicto que experimentó
con sus conciudadanos, y especialmente con el Tentador, cuando se corría la
suerte de sí mismo, de su propia existencia y misión. Ello mismo hace posible
que se haga expreso ese vínculo fundamental que hay entre Cristo, en su
kénosis, y la expresión empleada por el c. 748 § 1 y los otros cc. ya
referidos, sobre todo al destacar la relación existente entre Él y los
innumerables caminos de los seres humanos en búsqueda de la propia realización
de sí mismos y de sus proyectos multiformes e ilímites, y sobre todo de su
auténtico bien. Gracias a ellos acometen la búsqueda del conocimiento y del
saber, y lo obtienen, a pesar de sus equivocaciones y de sus limitaciones, pero
con la perentoria necesidad de intentarlos y alcanzarlos[27].
Notas de pie de página
[5] El profesor Giampaolo CREPALDI ha observado la importancia que el dogma de la fe cristiana ha llegado a tener en lo que llamamos hoy la “Cultura de Occidente”. A propósito de la gnosis ha afirmado: Il primo di essi riguarda la Gnosi. La condanna dell’Arianesimo e la definizione della natura umana e divina di Gesù Cristo hanno contraddetto la Gnosi, espressione del razionalismo ellenistico. Il processo è stato lungo, ha coinvolto anche gli altri concili e il lavoro dei Padri e dei grandi Dottori. La partita non è stato ancora vinta, dato che accanto alla Gnosi dei primi secoli cristiani c’è una “Gnosi eterna”, ma senz’altro la lotta del dogma cristiano contro la Gnosi ha preservato la civiltà umana dalle catastrofi del Catarismo, dal rifiuto e dalla contemporanea esaltazione della materia, dalla distruzione del matrimonio e della famiglia, dal rifiuto dell’autorità politica. Ha prodotto i frutti di civiltà della giusta considerazione del male e della sofferenza, ha difeso dal nichilismo. Mediante la difesa del Vecchio Testamento dall’attacco gnostico si è potuta preservare la visione positiva della creazione e la dimensione storico sociale della fede cristiana. Il battesimo ai bambini, le preghiere per i morti, il celibato sacerdotale, il culto delle immagini: quanti benefici hanno portato alla civiltà occidentale questi punti che sarebbero tutti stati eliminati da una eventuale prevalenza della Gnosi! Quali danni avrebbero fatto il pauperismo, il pacifismo, il purismo radicale di tipo gnostico se avessero potuto diffondersi senza freni! Commentando la battaglia di Muret del 13 settembre 1213, nella quale Simone de Montfort, dopo aver assistito alla Messa celebrata da San Domenico, con mille soldati mise in fuga l’esercito aragonese che appoggiava gli albigesi con 40 mila uomini, Jean Guitton afferma: «Muret è una di quelle battaglie decisive nelle quali si è giocata la sorte di una civiltà. La maggior parte degli storici trascura stranamente questo fatto» [ J. Guitton, Il Cristo dilacerato. Crisi e concili nella storia, Cantagalli, Siena 2002, p. 166]. Véase el texto completo (consulta enero 2013) en: http://www.zenit.org/rssitalian-34814?utm_source=feedburner&utm_medium=feed&utm_campaign=Feed%3A+zenit%2Fitalian+%28ZENIT+Italiano%29&utm_content=My+Yahoo
[1] De la raza de Adán,
"verdadero hombre", como lo confiesa la fe (cf. Flp 2,7-8), el texto de GS
22 nos presenta a Jesucristo también como el Nuevo Adán.
La reflexión se soporta sobre
la expresión de Pablo acerca de Adán, "figura del que había de venir"
(Rm 5,14) y se establece, como
explican los exégetas, en el contexto del
tema del pecado original y de sus efectos en los pecados personales (Rm 3,23). Se trata, por tanto, de un
pecado que habita en el hombre (cf. Rm
5,12; 7,14-24; Sb 2,24). Con todo, la
reflexión de Pablo sólo vino a quedar completa cuando se refirió al Nuevo o
Ultimo Adán, cuya reparación es sobreabundante en relación con los efectos de
la obra nefasta del primer Adán (cf. Rm
5,15-19; 1 Co 15,21s.25).
Estas consideraciones fueron elaboradas teológicamente por
Karl RAHNER (cf. Betrachtungen zum
ignatianischen Exerzitienbuch München 1964) para señalar que "la
cristología es el fin y el comienzo de la antropología". Una consideración
más reciente de este punto puede verse en Puebla: CONSEJO EPISCOPAL LATINOAMERICANO:
III CONFERENCIA GENERAL DEL EPISCOPADO LATINOAMERICANO: Puebla. La evangelización en el presente y en el futuro de América
Latina Bogotá 1979 2ª nn. 316; 321-324; Secretariado Nacional de
Pastoral Social de Colombia: Compromiso
socio-político del cristiano Bogotá 1987 4ª 58-59; Pontificia Universidad
Javeriana: Facultad de Teología: Programa de Ciencias Religiosas: Prospecto 1995 Santafé de Bogotá 1995
54. Así mismo, es necesario tener en cuenta el resumen y toma de posición del
Magisterio en torno a la problemática más reciente acerca de las relaciones y
diferencias entre “sexualidad” y “género” y sus implicaciones cristológicas y
antropológicas en el documento de la CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE: Carta a los Obispos de la Iglesia Católica
sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el mundo, del 31 de mayo de 2004, en: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20040731_collaboration_sp.html
[2] Volveremos reiteradamente sobre el texto. Cf. el comentario al
mismo del S. P. BENEDICTO XVI en su audiencia del 22 de octubre de 2008, con
ocasión del Año Paulino, en: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/22810.php?index=22810&po_date=22.10.2008&lang=sp
[3] La visión de Jean Paul SARTRE en sus diversas obras es examinada
por Antonio PADOVANO: El Dios lejano
Sal Terrae Santander 1968 23-29.
[4] Pienso que sobre este punto el admirado Hans Urs VON BALTHASAR
ofreció páginas más memorables, no sólo por su percepción de la “reducción
cosmológica”, sino, especialmente, por su percepción de la “reducción
antropológica” (: el Renacimiento, Pascal, Mendelsson, Espinoza, el judaísmo
liberal, Locke, John Toland, Matthews Tendal, Thomas Chubb, Lutero, la
Ilustración, Kant, Fichte, Scheller, Schelling, Hegel, Schopenhauer, (F. D. E.)
Schleiermacher, Bergson, Kart Barth, (J. S. von) Drey, R. Bultmann, Maurice
Blondel, Joseph Maréchal, K. Marx, Ferdinand Ebner, Martin Buber, Leonhard
Ragaz, (J. G.) Hamann, S. Kierkegaard, Léon Bloy, F. Dostoiewski: son algunos
de los autores que examina a este propósito). Cf. su obra breve y sintética Sólo el amor es digno de fe, o. c., p. 580, nt. 1618, 13-44.
Afirma en efecto: “¿No es
tan grande el ámbito y el declive entre el hombre empírico y la humanidad
ideal, precisamente porque el hombre particular no puede ser la humanidad,
porque el hombre particular, para encontrar a la humanidad debe encontrar, por
lo menos, al otro? Fue Ludwig
Feuerbach quien dijo esa cosa tan sencilla. El hombre sólo existe coexistiendo,
sólo es realmente en la antítesis del yo y del tu…” (p. 38. Cursiva en el
texto). Y prosigue: “El signo de Dios no se verifica ni en el mundo ni en el
hombre, ¿en dónde se podrá verificar? La cuestión, si se reflexiona un poco
sobre la historia no es tan tradicional como podría parecer a la conciencia
media cristiana. No cabe la «colocación» de otro texto bajo el texto de Dios, a
través del cual se da a leer y a comprender. El debe y quiere exponerse a sí
mismo. Y si lo hace, hay algo que, desde el principio, es seguro: que no estará
en aquello que el hombre, por sí mismo – a
priori o a posteriori, fácil o
difícilmente, desde siempre o por evolución histórica –, podría haber hallado
sobre el mundo, sobre sí mismo y sobre Dios” (p. 43-44).
La reciente enc. LF del S. P. FRANCISCO, 29 de junio de
2013, no ha dejado de lado este importante elemento de la fe cristiana, empleando,
inclusive, la expresión misma baltasariana (n. 53), en: http://www.vatican.va/holy_father/francesco/encyclicals/documents/papa-francesco_20130629_enciclica-lumen-fidei_sp.html
[6] Véase, a este respecto, desde la perspectiva de la
consideración del sacerdocio ministerial, la lectio divina del S. P.
Benedicto XVI en su encuentro con el clero de la diócesis de Roma, el 25 de
febrero de 2010, en: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/25168.php?index=25168&po_date=18.02.2010&lang=sp.
[7] En el Oficio de lectura de la Liturgia
de las Horas correspondiente al Sábado Santo se hace recuerdo de este
aspecto poco conocido, pero fundamental, de la fe cristiana: “El Dios hecho
hombre ha muerto y ha puesto en movimiento a la región de los muertos. En
primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a la oveja perdida… Y
responde Cristo a Adán… Yo soy tu Dios, que por ti me hice hijo tuyo, por ti y
por todos estos que habían de nacer de ti… Por ti, yo, tu Dios, me he hecho
hijo tuyo; por ti, siendo Señor, asumí tu misma apariencia de esclavo; por ti,
yo, que estoy por encima de los cielos, vine a la tierra, y aun bajo la tierra;
por ti, hombre, vine a ser como hombre sin fuerzas, abandonado entre los
muertos […] Me dormí en la cruz, y la lanza penetró en mi costado, por ti, de
cuyo costado salió Eva, mientras dormías allá en el paraíso. Mi costado ha
curado el dolor del tuyo… Levántate, vayámonos de aquí…”: “De una antigua
Homilía sobre el santo y grandioso Sábado” en PG 43,439; 451; 462-463, en: CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO (Y
LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS): Liturgia
de las Horas según el rito romano (v.) II. Tiempo de Cuaresma, Santísimo Triduo
Pascual, Tiempo pascual Editorial Regina Barcelona 1981 475-477.
[8] Hemos citado el texto antes (cf. 2.b.1)5, p. 646). De entre los
diversos comentarios a la Carta, empleo el de Simon LÉGASSE: La carta a los Filipenses. La carta a
Filemón Cuadernos bíblicos 33 Verbo Divino Estella 1982 22-35. El autor se
refiere al estudio de P. Grelot (Biblica
54 1973 174-175). Sobre
el himno mismo, véase de Sergio ROSELL NEBREDA: Christ identity: a social-scientific reading of Philippians 2,5-11.
Forschungen
zur Religion und Literatur des Alten und Neuen Testaments 240 Vandenhoeck &
Ruprecht Göttingen 2011.
[9] Similar comprensión de la kénosis se encuentra, no obstante, en
la comunidad joánica. Joseph RATZINGER ha evidenciado de qué manera una y otra
dimensiones de la kénosis, soteriológica y solidaria, se manifiestan en el
bautismo de Jesús mediante el cual “él compendia toda la historia […]: el
ingreso en los pecados de los demás es el descenso al «infierno», no sólo como
espectador, como ocurre en Dante, sino con-padeciendo
y, con un sufrimiento transformador, convirtiendo los infiernos, abriendo y
derribando las puertas del abismo”: Jesús
de Nazaret, o. c., p. 26, nt. 57, 42. El autor prosigue su
desarrollo sobre el bautismo de Jesús haciendo referencia al “Cordero de Dios”
(Jn 1,29) y a la aplicación a Jesús,
por parte también de la primera comunidad cristiana, del texto de Is 53,7, sobre el “siervo de Dios”, una
y otra referencias fortalecidas por el hecho de que Jesús murió, precisamente,
durante una fiesta de Pascua, con todo lo que ésta representaba ya para las
israelitas en el contexto de “liberación de la tiranía mortal de Equipo” y de
su “vía libre” “hacia la libertad de la promesa” (43s).
[10] Hans Urs VON BALTHASAR: Sólo
el amor es digno de fe, o. c., p.
580, nt. 1618, 78-79. El Papa BENEDICTO XVI se ha referido al tema de la
“irrevocabilidad” del amor y fidelidad de Dios, su “sí”, a propósito de la
oración y de nuestro “amén”, acción creadora del Espíritu en nosotros y en la
Iglesia, en la catequesis del 30 de mayo de 2012, cuyo texto se encuentra en: http://press.catholica.va/news_services/bulletin/news/29273.php?index=29273&lang=sp Cf. supra, I.7.b.4, p. 588.
[11] Cf. Pedro ORTIZ VALDIVIESO, S. J.: Concordancia Manual y
Diccionario Griego-Español del Nuevo Testamento Sociedad Bíblica Madrid 2001.
[12] “Ir a ver a alguien en su casa por cortesía,
atención, amistad o cualquier otro motivo” (DRALE). La idea relativa a
la “visita” no era extraña, de ninguna manera,
en la literatura intertestamentaria. De los textos de Qumrán, por ejemplo,
datados en sus originales de un siglo a. C., se lee en el Testamento de los
Doce Patriarcas, “Testamento de Leví” 4.4: “A ti se te dará la bendición, y
a toda estirpe, hasta que el Señor visite a todos los pueblos...” Algo similar
se encuentra en “Asher”, en “Rótulo de Guerra”, etc., textos que, como menciona
el autor, se conservan seguramente retocados por manos cristianas. Cf. la nt.
36 en Leopold SABOURIN: El Evangelio de Lucas, o. c., p. 399, nt.
959, 88.
[14] Cf. Leopold SABOURIN: El Evangelio de Lucas, o. c., p.
399, nt. 959, 90-91.
[15] Al preguntarse por la capacidad religiosa de los seres humanos,
S. Tomás de Aquino expone algunas de las prácticas conformes o contrarias que
la evidencian. Argumenta de diversas maneras citando a Jesús. Estos son algunos
casos: - Lc 10,19: “Utrum liceat daemones
adiurare: por la virtud del divino Nombre podemos repeler al enemigo” (ST IIa-IIae q. 90. a. 2. resp); - sobre
la adivinación: Lc 4,35: “Utrum divinatio quae fit per invocationes daemonum sit
licita: Atanasio: el demonio intenta atraer al hombre hacia lo que le es
nocivo” ( q. 95. a. 4. resp); Lc 8,30: “Utrum divinatio quae fit per invocationes
daemonum sit licita: Beda: no es lo mismo increparlo que invocarlo” (q. 95. a.
4. resp); Lc 1,9: “Utrum divinatio sortium sit illicita: Zacarías y otros
santos en la SE la emplean” (q. 95. a. 8. 2).
[16] En Jos 24,14 encontramos un importantísimo antecedente de
esta expresión, en el “Credo” pronunciado en la “gran asamblea de Siquem”:
“Ahora, pues, temed a Yahvéh y servidle perfectamente, con fidelidad”.
[17] La locución “perdón de los pecados” no es ajena a la
interpretación de los LXX, como en Ex 32,32; Nm 14,19; e Is
38,17. Con todo, también estaba en el ambiente gracias a la comunidad de Qumrán
(1 QH 1,32; IV, 35s; VII, 30 etc.). Para ampliar este punto, cf. Leopold
SABOURIN: El Evangelio de Lucas, o. c., p. 399, nt. 959, 90.
[19] “Oriens
ex alto”, traduce el texto latino: Si a algo estamos
acostumbrados es que todos los días sale el sol por el oriente; si de algo
podemos estar seguros, como principio de realidad, es que todos los días saldrá
el sol por el oriente. En cambio, el texto quiere invitar a reflexionar – y a
esperar – una total novedad, una realidad pero realmente magnífica por sus
efectos de verdadera claridad, calor, energía y alegría, de verdadera Vida, en
suma: un “Sol que nace de lo alto”.
[20] Se trata de uno de los bienes más compendiosos y excelentes de la
salvación. Son
diez las acepciones que tiene el término en el DRALE: “1. f. Situación y
relación mutua de quienes no están en guerra. 2. f. Pública tranquilidad y
quietud de los Estados, en contraposición a la guerra o a la turbulencia. 3. f.
Tratado o convenio que se concuerda entre los gobernantes para poner fin a una
guerra. U. t. en pl. con el mismo significado que en sing. 4. f. Sosiego y
buena correspondencia de unas personas con otras, especialmente en las
familias, en contraposición a las disensiones, riñas y pleitos. 5. f.
Reconciliación, vuelta a la amistad o a la concordia. U. m. en pl. 6. f. Virtud
que pone en el ánimo tranquilidad y sosiego, opuestos a la turbación y las
pasiones. 7. f. Genio pacífico, sosegado y apacible. 8. f. portapaz. 9. f.
Rel. En la celebración de la eucaristía según la liturgia romana, rito que
precede a la comunión, en el que toda la asamblea se ofrece mutuamente un gesto
de paz, como signo de reconciliación. En otras liturgias, como la
hispano-mozárabe, se realiza antes de la presentación de las ofrendas de la
eucaristía. 10. f. desus. Salutación que se hace dando un
beso en el rostro.”
En el
contexto bíblico, aludido por la décima acepción, la paz posee unas
connotaciones muy profundas, es un tema muy
rico y muy complejo, mientras que la terminología que lo expresa es más bien pobre,
aunque cubre un área semántica muy vasta y diferenciada. El mismo nombre hebreo
šalóm asume en los textos un alcance que trasciende en varios aspectos,
sobre todo en los aspectos religiosos, el de los nombres correspondientes en
las literaturas clásicas (eiréné, pax). Las versiones bíblicas, al
asumir estos otros vocablos, cargan la noción de "paz" de nuevos
matices, ampliamente presentes en nuestras lenguas. Por su amplitud no podemos
sino sugerir al lector una profundización en los diversos diccionarios y
enciclopedias de la Biblia. Cf., a manera de ejemplo, http://www.mercaba.org/DicTB/P/paz.htm (consulta noviembre 2005).
[21] “Una mirada al libro de Job, en el que ya se perfila en muchos
aspectos el misterio de Cristo, nos puede proporcionar más aclaraciones.
Satanás ultraja al hombre, para así ofender a Dios: su criatura, que Él ha
formado a su imagen, es una criatura miserable… en realidad, al hombre – a cada
uno – sólo le importa su bienestar… Satanás quiere demostrar su tesis con el
justo Job: si le despoja de todo, acabará renunciando muy pronto también a su
religiosidad…Aquí aparece de forma velada y todavía no explícita el misterio de
la forma vicaria que se desarrolla de manera grandiosa en Isaías 53: los sufrimientos de Job sirven para justificar al
hombre. A través de su fe puesta a prueba en el sufrimiento, él restablece el
honor del hombre. Así, los sufrimientos de Job anticipan los sufrimientos en
comunión con Cristo, que restablece el honor de todos nosotros ante Dios y nos
muestra el camino para no perder la fe en Dios ni siquiera en la más profunda
oscuridad”: Joseph RATZINGER: Jesús de
Nazaret, o. c., p. 26, nt. 57, 198-199.
[22] Entre los intérpretes y analistas se considera que,
probablemente, entre sus alentadores estaría nuestro admirado Teilhard de
Chardin, a quien, no obstante, citaremos oportunamente.
[23] Todo el AT consideraba implícitamente que esta era una de las
cualidades de Dios, pero este contenido de la fe se vino a problematizar con
ocasión de la entrada en contacto con las culturas babilonia, persa y, sobre
todo, griega, como hemos explicado a su debido momento. Los textos de la época
evidencian esta “definición” de la comunidad judía: Si – Eclo – 17,1-4; Sb 2,22-23; 3,1-3.
[24] Prefacio de la Misa de Cristo Rey, en: CONGREGACIÓN PARA EL CULTO
DIVINO Y LOS SACRAMENTOS: Misal Romano.
Reformado por mandato del Concilio Vaticano II y promulgado por Su Santidad el Papa Pablo II.
Segunda edición típica Coeditores
Litúrgicos Barcelona 2001 17ª 404.
[25] Recuérdense, a este propósito, las numerosas curaciones,
especialmente de ciegos, a las que hemos hecho referencia en la sección
narrativa (cf. supra, p. 428ss, 1.d).
[26] Esta observación general es válida para todos los
cristanos, sin olvidar que el Papa FRANCISCO lo ha recordado y enfatizado precisamente
en su alocución en la reunión de los Miembros de la Congregación para
los Obispos, del día 27 de febrero de 2014, que se puede leer en: http://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2014/02/27/0143/00313.html
[27] Cf. la reflexión que hace sobre este tema, en el contexto de “las
tentaciones de Jesús”, Joseph RATZINGER: Jesús
de Nazaret, o. c., p. 26, nt. 57, 66-71.
Notas finales
[i] Hemos señalado antes, nt. 1739, la dificultad de
hacer unas “cristologías” sesgadas, “por lo alto” o “por lo bajo”, que
desnaturalizan al verdadero Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios encarnado. A
propósito de la kénosis habría que decir lo mismo, por cuanto en ella
encontramos la modalidad de la Encarnación y de la Salvación. Dice al respecto
Julio LOIS en su artículo “Estado actual de la investigación histórica sobre
Jesús”: “Necesitamos igualmente una Cristología sistemática informada por la
recuperación de la humanidad concreta y contextualizada de Jesús de Nazaret. El
re-descubrimiento de la humanidad de Jesús y el intento consecuente de pensar
la divinidad de Jesús a partir de su plena humanidad -y no como una especie de
“segundo piso” que se le añade- caracteriza buena parte de la mejor reflexión
cristológica actual y llega a considerarse como una verdadera “necesidad
epocal” (cf., por ejemplo, A.TORRES QUEIRUGA,: Repensar la Cristología Ed. Verbo Divino Estella Navarra 1996
179-260). Se trata de insistir en que la divinidad de Jesús se nos revela y
manifiesta en su completa y singular humanidad: “Si en Jesús se da una
universalidad única, deberá hallarse en su humanidad, no tras ella o sobre
ella. La figura en que Dios se revela es el hombre Jesús...Lo humano es aquí la
medida (no digo norma o criterio) en que aparece lo divino...Si Jesucristo es
Dios Hijo, lo sabemos solamente por la manera en que es hombre; esto debe
reflejarse en su propia existencia humana, y él debe ser hombre de forma
absolutamente única” (Cf. E. SCHILLEBEECKX: Jesús,
la historia de un viviente Ed. Cristiandad Madrid 1981 562-563). Las
cristologías informadas por esta recuperación de la humanidad de Jesús pueden
evitar que caigamos en nuevas formas de docetismo o gnosticismo que nos lleven
a confesar “un Cristo que no se parece a Jesús, incluso que sea contrario a él”
y que así “por paradójico que parezca, la máxima afirmación cristológica sobre
Cristo pueda convertirse sutilmente en alibi para no reconocer -y seguir- a
Jesús” (Cf. Jon Sobrino: Jesucristo
liberador. Lectura histórico-teológica de Jesús de Nazaret Ed. Trotta
Madrid 1991 62-63). Precisamente, situar de forma inequívoca ante el
seguimiento de Jesús y evitar que se neutralice la fuerza crítica de su vida y
de su mensaje, es la gran preocupación que orienta la vuelta a Jesús en la
Cristología latinoamericana de la liberación (cf., p. e., Jon Sobrino: ibíd., 75-76. Hace ver además que esta
misma preocupación por el seguimiento está muy presente en las Cristologías de
J. I. González Fáus, J. B. Metz, J. Moltmann y E. Schillebeeckx).
[ii] El Papa FRANCISCO, hablándoles a los jóvenes el Domingo de ramos de la Pascua del año 2018 (25 de marzo), se refirió a este aspecto que entraña no sólo una fundamental característica cristológica-eclesiológica (la alegría de la esperanza) sino radicalmente antropológica: a la alegría que manifestaba la población por la esperanza de la llegada de la salvación, algunos - "bloqueando su sensibilidad ante el dolor, el sufrimiento y la miseria" "perdieron la memoria y se olvidaron de tantas oportunidades recibidas" - reaccionaron tratando de desacreditarlo, manipularon de tal manera las condiciones y voluntades, "falsearon la realidad", y terminaron volviendo contra Él a quienes espontáneamente, primero, lo habían acogido. Y ello, señala el Papa, ocurre hoy también, suele ocurrir hoy mucho más de lo que se piensa, con el consiguiente perjuicio ("silenciar la fiesta del pueblo, derribar la esperanza, matar los sueños, suprimir la alegría; así se termina blindando el corazón, enfriando la caridad") que ello causa no sólo entre los jóvenes, aunque principalmente entre ellos. El relato en la versión lucana, como se sabe, posee una connotación cristológico-soteriológica (cf. Lc 19,39-40) que evidenció el Santo Padre. El texto, por su importancia, lo transcribo en su totalidad:
[ii] El Papa FRANCISCO, hablándoles a los jóvenes el Domingo de ramos de la Pascua del año 2018 (25 de marzo), se refirió a este aspecto que entraña no sólo una fundamental característica cristológica-eclesiológica (la alegría de la esperanza) sino radicalmente antropológica: a la alegría que manifestaba la población por la esperanza de la llegada de la salvación, algunos - "bloqueando su sensibilidad ante el dolor, el sufrimiento y la miseria" "perdieron la memoria y se olvidaron de tantas oportunidades recibidas" - reaccionaron tratando de desacreditarlo, manipularon de tal manera las condiciones y voluntades, "falsearon la realidad", y terminaron volviendo contra Él a quienes espontáneamente, primero, lo habían acogido. Y ello, señala el Papa, ocurre hoy también, suele ocurrir hoy mucho más de lo que se piensa, con el consiguiente perjuicio ("silenciar la fiesta del pueblo, derribar la esperanza, matar los sueños, suprimir la alegría; así se termina blindando el corazón, enfriando la caridad") que ello causa no sólo entre los jóvenes, aunque principalmente entre ellos. El relato en la versión lucana, como se sabe, posee una connotación cristológico-soteriológica (cf. Lc 19,39-40) que evidenció el Santo Padre. El texto, por su importancia, lo transcribo en su totalidad:
"Jesús entra en Jerusalén. La liturgia nos invitó a hacernos partícipes y tomar parte de la alegría y fiesta del pueblo que es capaz de gritar y alabar a su Señor; alegría que se empaña y deja un sabor amargo y doloroso al terminar de escuchar el relato de la Pasión. Pareciera que en esta celebración se entrecruzan historias de alegría y sufrimiento, de errores y aciertos que forman parte de nuestro vivir cotidiano como discípulos, ya que logra desnudar los sentimientos contradictorios que también hoy, hombres y mujeres de este tiempo, solemos tener: capaces de amar mucho… y también de odiar ―y mucho―; capaces de entregas valerosas y también de saber «lavarnos las manos» en el momento oportuno; capaces de fidelidades pero también de grandes abandonos y traiciones.
Y se ve claro en todo el relato evangélico que la alegría que Jesús despierta es motivo de enojo e irritación en manos de algunos.
Jesús entra en la ciudad rodeado de su pueblo, rodeado por cantos y gritos de algarabía. Podemos imaginar que es la voz del hijo perdonado, la del leproso sanado o el balar de la oveja perdida, que resuena, resuenan a la vez con fuerza en ese ingreso. Es el canto del publicano y del impuro; es el grito del que vivía en los márgenes de la ciudad. Es el grito de hombres y mujeres que lo han seguido porque experimentaron su compasión ante su dolor y su miseria… Es el canto y la alegría espontánea de tantos postergados que tocados por Jesús pueden gritar: «Bendito el que llega en nombre del Señor». ¿Cómo no alabar a Aquel que les había devuelto la dignidad y la esperanza? Es la alegría de tantos pecadores perdonados que volvieron a confiar y a esperar. Y estos gritan. Se alegran. Es la alegría.
Esta alegría y alabanza resulta incómoda y se transforma en sinrazón escandalosa para aquellos que se consideran a sí mismos justos y «fieles» a la ley y a los preceptos rituales.[1] Alegría insoportable para quienes han bloqueado la sensibilidad ante el dolor, el sufrimiento y la miseria. Muchos de estos piensan: «¡Mira que pueblo más maleducado!». Alegría intolerable para quienes perdieron la memoria y se olvidaron de tantas oportunidades recibidas. ¡Qué difícil es comprender la alegría y la fiesta de la misericordia de Dios para quien quiere justificarse a sí mismo y acomodarse! ¡Qué difícil es poder compartir esta alegría para quienes solo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros![2]
Y así nace el grito del que no le tiembla la voz para gritar: «¡Crucifícalo!». No es un grito espontáneo, sino el grito armado, producido, que se forma con el desprestigio, la calumnia, cuando se levanta falso testimonio. Es el grito que nace cuando se pasa del hecho a lo que se cuenta, nace de lo que se cuenta. Es la voz de quien manipula la realidad y crea un relato a su conveniencia y no tiene problema en «manchar» a otros para salirse con la suya (y) acomodarse. Esto es un falso relato. El grito del que no tiene problema en buscar los medios para hacerse más fuerte y silenciar las voces disonantes. Es el grito que nace de «trucar» la realidad y pintarla de manera tal que termina desfigurando el rostro de Jesús y lo convierte en un «malhechor». Es la voz del que quiere defender la propia posición desacreditando especialmente a quien no puede defenderse. Es el grito fabricado por la «tramoya» de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que afirma sin problemas: «Crucifícalo, crucifícalo».
Y así se termina silenciando la fiesta del pueblo, derribando la esperanza, matando los sueños, suprimiendo la alegría; así se termina blindando el corazón, enfriando la caridad. Es el grito del «sálvate a ti mismo» que quiere adormecer la solidaridad, apagar los ideales, insensibilizar la mirada… el grito que quiere borrar la compasión, ese «padecer con», la compasión, que es la debilidad de Dios.
Frente a todos estos titulares, el mejor antídoto es mirar la cruz de Cristo y dejarnos interpelar por su último grito. Cristo murió gritando su amor por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y pecadores, amor a los de su tiempo y a los de nuestro tiempo. En su cruz hemos sido salvados para que nadie apague la alegría del evangelio; para que nadie, en la situación que se encuentre, quede lejos de la mirada misericordiosa del Padre. Mirar la cruz es dejarse interpelar en nuestras prioridades, opciones y acciones. Es dejar cuestionar nuestra sensibilidad ante el que está pasando o viviendo un momento de dificultad. Hermanos y hermanas: ¿Qué mira nuestro corazón? ¿Jesucristo sigue siendo motivo de alegría y alabanza en nuestro corazón o nos avergüenzan sus prioridades hacia los pecadores, los últimos, y los olvidados?
Y a ustedes, queridos jóvenes, la alegría que Jesús despierta en ustedes es para algunos motivo de enojo e y también de irritación en manos de algunos, ya que un joven alegre es difícil de manipular. ¡Un joven alegre es difícil de manipular!
Pero existe en este día la posibilidad de un tercer grito: «Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos» y él responde: «Yo les digo que, si éstos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,39-40).
Hacer callar a los jóvenes es una tentación que siempre ha existido. Los mismos fariseos increpan a Jesús y le piden que los calme y silencie.
Hay muchas formas de silenciar y de volver invisibles a los jóvenes. Muchas formas de anestesiarlos y adormecerlos para que no hagan «ruido», para que no se pregunten y cuestionen. «¡Estad callados!». Hay muchas formas de tranquilizarlos para que no se involucren y sus sueños pierdan vuelo y se vuelvan ensoñaciones rastreras, pequeñas, tristes.
En este Domingo de ramos, festejando la Jornada Mundial de la Juventud, nos hace bien escuchar la respuesta de Jesús a los fariseos de ayer y de todos los tiempos, también a los de hoy: «Si ellos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40).
Queridos jóvenes: Está en ustedes la decisión de gritar, está en ustedes decidirse por el Hosanna del domingo para no caer en el «crucifícalo» del viernes... Y está en ustedes no quedarse callados. Si los demás callan, si nosotros los mayores y responsables los dirigentes ―Tantas veces corruptos― callamos, si el mundo calla y pierde alegría, les pregunto: ¿Ustedes gritarán? Por favor, decídanse antes de que griten las piedras.---Notas: [1] Cf. R. Guardini, El Señor, 383. [2] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 94. " El texto se encuentra en (consulta de la fecha):
http://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2018/03/25/ram.html
Y se ve claro en todo el relato evangélico que la alegría que Jesús despierta es motivo de enojo e irritación en manos de algunos.
Jesús entra en la ciudad rodeado de su pueblo, rodeado por cantos y gritos de algarabía. Podemos imaginar que es la voz del hijo perdonado, la del leproso sanado o el balar de la oveja perdida, que resuena, resuenan a la vez con fuerza en ese ingreso. Es el canto del publicano y del impuro; es el grito del que vivía en los márgenes de la ciudad. Es el grito de hombres y mujeres que lo han seguido porque experimentaron su compasión ante su dolor y su miseria… Es el canto y la alegría espontánea de tantos postergados que tocados por Jesús pueden gritar: «Bendito el que llega en nombre del Señor». ¿Cómo no alabar a Aquel que les había devuelto la dignidad y la esperanza? Es la alegría de tantos pecadores perdonados que volvieron a confiar y a esperar. Y estos gritan. Se alegran. Es la alegría.
Esta alegría y alabanza resulta incómoda y se transforma en sinrazón escandalosa para aquellos que se consideran a sí mismos justos y «fieles» a la ley y a los preceptos rituales.[1] Alegría insoportable para quienes han bloqueado la sensibilidad ante el dolor, el sufrimiento y la miseria. Muchos de estos piensan: «¡Mira que pueblo más maleducado!». Alegría intolerable para quienes perdieron la memoria y se olvidaron de tantas oportunidades recibidas. ¡Qué difícil es comprender la alegría y la fiesta de la misericordia de Dios para quien quiere justificarse a sí mismo y acomodarse! ¡Qué difícil es poder compartir esta alegría para quienes solo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros![2]
Y así nace el grito del que no le tiembla la voz para gritar: «¡Crucifícalo!». No es un grito espontáneo, sino el grito armado, producido, que se forma con el desprestigio, la calumnia, cuando se levanta falso testimonio. Es el grito que nace cuando se pasa del hecho a lo que se cuenta, nace de lo que se cuenta. Es la voz de quien manipula la realidad y crea un relato a su conveniencia y no tiene problema en «manchar» a otros para salirse con la suya (y) acomodarse. Esto es un falso relato. El grito del que no tiene problema en buscar los medios para hacerse más fuerte y silenciar las voces disonantes. Es el grito que nace de «trucar» la realidad y pintarla de manera tal que termina desfigurando el rostro de Jesús y lo convierte en un «malhechor». Es la voz del que quiere defender la propia posición desacreditando especialmente a quien no puede defenderse. Es el grito fabricado por la «tramoya» de la autosuficiencia, el orgullo y la soberbia que afirma sin problemas: «Crucifícalo, crucifícalo».
Y así se termina silenciando la fiesta del pueblo, derribando la esperanza, matando los sueños, suprimiendo la alegría; así se termina blindando el corazón, enfriando la caridad. Es el grito del «sálvate a ti mismo» que quiere adormecer la solidaridad, apagar los ideales, insensibilizar la mirada… el grito que quiere borrar la compasión, ese «padecer con», la compasión, que es la debilidad de Dios.
Frente a todos estos titulares, el mejor antídoto es mirar la cruz de Cristo y dejarnos interpelar por su último grito. Cristo murió gritando su amor por cada uno de nosotros; por jóvenes y mayores, santos y pecadores, amor a los de su tiempo y a los de nuestro tiempo. En su cruz hemos sido salvados para que nadie apague la alegría del evangelio; para que nadie, en la situación que se encuentre, quede lejos de la mirada misericordiosa del Padre. Mirar la cruz es dejarse interpelar en nuestras prioridades, opciones y acciones. Es dejar cuestionar nuestra sensibilidad ante el que está pasando o viviendo un momento de dificultad. Hermanos y hermanas: ¿Qué mira nuestro corazón? ¿Jesucristo sigue siendo motivo de alegría y alabanza en nuestro corazón o nos avergüenzan sus prioridades hacia los pecadores, los últimos, y los olvidados?
Y a ustedes, queridos jóvenes, la alegría que Jesús despierta en ustedes es para algunos motivo de enojo e y también de irritación en manos de algunos, ya que un joven alegre es difícil de manipular. ¡Un joven alegre es difícil de manipular!
Pero existe en este día la posibilidad de un tercer grito: «Algunos fariseos de entre la gente le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos» y él responde: «Yo les digo que, si éstos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,39-40).
Hacer callar a los jóvenes es una tentación que siempre ha existido. Los mismos fariseos increpan a Jesús y le piden que los calme y silencie.
Hay muchas formas de silenciar y de volver invisibles a los jóvenes. Muchas formas de anestesiarlos y adormecerlos para que no hagan «ruido», para que no se pregunten y cuestionen. «¡Estad callados!». Hay muchas formas de tranquilizarlos para que no se involucren y sus sueños pierdan vuelo y se vuelvan ensoñaciones rastreras, pequeñas, tristes.
En este Domingo de ramos, festejando la Jornada Mundial de la Juventud, nos hace bien escuchar la respuesta de Jesús a los fariseos de ayer y de todos los tiempos, también a los de hoy: «Si ellos callan, gritarán las piedras» (Lc 19,40).
Queridos jóvenes: Está en ustedes la decisión de gritar, está en ustedes decidirse por el Hosanna del domingo para no caer en el «crucifícalo» del viernes... Y está en ustedes no quedarse callados. Si los demás callan, si nosotros los mayores y responsables los dirigentes ―Tantas veces corruptos― callamos, si el mundo calla y pierde alegría, les pregunto: ¿Ustedes gritarán? Por favor, decídanse antes de que griten las piedras.---Notas: [1] Cf. R. Guardini, El Señor, 383. [2] Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 94. " El texto se encuentra en (consulta de la fecha):
http://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2018/03/25/ram.html
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