Capítulo V

Continuación (III)


III. Resurrección y antropología cristiana: potencia y fortaleza de Dios para el proyecto de seres humanos, hombres nuevos: en la historia y en la esperanza, por y para el amor, en gratuidad, vida y trascendencia.




La encarnación nos ha permitido destacar la “dote óntica” con la que hemos nacido, con la multitud de factores y potenciales – de vocaciones – que estamos llamados a realizar durante la existencia presente. La kénosis, por su parte, nos ha consentido hacer notar que, en su realización, a pesar de los límites, y aún de los obstáculos que se presentan a dichos dinamismos, el ser humano no queda inmovilizado y reducido a un fatalismo, ni está forzado a la abolición de sus responsabilidades, sino que, por el contrario, unos y otros lo deberían hacer más realista y más consciente de su finitud. En consecuencia, su propio destino, dentro de tales limitaciones y ante sus contingencias de desviación, lo tiene en sus manos.

Más aún, cada uno de los seres humanos, hombres y mujeres nuevos, de manera muy especial, en medio de tales circunstancias, tan exclusivamente personales, está llamado a realizar la plenitud de su vocación que, como tantas veces hemos afirmado, es la divina. Su vocación de trascendencia. De tales dinamismos forman parte las “dimensiones” y las “virtudes” mencionadas – y algunas otras que mencionaremos un poco más adelante – pues ellas son capacidades reales efectivamente presentes en el ser humano, y, más precisamente, constitutivas del mismo. Ellas, con todo, apuntan en dirección a una vocación comunitaria y trascendente de las personas, a una socialización y a una espiritualización suyas distintas de las de la vida terrena.

En lo referente a la vocación nueva comunitaria, la expresión típica es Israel como Pueblo, y la Iglesia, como el nuevo Pueblo de Dios. Volveremos sobre ello un poco más adelante (cf. infra, III,1.b, p. 948).

En cuanto a la espiritualización, así lo explicaba el Papa JUAN PABLO II:

“El hombre "escatológico" estará libre de esa "oposición". En la resurrección, el cuerpo volverá a la perfecta unidad y armonía con el espíritu: el hombre no experimentará más la oposición entre lo que en él es espiritual y lo que es corpóreo. La "espiritualización" significa no sólo que el espíritu dominará al cuerpo, sino, diría, que impregnará plenamente al cuerpo, y que las fuerzas del espíritu impregnarán las energías del cuerpo”[1].

Es, entonces, precisamente la resurrección de Cristo la que mejor permite destacar que las capacidades y energías – de filiación afiliante – que estaban ya presentes en Él desde su vida terrenal, han alcanzado el horizonte de su perfección. Y que así como sucedió en él, dichas capacidades, por la acción del Espíritu del Resucitado, se potencian y fortalecen en los seres humanos, mujeres y hombres nuevos, durante nuestro peregrinar histórico (cf. supra, cap. 4°, 2.a, p. 612ss), aún las más sutiles, delicadas o específicas: y ello no sólo en las personas individualmente consideradas, sino en todo el conjunto social y cultural con sus riquezas y particularidades, que crecen y se “edifican” actualmente sin perder o minimizar su tendencia a la organicidad y unidad finalizada en Cristo, como volveremos a examinarlo en la siguiente sección.

El Papa Juan Pablo II destacaba esta “capacitación” de la siguiente manera, refiriéndose, como ejemplo, y según hemos visto, a uno de tales dinamismos vocacionales mencionados, la templanza:

“La abstención "de la impureza", que implica el mantenimiento del cuerpo "en santidad y respeto", permite deducir que, según la doctrina del Apóstol, la pureza es una "capacidad centrada en la dignidad del cuerpo, esto es, en la dignidad de la persona en relación con el propio cuerpo, con la feminidad y masculinidad que se manifiesta en este cuerpo. La pureza, entendida como "capacidad" es precisamente expresión y fruto de la vida "según el Espíritu" en el significado pleno de la expresión, es decir, como capacidad nueva del ser humano, en el que da fruto el don del Espíritu Santo. Estas dos dimensiones de la pureza —la dimensión moral, o sea, la virtud, y la dimensión carismática, o sea, el don del Espíritu Santo— están presentes y estrechamente ligadas en el mensaje de Pablo. Esto lo pone especialmente de relieve el Apóstol en la primera Carta a los Corintios, en la que llama al cuerpo "templo (por tanto, morada y santuario) del Espíritu Santo"[2].


Como hemos afirmado, la resurrección de Cristo posee una “dimensión” histórica, es decir, que toca a nuestro “más acá”, a nuestro mundo. Y esto es fundamental. La resurrección nos remite a potenciar esas capacidades humanas en orden a la transformación no sólo personal sino social de la realidad presente. Y, si lo queremos considerar así – en la perspectiva de los “signos de los tiempos” –, se trata de una “exigencia” que nos plantea a los creyentes – inclusive en orden a un diálogo serio con él – el ateísmo en sus diversas expresiones y formas[3]: en nuestro caso, si queremos examinar la actividad universitaria, y la presencia y acción de la teología en ella. Fue sobre todo Pablo, en su carta a los Colosenses, quien precisamente relacionó la resurrección de Cristo con nuestra propia resurrección, y advirtió que ésta, en lugar de remitirnos exclusiva y primeramente al “más allá”, por el contrario nos remite a nuestro actual “más acá”:

“Si habéis sido resucitados con Cristo, buscad las cosas las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios […] Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (Col 3,1-3).


                                                1.        El ‘hombre nuevo’: ser histórico, en gratuidad, misterio, alegría[4] y trascendencia.


1. Diversos aspectos de la problemática actual, de suma importancia, reclaman este apartado. En efecto, hemos de señalar que, para ciertas concepciones, el ser humano auténtico consiste en quien ha sido el “opresor” de muchos, aquel que ha “alienado” y “victimizado”, es decir, aquel que ha maltratado y explotado, a todo lo largo de la historia, a la gran mayoría de la humanidad: él es la verdadera imagen del “hombre”. Fue Karl Marx quien “describió drásticamente la «alienación» del hombre”; pero, ¿acaso,

“y desde otro punto de vista: los opresores, son realmente la verdadera imagen del hombre?, ¿no son más bien los primeros deformados, una degradación del hombre?...”[5]  

Pero, simultáneamente, hemos de examinar nuestras concepciones actuales acerca del estatuto presente y futuro del ser humano.

Para acercarnos atentamente a todo ello es necesario tener presente que, más que nunca, son los datos procedentes de la revelación los que nos argumentan y orientan, no en el sentido de una “desencarnación”, como se pudiera pensar, sino, todo lo contrario, como la plenitud de la corporeidad espiritualizada, a la que antes hemos aludido y que hemos intentado describir[6].

En efecto, los textos neotestamentarios giran principalmente sobre el enfoque que aportó Jesús: en torno a la problemática de la ley véterotestamentaria del “levirato” (cf. Dt 25,7-10; Gn 38,8), p. ej., y, de nuevo, sobre la “teología del cuerpo”. Las precisiones de Jesús, por su parte, se encuentran en los tres sinópticos (cf. Mt 22,24-30; Mc 12,18-27; Lc 20,27-40), y forman, con las menciones “al principio” y “al corazón”, a las que nos hemos referido en el presente capítulo y en el capítulo anterior de esta investigación, un verdadero “tríptico” de esta “teología del cuerpo”. El contexto de esta discusión de Jesús, sin embargo, no es solamente sobre la interpretación del texto: sabemos bien que se trató, más bien de una polémica con los saduceos, quienes, como vimos (cf. (I,1.a.1), p. 406), “afirman que no hay resurrección” (Mt 22,23).

a. La resurrección es, ante todo, la plena inhabitación de Dios Trino en nosotros y de nosotros en Dios


 2. Al final de esta tensión entre presente y futuro en que actualmente vivimos, éste se resolverá en los varios campos y dimensiones que conforman a los seres humanos, mujeres y hombres nuevos, en la ausencia permanente y definitiva de aquélla, mediante la plenificación y armonía de tales dinamismos. El “ser hijos” en el Hijo llegará a su total acabamiento y realización gracias a la comunicación completa de Dios y de su amor a nosotros. Algunos textos del Magisterio aún reciente del Papa Juan Pablo II nos orientan en una nueva captación de la riqueza de este sentido:

“2. En la vida terrena, el dominio del espíritu sobre el cuerpo — y la simultánea subordinación del cuerpo al espíritu —, como fruto de un trabajo perseverante sobre sí mismo, puede expresar una personalidad espiritualmente madura; sin embargo, el hecho de que las energías del espíritu logren dominar las fuerzas del cuerpo, no quita la posibilidad misma de su recíproca oposición. La "espiritualización", a la que aluden los evangelios sinópticos (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 34-35) en los textos aquí analizados, está ya fuera de esta posibilidad. Se trata, pues, de una espiritualización perfecta, en la que queda completamente eliminada la posibilidad de que "otra ley luche contra la ley de la... mente" (cf. Rom 7, 23). Este estado que — como es claro — se diferencia esencialmente (y no sólo en grado) de lo que experimentamos en la vida terrena, no significa, sin embargo, "desencarnación" alguna del cuerpo ni, consiguientemente, una "deshumanización" del hombre. Más aún, significa, por el contrario, su "realización" perfecta. Efectivamente, en el ser compuesto, psicosomático, que es el hombre, la perfección no puede consistir en una oposición recíproca del espíritu y del cuerpo, sino en una profunda armonía entre ellos, salvaguardando el primado del espíritu. En el "otro mundo", este primado se realizará y manifestará en una espontaneidad perfecta, carente de oposición alguna por parte del cuerpo. Sin embargo, esto no hay que entenderlo como una "victoria" definitiva del espíritu sobre el cuerpo. La resurrección consistirá en la perfecta participación por parte de todo lo corpóreo del hombre en lo que en él es espiritual. Al mismo tiempo consistirá en la realización perfecta de lo que en el hombre es personal.
3. Las palabras de los sinópticos atestiguan que el estado del hombre en el "otro mundo" será no sólo un estado de perfecta espiritualización, sino también de fundamental "divinización" de su humanidad. Los "hijos de la resurrección" —como leemos en Lucas 20, 36 — no sólo "son semejantes a los ángeles", sino que también "son hijos de Dios". De aquí se puede sacar la conclusión de que el grado de espiritualización, propia del hombre "escatológico", tendrá su fuente en el grado de su "divinización", incomparablemente superior a la que se puede conseguir en la vida terrena. Es necesario añadir que aquí se trata no sólo de un grado diverso, sino en cierto sentido de otro género de "divinización". La participación en la naturaleza divina, la participación en la vida íntima de Dios mismo, penetración e impregnación de lo que es esencialmente humano por parte de lo que es esencialmente divino, alcanzará entonces su vértice, por lo cual la vida del espíritu humano llegará a una plenitud tal, que antes le era absolutamente inaccesible. Esta nueva espiritualización será, pues, fruto de la gracia, esto es, de la comunicación de Dios en su misma divinidad, no sólo al alma, sino a toda la subjetividad psicosomática del hombre. Hablamos aquí de la "subjetividad" (y no sólo de la "naturaleza") porque esa divinización se entiende no sólo como un "estado interior" del hombre (esto es, del sujeto), capaz de ver a Dios "cara a cara", sino también como una nueva formación de toda la subjetividad personal del hombre a medida de la unión con Dios en su misterio trinitario y de la intimidad con El en la perfecta comunión de las personas. Esta intimidad — con toda su intensidad subjetiva — no absorberá la subjetividad personal del hombre, sino, al contrario, la hará resaltar en medida incomparablemente mayor y más plena”[7].

Esta unión de Dios con los seres humanos, mujeres y hombres nuevos, no tiene como consecuencia, sin embargo, la desaparición de la condición subjetiva y personal de cada uno, sino, por el contrario, la plena realización de esta misma condición[8]. Afirmaba, al respecto, el Papa:

“2. Las palabras de Cristo, referidas por los evangelios sinópticos, nos permiten deducir que los que participen del "otro mundo" conservarán — en esta unión con el Dios vivo, que brota de la visión beatífica de su unidad y comunión trinitaria — no sólo su auténtica subjetividad, sino que la adquirirán en medida mucho más perfecta que en la vida terrena. Así quedará confirmada, además, la ley del orden integral de la persona, según el cual la perfección de la comunión no sólo está condicionada por la perfección o madurez espiritual del sujeto, sino también, a su vez, la determina. Los que participarán en el "mundo futuro", esto es, en la perfecta comunión con el Dios vivo, gozarán de una subjetividad perfectamente madura. Si en esta perfecta subjetividad, aun conservando en su cuerpo resucitado, es decir, glorioso, la masculinidad y la feminidad, "no tomarán mujer ni marido", esto se explica no sólo porque ha terminado la historia, sino también y sobre todo por la "autenticidad escatológica" de la respuesta a esa "comunicación" del Sujeto Divino, que constituirá la experiencia beatificante del don de sí mismo por parte de Dios, absolutamente superior a toda experiencia propia de la vida terrena.
3. El recíproco don de sí mismo a Dios — don en el que el hombre concentrará y expresará todas las energías de la propia subjetividad personal y, a la vez, sicosomática — será la respuesta al don de sí mismo por parte de Dios al hombre[9]. En este recíproco don de sí mismo por parte del hombre, don que se convertirá, hasta el fondo y definitivamente, en beatificante, como respuesta digna de un sujeto personal al don de sí por parte de Dios, la "virginidad", o mejor, el estado virginal del cuerpo se manifestará plenamente como cumplimiento escatológico del significado "esponsalicio" del cuerpo, como el signo específico y la expresión auténtica de toda la subjetividad personal. Así, pues, esa situación escatológica en la que "no tomarán mujer ni marido", tiene su fundamento sólido en el estado futuro del sujeto personal, cuando después de la visión de Dios "cara a cara", nacerá en él un amor de tal profundidad y fuerza de concentración en Dios mismo, que absorberá completamente toda su subjetividad sicosomática.[10].

Las consecuencias de este hecho se aprecian también en la dignidad que posee, por ese mismo hecho vocacional de la resurrección, toda vida humana. Jesucristo es el vencedor del pecado y de la muerte. Cada ser humano, cada “hijo de Dios”, en toda su integralidad, es digno, porque desde ya está destinado a resucitar, a lograr la inhabitación plena de Dios Trino en él. Su vida actual, su cuerpo humano – en especial cuando es consagrado por el agua y el crisma bautismales, que significativamente así lo expresan –, es el correlato de ese amor elevante y capacitante de Dios revelado en Cristo y prolongado en el tiempo por el Espíritu Santo, y lleva consigo la correspondencia de acoger con gratitud, con decisión y con valor la vida y la dignidad como dones de Dios, del que es Él el único Dueño y Señor.


b.    En segundo lugar, la comunión de Dios con sus “hijos”, plenificará también las relaciones entre éstos.

 3. La dimensión comunitaria es una característica y un dinamismo esencial en el proyecto humano según el querer de Dios. En efecto, diametralmente opuesta a cierta concepción individualista o egoísta de “salvación”, la salvación de Dios se muestra característica en sus rasgos y dinamismos comunitarios. Más aún, como estructura social. A ello nos referimos, precisamente, cuando hablamos del “pueblo”, que no es una mera yuxtaposición de individuos, ni, mucho menos, un montón informe. No. Precisamente, esta nota peculiar la evidencia un hecho histórico: la comunidad israelítica, primero, y su prolongación y, al mismo tiempo, su discontinuidad, en la comunidad eclesial.

En efecto, el pueblo de Israel era figura del nuevo pueblo de Dios (cf. LG 9a). Este nuevo pueblo de Dios, que nació del Acontecimiento pascual, debe volver al mismo como su fuente inagotable para comprender mejor los rasgos de su propia identidad y las razones de su propia existencia[11]. Desde entonces, formado en su conjunto visible por personas provenientes tanto del judaísmo como de las demás naciones de la tierra, se establece mediante unos vínculos que no son los de la carne y de la sangre, sino mediante la fe y el bautismo, es decir, gracias a la adhesión personal a Jesús resucitado y como respuesta a la moción del Espíritu. La inserción en Jesucristo congrega visiblemente a la comunidad y, más aún, es él mismo quien permanentemente la vitaliza, haciendo que cada uno de los agregados, hombre o mujer, posea una dignidad nueva y propia, y un espacio de libertad genuino y original en el seno de la misma comunidad: misión y deber “profético, sacerdotal y real”[12].

Como sociedad organizada, esta comunidad sacramental, la Iglesia, está llamada a perfeccionarse desde el presente en la experiencia y vivencia del amor y en la actualización del reino de Dios. Mediante estas dos “finalidades”, ad intra y ad extra – por así decir –, que el Espíritu suscita en todos sus miembros – entre quienes están todos “los que se van salvando” (cf. He 2,47), los “justos”, desde Abel[13] hasta el final de los tiempos, asociados de una manera real aunque de la manera que sólo Dios conoce – la comunidad realiza cuatro actividades, igualmente típicas: mantenerse en la escucha “asidua de la enseñanza de los apóstoles[14]”, en “la comunión[15]”, en la “fracción del pan[16]” y en “las oraciones[17]”: que definieron a los primeros cristianos (cf. He 2,42), pero que también, a lo largo de la historia hasta el presente, siguen siendo rasgos distintivos de la comunidad eclesial en medio del mundo, a pesar de cuanto ha tratado, y trata hoy en día, de corroer la capacidad humana de oponerse a la escucha de Dios. Y lo será en el futuro. Esta “organicidad estructural” de la comunión eclesial, en la que cada miembro posee una función y una tarea, fue comparada por S. Pablo en su símil del “cuerpo”, al que ya nos referimos (cf. 1Cor 12,27)[i]

La razón de ello la explicaba, yendo hasta sus mismos comienzos, el Papa JUAN PABLO II, en los siguientes términos:

“4. La "divinización" en el "otro mundo", indicada por las palabras de Cristo aportará al espíritu humano una tal "gama de experiencias" de la verdad y del amor, que el hombre nunca habría podido alcanzar en la vida terrena. Cuando Cristo habla de la resurrección, demuestra al mismo tiempo que en esta experiencia escatológica de la verdad y del amor, unida a la visión de Dios "cara a cara", participará también, a su modo, el cuerpo humano. Cuando Cristo dice que los que participen en la resurrección futura "ni se casarán ni serán dadas en matrimonio" (Mc 12, 25), sus palabras — como ya hemos observado antes — afirman no sólo el final de la historia terrena, vinculada al matrimonio y a la procreación, sino también parecen descubrir el nuevo significado del cuerpo. En este caso, ¿es quizá posible pensar — a nivel de escatología bíblica en el descubrimiento del significado "esponsalicio" del cuerpo, sobre todo como significado "virginal" de ser, en cuanto al cuerpo, varón y mujer? Para responder a esta pregunta que surge de las palabras referidas por los sinópticos, conviene penetrar más a fondo en la esencia misma de lo que será la visión beatífica del Ser Divino, visión de Dios "cara a cara" en la vida futura. Es preciso también dejarse guiar por esa "gama de experiencias" de la verdad y del amor, que sobrepasa los límites de las posibilidades cognoscitivas y espirituales del hombre en la temporalidad, y de la que será partícipe en el "otro mundo"”[18].

Y añadía:

“4. Esta concentración del conocimiento ("visión") y del amor en Dios mismo —concentración que no puede ser sino la plena participación en la vida íntima de Dios, esto es, en la misma realidad Trinitaria — será, al mismo tiempo, el descubrimiento, en Dios, de todo el "mundo" de las relaciones constitutivas de su orden perenne ("cosmos"). Esta concentración será, sobre todo, del descubrimiento de sí por parte del hombre, no sólo en la profundidad de la propia persona, sino también en la unión que es propia del mundo de las personas en su constitución sicosomática. Ciertamente, ésta es una unión de comunión. La concentración del conocimiento y del amor sobre Dios mismo en la comunión trinitaria de las personas puede encontrar una respuesta beatificante en los que llevarán a ser partícipes del "otro mundo" únicamente a través de la realización de la comunión recíproca proporcionada a personas creadas. Y por esto profesamos la fe en la "comunión de los Santos" (communio sanctorum), y la profesamos en conexión orgánica con la fe en la "resurrección de los muertos". Las palabras con las que Cristo afirma que en el "otro mundo... no tomarán mujer ni marido", constituyen la base de estos contenidos de nuestra fe y al mismo tiempo requieren una adecuada interpretación precisamente a la luz de la fe. Debemos pensar en la realidad del "otro mundo" con las categorías del descubrimiento de una nueva, perfecta subjetividad de cada uno y, a la vez, del descubrimiento de una nueva, perfecta intersubjetividad de todos. Así, esta realidad significa el verdadero y definitivo cumplimiento de la subjetividad humana y sobre esta base la definitiva realización del significado "esponsalicio" del cuerpo. La total concentración de la subjetividad creada, redimida y glorificada en Dios mismo no apartará al hombre de esta realización, sino que, por el contrario, lo introducirá y lo consolidará en ella. Finalmente, se puede decir que así la realidad escatológica se convertirá en fuente de la perfecta realización del "orden trinitario" en el mundo creado de las personas”[19].

c.    Por último, la resurrección afecta a la misma corporeidad humana, más aún, a la dimensión cósmica de la que ha sido hecha y de la que ha participado en todas sus vicisitudes.


4. Así lo explicaba el Papa Juan Pablo II:

“5. Esta "experiencia escatológica" del Dios viviente concentrará en sí no sólo todas las energías espirituales del hombre, sino que al mismo tiempo, le descubrirá, de modo vivo y experimental, la "comunicación" de Dios a toda la creación y, en particular, al hombre; lo cual es el "don" más personal de Dios en su misma divinidad, al hombre; a ese ser, que desde el principio lleva en sí la imagen y semejanza de Él. Así, pues, en el "otro mundo" el objeto de la "visión" será ese misterio escondido desde la eternidad en el Padre, misterio que en el tiempo ha sido revelado en Cristo, para realizarse incesantemente por obra del Espíritu Santo; ese misterio se convertirá, si nos podemos expresar así, en el contenido de la experiencia escatológica y en la "forma" de toda la existencia humana en las dimensiones del "otro mundo". La vida eterna hay que entenderla en sentido escatológico, esto es, como plena y perfecta experiencia de esa gracia (= charis) de Dios, de la que el hombre se hace partícipe mediante la fe, durante la vida terrena, y que, en cambio, no sólo deberá revelarse a los que participarán del "otro mundo" en toda su penetrante profundidad, sino ser también experimentada en su realidad beatificante”[20].

De igual modo, en otra Audiencia General decía:

“5. Las palabras con las que Cristo se remite a la resurrección futura — palabras confirmadas de modo singular por su resurrección — completan lo que en las reflexiones precedentes solíamos llamar "revelación del cuerpo". Esta revelación penetra de algún modo en el corazón mismo de la realidad que experimentamos, y esta realidad es, sobre todo, el hombre, su cuerpo, el cuerpo del hombre "histórico". A la vez, esta revelación nos permite sobrepasar la esfera de esta experiencia en dos direcciones. Ante todo, en la dirección de ese "principio", al que Cristo hace referencia en su conversación con los fariseos respecto a la indisolubilidad del matrimonio (cf. Mt 19, 3-9); en segundo lugar, en la dirección del "otro mundo", sobre el que el Maestro llama la atención de sus oyentes en presencia de los saduceos, que "niegan la resurrección" (Mt 22, 23). Estas dos "aplicaciones de la esfera" de la experiencia del cuerpo (si así se puede decir) no son completamente accesibles a nuestra comprensión (obviamente teológica) del cuerpo. Lo que es el cuerpo humano en el ámbito de la experiencia histórica del hombre, no queda totalmente anulado por esas dos dimensiones de su existencia, reveladas mediante la palabra de Cristo.
6. Es claro que aquí se trata no tanto del "cuerpo" en abstracto, sino del hombre que es a la vez espiritual y corpóreo. Prosiguiendo en las dos direcciones indicadas por la palabra de Cristo, y volviendo a la consideración de la experiencia del cuerpo en la dimensión de nuestra existencia terrena (por lo tanto, en la dimensión histórica), podemos hacer una cierta reconstrucción teológica de lo que habría podido ser la experiencia del cuerpo según el "principio" revelado del hombre, y también de lo que él será en la dimensión del "otro mundo". La posibilidad de esta reconstrucción, que amplía nuestra experiencia del hombre-cuerpo, indica, al menos indirectamente, la coherencia de la imagen teológica del hombre en estas tres dimensiones, que concurren juntamente a la constitución de la teología del cuerpo”[21].

También volvió en otra ocasión sobre el tema para complementarlo, al afirmar:

“3. Este «hombre celestial» — el hombre de la resurrección, cuyo prototipo es Cristo resucitado — no es tanto la antítesis y negación del «hombre terreno» (cuyo prototipo es el «primer Adán»), cuanto, sobre todo, es su cumplimiento y su confirmación. Es el cumplimiento y la confirmación de lo que corresponde a la constitución psicosomática de la humanidad, en el ámbito de los destinos eternos, esto es, en el pensamiento y en los designios de Aquel que, desde el principio, creó al hombre a su imagen y semejanza. La humanidad del «primer Adán», «hombre terreno», diría que lleva en sí una particular potencialidad (que es capacidad y disposición) para acoger todo lo que vino a ser el «segundo Adán», el Hombre celestial, o sea, Cristo: lo que Él vino a ser en su resurrección. Esa humanidad de la que son partícipes todos los hombres, hijos del primer Adán, y que, juntamente con la heredad del pecado — siendo carnal — es, al mismo tiempo, «corruptible», y lleva en sí la potencialidad de la «incorruptibilidad».
Esa humanidad, que en toda su constitución psicosomática se manifiesta «innoble» y, sin embargo, lleva en sí el deseo interior de la gloria, esto es, la tendencia y la capacidad de convertirse en «gloriosa», a imagen de Cristo resucitado. Finalmente, la misma humanidad, de la que el Apóstol dice — conforme a la experiencia de todos los hombres — que es «débil» y tiene «cuerpo animal», lleva en sí la aspiración a convertirse en «llena de poder» y «espiritual».
4. Aquí hablamos de la naturaleza humana en su integridad, es decir, de la humanidad en su constitución psicosomática. En cambio, Pablo habla del «cuerpo». Sin embargo, podemos admitir, basándonos en el contexto inmediato y en el remoto, que para él se trata no sólo del cuerpo, sino de todo el hombre en su corporeidad, por lo tanto, también de su complejidad ontológica. De hecho, no hay duda alguna de que si precisamente en todo el mundo visible (cosmos), ese único cuerpo que es el cuerpo humano, lleva en sí la «potencialidad de la resurrección», esto es, la aspiración y la capacidad de llegar a ser definitivamente «incorruptible, glorioso, lleno de poder, espiritual», esto ocurre porque, permaneciendo desde el principio en la unidad psicosomática del ser personal, puede tomar y reproducir en esta «terrena» imagen y semejanza de Dios también la imagen «celeste» del último Adán, Cristo. La antropología paulina sobre la resurrección es cósmica y, a la vez, universal: cada uno de los hombres lleva en sí la imagen de Adán y cada uno está llamado también a llevar en sí la imagen de Cristo, la imagen del Resucitado. Esta imagen es la realidad del "otro mundo", es la realidad escatológica (San Pablo escribe: «llevaremos»); pero, al mismo tiempo, esa imagen es ya en cierto sentido una realidad de este mundo, puesto que se ha revelado en él mediante la resurrección de Cristo. Es una realidad injertada en el hombre de «este mundo», realidad que en él está madurando hacia el cumplimiento final.
5. Todas las antítesis que se suceden en el texto de Pablo ayudan a construir un esbozo válido de la antropología sobre la resurrección. Este esbozo es, a la vez, más detallado que el que emerge del texto de los Evangelios sinópticos (Mt 22, 30; Mc 12, 25; Lc 20, 34-35), pero, por otra parte, es, en cierto sentido, más unilateral. Las palabras de Cristo referidas por los Sinópticos, abren ante nosotros la perspectiva de la perfección escatológica del cuerpo, sometida plenamente a la profundidad divinizadora de la visión de Dios «cara a cara», en la que hallará su fuente inagotable tanto la «virginidad» perenne (unida al significado esponsalicio del cuerpo), como la «intersubjetividad» perenne de todos los hombres, que vendrán a ser (como varones y mujeres) partícipes de la resurrección. El esbozo paulino de la perfección escatológica del cuerpo glorificado parece quedar más bien en el ámbito de la misma estructura interior del hombre-persona. Su interpretación de la resurrección futura parecería vincularse al «dualismo» cuerpo-espíritu que constituye la fuente del «sistema de fuerzas» interior en el hombre.
6. Este «sistema de fuerzas» experimentará un cambio radical en la resurrección. Las palabras de Pablo, que lo sugieren de modo explícito, no pueden, sin embargo, entenderse e interpretarse según el espíritu de la antropología dualística[22], como trataremos de demostrar en la continuación de nuestro análisis. Efectivamente, nos convendrá dedicar todavía una reflexión a la antropología de la resurrección a la luz de la primera Carta a los Corintios”[23].

Y por último, el Papa expresó:

“2. Que este sistema interior de fuerzas deba experimentar en la resurrección una transformación radical, parece indicado, ante todo, por la contraposición entre cuerpo «débil» y cuerpo «lleno de poder». Pablo escribe: «Se siembra en corrupción, y resucita en incorrupción. Se siembra en ignominia y se levanta en gloria. Se siembra en flaqueza y se levanta en poder» (1Cor 15, 42-43). «Débil» es, pues, el cuerpo que —empleando el lenguaje metafísico— surge de la tierra temporal de la humanidad. La metáfora paulina corresponde igualmente a la terminología científica, que define el comienzo del hombre en cuanto cuerpo con el mismo término (semen). Si a los ojos del Apóstol, el cuerpo humano que surge de la semilla terrestre resulta «débil», esto significa no sólo que es «corruptible», sometido a la muerte y a todo lo que a ella conduce, sino también que es «cuerpo animal» [1]. En cambio, el cuerpo «lleno de poder» que el hombre heredará del último Adán, Cristo, en cuanto participe de la futura resurrección, será un cuerpo «espiritual». Será incorruptible, ya no amenazado por la muerte. Así, pues, la antinomia «débil-lleno de poder» se refiere explícitamente no tanto al cuerpo considerado aparte, cuanto a toda la constitución del hombre considerado en su corporeidad. Sólo en el marco de esta constitución el cuerpo puede convertirse en «espiritual»; y esta espiritualización del cuerpo será la fuente de su fuerza e incorruptibilidad (o inmortalidad).
3. Este tema tiene sus orígenes ya en los primeros capítulos del libro del Génesis. Se puede decir que San Pablo ve la realidad de la futura resurrección como una cierta restitutio in integrum, es decir, como la reintegración y, a la vez, el logro de la plenitud de la humanidad. No se trata sólo de una restitución, porque en este caso la resurrección sería, en cierto sentido, retorno a aquel estado del que participaba el alma antes del pecado, al margen del conocimiento del bien y del mal (cf. Gén 1-2). Pero este retorno no corresponde a la lógica interna de toda la economía salvífica, al significado más profundo del misterio de la redención. Restitutio in integrum, vinculada con la resurrección y con la realidad del «otro mundo», puede ser sólo introducción a una nueva plenitud. Esta será una plenitud que presupone toda la historia del hombre, formada por el drama del árbol de la ciencia del bien y del mal (cf. Gen 3) y, al mismo tiempo, penetrada por el misterio de la redención.
4. Según las palabras de la primera Carta a los Corintios, el hombre en quien la concupiscencia prevalece sobre la espiritualidad, esto es, el «cuerpo animal» (1Cor 15, 44), está condenado a la muerte; en cambio, debe resucitar un «cuerpo espiritual», el hombre en quien el espíritu obtendrá una justa supremacía sobre el cuerpo, la espiritualidad sobre la sensualidad. Es fácil entender que Pablo piensa aquí en la sensualidad como suma de los factores que constituyen la limitación de la espiritualidad humana, es decir, esa fuerza que «ata» al espíritu (no necesariamente en el sentido platónico) mediante la restricción de su propia facultad de conocer (ver) la verdad y también de la facultad de querer libremente y de amar la verdad. En cambio, no puede tratarse aquí de esa función fundamental de los sentidos, que sirve para liberar la espiritualidad, esto es, de la simple facultad de conocer y querer, propia del compositum sicosomático del sujeto humano. Puesto que se habla de la resurrección del cuerpo, es decir, del hombre en su auténtica corporeidad, consiguientemente el «cuerpo espiritual» debería significar precisamente la perfecta sensibilidad de los sentidos, su perfecta armonización con la actividad del espíritu humano en la verdad y en la libertad. El «cuerpo animal», que es la antítesis terrena del «cuerpo espiritual», indica, en cambio, la sensualidad como fuerza que frecuentemente perjudica al hombre, en el sentido de que él, viviendo «en el conocimiento del bien y del mal» está solicitado y como impulsado hacia el mal.
5. No se puede olvidar que se trata aquí no sólo del dualismo antropológico, sino más aún de una antinomia de fondo. De ella forma parte no sólo el cuerpo (como hyle aristotélica), sino también el alma: o sea, el hombre como «alma viviente» (cf. Gen 2, 7). En cambio, sus constitutivos son: por un lado, todo el hombre, el conjunto de su subjetividad psicosomática, en cuanto permanece bajo el influjo del Espíritu vivificante de Cristo; por otro lado, el mismo hombre, en cuanto resiste y se contrapone a este Espíritu. En el segundo caso, el hombre es «cuerpo animal» (y sus obras son «obras de la carne»). En cambio, si permanece bajo el influjo del Espíritu Santo, el hombre es «espiritual» (y produce el «fruto del Espíritu»: Gal 5, 22).
6. Por lo tanto, se puede decir que no sólo en 1Cor 15 nos encontramos con la antropología sobre la resurrección, sino que toda la antropología (y la ética) de San Pablo están penetradas por el misterio de la resurrección, mediante el cual hemos recibido definitivamente el Espíritu Santo. El capítulo 15 de la primera Carta a los Corintios constituye la interpretación paulina del «otro mundo» y del estado del hombre en ese mundo, en el que cada uno, juntamente con la resurrección del cuerpo, participará plenamente del don del Espíritu vivificante, esto es, del fruto de la resurrección de Cristo.
7. Concluyendo el análisis de la «antropología sobre la resurrección» según la primera Carta de Pablo a los Corintios, nos conviene una vez más dirigir la mente hacia las palabras de Cristo sobre la resurrección y sobre el «otro mundo», palabras que refieren a los Evangelistas Mateo, Marcos y Lucas. Recordemos que, al responder a los saduceos, Cristo unió la fe en la resurrección con toda la revelación del Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y de Moisés, que «no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mt 22, 32). Y, al mismo tiempo, rechazando la dificultad presentada por los interlocutores, pronunció estas significativas palabras: «Cuando resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio» (Mc 12, 25). Precisamente a esas palabras —en su contexto inmediato— hemos dedicado nuestras precedentes consideraciones, pasando luego al análisis de la primera Carta de San Pablo a los Corintios (1Cor 15)”[24].

Podemos afirmar, pues, teniendo en consideración conjunta los textos pontificios precedentes, que en las palabras de Jesús no solamente se ilumina la cuestión relativa a la resurrección final, sino, en una revisión complexiva del asunto, el problema de la corporeidad humana. Inclusive, y sobre todo, al tratar del tema de la “virginidad”, vuelve a referirnos, una y otra vez, cuanto la revelación nos dice acerca de la palabra “última” referente a la persona humana considerada desde el punto de vista de su corporeidad. Es decir, que entre los temas relativos al “principio” y éstos postreros, relativos a lo “último”, existe, en la conciencia de Jesús, una perfecta referencia y coherencia en lo que toca al ser humano, gracias a su permanente insistencia sobre el cuerpo humano. La persona humana, pues, en la que se ha realizado la redención – y que subraya precisamente la kénosis – se ha de considerar también, es decir, en su estado final, pues éste forma parte “integral” de su verdad, la verdad de su ser-cuerpo.

A esta verdad alude el Papa en las Audiencias mencionadas de dos maneras: la primera de ellas, considerando “el significado esponsal del cuerpo”. Es decir, que la verdad más profunda del ser humano es su llamado a la comunión con Dios y con los demás. Una realidad que, para su realización, no requerirá más la “forma conyugal”. Pero, en segundo término, el Papa lo insinúa mediante la expresión de la “espiritualización” del cuerpo, con lo que quiere referirse a que el cuerpo estará plenamente integrado en la persona. Y la resurrección de Cristo no sólo atestigua la declaración de este destino final, sino que, más aún, lo anticipa.

Los textos, pues, nos llevan a plantear una especie de tríptico: una concepción antropológica adecuada no puede dejar de lado ninguno de los aspectos que lo componen: el ser humano “en el principio”, el ser humano “en el misterio de la redención”, y, por último, “el ser humano en el fin”: creado, redimido y glorificado.

De los textos anteriormente citados quiero destacar también el tema de la vida, pues, toda vida, durante su acaecer histórico, aparece claramente valorada por Dios, es decir, con consistencia en sí misma por cuanto en ella se trasluce del amor y de la verdad que Le son característicos. Así, la vida presente, en cuanto es realizada por los seres humanos, es susceptible de ser también una expresión sacramental, real y auténtica de la justicia constitutiva en su realización futura, por cuanto esta lo será entonces plenamente. El Papa BENEDICTO XVI insistió en este tema con ocasión de la celebración de Todos los Santos (1 noviembre de 2006), subrayando que la resurrección no sólo es un asunto que toca a la “vida”, a “esta vida” y a su duración, sino a la “calidad de vida”:

“¿El hombre moderno espera todavía esta vida eterna, o sostiene que ella pertenezca a una mitología ya superada? En este nuestro tiempo, más que en el pasado, se ha llegado a estar de tal modo absorbidos por las cosas terrenas, que a veces se hace difícil de pensar en Dios como protagonista de la historia y de nuestra propia vida. La existencia humana, sin embargo, por su naturaleza, es un reclamo de algo más grande, que la trascienda; es insuprimible en el ser humano el anhelo por la justicia, por la verdad, por la felicidad plena. Ante el enigma de la muerte, están vivos en muchos el deseo y la esperanza por volver a encontrar en el más allá a sus seres queridos. Como también es fuerte la convicción de un juicio final que restablezca la justicia, la espera de un cotejo definitivo en el que a cada uno le sea dado lo que le es debido. “Vida eterna”, para nosotros los cristianos, no indica, con todo, sólo una vida que dura para siempre, cuanto una nueva cualidad de existencia, plenamente inmersa en el amor de Dios, que libra del mal y de la muerte y nos pone en comunión sin fin con todos los hermanos y hermanas que participan del mismo Amor. La eternidad, por tanto, puede estar ya presente en el centro de la vida terrena y temporal, cuando el alma, mediante la gracia, está unida a Dios, su último fundamento”[25].


Con todo, esta ha sido una característica y experiencia a la que hemos dedicado amplio espacio en esta investigación, de modo que ello, como expresión conjunta de la actualidad temporal del ser, inclusive bajo la perspectiva individual y del continuum, y en todos sus niveles, especies, dimensiones y vocaciones, no justifica un desarrollo reiterativo.

5. Finalmente, en cambio, tratemos brevemente sobre la esperanza, y sobre la alegría que ella lleva consigo, pues son descollantes correlatos antropológicos de la resurrección. Y comencemos recordando la alegría amorosa con la que nuestros padres – por lo general – nos acogieron y acompañaron en los primeros pasos en este mundo y que es como un signo y prolongación sacramental del amor benevolente de Dios del que procedemos. La experiencia de ser acogidos y amados por Dios y por nuestros padres es la base firme que favorece siempre el crecimiento y desarrollo auténtico del hombre, que tanto nos ayuda a madurar en el camino hacia la verdad y el amor, y a salir de nosotros mismos para entrar en comunión con los demás y con Dios. Más aún: en cada ser que nace se tiene una gran esperanza, por todas las posibilidades – de ser y de actuar – que él representa.

Esta esperanza es necesaria sobre todo en nuestros tiempos, y de modo particular, en el ejercicio de la investigación científica. En efecto, la esperanza hace que las personas no se cierren en un nihilismo que las paraliza y hace estériles, sino que se abran al compromiso generoso en la sociedad en la que viven para poderla mejorar. Se trata, nada menos, que de la tarea que Dios le ha confiado al hombre y a la mujer al crearlos a su imagen y semejanza, una tarea que, como hemos señalado, llena a cada ser humano de la más alta dignidad, pero, también, que lo compromete a una inmensa responsabilidad.

S. Tomás DE AQUINO, del mismo modo como presentó su síntesis acerca de las otras “virtudes” en sus raíces antropológicas y éticas, lo hizo sobre la “virtud” de la esperanza, al considerar sus dinamismos humanos, pero, sobre todo, como hemos dicho, “teologales”, y sin ocultarles las posibilidades de sus respectivos acortamientos y desviaciones. Observémoslo, como siempre, esquemáticamente, en el siguiente cuadro:


Virtudes
Vicios
Esperanza[26]

Temor filial y Certeza [27]


Desesperación[28]

Presunción[29]

                                                                  Esquema 43


Una de las dimensiones antropológicas que, sobre todo en los últimos tiempos, más ha sido cuestionada por parte de muchos autores es la concepción cristiana de la “historia”. Si bien es cierto que el cristianismo en sus diversas épocas ha resaltado uno u otro de sus aspectos, también lo es que, sobre todo él influyó para que cierta concepción “cíclica” y del “eterno retorno” de la historia – como vimos al tratar de la Encarnación y de la Resurrección de Jesucristo – fuera totalmente superada. Y si algo de lo “cíclico” es aún evocable en la consideración cristiana, y precisamente en relación con los seres humanos, mujeres y hombres nuevos, es, justamente bajo el aspecto sacramental del tiempo, el “año litúrgico” – que se expresa bajo la figura de la espiral –.

6. No podemos hacer aquí un tratado sobre el valor y el significado teológico del tiempo y de la historia[30]. Remitimos a las obras al respecto[31]. Pero sí consideramos oportuno resaltar que especialmente “el tiempo litúrgico” permite la celebración, es decir, la actualización-interpretación memorial, de todos los acontecimientos relativos a la salvación, inclusive en sus resonancias antropológicas. Y esto es, en mi opinión, un elemento sumamente importante y que debería destacarse aún más, por cuanto se trata de la “antropología cristiana” en sus implicaciones no sólo litúrgicas – ello se ve –, sino, particularmente, para nuestro caso, en sus implicaciones morales y canónicas y, en lo que concierne al propósito de nuestra investigación, al ejercicio del “munus docendi” en la comunidad eclesial. Muy en particular, el domingo es, para los cristianos, la verdadera medida del tiempo, lo que marca el ritmo de su vida. No se apoya en una convención arbitraria, sino que lleva en sí la síntesis única de su memoria histórica, del recuerdo de la creación y de la teología de la esperanza (J. Ratzinger). Es la fiesta de la resurrección para los cristianos, fiesta que se hace presente todas las semanas, pero que no por eso hace superfluo el recuerdo específico de la Pascua de Jesús. Tendremos que volver sobre el tema al tratar de la “recapitulación” (técnicamente: “anakefalaíosis”), en la última sección de este capítulo.


Notas de pie de página


Retornando sobre el punto, años más tarde, el Papa Benedicto XVI afirmó que este proceso toca a la personalidad o interioridad humana en su audiencia del 2 de febrero de 2011, a propósito de Santa Teresa de Jesús. Señaló, en efecto, que “Teresa acude a la estructura de un castillo de siete habitaciones, como imagen de la interioridad del hombre, introduciendo, al mismo tiempo, el símbolo del gusano de seda que renace en mariposa, para expresar el paso de lo natural a lo sobrenatural. La Santa se inspira en la Sagrada Escritura, en particular en el Cantar de los Cantares, para el símbolo final de los “dos Esposos”, que le permite describir, en la séptima habitación, la culminación de la vida cristiana en sus cuatro aspectos: trinitario, cristológico, antropológico y eclesial”: “Teresa si richiama alla struttura di un castello con sette stanze, come immagine dell'interiorità dell'uomo, introducendo, al tempo stesso, il simbolo del baco da seta che rinasce in farfalla, per esprimere il passaggio dal naturale al soprannaturale. La Santa si ispira alla Sacra Scrittura, in particolare al Cantico dei Cantici, per il simbolo finale dei “due Sposi”, che le permette di descrivere, nella settima stanza, il culmine della vita cristiana nei suoi quattro aspetti: trinitario, cristologico, antropologico ed ecclesiale”. En: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2011/documents/hf_ben-xvi_aud_20110202_it.html# (La cursiva en el texto es mía).
[3] B. de MARGERIE, S. J.: “Le Christ pour le monde”, en Esprit et Vie 43 oct 1973 (60 ed. francesa) 627 : « A travers chaque athée, le Christ adresse à son Église un triple appel : réaliser dès maintenant, à travers ses membres, la justice social, développer jusqu’à l’extrême limite les potentialités de la raison logique et de la science, purifier la foi ».
Esta “purificación de la fe” implica también una adaptación de su lenguaje religioso. Sus símbolos siempre deberían hacer más posible una libertad creadora de sus propias formas de expresión, que una desnaturalizadora desviación hacia lo mágico-supersticioso, o hacia la creación de espacios y sueños de evasión; así mismo, habrían de hacer posible un diálogo interhumano en el que el ser humano se presente ante Dios y le re-presente las alegrías humanas legítimas que asocian el cuerpo al espíritu en gestos, incluso, dentro de cierta espontaneidad, aún en el ámbito litúrgico. Cf. SECRETARIADO GENERAL: “Presupuestos para una renovación del lenguaje religioso” en Con 42 1969 347.
La apreciación de Gabriel MARCEL, sin embargo, es digna de tener en cuenta en este contexto: “El ateísmo es una teodicea al revés, una apologética que acaba mal… Todos los juicios que el hombre formula sobre Dios vuelven a caer sobre el hombre. ‘Tú no eres’, he aquí el veredicto del hombre; y, el que proclama ese veredicto, ¿es, pues?”: Diario metafísico Losada Buenos Aires 1956 136.
[4] Ya hemos hecho algunas anotaciones sobre este importante asunto a lo largo de esta investigación. El tema de la alegría, sea en niños y jóvenes como en las personas mayores y especialmente en los consagrados, fue tratado ampliamente por el Papa PABLO VI en su Exh. Ap. Gaudete in Domino, 9 de mayo de 1975, a la cual remitimos, en: http://www.vatican.va/holy_father/paul_vi/apost_exhortations/documents/hf_p-vi_exh_19750509_gaudete-in-domino_sp.html
[5] Y señala a continuación: “[…] aunque no llegó a la verdadera profundidad de la alienación, pues pensaba sólo en lo material, aportó una imagen clara del hombre que había caído en manos de los bandidos”: Joseph RATZINGER: Jesús de Nazaret, o. c.  p. 26, nt. 57,241.
[6] Además de los textos originales de las “catequesis” del Papa Juan Pablo II, tendremos en consideración las explicaciones de Carlo CAFARRA en la obra: Uomo e donna lo creò. Catechesi sull’amore umano Città Nuova Editrice – Libreria Editrice Vaticana Roma 1987 255.
Acerca de la relación entre “naturaleza y gracia” las discusiones, por años, han sido particularmente fuertes, y han dependido de los presupuestos filosóficos y teológicos de los autores. Para examinar la problemática, por ejemplo, en los últimos decenios del s. XIX y comienzos del XX (Pierre Rousselot, Joseph Marèchal, Reginald Garrigou-Lagrange) hasta la época del Conc. Vat. II, el recordado P. Gerardo ARANGO PUERTA, S. J. elaboró su tesis doctoral en teología: Deseo natural de ver a Dios contribución a la historia de la teología católica del siglo XX, Pontificia Universitas Gregoriana - Pontificia Universidad Javeriana Bogotá 1973. De su texto deseo resaltar el énfasis que da el autor a la necesidad de considerar que dicha relación debe comprenderse como “interpersonal” muchísimo más que como si se tratara de una “cosa”, así dicha relación necesariamente haya de tener consecuencias ónticas: contra un extrinsecismo de la gracia, aboga por un ser humano que no puede llegar a su plena realización sin ella, porque ha sido creado para ella, y, en consecuencia, no existe un “estado de naturaleza pura”, tanto para los seres humanos como para todos los demás seres, al menos en la revelación cristiana. En segundo término, destaca que la gracia es tal pero “en Cristo”, es decir, que toda relación en la naturaleza creada no se da sino en la perspectiva de su “participación en la vida divina en Cristo Jesús” (p. 2ss): el papel mediador de Cristo es de tal manera insustituible e insoslayable, así como la relación intratrinitaria como la base de toda relación con Dios, que no puede haber divinización que no pase por nuestra relación de filiación adoptiva (p. 143-144); y la de todos los demás seres pasa, a través de los seres humanos; por eso se puede afirmar que la creación, toda ella es, en ese sentido, “capax Dei” (cf. nt. 1984), así sea al modo propio, es decir, por parte de cada realidad que ella contiene: por cuanto todos los seres tienden por naturaleza hacia Dios como su fin último, según expresión de S. Tomás de Aquino. En tercer lugar, para el caso del ser humano, se considera que el ser humano siente en lo más profundo de sí un deseo insaciable por la “plena verdad” así como como también por la “perfecta felicidad”: en uno y otro caso nuestro conocimiento, así como nuestro deseo por el bien y la belleza, que sólo se pueden obtener por medio de nuestros sentidos, no bastan para satisfacer nuestros deseos naturales por ellos – como explicaba S. Tomás en la Summa contra Gentes, L. III, en razón de la analogía del ser –: siempre quedará en nosotros un deseo natural que tiende a un conocimiento y a unas realidades más perfectas” (p. 40). En cuarto término, es significativa como principio de realidad y en orden al método teológico su anotación de que “la inteligencia no es el sentido de lo divino sino porque es el sentido de lo real” (p. 53). En quinto lugar, afirma que “la naturaleza humana es como ‘una inclinación hacia el ser infinito en cuanto que Él es el bien de los seres inteligentes” (p. 57). En sexto término, señala que “existe un dinamismo natural en el espíritu creado que lo orienta hacia la visión intuitiva de la esencia divina como hacia su mayor perfección posible y que se manifiesta en un deseo natural implícito de ver la esencia de Dios” (p. 108). Finalmente, afirma que dicha relación “se vive como una vocación en nuestra situación concreta”, es decir, “en la ciudad secular”, lo cual posee serias implicaciones en todos los ámbitos del actuar humano.
Las “capacidades humanas” son mencionadas en esta investigación un número significativo de veces, lo que nos indica que todas ellas expresan en alguna forma esa vocación del hombre en Cristo; y no sólo como una posibilidad de obrar sino, como aseguramos en esta investigación, como una condición del ser.
[8] Afirma al respecto la COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL: “35. Además, la encarnación y la resurrección extienden también a la eternidad la identidad sexual originaria de la imagen de Dios. El Señor resucitado, ahora que está sentado a la derecha del Padre, sigue siendo un hombre. Posemos observar además que la persona santificada y glorificada de la Madre de Dios, asunta corporalmente ahora al cielo, continua siendo una mujer. Cuando en Ga 3,28 san Pablo anuncia que en Cristo llegan a anularse todas las diferencias, inclusive aquella entre hombre y mujer, está diciendo que ninguna diferencia humana puede impedir nuestra participación en el misterio de Cristo. La Iglesia no ha acogido la tesis de san Gregorio de Niza y de algún otro Padre de la Iglesia, que sostenían que las diferencias sexuales en cuanto tales serían anuladas a partir de la resurrección. Las diferencias sexuales entre hombre y mujer, aún manifestándose ciertamente con atributos físicos, trascienden de hecho lo puramente físico y tocan al misterio mismo de la persona”: Documento Comunione e Servizio. La persona umana creata a immagine di Dio, de las sesiones plenarias efectuadas en Roma entre 2000 y 2002, aprobado en forma específica, aprobado por su Presidente, Card. J. Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en:
[9] "En la concepción bíblica, se trata de una inmortalidad "dialogística" (resurrección); es decir, la inmortalidad no resulta simplemente del no poder morir de lo indivisible, sino de la acción salvadora del amante que tiene poder para hacer inmortal. El hombre no puede, por tanto, perecer totalmente, porque es conocido y amado por Dios. Si todo amor quiere eternidad, el amor de Dios no sólo quiere, sino que opera y es inmortalidad... Puesto que la inmortalidad en el pensamiento bíblico no procede del propio poder de lo indestructible en sí mismo, sino del hecho de haber entrado en diálogo con el Creador, debe llamarse resurrección (en sentido pasivo)..." (J. RATZINGER: "Resurrección de la carne - aspecto teológico", en Sacramentum Mundi. Enciclopedia teológica Herder Barcelona vol. VI 1976 74-75).
[11] Joseph RATZINGER explica que, en la Revelación, “el pueblo es el verdadero y más profundo «autor» de las Escrituras […] Por un lado, este libro – la Escritura – es la pauta que viene de Dios y la fuerza que indica el camino al pueblo, pero por otro, vive sólo en ese pueblo, el cual se trasciende a sí mismo en la Escritura, y así – en la profundidad definitiva en virtud de la Palabra hecha carne – se convierte precisamente en pueblo de Dios. El pueblo de Dios – la Iglesia – es el sujeto vivo de la Escritura; en él, las palabras de la Biblia son siempre una presencia. Naturalmente, esto exige que este pueblo reciba de Dios su propio ser, en último término, del Cristo hecho carne, y se deje ordenar, conducir y guiar por Él”: Jesús de Nazaret, o. c.  p. 26, nt. 57,17.
[12] La exposición de estos tres efectos de la unción bautismal por el Espíritu puede encontrarse desarrollada en la Constitución Lumen Gentium del Conc. Vat. II, en los nn. 11, 12 y 13.
[13] Esta realidad teológica posee una raigambre y una tradición enorme. Desde S. Agustín, en varios textos, pero, de igual modo, S. Gregorio Magno, Fulgencio de Ruspe, Casiodoro, S. Isidoro de Sevilla, Ruperto de Dacia, Godofredo de Admont (+1165), Hugo de San Víctor (+1141), Anselmo de Havelberg, S. Bruno (+1101), Odón de Ourskamp, Godofredo de Babion, Pedro Lombardo, Zacarías Crisopolitano, Roberto de Melún, Pedro de Poitiers, Esteban Langton, Guillermo de Auvergne, S. Alberto Magno, S. Tomás de Aquino, Mateo de Aquasparta y Bartolomé de Boloña, para citar los más sobresalientes. Para una exposición sistemática de la materia, cf. Michael SCHMAUS: Teología Dogmatica v. IV: La Iglesia Rialp Madrid 1963 2ª 73-81.
[14] Tanto a los recién convertidos como a los que llevaban algún tiempo participando de la vida de la comunidad, primero los Apóstoles, luego sus sucesores, los Obispos, les impartían la “catequesis” en la que se explicaban principalmente las Escrituras. La referencia a la enseñanza de los Apóstoles ha llegado a ser norma de la fe para los creyentes: también por eso la Iglesia es “apostólica”.
[15] No consiste en la mera amistad y cercanía, sino en una verdadera unión de espíritus, de una solidaridad efectiva con los miembros pobres de la comunidad – no sólo eclesial – en la que viven, hasta llegar a poner en común y a disposición incluso los bienes propios. En otras palabras, es el amor de caridad.
[16] Era otro de los nombres con los que designaban la “misa” o “eucaristía” de hoy. A partir de la comida judía, en la que se pronuncia una bendición, como vimos en el capítulo precedente, los primeros cristianos prosiguieron el gesto de Jesús, sus palabras y acciones de entrega. Al principio se hacía en las casas y en medio de una comida.
[17] La oración era permanentemente recomendada y realizada. Los primeros cristianos la empleaban para acompañar, p. ej., la designación de los colaboradores y de los sucesores de los Apóstoles; en tiempo de persecuciones, acompañada de ayunos y limosnas. Oraban tanto individualmente como en pareja y en grupos o asambleas. Lo hacían por gratitud, pero también en momentos críticos, como en la prisión.
Las cuatro características, empero, son definitorias de la comunidad cristiana como lugar de unidad y de amor: Lucas no quiso simplemente mencionarlas como un recuerdo de algo del pasado, sino como modelo y norma de la Iglesia para siempre, camino que debe ser profundizado en cada época, abriéndose cada persona y comunidad, cada vez más, a la acción de la Trinidad.
La “communio sanctorum”, mencionada en esa ocasión, se ha de entender no principalmente en un sentido “horizontal” sino en sentido, más bien, “vertical”, en razón de que aquello que la produce es la participación en la santidad de Dios, en su Espíritu, en Cristo, en su Palabra y en sus sacramentos.
Sobre el camino hacia la profundidad del misterio de Dios, conducidos por el mismo Dios, como actividad típica del teólogo, véase la Audiencia del Papa BENEDICTO XVI, el 6 de abril de 2011, al referirse a Santa Teresita del Niño Jesús, en: http://press.catholica.va/news_services/bulletin/news/27184.php?index=27184&lang=sp
[22] « Pablo no tiene absolutamente en cuenta la dicotomía griega “alma y cuerpo”… El Apóstol recurre a una suerte de tricotomía en la que la totalidad del hombre es cuerpo, alma y espíritu… Todos estos términos son móviles y la división misma no posee una frontera fija. Existe una insistencia sobre el hecho de que el cuerpo y el alma son capaces de ser “neumáticos”, espirituales» (Beda RIGAUX: Dieu l’a ressuscité. Exégèse et théologie biblique Duculot Gembloux 1973 406-408). Esta nt. está en el texto.
[24] JUAN PABLO II: Audiencia General del 10 de febrero de 1982, en:   http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/1982/documents/hf_jp-ii_aud_19820210_sp.html
[26] S. Tomás DE AQUINO: ST IIa-IIae qq. 17-18.
[27] Ibíd., q. 19.
[28] Ibíd., q. 20.
[29] Ibíd., q. 21.
[30] Recuérdese el primer ensayo sobre la materia, de S. Agustín DE HIPONA: La ciudad de Dios BAC Madrid 1988 4ª.
[31] Una obra fundamental al respecto, sobre todo en su consideración de la teología litúrgica, es: Jean MOUROUX: El misterio del tiempo Estela Barcelona 1965 1ª.




Notas finales

[i] El Papa BENEDICTO XVI, con ocasión de sus catequesis durante el Año Paulino – 2008-2009 –, se refirió a este aspecto, la vida nueva en Cristo y la constitución histórica de la Iglesia como la comunidad por medio de la cual y en la cual se realiza esta vida nueva, desde el punto de vista de la sacramentalidad, en su audiencia general del 10 de diciembre: “Pero se pone entonces la cuestión: ¿cómo podemos entrar nosotros en este nuevo inicio, en esta nueva historia? ¿Cómo esta nueva historia llega hasta mí? Con la primera historia salpicada estamos inevitablemente unidos por nuestra ascendencia biológica, perteneciendo nosotros todos al único cuerpo de la humanidad. ¿Pero la comunión con Jesús, el nuevo nacimiento para entrar a formar parte de la nueva humanidad, cómo se realiza? ¿De qué manera llega Jesús a mi vida, a mi ser? La respuesta fundamental de san Pablo, de todo el Nuevo Testamento es: nos llega por obra del Espíritu Santo. Si la primera historia se encamina, por así decir, con la biología, la segunda se encamina en el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo resucitado. Este Espíritu ha creado en Pentecostés el comienzo de la nueva humanidad, de la nueva comunidad, la Iglesia, el Cuerpo de Cristo.
Pero debemos ahora ser más concretos: este Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo, ¿cómo puede llegar a ser Espíritu mío? La respuesta es que ello ocurre de tres maneras, íntimamente conexas entre sí. La primera es esta: el Espíritu de Cristo toca a las puertas de mi corazón, me toca interiormente. Pero, porque la nueva humanidad debe ser un verdadero cuerpo, porque el Espíritu debe reunirnos y realmente crear una comunidad, porque es característico del nuevo comienzo superar las divisiones y crear la congregación de los dispersos, este Espíritu de Cristo se sirve de dos elementos de agregación visible: de la Palabra del anuncio y de los Sacramentos, particularmente del Bautismo y de la Eucaristía […]”: En: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/23033.php?index=23033&po_date=10.12.2008&lang=sp (La cursiva la he introducido en el texto. Traducción mía).

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