Capítulo V

Continuación (I.3.a)



3. Nueva revisión de la humanización desde la dimensión humano divina y desde el principio revelatorio de la encarnación del Verbo: interpretación antropológica que pone de relieve los significados y los valores emergentes de los anteriores datos, con vistas a su empleo en la ética y en la moral teológica.


La “interpretación antropológica” de todo este cúmulo de datos, se impone entonces como el momento sucesivo y sintético de nuestro proceso analítico y discursivo, pues hemos de examinarlos en la perspectiva desde la que hemos querido presentarlos, es decir, no sólo como dinamismos que co-definen al ser humano en su especificidad, sino también como “palabra de Dios” pronunciada en el ser humano: no sólo lo que varón y mujer dicen, sino todo cuanto ellos son se convierte en otros tantos “órganos para Dios”[1].

Si bien es cierto que a lo largo de la exposición hemos ido marcando en ellos algunos énfasis y abriéndoles horizontes, ya que, en ciertos casos, los datos – tomados aisladamente – más parecieran enclaustrar – o alienar – al ser humano, es necesario “re-situarlos” en razón de nuestro ejercicio teológico moral y canónico. Se trata de una necesidad imperiosa, sin duda, ya que, corremos el riesgo de perder su “realidad”, la unidad en la diversidad. El mismo Papa JUAN PABLO II también lo había urgido a los teólogos morales en 1993, cuando advertía que

“Ciertamente, la teología moral y su enseñanza se encuentran hoy ante una dificultad particular. Puesto que la doctrina moral de la Iglesia implica necesariamente una dimensión normativa, la teología moral no puede reducirse a un saber elaborado sólo en el contexto de las así llamadas ciencias humanas. Mientras éstas se ocupan del fenómeno de la moralidad como hecho histórico y social, la teología moral, aun sirviéndose necesariamente también de los resultados de las ciencias del hombre y de la naturaleza, no está en absoluto subordinada a los resultados de las observaciones empírico-formales o de la comprensión fenomenológica. En realidad, la pertinencia de las ciencias humanas en teología moral siempre debe ser valorada en relación con la pregunta primigenia: ¿Qué es el bien o el mal? ¿Qué hacer para obtener la vida eterna? […] La afirmación de los principios morales no es competencia de los métodos empírico-formales. La teología moral, fiel al sentido sobrenatural de la fe, sin rechazar la validez de tales métodos, —pero sin limitar tampoco a ellos su perspectiva—, mira sobre todo a la dimensión espiritual del corazón humano y su vocación al amor divino.”[2]

Conforme a ello, es necesario, primeramente, hacer la precisión semántica de esa expresión acuñada por el mismo Pontífice:

“El concepto de "antropología adecuada" ha sido explicado en el mismo texto [de la catequesis] como «comprensión e interpretación del hombre en lo que es esencialmente humano». Este concepto determina el principio mismo de reducción, propio de la filosofía del hombre; indica el límite de este principio, e indirectamente excluye que se pueda traspasar este límite. La antropología "adecuada" se apoya sobre la experiencia esencialmente "humana", oponiéndose al reduccionismo de tipo "naturalístico", que frecuentemente va junto con la teoría evolucionista acerca de los comienzos del hombre”[3].

Nuestra investigación halla aquí un punto que es del todo fundamental y determinante, ya que es hacia este núcleo y semilla germinal, sumamente sintético y condensado, repleto de elementos y potencialidades, a donde se quiere atraer la atención, como punto (¿”nuevo”?) de partida para replantear los fundamentos antropológicos del amplio panorama relativo:

·         a la búsqueda, conocimiento, abrazo y permanencia en la verdad, especialmente acerca de Dios y de la Iglesia;
·         a la indagación y transmisión de las variadas disciplinas mediante la enseñanza, particularmente en las Universidades católicas, teniendo en cuenta la doctrina católica y, ciertamente, manteniendo intacta la científica autonomía que tales disciplinas poseen;
·         al tratamiento, reflexión y gestión académica, mediante asignaturas, ante todo de aquellas problemáticas teológicas que están lógicamente encadenadas con las disciplinas de las mismas Facultades;
·         y, además, a la preocupación, por parte de todas las Autoridades no menos que por parte de los profesores de las Universidades y facultades eclesiásticas, a fin de que se preocupen por hacer que esas diversas facultades de la Universidad se pongan al servicio mutuamente en la medida que el asunto lo permita, y de establecer una cooperación mutua entre la propia Universidad o facultad y otras Universidades y facultades, incluso no eclesiásticas, por medio de la cual ellas mismas se pongan de acuerdo para lograr efectivamente, en acción conjunta, un mayor incremento de las ciencias, mediante congresos, investigaciones científicas coordinadas y por otros medios.

El problema que ahora nos reclama posee, pues, al menos, dos niveles: uno, mirar al ser humano en su condición individual y social en su calidad de “cuerpo”; otra, en observarlo desde el punto de vista de cuerpo orientado a la acción, y, en particular, a la acción moral. No se trata de examinar, aún, las razones y justificaciones “inmediatas” para obrar – o no – en un sentido u otro, con vistas a la realización “objetiva” humana del sujeto moral; sino, en preguntarnos, si, por todo lo dicho, en sus condiciones “últimas” y remotas de posibilidad, el ser humano es, entonces, no sólo capaz de obrar moralmente en general, de conducir un comportamiento adecuado y coherente con su propia dignidad, como hemos afirmado, sino, más aún, dentro de qué líneas generales, dentro de qué horizontes deliberativos, actitudinales y decisionales – vocacionales –, él se encuentra situado históricamente de modo que pueda aspirar a su propia realización, precisamente en los cuatro aspectos que hemos enunciado un poco más arriba.

a. La corporeidad humana en cuanto autoconciencia y autodeterminación[4]

JUAN PABLO II correlaciona los textos bíblicos con la experiencia y la introspección humana. En la serie de catequesis dedicada precisamente a la “teología del cuerpo” o del “significado del cuerpo” (septiembre de 1979 a abril de 1980), desglosa el asunto a través del estudio del “significado originario de la soledad, de la unidad y de la desnudez” del cuerpo. Contextualicemos, ante todo, la problemática que el Santo Padre propuso y decidió estudiar durante varios años.

Para ese entonces (1979) se estaba preparando el Sínodo (mundial) de los Obispos sobre “la misión de la familia cristiana”, e invitó a toda la Iglesia a acompañarlo en su reflexión sobre las raíces más profundas de la misma. Se trataba de examinar, con los elementos de exégesis que se poseen hoy en día, la interpretación misma elaborada por los autores bíblicos, que comportaba el “descubrimiento” que ellos hicieron acerca del ser humano, resultado, simultáneamente, de su captación en la fe de lo que Dios está creando en sus hijos, los seres humanos, y de su experiencia propia reflexionada a esa misma luz. Para ello, el Papa tomó pie de una expresión de Jesús en la que, al tratar del matrimonio y de la objeción que sobre el divorcio le planteaban los eruditos de su época, aludía “al principio” (cf. Mt 19, 3ss; Mc 10, 2ss), entendiendo por éste el contenido de aquellos textos del Libro del Génesis que se refieren al ser humano considerado en su origen inmediato en Dios. La preocupación, por lo tanto, del Santo Padre era evidenciar y elaborar, dice él, la “antropología”, esto es, la ciencia fundamental acerca del ser humano, encerrada en este libro (del Gn). En esta forma él explicaba que

«al hablar de las originarias experiencias humanas, tenemos en la mente no tanto su lejanía en el tiempo, cuanto más bien su significado fundante. Lo importante, pues, no es que estas experiencias pertenezcan a la prehistoria del hombre (a su "prehistoria teológica"), sino que estén siempre en la raíz de toda experiencia humana. Esto es verdad, aun cuando no se presta mucha atención a estas experiencias esenciales en el desarrollo ordinario de la existencia humana. Efectivamente, están tan entrelazadas con las cosas ordinarias de la vida, que en general no nos damos cuenta de su carácter extraordinario. La experiencia humana del cuerpo, tal como la descubrimos en los textos bíblicos citados, se encuentra ciertamente en los umbrales de toda la experiencia "histórica" sucesiva. Sin embargo, parece apoyarse también sobre una profundidad ontológica tal, que el hombre no la percibe en la propia vida cotidiana, aun cuando al mismo tiempo y en cierto modo la presupone y la postula como parte del proceso de formación de la propia imagen»[5].

El Papa insistía en ese carácter paradigmático del texto bíblico cuando se refería al “principio”:

“Ya al comienzo de nuestras meditaciones hemos constatado que Cristo, al remitirse al "principio", nos lleva, en cierto modo, más allá del límite del estado pecaminoso hereditario del hombre hasta su inocencia originaria; él nos permite encontrar así la continuidad y el vínculo que existe entre estas dos situaciones, mediante las cuales se ha producido el drama de los orígenes y también la revelación del misterio del hombre al hombre histórico”.[6]
                   
“La teología, basándose en esto, ha construido la imagen global de la inocencia y de la justicia originaria del hombre, antes del pecado original, aplicando el método de la objetivación, específico de la metafísica y de la antropología metafísica. En el presente análisis tratamos más bien de tomar en consideración el aspecto de la subjetividad humana; ésta, por lo demás, parece encontrarse más cercana a los textos originarios, especialmente al segundo relato de la creación, esto es, el yahvista.”[7]
“Por medio de la categoría del "a posteriori histórico", tratamos de llegar al sentido originario del cuerpo, y de captar el vínculo existente entre él y la índole de la inocencia originaria en la "experiencia del cuerpo", como se hace notar de manera tan significativa en el relato del libro del Génesis. Llegamos a la conclusión de que es importante y esencial precisar este vínculo no sólo en relación con la "prehistoria teológica" del hombre, donde la convivencia del varón y de la mujer estaba casi completamente penetrada por la gracia de la inocencia originaria, sino también en su posibilidad de revelarnos las raíces permanentes del aspecto humano y sobre todo teológico del ethos del cuerpo”. [8]
“4. La inocencia originaria pertenece al misterio del "principio" humano, del que se separó después el hombre "histórico" cometiendo el pecado original. Pero esto no significa que no esté en disposición de acercarse a ese misterio mediante su ciencia teológica. Aunque una barrera insuperable nos aparte de lo que el hombre fue entonces como varón y mujer, mediante el don de la gracia unido al misterio de la creación, y de lo que ambos fueron el uno para el otro, como don recíproco, sin embargo, intentamos comprender ese estado de inocencia originaria en conexión con el estado "histórico" del hombre después del pecado original: "status naturae lapsae simul et redemptae".”[9]


Así, pues, en la perspectiva del Papa Juan Pablo II, cuando se trata de mirar a la “historia” del ser humano, ésta se caracteriza por estar, toda ella, marcada por la presencia del pecado. Pero, así como se suele diferenciar en la “historia” un período “prehistórico”, así también habría de procederse en el ámbito teológico, y, más específicamente en una “antropología teológica”, que es lo que intentaron elaborar los autores del Gn en sus dos tradiciones, la yahvista (Gn 2,5-25 y 3,1-4,1), y la sacerdotal (con precedentes elohístas: Gn 1,1-2,4). Dicha “prehistoria revelada” se refiere a la condición humana de “inocencia original”. De lo contrario, el pecado – su consistencia y su gravedad – no quedaría suficientemente explicado. Y la pretensión de Jesús, en los textos antes citados, era esa, precisamente: fundamentar exactamente en la relación radical de Dios con los hombres su discusión.

Por otra parte, la experiencia concreta de las personas permite insinuar la esperanza de la “redención del cuerpo”, una esperanza que sólo la revelación puede confirmar (cf. Rm  8,23), pero a la que ya apuntaba, insinuante y exigitiva – como promesa del mismo Dios –, el texto del Protoevangelio (Gn 3,15).

Teniendo como base el anterior presupuesto, el Papa exploró cuatro asuntos principales: el de la creación del ser humano como “varón y hembra” y el argumento relativo a su “dignidad”; el de las cinco “antítesis” de la “soledad original” (esto es: la auto-conciencia de distinción frente a las cosas y animales creados; la auto-conciencia como conciencia de autodeterminación; la auto-conciencia como autoconciencia de realizar actividad específicamente humana; la autoconciencia de ser hombre-mujer, distintos, complementarios, iguales en salir de la mano de Dios; la autoconciencia de la vocación a la comunión del hombre y la mujer); el de la “unidad originaria” de la pareja humana; y, finalmente, el del “significado de la desnudez original”. Veremos en forma sinóptica algunos de estos argumentos en sus líneas principales.

Antes, sin embargo, hay que advertir que la experiencia de la Revelación por parte de Israel permite destacar aquellos aspectos que proporciona una lectura “antropológica-teológica” acerca de la corporeidad, y que, al hacerlo, esta lectura, refiriéndose al ser humano “sin más”, llega a formar parte integral del patrimonio cultural de la humanidad. Más aún, ya en perspectiva de la fe cristiana, así sea como propuesta para toda persona, ella misma está destinada a “iluminar”, a “completar” y a “elevar” dicha realidad a niveles que la sola razón humana no alcanza, al fijarle como máximo horizonte el querer mismo revelado por Dios y al proporcionar a la libertad la “capacitación” que, para alcanzarlo, proviene de la gracia salvadora de Cristo, mediante la cual se realiza la vocación más profunda a la que todo hombre y mujer están llamados en Él.

1) La mutua igualdad y recíproca complementariedad de hombre y mujer
El primer dato que es necesario resaltar tiene qué ver con la gratuidad de la donación en la que consiste la existencia humana, y que es la condición de posibilidad para la comunión de personas, tal como se expresa en la simbólica humana. Refiriéndose a este dato “constitucional” humano, precisamente el Papa Juan Pablo II señaló:

“En el misterio de la creación, el hombre y la mujer han sido "dados" por el Creador, de modo particular, el uno al otro, y esto no sólo en la dimensión de la primera pareja humana y de la primera comunión de personas, sino en toda la perspectiva de la existencia del género humano y de la familia humana. El hecho fundamental de esta existencia del hombre en cada una de las etapas de su historia es que Dios "los creó varón y mujer"; efectivamente, siempre los crea de este modo y siempre son así. La comprensión de los significados fundamentales, encerrados en el misterio mismo de la creación, como el significado esponsalicio del cuerpo (y de los condicionamientos fundamentales de este significado) es importante e indispensable para conocer quién es el hombre y quién debe ser, y por lo tanto cómo debería plasmar la propia actividad. Es cosa esencial e importante para el porvenir del ethos humano[10]

De la misma manera, esta humanidad nuestra, típica de la “familia humana”, se caracteriza por la mutua igualdad en la dignidad que se han llegado a reconocer hombres y mujeres, así como en la calidad que ha de expresarse en todo su trato, particularmente en la esfera de las relaciones denominadas “intimas matrimoniales”. El mismo Papa Juan Pablo II destacaba la dimensión constitutiva antropológica radical de estas relaciones de la siguiente manera:

El varón y la mujer, uniéndose entre sí (en el acto conyugal) tan íntimamente que se convierten en "una sola carne", descubren de nuevo, por decirlo así, cada vez y de modo especial, el misterio de la creación, retornan así a esa unión en la humanidad, ("carne de mi carne y hueso de mis huesos") que les permite reconocerse recíprocamente y, llamarse por su nombre, como la primera vez. Esto significa revivir, en cierto sentido, el valor originario virginal del hombre, que emerge del misterio de su soledad frente a Dios y en medio del mundo. El hecho de que se conviertan en "una sola carne" es un vínculo potente establecido por el Creador, a través del cual ellos descubren su propia humanidad, tanto en su unidad originaria, como en la dualidad de un misterioso atractivo recíproco. Pero el sexo es algo más que la fuerza misteriosa de la corporeidad humana, que obra casi en virtud del instinto. A nivel del hombre y en la relación recíproca de las personas, el sexo expresa una superación siempre nueva del límite de la soledad del hombre inherente a la constitución de su cuerpo y determina su significado originario. Esta superación lleva siempre consigo una cierta asunción de la soledad del cuerpo del segundo "yo" como propia. […] Todo el contexto de la formulación lapidaria no nos permite detenernos en la superficie de la sexualidad humana, no nos consiente tratar del cuerpo y del sexo fuera de la dimensión plena del hombre y de la "comunión de las personas", sino que nos obliga a entrever desde el "principio" la plenitud y la profundidad propias de esta unidad, que varón y mujer deben constituir a la luz de la revelación del cuerpo.”[11]

En efecto, la comunicación interpersonal que caracteriza tal relación es descrita ya por los autores bíblicos como la atracción y, más aún, como el encuentro entre dos que son carne de su carne y hueso de su hueso: “varona”, en la traducción que hace alguno para expresar los términos queridos por el autor hebreo (Gn 2,23)[12]. El texto, tal como hoy lo interpretan los exégetas, habla de una reciprocidad fundamental en la relación esponsal, y nunca de una primacía ni histórica ni mucho menos ontológica, en el querer original de Dios, según aparece en los relatos “etiológicos” del libro del Génesis (1,27ss).

La entrega recíproca, según el mismo texto, es significada también por el aspecto carnal de la unión. Explicaba a este propósito JUAN PABLO II:

“3. Evidentemente, esto es también importante en cuanto al "arquetipo" de nuestro modo de considerar al hombre corpóreo, su masculinidad y su feminidad, y por tanto su sexo. Efectivamente, así a través del término "conocimiento", utilizado en el Gn 4, 1-2 y frecuentemente en la Biblia, la relación conyugal del hombre y la mujer, es decir, el hecho de que, a través de la dualidad del sexo, se conviertan en una "sola carne", ha sido elevado e introducido en la dimensión específica de las personas. El Génesis 4, 1-2 habla sólo del "conocimiento" de la mujer por parte del hombre, como para subrayar sobre todo la actividad de este último. Pero se puede hablar también de la reciprocidad de este "conocimiento", en el que hombre y mujer participan mediante su cuerpo y su sexo. Añadamos que una serie de sucesivos textos bíblicos, como, por lo demás, el mismo capítulo del Génesis (cf. p. ej., Gn 4, 17; 4, 25), hablan con el mismo lenguaje. Y esto hasta en las palabras que dijo María de Nazaret en la Anunciación: "¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?" (Lc 1, 34).
“4. Así, con este bíblico "conoció", que aparece por primera vez en el Gn 4, 1-2, por una parte nos encontramos frente a la directa expresión de la intención humana (porque es propia del conocimiento) y, por otra, frente a toda la realidad de la convivencia y de la unión conyugal, en la que el hombre y la mujer se convierten en una "sola carne". Al hablar aquí de "conocimiento", aunque sea a causa de la pobreza de la lengua, la Biblia indica la esencia más profunda de la realidad de la convivencia matrimonial. Esta esencia aparece como un componente y a la vez como un resultado de esos significados, cuya huella tratamos de seguir desde el comienzo del estudio; efectivamente, forma parte de la conciencia del significado del propio cuerpo. Simultáneamente se convierten así como en el único sujeto de ese acto y de esa experiencia, aún siendo, en esta unidad, dos sujetos realmente diversos. Lo que nos autoriza, en cierto sentido, a afirmar que "el marido conoce a la mujer", o también, que ambos "se conocen" recíprocamente. Se revelan, pues, el uno a la otra, con esa específica profundidad del propio "yo" humano, que se revela precisamente también mediante su sexo, su masculinidad y feminidad. Y entonces, de manera singular, la mujer "es dada" al hombre de modo cognoscitivo, y él a ella.”[13]

De esa manera se asume el significado simbólico esponsal del cuerpo[14], se lo hace cumplir su implícito destino, el cual no consiste en cerrarse sobre sí mismo, sino en lograrse y realizarse plenamente mediante el don de sí, que es la característica esencial del amor humano[15], don por el cual el ser humano trasciende, como dijimos, hacia el nivel de la libertad, de los valores y del significado de la vida, del espíritu y de lo divino[i].

La mutua entrega de estos dos que se aman con amor matrimonial[16] no absorbe, sin embargo, al uno en el otro, no los desintegra en sus peculiaridades; los considera siempre, por el contrario, en la riqueza propia de la individualidad. Así se evita “cosificar” al otro y manipularlo en sus pensamientos, en sus gustos o en sus condiciones propias de ser, mientras que, por el contrario, lo ayuda a ser él mismo, en su originalidad. De ahí que la mutua entrega permita seguir aportando al otro, en su comunicación, la riqueza de su permanente desarrollo, y así la unión de ambos se afirma y consolida más. El Papa JUAN PABLO II, en la misma ocasión citada, afirmaba sobre este punto:

“[…] según el libro del Génesis, datum y donum son equivalentes. Sin embargo, el Génesis 4, 1-2 acentúa sobre todo el datum. En el "conocimiento" conyugal, la mujer "es dada" al hombre y él a ella, porque el cuerpo y el sexo entran directamente en la estructura y en el contenido mismo de este "conocimiento". Así, pues, la realidad de la unión conyugal, en la que el hombre y la mujer se convierten en "una sola carne", contiene en sí un descubrimiento nuevo y, en cierto sentido, definitivo del significado del cuerpo humano en su masculinidad y feminidad. Pero, a propósito de este descubrimiento, ¿es justo hablar de "convivencia sexual"?. Es necesario tener en cuenta que cada uno de ellos, hombre y mujer, no es sólo un objeto pasivo definido por el propio cuerpo y sexo, y de este modo determinado "por la naturaleza". Al contrario, precisamente por el hecho de ser varón y mujer, cada uno de ellos es "dado" al otro como sujeto único e irrepetible, como "yo", como persona. El sexo decide no sólo la individualidad somática del hombre, sino que define al mismo tiempo su personal identidad y ser concreto. Y precisamente en esta personal identidad y ser concreto, como irrepetible "yo" femenino-masculino, el hombre es "conocido" cuando se verifican las palabras del Génesis 2, 24: "El hombre... se unirá a su mujer y los dos vendrán a ser una sola carne". El "conocimiento" de que habla el Génesis 4, 1-2 y todos los textos sucesivos de la Biblia, llega a las raíces más íntimas de esta identidad y ser concreto, que el hombre y la mujer deben a su sexo. Este ser concreto significa tanto la unicidad como la irrepetibilidad de la persona.”[17]

El amor está formado, por tanto, por características comunes a los que se aman y por características individuales, amalgamadas de tal forma que permiten la integración personal de cada uno de ellos y la integración esponsal de ambos. “Permiten”, decimos, pues ello se logra con la benevolencia de los esposos, es decir, con tal de que ellos quieran nutrir y renovar permanentemente su decisión.

A este sentido unitivo del amor esponsal va inseparablemente articulada la apertura de ambos a acoger una nueva vida humana, conforme al principio “amor diffussivum sui” (“el amor es difusivo de sí mismo”). Se trata de la sincera disposición de los esposos a mostrar una solidaridad que va más allá de ellos mismos, una solidaridad que se manifiesta en la decisión y en la actuación en favor del respeto por esa nueva vida, en favor de la promoción de los valores que le son propios suyos y de su originalidad propia.

“El término “amor”, sin embargo, como es sabido, se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y también de las que más se abusa, y a la cual damos acepciones totalmente diferentes”[18]. Así mismo, las experiencias humanas narradas, típicas de la pareja humana, se ven asediadas por distintas limitaciones, de las que también ella debería ser consciente con la ayuda de los análisis provenientes de las diversas ciencias humanas. Y al hacerlo, es siempre conveniente tener presente el criterio de que no es lo mismo la “fisiología” (término que empleamos aquí analógicamente, por supuesto) de las relaciones humanas, que su “patología”, cosa que con mucha frecuencia se olvida.

Las reflexiones anteriores permiten dar un paso adelante[ii]. Refiriéndonos a los textos del Papa Juan Pablo II[iii], hemos encontrado que el ser humano se reconoce como hombre-mujer pero fundamentalmente en, y a partir de, su común humanidad, “solos” en relación con Dios y con el mundo, como dos maneras distintas de ser igualmente humanos, pero, también, complementarios en reciprocidad. A este reconocimiento lo denominamos conciencia refleja de sí, o autoconciencia del cuerpo, y a la decisión que en cada uno radica, la denominamos, con el mismo Pontífice, autodeterminación del cuerpo. Es decir, que la propia condición corporal o encarnatoria del ser humano es la que le permite no sólo tomar conciencia acerca de sí misma, en su diferenciación y complementariedad, sino que en ella, y gracias a ella misma, es posible radicar su ejercicio de libertad. Es lo que pasamos seguidamente a analizar. 

2) La autoconciencia

Al hacer el análisis del problema de la “soledad original del hombre” – aquí el término “hombre”, como hemos visto, y solemos emplearlo en la investigación, no se refiere en principio sólo al “varón”, sino, genéricamente al ser humano – el Papa Juan Pablo precisa que en su intento quiere ir hasta la estructura constitutiva humana:

“Esto corresponde a la estructura de la soledad del hombre, y en concreto a la "soledad de los dos". La elección (de la pareja) como expresión de autodeterminación, se apoya sobre el fundamento de esa estructura, es decir, sobre el fundamento de su autoconciencia”[19].

Encontrarse el hombre, pues, sólo ante Dios, no sólo le permite descubrir que él mismo es un ser-en-relación, sino que, también, su relación con el mundo estructuralmente no colma sus posibilidades y aspiraciones. Debe “conocer” el mundo visible, por supuesto, pero ese conocimiento no lo agota en sus capacidades, sino que lo conduce a confrontarse a sí mismo, en la originalidad de su propio ser. El Papa lo explica de la siguiente forma:

“6. El texto yahvista nos permite, sin embargo, descubrir incluso elementos ulteriores en ese maravilloso pasaje, en el que el hombre se encuentra solo frente a Dios, sobre todo para expresar, a través de una primera autodefinición, el propio autoconocimiento, como manifestación primitiva y fundamental de humanidad. El autoconocimiento va a la par del conocimiento del mundo, de todas las criaturas visibles, de todos los seres vivientes a los que el hombre ha dado nombre para afirmar frente a ellos la propia diversidad. Así, pues, la conciencia revela al hombre como el que posee la facultad cognoscitiva respecto al mundo visible. Con este conocimiento que lo hace salir, en cierto modo, fuera del propio ser, al mismo tiempo el hombre se revela a sí mismo en toda su peculiaridad de su ser. No está solamente esencial y subjetivamente solo. En efecto, soledad significa también subjetividad del hombre, la cual se constituye a través del autoconocimiento. El hombre está solo porque es "diferente" del mundo visible, del mundo de los seres vivientes. Analizando el texto del libro del Génesis, somos testigos, en cierto sentido, de cómo el hombre "se distingue" frente a Dios-Yahvéh de todo el mundo de los seres vivientes (animalia[20]) con el primer acto de autoconciencia, y de cómo, por lo tanto, se revela a sí mismo y, a la vez, se afirma en el mundo visible como "persona". Ese proceso delineado de modo tan incisivo en el Génesis 2, 19-20, proceso de búsqueda de una definición de sí, no lleva sólo a indicar —empalmando con la tradición aristotélica— el genus proximum, que en el capítulo 2 del Génesis se expresa con las palabras: "ha puesto el nombre", al que corresponde la "diferencia" específica que, según la definición de Aristóteles, es noûs, zoon noetikón. Este proceso lleva también al primer bosquejo del ser humano como persona humana con la subjetividad propia que la caracteriza. 2. Así, pues, estas dos expresiones, esto es, el adjetivo "solo" y el sustantivo "ayuda" parecen ser realmente la clave para comprender la esencia misma del don a nivel del hombre, como contenido existencial inscrito en la verdad de la "imagen de Dios". Efectivamente, el don revela, por decirlo así, una característica especial de la existencia personal, más aún, de la misma esencia de la persona. Cuando Dios Yahvéh dice que "no es bueno que el hombre esté solo" (Gn 2, 18), afirma que el hombre por sí "solo" no realiza totalmente esta esencia. Solamente la realiza existiendo "con alguno", y aún más profundamente y más completamente: existiendo "para alguno". Esta norma de existir como persona se demuestra en el libro del Génesis como característica de la creación, precisamente por medio del significado de estas dos palabras: "solo" y "ayuda". Ellas indican precisamente lo fundamental y constitutiva que es para el hombre la relación y la comunión de las personas. Comunión de las personas significa existir en un recíproco "para", en una relación de don recíproco. Y esta relación es precisamente la realización de la soledad originaria del "hombre". Cuando el "hombre-varón", al despertar del sueño genesíaco, ve al hombre-"mujer", tomada de él, dice: "Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gn 2, 23); estas palabras expresan, en cierto sentido, el comienzo subjetivamente beatificante de la existencia del hombre en el mundo. También este principio, pues, pertenece a una antropología adecuada, y puede ser verificado siempre según ella. Esta verificación puramente antropológica nos lleva, al mismo tiempo, al tema de la "persona" y al tema del "cuerpo-sexo". Esta simultaneidad es esencial. Efectivamente, si tratáramos del sexo sin la persona, quedaría destruida toda la adecuación de la antropología que encontramos en el libro del Génesis. Y entonces estaría velada para nuestro estudio teológico la luz esencial de la revelación del cuerpo, que se transparenta con tanta plenitud en estas primeras afirmaciones”[21].

3) La autodeterminación[22]
 La estructura de “soledad” que, mediante su existencia corpórea, le permite a la persona tomar conciencia acerca de sí mismo y de su condición sexuada[iv], de su estructura relacional o comunional en relación consigo mismo y con el otro sexo, con Dios y con el mundo en el que habita, revela, de igual modo, la capacidad del ser humano de orientar su existencia y de resolver, en concreto, la orientación que le dará a la misma, respondiendo así ante esa triple expresión de su estructura relacional. Y, cuando opta por establecer esta triple relacionalidad, y en dirigirse conforme a ella, “realiza” la “imagen y semejanza de Dios que se encuentra en él”. El Papa lo explica de la siguiente manera:

“En el concepto de soledad originaria se incluye tanto la autoconciencia, como la autodeterminación. El hecho de que el hombre esté "solo" encierra en sí esta estructura ontológica y, al mismo tiempo, es un índice de auténtica comprensión. Sin esto, no podemos entender correctamente las palabras que siguen y que constituyen el preludio a la creación de la primera mujer: "Voy a hacerle una ayuda". Pero, sobre todo, sin el significado profundo de la soledad originaria del hombre, no puede entenderse e interpretarse correctamente toda la situación del hombre creado a "imagen de Dios", que es la situación de la primera, mejor aún, de la primitiva Alianza con Dios.
“2. Este hombre, de quien dice el relato del capítulo primero que fue creado "a imagen de Dios", se manifiesta en el segundo relato como sujeto de la Alianza, esto es, sujeto constituido como persona, constituido a medida de "partner del Absoluto", en cuanto debe discernir y elegir conscientemente entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte. Las palabras del primer mandamiento de Dios-Yahvéh (Gn 2, 16-17) que hablan directamente de la sumisión y dependencia del hombre-creatura de su Creador, revelan precisamente de modo indirecto este nivel de humanidad como sujeto de la Alianza y "partner del Absoluto". El hombre está solo: esto quiere decir que él, a través de la propia humanidad, a través de lo que él es, queda constituido al mismo tiempo en una relación única, exclusiva e irrepetible con Dios mismo. La definición antropológica contenida en el texto yahvista se acerca por su parte a lo que expresa la definición teológica del hombre, que encontramos en el primer relato de la creación ("Hagamos al hombre a nuestra imagen, a nuestra semejanza": Gn 1, 26).
“Su unidad denota sobre todo la identidad de la naturaleza humana; en cambio, la dualidad manifiesta lo que, a base de tal identidad, constituye la masculinidad y la feminidad del hombre creado. Esta dimensión ontológica de la unidad y de la dualidad tiene, al mismo tiempo, un significado axiológico. Del texto del Génesis 2, 23 y de todo el contexto se deduce claramente que el hombre ha sido creado como un don especial ante Dios ("Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho": Gn 1, 31), pero también como un valor especial para el mismo hombre: primero, porque es "hombre"; segundo, porque la "mujer" es para el hombre, y viceversa, el hombre es para la mujer. Mientras el capítulo primero del Génesis expresa este valor de forma puramente teológica, (e indirectamente metafísica), el capítulo segundo, en cambio, revela, por decirlo así, el primer círculo de la experiencia vivida por el hombre como valor. Esta experiencia está ya inscrita en el significado de la soledad originaria, y luego en todo el relato de la creación del hombre como varón y mujer. El conciso texto de Gn 2, 23, que contiene las palabras del primer hombre a la vista de la mujer creada, "tomada de él", puede ser considerado el prototipo bíblico del Cantar de los Cantares. Y si es posible leer impresiones y emociones a través de palabras tan remotas, podríamos aventurarnos también a decir que la profundidad y la fuerza de esta primera y "originaria" emoción del hombre-varón ante la humanidad de la mujer, y al mismo tiempo ante la feminidad del otro ser humano, parece algo único e irrepetible. La soledad del hombre, en el relato yahvista, se nos presenta no sólo como el primer descubrimiento de la apertura, de la trascendencia característica propia de la persona, sino también como descubrimiento de una relación adecuada "a la" persona, y por lo tanto como apertura y espera de una "comunión de personas". Además, la comunión de las personas podía formarse sólo a base de una "doble soledad" del hombre y de la mujer, o sea, como encuentro en su "distinción" del mundo de los seres vivientes (animalia), que daba a ambos la posibilidad de ser y existir en una reciprocidad particular. El concepto de "ayuda" expresa también esta reciprocidad en la existencia, que ningún otro ser viviente podía haber podido asegurar. Para esta reciprocidad era indispensable todo lo que de constitutivo fundaba la soledad de cada uno de ellos, y por tanto también la autoconciencia y la autodeterminación, o sea, la subjetividad y el conocimiento del significado del propio cuerpo. De este modo, el relato yahvista concuerda con el contenido del primer relato. Si, por el contrario, queremos sacar también del relato del texto yahvista el concepto de "imagen de Dios", entonces podemos deducir que el hombre se ha convertido en "imagen y semejanza" de Dios no sólo a través de la propia humanidad, sino también a través de la comunión de las personas, que el hombre y la mujer forman desde el comienzo. La función de la imagen es la de reflejar a quien es el modelo, reproducir el prototipo propio. El hombre se convierte en imagen de Dios no tanto en el momento de la soledad, cuanto en el momento de la comunión. Efectivamente, él es "desde el principio" no sólo imagen en la que se refleja la soledad de una Persona que rige al mundo, sino también y esencialmente, imagen de una inescrutable comunión divina de Personas”[23].


Concluyamos esta sección reafirmando que un examen “antropológico” sólo llega a estar completo cuando también incluye la lectura teológica que remite a las estructuras y dimensiones más profundas del ser humano. Según estas, en una valoración teológica de la corporeidad humana, la dimensión de “comunión de personas” y la necesidad intrínseca del “enriquecimiento recíproco”, típicas de la relación de pareja, abarcarán el plano tanto de su corporeidad como el de su sexualidad, y ellas son, por tanto, una estructura propia de la constitución humana, aún antes cualquier consideración de la existencia humana en su bisexualidad. Esta condición estructural humana, sin embargo, será puesta a prueba constantemente, por cuanto el ser humano, con capacidad de autoconciencia y de autodeterminación, es posible que opte por no llevarla a cabo, y, más bien, en replegarse sobre sí mismo. 

5. Nos encontramos, pues, casi en el meollo mismo de la realidad antropológica, cuyo nombre es "cuerpo", cuerpo humano. Sin embargo, como es fácil observar, este meollo no es sólo antropológico, sino también esencialmente teológico. La teología del cuerpo, que desde el principio está unida a la creación del hombre a imagen de Dios, se convierte, en cierto modo, también en teología del sexo, o mejor, teología de la masculinidad y de la feminidad, que aquí, en el libro del Génesis, tiene su punto de partida. El significado originario de la unidad, testimoniada por las palabras del Génesis 2, 24, tendrá amplia y lejana perspectiva en la revelación de Dios. Esta unidad a través del cuerpo ("y los dos serán una sola carne") tiene una dimensión multiforme: una dimensión ética, como se confirma en la respuesta de Cristo a los fariseos en Mt 19 (Mc 10), y también una dimensión sacramental, estrictamente teológica, como se comprueba por las palabras de San Pablo a los Efesios[24], que hace referencia además a la tradición de los Profetas (Oseas, Isaías, Ezequiel). Y es así, porque esa unidad que se realiza a través del cuerpo indica, desde el principio, no sólo el "cuerpo", sino también la comunión "encarnada" de las personas — communio personarum — y exige esta comunión desde el principio. La masculinidad y la feminidad expresan el doble aspecto de la constitución somática del hombre ("esto sí que es carne de mi carne y hueso de mis huesos"), e indican, además, a través de las mismas palabras del Génesis 2, 23, la nueva conciencia del sentido del propio cuerpo: sentido, que se puede decir consiste en un enriquecimiento recíproco. Precisamente esta conciencia, a través de la cual la humanidad se forma de nuevo como comunión de personas, parece constituir el estrato que en el relato de la creación del hombre (y en la revelación del cuerpo contenida en él) es más profundo que la misma estructura somática como varón y mujer. En todo caso, esta estructura se presenta desde el principio con una conciencia profunda de la corporeidad y sexualidad humana, y esto establece una norma inalienable para la comprensión del hombre en el plano teológico”[25].



Notas de pie de página

[1] No es mía la expresión. Hans Urs VON BALTASAR hizo un análisis prolijo de esta consecuencia de la encarnación del Verbo, “cuando Dios se decidió hacerse hombre; cuando Dios se decidió a escoger, para revelar su profundidad divina, la forma de expresión de su criatura”: Ensayos teológicos. I. Verbum caro Ediciones Cristiandad (Guadarrama) Madrid 1964 114s.
[2] JUAN PABLO II: carta enc. VS del 6 de agosto de 1993 nn. 111 y 112, en: http://www.vatican.va/edocs/ESL0044/__P11.HTM#-4R Reitero también a este propósito el texto – otra real síntesis actual de la antropología cristiana – de la CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE: Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la iglesia y el mundo, 31 de mayo de 2004, en:       
Previamente, en la enc. LE 4 el Papa Juan Pablo II había vuelto a poner de presente, mediante el criterio de la cooperación entre la razón y la fe, el aporte muy válido de las ciencias que se refieren al hombre cuando se trata de las investigaciones referentes a la doctrina cristiana fundamental – como es el caso de lo atinente al Símbolo de la fe y a los dogmas definidos por los Concilios y los Sumos Pontífices – y acerca de las costumbres de la comunidad cristiana – la moral, por supuesto, pero también la práctica canónica, litúrgica, etc. –. Con todo, afirmaba el Papa, dichas ciencias no alcanzan a proporcionar para la comunidad creyente una “certeza” o una “convicción de fe” – son sus palabras – sino cuando ellas (“también”) son confirmadas o fundamentadas en la Revelación: “La Iglesia está convencida de que el trabajo constituye una dimensión fundamental de la existencia del hombre en la tierra. Ella se confirma en esta convicción considerando también todo el patrimonio de las diversas ciencias dedicadas al estudio del hombre: la antropología, la paleontología, la historia, la sociología, la sicología, etc.; todas parecen testimoniar de manera irrefutable esta realidad. La Iglesia, sin embargo, saca esta convicción sobre todo de la fuente de la Palabra de Dios revelada, y por ello lo que es una convicción de la inteligencia adquiere a la vez el carácter de una convicción de fe. El motivo es que la Iglesia —vale la pena observarlo desde ahora— cree en el hombre: ella piensa en el hombre y se dirige a él no sólo a la luz de la experiencia histórica, no sólo con la ayuda de los múltiples métodos del conocimiento científico, sino ante todo a la luz de la palabra revelada del Dios vivo. Al hacer referencia al hombre, ella trata de expresar los designios eternos y los destinos trascendentes que el Dios vivo, Creador y Redentor ha unido al hombre.” El Papa insiste en este criterio como muy distintivo para la actividad del Magisterio de la Iglesia al proseguir su argumentación en CA 53-54, citados supra, p. 94, nt. 228.
[3] Audiencia general del miércoles 2 de enero de 1980, n. 1, en: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/1980/documents/hf_jp-ii_aud_19800102_sp.html#_ednref1 (La cursiva es mía).
Acerca del asunto, el R. P. Giuseppe VERSALDI (Cardenal en la actualidad) publicó el artículo “Momentum et consectaria allocutionis Ioannis Pauli II ad Auditores Romanae Rotae diei 5 februarii 1987”: P 77 1988 109-148, que luego hizo objeto de un seminario en la Pontificia Universidad Gregoriana en ese mismo año, y para el cual aprovechó numerosos elementos elaborados por B. Lonergan (cf. mis notas de clase de entonces). El tema fue completado por el Papa al año siguiente, en la alocución del 25 de enero de 1988: cf. LORE del 7 de febrero de 1988, 21-22.
Pareciera que a partir del discurso en mención el Papa hubiera dejado la idea de que cualquier perspectiva “evolucionista” fuera descartada por inconciliable con el depósito de la fe. No era esa la enseñanza del Pontífice, que trataba, como se ve, de un asunto que directamente tenía que ver con las causales de nulidad de matrimonio y de los aportes de la psicología, y sólo indirectamente de las teorías sobre la evolución. Además, como hemos visto repetidamente, su apoyo decidido a las ciencias, inclusive antropológicas, nos permite asegurar que, de lo que trata, es de urgir a los teólogos – y a todos los cristianos – a no aceptar indiscriminadamente una interpretación cualquiera de los hechos que, eventualmente, podría estar en desacuerdo con los datos de la sana razón, de su evidencia en los hechos, y, sobre todo, con los datos de la fe. De todos modos, el Papa BENEDICTO XVI “ha tomado el toro por los cachos”, y en una intervención efectuada el día 31 de octubre de 2008, con ocasión de la audiencia que concedió a los participantes en la plenaria de la Pontificia Academia de las Ciencias, reunidos para tratar el tema “Scientific Insight into the Evolution of the Universe and of Life”, ha expresado explícita y concluyentemente que “En este contexto, cuestiones que se refieren a la relación entre la lectura del mundo por la ciencia y la lectura ofrecida por la Revelación Cristiana naturalmente surgen. Mis predecesores los Papas Pío XII y Juan Pablo II hicieron notar que no existe oposición entre la compresión de la creación por parte de la fe y la evidencia de las ciencias empíricas […] Para establecer que el origen del cosmos y su desenvolvimiento están en la sabiduría providente del Creador no es necesario decir que la creación sólo tiene que ver con el comienzo de la historia del mundo y de la vida. Implica, mejor, que el Creador fundamenta estos desarrollos y los apoya, los apuntala y los sostiene continuamente”.   Véase el texto en su original inglés en:
[4] Para esta sección, además de los textos originales del Papa Juan Pablo II, aparecidos en L’ORE a su debido tiempo, y que hoy en día con los avances tecnológicos se encuentran en Internet en la página del Vaticano, empleo, con reconocido agradecimiento, los comentarios de Angelo SCOLA, en la edición que se hizo de las Audiencias del Papa, a mi juicio de enorme utilidad: Uomo e donna lo creò. Catechesi sull’amore umano Città Nuova Editrice – Librería Editrice Vaticana Roma 1987 2ª ampliada 27-29.
Debo señalar, así mismo, que el Papa BENEDICTO XVI ha recordado y releído esta temática con ocasión de su discurso a los participantes en el Encuentro promovido por el Pontificio Instituto Juan Pablo II para los estudios sobre el matrimonio y la familia, en el XXX aniversario de fundación del Instituto, 13 de mayo de 2011, en: http://press.catholica.va/news_services/bulletin/news/27412.php?index=27412&lang=sp 
[9] “Estado de naturaleza caída y, al mismo tiempo, redimida”. Audiencia general del Miércoles 13 de febrero de 1980 http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/1980/documents/hf_jp-ii_aud_19800213_sp.html#_ednref1
Lo anterior es sumamente importante cuando se quiere considerar el problema de la así denominada “salud sexual y salud reproductiva”, cuyas problemáticas son arduas y complejas, pero que exigen una seria revisión e implementación por parte de todos los dinamismos e instituciones que tienen que ver de alguna manera con la educación, incluidos, por supuesto, los universitarios. Ello amerita tener en cuenta las referencias que sobre el tema, en diversos lugares de este capítulo, especialmente, hemos ido haciendo.
[12] El texto prosigue “porque del varón ha sido sacada”. El comentarista de la Biblia de Jerusalén señala a este punto, que “el hebreo juega con las palabras ‘iš, ‘hombre, varón’ y su femenino, iššáh, ‘mujer’, y a la letra, ‘varona’”: Biblia de Jerusalén, o. c., p. 84, nt. 208, 13.
[14] Sobre el tema del matrimonio y la familia el Concilio Vaticano II  presentó su propia visión en la Constitución GS, segunda parte, capítulo I.
Por su parte, el significado esponsal del cuerpo humano fue el tema sobre el cual el Papa JUAN PABLO II desarrolló tres años de catequesis de los miércoles al comienzo de su pontificado. Por eso también la entrega carnal, característica y exclusiva de la unión matrimonial, ha sido privilegiada por Dios para ser símbolo, y más aún, sacramento de su alianza con el hombre. Recuérdense, p. ej., los textos de Oseas 2 y Ezequiel 16,23, y, muy especialmente, de Efesios 6.
[15] Es oportuno citar a este respecto al profesor Gianni VATTIMO: “Para Vattimo, el cristianismo nos define histórica y culturalmente, en gran medida, por su tradición literaria —las Escrituras— o, mejor, por el "mensaje" que las Escrituras contienen. La única verdad de las Escrituras, "que no puede ser objeto de desmitificación, no es enunciado experimental, lógico ni metafísico, sino apelación práctica, es la verdad de la caritas: el amor". En esta verdad, además, el cristianismo anticipa el final de la metafísica, ya que "el amor, como sentido último de la revelación, carece de verdadera ultimidad". La "educación cristiana" ha enseñado a la filosofía, por otra parte, a "no creer en el fundamento, en la causa primera, en la violencia implícita en toda ultimidad, en todo primer principio que acalle cualquier nueva pregunta": Ivana COSTA: «Entrevista a Gianni Vattimo: "Necesitamos un nuevo Lutero"», en:  Clarín.com, 08.04.2006 (consulta septiembre 2006) http://www.clarin.com/
[16] Ha afirmado el Papa BENEDICTO XVI en la misma encíclica Deus caritas est, 25 de diciembre de 2006, que “el matrimonio basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano” (n. 11). En: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est_sp.html#_ftnref1 Véase también del Papa FRANCISCO la enc. LF 52-53.
[18] “2. El amor de Dios por nosotros es una cuestión fundamental para la vida y plantea preguntas decisivas sobre quién es Dios y quiénes somos nosotros. A este respecto, nos encontramos de entrada ante un problema de lenguaje. El término « amor » se ha convertido hoy en una de las palabras más utilizadas y también de las que más se abusa, a la cual damos acepciones totalmente diferentes. Aunque el tema de esta Encíclica se concentra en la cuestión de la comprensión y la praxis del amor en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, no podemos hacer caso omiso del significado que tiene este vocablo en las diversas culturas y en el lenguaje actual. En primer lugar, recordemos el vasto campo semántico de la palabra « amor »: se habla de amor a la patria, de amor por la profesión o el trabajo, de amor entre amigos, entre padres e hijos, entre hermanos y familiares, del amor al prójimo y del amor a Dios. Sin embargo, en toda esta multiplicidad de significados destaca, como arquetipo por excelencia, el amor entre el hombre y la mujer, en el cual intervienen inseparablemente el cuerpo y el alma, y en el que se le abre al ser humano una promesa de felicidad que parece irresistible, en comparación del cual palidecen, a primera vista, todos los demás tipos de amor. Se plantea, entonces, la pregunta: todas estas formas de amor ¿se unifican al final, de algún modo, a pesar de la diversidad de sus manifestaciones, siendo en último término uno solo, o se trata más bien de una misma palabra que utilizamos para indicar realidades totalmente diferentes?”: BENEDICTO XVI: carta encíclica Deus caritas est, del 25 de diciembre de 2005, en: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est_sp.html
[20] “Por vez primera aparece claramente una cierta carencia de bien: "No es bueno que el hombre (varón) esté solo —dice Dios Yahvéh—, voy a hacerle una ayuda..." (Gén 2, 18). Lo mismo afirma el primer "hombre"; también él, después de haber tomado conciencia hasta el fondo de la propia soledad entre todos los seres vivientes sobre la tierra, espera una "ayuda semejante a él" (Cf. Gén 2, 20). Efectivamente, ninguno de estos seres (animales) ofrece al hombre las condiciones que hagan posible existir en una relación de don recíproco”: Audiencia general del miércoles 9 de enero de 1980, en: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/1980/documents/hf_jp-ii_aud_19800109_sp.html
Al referirse, precisamente, a los “inicios” de la humanidad y de lo humano, quiere el Pontífice, con seguridad, irse mucho más atrás de lo que, en tiempos históricos conocemos de Hammurabi – destacable entre otros contemporáneos suyos –, a quien atribuyo un papel sobre todo “catalizador” en este proceso que se orienta a cómo se puede hablar en términos propios de “ser humano” sólo cuando aparecen sus elementos configuradores y específicos “éticos”, “políticos” y, por lo menos, “religioso-filosóficos”, típicos de una “cultura”. Quizá el arte, como expresión lingüística, además de los utensilios fabricados, son otras pistas para su datación. En esta línea no deja de ser inquietante la pregunta por las “bases” físico-químico-fisiológico-psíquicas de los “valores”, y propiamente de los “valores morales”. Tengo reciente noticia de la aparición de la obra de Patricia S. CHURCHLAND: Braintrust: What Neuroscience Tells Us About Morality Princeton University Press Princeton and Oxford 2011. Puede verse la presentación a la prensa de esta obra en el artículo de Christopher SHEA: “Rule Breaker. When it comes to morality, the philosopher Patricia Churchland refuses to stand on principle”, en The Chronicle of Higher Education de 12 de junio de 2011 (consulta de la fecha), en: http://chronicle.com/article/The-Biology-of-Ethics/127789/
[24] "Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga como Cristo a la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo. Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán dos en una carne. Gran misterio es éste, pero entendido de Cristo y de la Iglesia" (Ef 5, 29-32).




Notas finales

[i] En efecto, el Papa BENEDICTO XVI en su encíclica Deus caritas est, 25 de diciembre de 2005, describe en forma sintética las características de este amor, en la primera parte dedicada a considerar “la unidad del amor en la creación y en la historia de la salvación”:
“3. Los antiguos griegos dieron el nombre de eros al amor entre hombre y mujer, que no nace del pensamiento o la voluntad, sino que en cierto sentido se impone al ser humano. Digamos de antemano que el Antiguo Testamento griego usa sólo dos veces la palabra eros, mientras que el Nuevo Testamento nunca la emplea: de los tres términos griegos relativos al amor —eros, philia (amor de amistad) y agapé—, los escritos neotestamentarios prefieren este último, que en el lenguaje griego estaba dejado de lado. El amor de amistad (philia), a su vez, es aceptado y profundizado en el Evangelio de Juan para expresar la relación entre Jesús y sus discípulos. Este relegar la palabra eros, junto con la nueva concepción del amor que se expresa con la palabra agapé, denota sin duda algo esencial en la novedad del cristianismo, precisamente en su modo de entender el amor. […]
10. El eros de Dios para con el hombre, como hemos dicho, es a la vez agapé. No sólo porque se da del todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor que perdona. Oseas, de modo particular, nos muestra la dimensión del agapé en el amor de Dios por el hombre, que va mucho más allá de la gratuidad. Israel ha cometido « adulterio », ha roto la Alianza; Dios debería juzgarlo y repudiarlo. Pero precisamente en esto se revela que Dios es Dios y no hombre: « ¿Cómo voy a dejarte, Efraím, cómo entregarte, Israel?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti » (Os 11, 8-9). El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la justicia y el amor. […]
17. […] En el desarrollo de este encuentro se muestra también claramente que el amor no es solamente un sentimiento. Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra. Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad. El encuentro con las manifestaciones visibles del amor de Dios puede suscitar en nosotros el sentimiento de alegría, que nace de la experiencia de ser amados. Pero dicho encuentro implica también nuestra voluntad y nuestro entendimiento. El reconocimiento del Dios viviente es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto único del amor. No obstante, éste es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por « concluido » y completado; se transforma en el curso de la vida, madura y, precisamente por ello, permanece fiel a sí mismo.” En: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est_sp.html#_ftnref1
[ii] Para evitar una prolongación innecesaria de la temática, sólo transcribimos las fechas y los vínculos de lectura, para quien quisiera leer por sí mismo los textos originales: Miércoles 16 de enero de 1980 http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/1980/documents/hf_jp-ii_aud_19800116_sp.html; Miércoles 5 de septiembre de 1979
[iii] “El significado de la unidad originaria del hombre, a quien Dios creó "varón y mujer", se obtiene (especialmente a la luz del Génesis 2, 23) conociendo al hombre en todo el conjunto de su ser, esto es, en toda la riqueza de ese misterio de la creación, que está en la base de la antropología teológica. Este conocimiento, es decir, la búsqueda de la identidad humana de aquel que al principio estaba "solo", debe pasar siempre a través de la dualidad, la "comunión". Recordemos el pasaje del Génesis 2, 23: "El hombre exclamó: Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta se llamará varona, porque del varón ha sido tomada". A la luz de este texto, comprendemos que el conocimiento del hombre pasa a través de la masculinidad y la feminidad, que son dos "encarnaciones" de la misma soledad metafísica, frente a Dios y al mundo -como dos modos de "ser cuerpo" y a la vez hombre, que se complementan recíprocamente-, como dos dimensiones complementarias de la autoconciencia y autodeterminación, y, al mismo tiempo, como dos conciencias complementarias del significado del cuerpo. Así, como ya demuestra el Génesis 2, 23, la feminidad, en cierto sentido, se encuentra a sí misma frente a la masculinidad, mientras que la masculinidad se confirma a través de la feminidad. Precisamente la función del sexo, que, en cierto sentido, es "constitutivo de la persona" (no sólo "atributo de la persona"), demuestra lo profundamente que el hombre, con toda su soledad espiritual, con la unicidad e irrepetibilidad propia de la persona, está constituido por el cuerpo como " él" o "ella". La presencia del elemento femenino junto al masculino y al mismo tiempo que él, tiene el significado de un enriquecimiento para el hombre en toda la perspectiva de la historia, comprendida también la historia de la salvación. Toda esta enseñanza sobre la unidad ha sido expresada ya originariamente en el Génesis 2, 23”: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/1979/documents/hf_jp-ii_aud_19791121_sp.html
[iv] “2. Así, pues, estas dos expresiones, esto es, el adjetivo "solo" y el sustantivo "ayuda" parecen ser realmente la clave para comprender la esencia misma del don a nivel del hombre, como contenido existencial inscrito en la verdad de la "imagen de Dios". Efectivamente, el don revela, por decirlo así, una característica especial de la existencia personal, más aún, de la misma esencia de la persona. Cuando Dios Yahvéh dice que "no es bueno que el hombre esté solo" (Gén 2, 18), afirma que el hombre por sí "solo" no realiza totalmente esta esencia. Solamente la realiza existiendo "con alguno", y aún más profundamente y más completamente: existiendo "para alguno". Esta norma de existir como persona se demuestra en el libro del Génesis como característica de la creación, precisamente por medio del significado de estas dos palabras: "solo" y "ayuda". Ellas indican precisamente lo fundamental y constitutiva que es para el hombre la relación y la comunión de las personas. Comunión de las personas significa existir en un recíproco "para", en una relación de don recíproco. Y esta relación es precisamente la realización de la soledad originaria del "hombre". Cuando el "hombre-varón", al despertar del sueño genesíaco, ve al hombre-"mujer", tomada de él, dice: "Esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Gén 2, 23); estas palabras expresan, en cierto sentido, el comienzo subjetivamente beatificante de la existencia del hombre en el mundo. También este principio, pues, pertenece a una antropología adecuada, y puede ser verificado siempre según ella. Esta verificación puramente antropológica nos lleva, al mismo tiempo, al tema de la "persona" y al tema del "cuerpo-sexo". Esta simultaneidad es esencial. Efectivamente, si tratáramos del sexo sin la persona, quedaría destruida toda la adecuación de la antropología que encontramos en el libro del Génesis. Y entonces estaría velada para nuestro estudio teológico la luz esencial de la revelación del cuerpo, que se transparenta con tanta plenitud en estas primeras afirmaciones. Audiencia general del miércoles 10 de octubre de 1979, en http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/1979/documents/hf_jp-ii_aud_19791010_sp.html

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