Capítulo VII

Continuación (II)





II. Exposición de algunos aspectos significativos acerca del contenido teológico que poseen los cc. 748 § 1; 809; 811 § 2 y 820 del CIC


Por su solemnidad, su exigencia y su mención expresa de la verdad, el texto correspondiente al c. 748 § 1 manifiesta con particular hondura, urgencia y claridad su valor teológico, de teología del Derecho canónico, y, condensadamente, su aporte particular a la elaboración de la teología relativa a la misión de enseñar de la Iglesia. Sin ser el primero del Libro III, sino el segundo del mismo Libro, se conecta indisolublemente con aquél, en razón, precisamente, de la referencia terminológica de ambos a la “verdad”.

En efecto, mientras el primero de ellos, el c. 747 § 1[1] señala:

“La Iglesia, a la cual Cristo Nuestro Señor encomendó el depósito de la fe, para que con la asistencia del Espíritu Santo, custodiase santamente la verdad revelada, profundizase en ella y la anunciase y expusiese fielmente, tiene el deber y el derecho originario, independiente de cualquier poder humano, de predicar el Evangelio a todas las gentes, utilizando sus propios medios de comunicación social”;

el segundo, ya lo hemos recordado a todo lo largo de esta investigación, indica:

“Todos los hombres están obligados a buscar la verdad en aquellas cosas que miran a Dios y a la Iglesia; y, una vez conocida, en razón de la ley divina, están urgidos a, y gozan del derecho de, acogerla con los brazos abiertos y mantenerse en ella”.

No obstante este contacto “literal” de uno y otro cc., la conexión entre ellos, con todo, es múltiple y muchísimo más profunda, como iremos viendo. En efecto, como referíamos en el capítulo III de esta investigación, mientras el c. 747 § 1 se refiere a la “verdad revelada”, y, por lo mismo, a una constatación de tipo cristológico-eclesiológico, es decir, del orden de la fe, sobre la que se soporta la existencia y la misión de la Iglesia de Cristo, el c. 748 § 1, por el contrario, opta por una percepción fenomenológico-antropológica: la experiencia humana (quizás mejor que sólo “racional”) de la búsqueda, conocimiento, abrazo y ministerio de “la verdad”, experiencia que, a lo largo de la historia, ha sido también de búsqueda respecto de Dios y de la Iglesia, como hemos podido ir verificando en los capítulos anteriores.

Así mismo, mientras el c. 747 § 1 nos pide acudir a las fuentes mismas de la revelación positiva y al “depósito de la fe”, el c. 748 § 1 nos reclama, más bien, acceder por medio de nuestra propia conciencia hasta la misma ley natural inscrita en nuestra existencia.

Además, mientras el c. 747 § 1 establece un hecho que, por su misma condición, abre las puertas al derecho público eclesiástico, y a las relaciones de la Iglesia con los Estados y con cualesquiera otras autoridades políticas, económicas o sociales – todo ello sin dejar de ser un llamado con implicaciones morales y de fe –, el c. 748 § 1, en cambio, apunta primero al orden moral y de la fe, y, consecuencialmente, a los órdenes político, jurídico y demás.

Así, pues, a mi entender, se recogen dos perspectivas teológicas que han tenido vigencia y raigambre a lo largo de la historia cristiana, con énfasis diversos, pero que mutuamente se requieren para expresar – en su tensión – la concepción católica de la Iglesia y de su ministerio, en particular, de cuanto se refiere a la misión docente de la misma. 

Observaremos seguidamente, entonces, dos asuntos ante todo: en primer término, los comentarios teológicos al presente c. 748 § 1; y, en segundo término, los comentarios canónicos al mismo, comprendiéndolos como dos caras de una misma moneda; y, posteriormente, en la medida de lo posible, procederemos a hacer lo mismo con los demás cc., ya que, como vimos a su debido momento, aquel c. guarda con estos últimos unas relaciones de preponderancia, articulación y necesidad de desarrollo[2].

1.    Elementos para destacar en una eclesiología y la canonística del c. 748 § 1 a partir del Magisterio y de algunos autores

a. Aspectos de la teología del Magisterio en una eclesiología de comunión y su aporte al c. 748 § 2


1. Un factor que se ha de tener en cuenta al intentar un primer acercamiento a la teología del c. 748 § 1, en el sentir de algunos de sus comentaristas, consiste en observar, una vez más, la importancia que la “verdad” posee en el c. Se ha de tomar conciencia de la persistencia de esta nota característica que hemos venido notando desde el capítulo cuarto, cristológico, de esta investigación, pasando por el quinto, antropológico de correlatos, y llegando hasta el sexto, teológico moral. Hemos advertido que, en su connotación más propiamente cristiana, la Verdad se atribuye, fundamentalmente, a Jesucristo, y que, en consecuencia, muchísimo más que a conceptos o a ideas, se refiere a una Persona, la suya.

De acuerdo con esta constatación, la relación de los seres humanos con esta “verdad” no puede ser, entonces, primordialmente, gnoseológica, cuanto inter-personal, y sus exigencias se ubican en un contexto más ético e integral – al que los israelitas denominaban en el AT “de alianza”, y Jesús y los cristianos en el NT de la “nueva y eterna alianza” –, cuyas consecuencias hemos explorado en el capítulo anterior. Por eso también, la perspectiva que hemos abrazado en esta investigación nos ha conducido a hacer, ante todo, una exploración cristológica total, en la que no nos reducimos a elaborar unas deducciones lógicas de principios abstractos, sin que ello quiera decir que prescindimos por completo de ellas – los seres humanos también somos capaces de ello y con fruto –, pero hemos buscado y hallado, ante todo, a Jesús que sale a nuestro encuentro en su Verdad, en su vitalidad, en su connaturalidad con nosotros, en su afinidad y simpatía, en la perspectiva radical de la ley del amor.

Los cc. iniciales del Libro III del CIC, por lo tanto, no dejan de asumir este dato de la Revelación y, en su lacónica redacción, de expresarlo. Subrayando la originalidad de este hecho, Franco ARDUSSO, cuya obra citaremos frecuentemente en adelante, ha escrito sobre el aporte que, para la mejor comprensión y profundización de este punto, hizo el notable teólogo Karl Rahner:

“El mismo teólogo alemán, en una obra suya, tiene un capítulo titulado «El cristianismo como Iglesia». En él Rahner hace notar que el cristianismo no sería Iglesia si fuera sólo un proyecto de vida que brotara del hombre, o se redujera a un dato trascendental de la conciencia íntima del sujeto, o bien el mensaje cristiano fuese sólo lo que yo siento de vez en cuando como interpretación de mi sentimiento vital. El cristianismo, en cambio, se puede entender como Iglesia si es un mensaje divino lanzado a la historia, en la que debe permanecer como un dato objetivo […]
Rahner sigue diciendo que si Cristo no es sólo una idea, sino una persona concreta, si la salvación cristiana no consiste en la transmisión de una ideología, sino que depende del acontecimiento de la cruz y la resurrección, entonces «esta salvación no puede estar dada y sustentada sólo por una interioridad subjetiva; entonces la concreción de Jesucristo como el que me exige debe salirme al encuentro en lo que llamamos Iglesia, en una Iglesia que no formo yo por primera vez, que no se constituye primeramente por mis deseos y mis necesidades religiosas, sino que es una misión, un encargo, una proclamación, y así hace en verdad presente para mí la realidad de la salvación» (Curso fundamental sobre la fe Herder Barcelona 1984 399-400). En definitiva, concluye Rahner, todo el problema de la Iglesia (su existencia, su función en la transmisión de la revelación divina, etc.) depende de la respuesta que demos al siguiente interrogante: ¿el hombre es religioso sólo a través de su relación trascendente con el Absoluto, o esta relación tiene una historia tangible y concreta? El cristianismo está por lo segundo, ya que en él la relación trascendental del hombre con el Absoluto está determinada por los acontecimientos histórico-salvíficos de la vida de Cristo, que la Iglesia propone una y otra vez a los hombres con su palabra, las celebraciones sacramentales y su testimonio de vida”[3].

La Revelación cristiana posee, pues, una connotación personal. Sin embargo, una primera dificultad se plantea a propósito de la anterior consideración: ¿quiere ello decir que las búsquedas de la verdad, y en concreto de la verdad en relación con Dios, que realizan los seres humanos en diversos proyectos religiosos, no tienen valor alguno? Todo lo contrario. Afirma al respecto la Congregación para la Doctrina de la Fe:

“Debe ser, por lo tanto, firmemente retenida la distinción entre la fe teologal y la creencia en las otras religiones. Si la fe es la acogida en la gracia de la verdad revelada, que «permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión coherente» (Juan Pablo II, Enc. Fides et Ratio, 13), la creencia en las otras religiones es esa totalidad de experiencia y pensamiento que constituyen los tesoros humanos de sabiduría y religiosidad, que el hombre, en su búsqueda de la verdad, ha ideado y creado en su referencia a lo Divino y al Absoluto (Cf. Ib., 31-32). No siempre tal distinción es tenida en consideración en la reflexión actual, por lo cual a menudo se identifica la fe teologal, que es la acogida de la verdad revelada por Dios Uno y Trino, y la creencia en las otras religiones, que es una experiencia religiosa todavía en búsqueda de la verdad absoluta y carente todavía del asentimiento a Dios que se revela[4]”.

Se trata, pues, no sólo de un acercamiento válido sino, en sí mismo, muy valioso, y, obrando cada cual con honestidad, cabe bien recordar y aplicarle el principio declarado por el Concilio Vaticano II en la Constitución LG:

“9. En todo tiempo y en todo pueblo son aceptos (acceptus est: grato) a Dios los que le temen y practican la justicia (cf. He 10,35). Quiso, sin embargo, Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados entre sí, sino constituirlos en un pueblo que le conociera en la verdad y le sirviera santamente. Eligió como pueblo suyo el pueblo de Israel, con quien estableció una alianza, y a quien instruyó gradualmente manifestándole a Sí mismo y sus divinos designios a través de su historia, y santificándolo para Sí. Pero todo esto lo realizó como preparación y figura de la nueva alianza perfecta que había de efectuarse en Cristo, y de la plena revelación que había de hacer por el mismo Verbo de Dios hecho carne: "He aquí que llega el tiempo - dice el Señor -, y haré una nueva alianza con la casa de Israel y con la casa de Judá. Pondré mi ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos, y ellos serán mi pueblo... Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán", afirma el Señor (Jr 31,31-34). Nueva alianza que estableció Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1Cor 11,25), convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles que se condensara en unidad no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera un nuevo Pueblo de Dios. Pues los que creen en Cristo, renacidos de germen no corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios vivo (cf. 1Pe 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3,5-6), son hechos por fin "linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición... que en un tiempo no era pueblo, y ahora pueblo de Dios" (1 Pe. 2,9-10)”.

Como consecuencia de esta condición personal de la Revelación, también a la respuesta la misma debe caracterizar esa misma índole personal. Precisamente a este componente “personal” de la fe está especialmente referido el c. 748 § 2 del CIC, así como el c. 586 correspondiente del CCEO[5]. Particularmente éste último desarrolla más y más expresamente que el c. 748 § 2 del CIC las estrategias injustas y deliberadas cuyo objetivo consiste en presionar la manifestación de la “fe” en personas o en comunidades; pero, del mismo modo, urge a los fieles cristianos a hacer cuanto esté de su parte a fin de que, en ejercicio de la libertad religiosa a que tienen derecho, a ninguno se lo quiera alejar “con inicuas vejaciones”[6]. Volveremos brevemente un poco más delante sobre la fe en su sentido auténtico.

Ahora bien, siendo que la Verdad concerniente a la Revelación es ante todo “personal” – un “acontecimiento” “verificado personalmente” (Lc 1,1-3) – no por ello el componente doctrinal y cognoscitivo pasa desapercibido: ni la manera como de hecho se ha dado la Revelación, ni la misma constitución de los seres humanos – hechos para la pregunta – lo aceptarían. Lo relativo a Jesús comporta también, pues, un examen de lo que Él “hizo y enseñó” (He 1,1). Se trata de una delicada tensión dinámica entre uno y otro elemento, en la que el segundo guarda una relación de dependencia con respecto al primero, y éste se expresa de manera particular mediante el segundo. Se trata de dos constitutivos que dos Concilios Ecuménicos han acentuado respectivamente: mientras el Concilio Vaticano I (8 de diciembre de 1869 al 20 de octubre de 1870) dio énfasis al segundo de ellos (cf. DS 3000-3045: III sesión, del 24 de abril de 1870: Constitución dogmática “Dei Filius” sobre la fe católica), el Concilio Vaticano II (11 de octubre de 1962 al 8 de diciembre de 1965) dedicó la Constitución sobre la divina revelación, conocida como Dei Verbum, ante todo, al componente personal-mistérico de la Revelación:

“Desde este punto de vista, la revelación es el acontecimiento mismo de Cristo que entra en un momento determinado de la historia humana como palabra de salvación […] «Este acontecimiento – escribe G. B. SALA: “La rivelazione: la parola di Dio nella storia della salvezza” en: RasT 35 1994 298 – ha sido puesto por escrito, pero por su misma naturaleza es una realidad que no se deja aprehender por completo en la palabra humana, aunque se trate de una palabra escrita por inspiración del Espíritu Santo. Sin duda la Escritura tiene valor normativo para la Iglesia de todos los tiempos sobre todo porque en ella se expresa «de modo especial» (DV 8) la predicación de la Iglesia apostólica, es decir, la fe de los testigos oculares del acontecimiento de Cristo (cf. 1 Jn 1,1-3).
[…] A la luz de estas consideraciones se puede entender mejor la realidad de la tradición. Destaca en primer lugar el hecho de que, como hemos dicho, la revelación excede todas sus expresiones históricas, incluida la Sagrada Escritura. «La revelación – escribe Sala – incluye todas las palabras y todas las obras de Dios encaminadas a la salvación del hombre; la revelación transmite la misma realidad que la Escritura, pero no se identifica con la Escritura. La revelación va más allá de la Escritura en la misma medida en que la realidad salvífica va más allá de la comunicación de la misma» – Ib. 299 –.
Además, la obra del Espíritu Santo, que asegura la actualidad del misterio de Cristo y hace posible su mejor comprensión a lo largo de los siglos, aunque no consiste en una nueva revelación, permite sin embargo descubrir nuevos aspectos y dimensiones de este mismo misterio que ya ha sido comunicado de una vez para siempre”[7].

De acuerdo con esto debemos señalar que todo lo relacionado con Jesús y comporta un análisis de lo que Él “hizo y enseñó” (He 1,1) – ¿“ortopráxis”? – es en cierto modo “norma” o “regla de la fe”, aunque ciertamente derivada de la anterior y que en cada caso habría que ir formulando: lo veremos a continuación, al tratar de la “verdad revelada” –. En efecto, la comunidad creyente en Jesús, el Cristo – y esta es su enseñanza oficial – no puede separar esta relación interpersonal con Él de cuanto conforma su persona, misterio, palabras, gestos y acciones, de lo que Él “hizo y enseñó”. También ello forma parte esencial de la Verdad personal en quien cree y profesa. Porque para el creyente se trata no sólo de hacer de todo esto objeto de interés y de estudio, sino que es muchísimo más: para el cristiano todo lo concerniente a Jesucriso es modélico. Por eso cuando adhiere a Él, también “adhiere vitalmente a una doctrina de la fe o a un elemento de la práxis cristiana” que ha recibido y vive en el continuum de la Tradición que tiene su origen en Él y en los Apóstoles. Y lo hace, precisamente, en razón del “sensus fidei” que ha recibido con los sacramentos de la iniciación cristiana[8].

2. En segundo término, se ha de destacar que la acción del Espíritu Santo es fundamental en lo que se refiere a la “verdad revelada”, como veíamos ya también desde la cristología (cf. Jn 16,12-15). Lo afirma la oración sobre las ofrendas de la misa de la solemnidad de Pentecostés, relacionando esta “verdad revelada” con el “misterio del sacrificio eucarístico”:

“Te pedimos, Señor, que, según la promesa de tu Hijo, el Espíritu Santo nos haga comprender la realidad misteriosa de este sacrificio y nos lleve al conocimiento pleno de toda la verdad revelada”[9].

Ahora pues, el correlato de la “verdad revelada” es también la “fe de los fieles”, el “sentido de la fe” que ellos expresan externamente, y que técnicamente se ha denominado el “consenso de la fe”, al que hemos hecho referencia un poco antes. Nos hace pasar, entonces, a un contexto eclesiológico, cuya raíz bíblica hallamos en 1 Ts 2,13e y cuya expresión doctrinal encontramos en LG 12. De esta manera, entre la “verdad revelada” y el “sentido de la fe” se establece también una nueva tensión dinámica, por cuanto

“Allí donde las distintas manifestaciones del sentido de la fe muestran una concordancia moral[10] y un consenso universal de los creyentes, estamos ante la manifestación de la verdad. Se verifica entonces lo que afirma la LG 12: «La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Espíritu Santo, no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando ‘desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos’ presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres»”[11].

Tres tipos de carismas-ministerios muy específicos, cualificados y necesarios vienen entonces en ayuda del establecimiento de esta “verdad revelada” o “verdad salvífica”: por una parte, el del Magisterio de la Iglesia – el Santo Padre y el Colegio de los Obispos con él [11 bis] –, cuya razón de ser es recordar, conocer y transmitir fielmente la fe de la Iglesia (cf. nt. 2992); por otra, el servicio-carisma de los teólogos, cuyo oficio es comprender los contenidos de esa fe (“fides quae”), tratar de conocer de una manera científica – razonable y razonada: recuérdense las operaciones intencionales de B. Lonergan, a las que hemos aludido en diversas ocasiones en esta investigación – la verdad que se contiene en las afirmaciones de la tradición, de valorar la consistencia de las doctrinas, de confrontar sus equilibrios internos, de mostrar el sentido de las proposiciones de la fe…[12]; y en tercer término, el “sensus fidei fidelium[13] (cf. EG 119). Todos, sin embargo, han de expresar en su “obediencia a la Palabra de Dios” (“fides qua”) su genuino y profundo interés por esta “verdad que salva”.

Generalmente hablando, el Magisterio no se pronuncia en la Iglesia sino después de procesos de consultas y de diálogo abierto – hasta a través de los siglos –, mediante los cuales vaya apareciendo la verdad en todos sus aspectos. Inclusive, así esta búsqueda suscite tensiones y conflictos en la comunidad, estas situaciones han de ser consideradas normales, salvo estados o manifestaciones patológicas de las que, sin embargo, no estamos exentos. Pero tanto esas consultas y el diálogo como las resistencias y las disputas forman parte del descubrimiento, muchas veces lento, de la verdad, sobre todo en aquellos problemas de última hora en los cuales no existe, propiamente hablando, una respuesta previa, precisa o definitiva. A este propósito, en efecto, enseñaba el Conc. Vat. II:

“Competen a los laicos propiamente, aunque no exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares. Cuando actúan, individual o colectivamente, como ciudadanos del mundo, no solamente deben cumplir las leyes propias de cada disciplina, sino que deben esforzarse por adquirir verdadera competencia en todos los campos. Gustosos colaboren con quienes buscan idénticos fines. Conscientes de las exigencias de la fe y vigorizados con sus energías, acometan sin vacilar, cuando sea necesario, nuevas iniciativas y llévenlas a buen término. A la conciencia bien formada del seglar toca lograr que la ley divina quede grabada en la ciudad terrena. De los sacerdotes, los laicos pueden esperar orientación e impulso espiritual. Pero no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan. No es ésta su misión. Cumplen más bien los laicos su propia función con la luz de la sabiduría cristiana y con la observancia atenta de la doctrina del Magisterio.
Muchas veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia. Procuren siempre hacerse luz mutuamente con un diálogo sincero, guardando la mutua caridad y la solicitud primordial por el bien común.
Los laicos, que desempeñan parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que además su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de la sociedad humana.
Los Obispos, que han recibido la misión de gobernar a la Iglesia de Dios, prediquen, juntamente con sus sacerdotes, el mensaje de Cristo, de tal manera que toda la actividad temporal de los fieles quede como inundada por la luz del Evangelio. Recuerden todos los pastores, además, que son ellos los que con su trato y su trabajo pastoral diario exponen al mundo el rostro de la Iglesia, que es el que sirve a los hombres para juzgar la verdadera eficacia del mensaje cristiano. Con su vida y con sus palabras, ayudados por los religiosos y por sus fieles, demuestren que la Iglesia, aun por su sola presencia, portadora de todos sus dones, es fuente inagotable de las virtudes de que tan necesitado anda el mundo de hoy. Capacítense con insistente afán para participar en el diálogo que hay que entablar con el mundo y con los hombres de cualquier opinión. Tengan sobre todo muy en el corazón las palabras del Concilio: «Como el mundo entero tiende cada día más a la unidad civil, económica y social, conviene tanto más que los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten toda causa de dispersión, para que todo el género humano venga a la unidad de la familia de Dios» (LG 28).
Aunque la Iglesia, por la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al espíritu de Dios. Sabe también la Iglesia que aún hoy día es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros a quienes está confiado el Evangelio. Dejando a un lado el juicio de la historia sobre estas deficiencias, debemos, sin embargo, tener conciencia de ellas y combatirlas con máxima energía para que no dañen a la difusión del Evangelio. De igual manera comprende la Iglesia cuánto le queda aún por madurar, por su experiencia de siglos, en la relación que debe mantener con el mundo. Dirigida por el Espíritu Santo, la Iglesia, como madre, no cesa de «exhortar a sus hijos a la purificación y a la renovación para que brille con mayor claridad la señal de Cristo en el rostro de la Iglesia» (LG 15)”[14].

Más aún. Que el Magisterio no tiene respuestas para todos los asuntos, sobre todo de la hora presente, y que se requiere la participación de muchos más en el estudio de los mismos, ha sido una tesis que la Iglesia ha venido enseñando desde el Papa Pablo VI[15]. Pero dos hechos más recientes ilustran mejor este propósito. En primer término, con ocasión de la publicación de su libro “sobre Jesús”, advertía el Papa BENEDICTO XVI que lo había escrito y publicado como su personal examen del argumento, siguiendo, por tanto, sus personales experiencias de vida[16]. El segundo hecho tiene que ver con la pregunta que un periodista le hiciera al mismo Sumo Pontífice sobre la situación colombiana durante el vuelo con ocasión de su viaje a América Latina, a Aparecida (Brasil), para inaugurar la V Asamblea Plenaria del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, el 9 de mayo de 2007[17].

Existe, por tanto, un tercer carisma-servicio sumamente importante para la comunidad humana y eclesial: el de quienes, mediante el testimonio de su vida – incluso, en algunos casos, hasta el martirio –, o de su praxis, como se la llama también, expresan su adhesión al Evangelio, proféticamente, en medio de unas condiciones sociales caracterizadas, en muchas ocasiones, por graves y diversas situaciones de injusticia y de opresión. También en ellas y ellos encontramos el aporte de otro “lugar teológico” – la vida de los santos – y una expresión del “sensus fidei fidelium” (“consciencia de la Iglesia” – ekklesiastike syneidesis –, como la teología Griega la llama), y del munus propheticum característico de quienes han recibido los sacramentos de la iniciación cristiana (cf. LG 11a y AG 36). De tal manera, todos y cada una y cada uno de los bautizados, en razón de estos sacramentos, ejercen también su responsabilidad de la fe que han profesado.

Hemos dejado atrás, entonces, cierta manera de hablar que era usual hasta hace poco en la teología y en la catequesis e introducía una distinción, más aún, una oposición, entre una “Iglesia docente” y una “Iglesia dicente”. Por el contrario, en consecuencia, hacer operativos, concordes y eficaces estos carismas tan diversos en la multitud de fieles cristianos exige que, sin mengua de la caridad ni de su riqueza, se establezcan unas normas e instituciones que faciliten y, aún, que urjan una participación en la comunidad eclesial siempre cada vez más abundante y cualificada. Con posterioridad al Conc. Vat. II, p. ej., se han ido constituyendo diversos organismos de distinto nivel y para diferentes ambientes y situaciones eclesiales, de los que no es preciso tratar aquí, pero que, inclusive, han sido establecidos al interior de las Universidades católicas y de las Universidades y Facultades eclesiásticas, p. ej., y, en algunos casos, ellas mismas han sido precursoras y experimentadoras de algunos de tales organismos, por lo general, consultivos. Aún estamos incipientes en muchos aspectos, y, sobre todo, es mucho lo que aún se puede avanzar en la línea de la capacitación para la discusión leal y, eventualmente, para el conflicto y el amigable disenso.

Esta apreciación nos conduce a un punto especialmente álgido en el contexto de las democracias y de las ideologías sociales, económicas y políticas sobre las que se sustentan – los derechos humanos, cuya vigencia también es válida en la Iglesia, aunque modulada en su sentido y valor por la índole propia de la fe[i] –, y que se acostumbran invocar, con la misma energía y bajo idénticas condiciones, para la Iglesia. No son dichas argumentaciones, al menos principal y fundamentalmente, las que urgen la participación de los fieles en la comunión-comunidad eclesial – refiérese esto no sólo a la comunidad universal sino también a las comunidades de las Iglesias particulares así como para otras “pequeñas comunidades”, como son, ciertamente, las Universidades y Facultades católicas y las eclesiásticas –, sobre todo en orden a la búsqueda, alcance, definición y confesión de la verdad, sino el hecho de que la Iglesia se construye por cuantos han entrado ontológicamente – y/o se orientan de diversos modos (cf. LG 13 y 16) – a formar parte del Cuerpo de Cristo (sacerdote, profeta y rey), comparten la vida divina como hijos, y reciben en abundancia el don del Espíritu Santo para el servicio: la verdad – al menos esta “verdad revelada” por Jesucristo de la que estamos hablando –, como hemos podido observar, no se establece mediante una mayoría, simple o cualificada, de votos. Lo cual es un nuevo incentivo y exigencia para penetrar con mayor audacia en la investigación de la verdad, que, como ya mencionamos, citando a S. Tomás de Aquino, “dígala quien la dijere, proviene del Espíritu Santo” (cf. San Ambrosio, PL 191, 1651; 17, 258; ST I-IIae, q. 109, a. 1, ad 1).

3. La “verdad revelada” es, ante todo, “propter nos, homines, et propter nostram salutem”: se trata, por tanto y principalmente, como afirmó solemnemente el Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la divina revelación, Dei Verbum, de una “verdad salvífica”, sin dejar de ser hecha en forma amical (cf. Ex 24,9-17; 33,7-23; 34,1-10.28-35):

“2. Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a Sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina. En consecuencia, por esta revelación, Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía. Este plan de la revelación se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí, de forma que las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y los hechos significados por las palabras, y las palabras, por su parte, proclaman las obras y esclarecen el misterio contenido en ellas. Pero la verdad íntima acerca de Dios y acerca de la salvación humana se nos manifiesta por la revelación en Cristo, que es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación”.

Y, posteriormente, añade:

“6. Mediante la revelación divina quiso Dios manifestarse a Sí mismo y los eternos decretos de su voluntad acerca de la salvación de los hombres, «para comunicarles los bienes divinos, que superan totalmente la comprensión de la inteligencia humana». […]
“7. Dispuso Dios benignamente que todo lo que había revelado para la salvación de los hombres permaneciera íntegro para siempre y se fuera transmitiendo a todas las generaciones.”

Recién evocamos, es el Espíritu Santo quien conduce “hacia la verdad completa”, y, es Él mismo quien hace que la Iglesia permanezca en ella, no sin la inteligente[18], humilde, decidida y amorosa participación de las personas e instituciones en las que actúa, y a pesar de las múltiples deficiencias e, incluso, pecados que unas y otras reiteran. Entre tales mediaciones, como hemos mencionado reiteradamente en el capítulo anterior, sobresale el diálogo.

En este ambiente vital se percibe que caminar “hacia la verdad completa” consiste en el crecimiento en la comprensión de la revelación, “de las palabras y de las instituciones transmitidas” desde los tiempos apostólicos (DV 8), por parte de los fieles que la contemplan, la estudian, la disciernen internamente y la proclaman, de modo que se puede decir que la verdad “se ejecuta sinfónicamente”, empleando la conocida expresión de Hans Urs Von Balthasar[19]. La Iglesia no oculta su regocijo al saberse depositaria de este “tesoro”[20] que lleva, sin embargo, “en vasijas de barro”, frágiles, limitadas[21]. Una expresión más del aspecto encarnacional kenótico de Cristo que ella está llamada a conmemorar y a imitar.  

4. Ahora bien, cuanto hemos expresado acerca del munus docendi Ecclesiae busca ser expresado también en la forma canónica (cf. cap. III) para su implementación en la vida ordinaria de la comunidad universal y de las comunidades particulares. En la sistemática del Código vigente, el c. 748 § 1, con todo, no sólo se emparienta con el § 1 del c. 747, sino también con su § 2:

“Compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas.”

Es menester, por lo tanto, tocar brevemente este parágrafo, por su implícita vinculación con el c. 748 § 1. El problema que se deduce de la relación entre uno y otro texto consiste en si la “verdad revelada” a la que se refiere el § 1 del c. 747 tiene que ver, o no, con los “principios morales”, con “los derechos fundamentales de la persona humana” y con “la salvación de las almas”.

En cuanto a lo último, ya hemos tratado el asunto en el numeral anterior. La pregunta que se hacen los expertos es si Jesucristo, su persona y su evangelio, y la “verdad revelada” de la que Él es “testigo fiel”, al tiempo que nos proporciona una honda y definitiva percepción sobre el ser y deber ser (sentido, fin y vocación última) de los seres humanos, incluye también elementos normativos en cuanto a su hacer, unos “contenidos de moral”, o no. Los conflictos se presentan al momento de intentar establecer, p. ej., si dichos contenidos y principios morales se encuentran – tal cual – en la Sagrada Escritura, y, más exactamente, en un “decálogo” como el que se halla en Ex 20, o en la Tradición, o en un pronunciamiento particular del Magisterio. Porque, sin duda, afirmar que, v. gr., en la Escritura existen diversas formulaciones y múltiples lugares de tales contenidos y principios no querría decir, en sentido estricto, que todos y cada uno de ellos – inclusive, en ocasiones contradictorios – deban sostenerse como “verdad revelada” formalmente y en el sentido de una declaración final, de fe divina y católica, en relación con comportamientos morales concretos, y no meramente sobre una norma genérica universal.

Precisamente nuestro Modelo hermenéutico ha querido ser una propuesta de solución de este problema complejo pero urgente, si bien el debate al respecto, en el que se han presentado notables autores desde todas las partes, no ha sido clausurado[22].

Con todo, el Magisterio ha expuesto ya su perspectiva del asunto al interpretar con autoridad el c. 747 § 2[23]:

“La encíclica (Veritatis splendor del Santo Padre Juan Pablo II, en 1993) critica en varias ocasiones las formas extremas de la «moral autónoma» y rechaza la concepción de que el Magisterio sólo puede intervenir en materia moral para exhortar las conciencias y proponer valores, dejando a los individuos libertad para tomar autónomamente las decisiones concretas y realizar sus opciones de vida (cf. nn. 4; 36 y 37). Afirma la encíclica que en la catequesis moral de los apóstoles, junto a las indicaciones ligadas al contexto histórico-cultural, «hay una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento» (n. 26). Remitiéndose al Código de Derecho Canónico (c. 747 § 2), dice la encíclica que es tarea de la Iglesia «dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas» (n. 27). Se censura luego la posición de los que niegan la existencia en la revelación «de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente», y afirman por tanto que es competencia de la sola razón humana autónoma establecer las «determinaciones normativas verdaderamente ‘objetivas’, es decir, adecuadas a la situación histórica concreta». Una autonomía así entendida «comporta también la negación de una competencia doctrinal específica por parte de la Iglesia y de su Magisterio sobre normas morales determinadas relativas al llamado ‘bien humano’» (n. 37; cf. también los nn. 39; 47; 53; 55; 56; 64 y 77). […] El Magisterio, por su parte, reivindica su competencia para formular preceptos y normas morales tanto positivas como negativas (cf. n. 68). En relación con estas últimas, la encíclica reivindica la competencia del Magisterio para «defender la validez universal y permanente de los preceptos que prohíben los actos intrínsecamente malos» (n. 95), y para afirmar que «ante las normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie» (n. 96), por lo que «el Magisterio de la Iglesia enseña también a los fieles los preceptos particulares y determinados, y les pide considerarlos como moralmente obligatorios en conciencia» (n. 110; cf. también n. 115)”[24].

Como se puede observar, al reclamar el documento pontificio la competencia del Magisterio en el ámbito del obrar moral, tanto en lo que se refiere a “los derechos fundamentales de la persona humana” como en lo que se refiere a “la salvación de las almas”, asume la misma perspectiva que tanto hemos subrayado, destacado, ensayado y propuesto a lo largo de esta investigación como el eje o la bisagra imprescindible que permite el tránsito de la cristología total a la moral y, posteriormente, al derecho canónico: la antropología de correlatos: “lo humano”, percibido tanto en sus “derechos fundamentales” como en su horizonte de “salvación”, indisolublemente, permanentemente.

El CIC, posteriormente, hará mención explícita de los modos mediante los cuales el Magisterio de la Iglesia puede intervenir en estos asuntos:

1°) pronunciándose de manera infalible y solemne, pues considera que aquello se contiene en la palabra de Dios escrita o transmitida por tradición, y forma parte del único depósito de la fe encomendado a la Iglesia (cf. c. 750 § 1, primer inciso): corresponde a una doctrina revelada por Dios;
2°) así mismo, pronunciándose de manera infalible pero ya no solemne sino como Magisterio ordinario y universal, es decir, manifestado “en la común adhesión de los fieles bajo la guía del sagrado Magisterio” (cf. c. 750 § 1, segundo inciso): corresponde, de igual modo, a una doctrina revelada por Dios;
3°) pronunciándose también “de modo definitivo sobre aquellas cosas que son necesarias para custodiar santamente y exponer fielmente el mismo depósito de la fe […] y las costumbres propuestas de modo definitivo…” (cf. c. 750 § 2; cf. CCEO c. 598 § 2); esta conexión con las verdades de la revelación puede deberse a razones tanto “históricas" como de “concatenación lógica” (m. p. Ad tuendam fidem 3);
4°) manifestándose “auténticamente” mas no “con la intención de hacerlo con acto decisorio” sobre cuestiones relativas a “la fe y las costumbres” (c. 752; en el c. 753 se amplía el concepto de “autenticidad”).

5. Existe un 5°) modo, sin embargo, pero es ya la Congregación para la Doctrina de la Fe la quien lo indica por medio de su Instrucción Donum veritatis, del 24 de mayo de 1990, “sobre la vocación eclesial del teólogo”[25]:

“Por último,… el Magisterio puede intervenir sobre los asuntos bajo discusión en los que se encuentran implicados, junto con principios seguros, elementos conjeturales y contingentes. Con frecuencia sólo después de un cierto tiempo es posible llegar a distinguir entre lo que es necesario y lo que es contingente”[26].

Uno de los rasgos característicos de esta intervención del Magisterio del Papa Juan Pablo II a través de la mencionada Congregación es su insistencia sobre la “verdad”. Es, como hemos visto en otro momento, un tema muy querido del Papa Benedicto XVI. Conforme a ello, la Instrucción vincula la tarea de la teología con la verdad, ésta es, precisamente, “su objeto”. Y explica de qué “verdad” se trata: aquella que consiste en “el Dios vivo y su designio de salvación revelado en Jesucristo”; por eso se requiere que el teólogo “profundice en su vida de fe y que una continuamente su investigación científica a la oración” (n. 8) [27].

A continuación, el texto desarrolla y precisa mejor en qué consiste la investigación científica propia de la teología, sin desligarla de las exigencias particulares que ella impone al teólogo:

“9. A través de los siglos, la teología se ha desarrollado progresivamente hasta convertirse en una verdadera y propia ciencia. El teólogo debe, por tanto, estar atento a los requerimientos epistemológicos de su disciplina, a las demandas de estándares críticos rigurosos, y luego a una verificación racional de cada paso de su investigación. La obligación de ser crítica, sin embargo, no puede identificarse con el espíritu crítico que nace más bien de motivaciones de carácter afectivo o de prejuicios. El teólogo debe discernir en sí mismo el origen de su actitud crítica y las motivaciones que tiene para ella, y permitir que su mirada sea purificada por la fe. El empeño para el teólogo requiere un esfuerzo espiritual para crecer en virtud y santidad”[28].

En el n. 10 el documento trata sobre el tema de la relación entre “la fe y la razón”, tema que, él mismo, fue hecho objeto de una encíclica por parte del Papa Juan Pablo II (“Fides et ratio”, del 14 de septiembre de 1998[29]). En ese lugar se afirma que la verdad revelada, aunque trasciende la razón, posee una armonía profunda con ella, ya que también la razón, “por su misma naturaleza” está también “ordenada a la verdad” y es capaz de alcanzarla. Hace bien, pues, la teología, cuando se sirve de adquisiciones de la filosofía para tratar de comprender mejor el sentido de la revelación, pero también, de igual modo, cuando emplea las adquisiciones seguras de las ciencias, tanto históricas o sociales como las demás humanas[ii].

Como puede observarse, tanto el Magisterio como la labor de los teólogos, así actúen de maneras distintas, están al servicio de la verdad, que es fuente de libertad.

6. Franco ARDUSSO no sólo expone en su obra los aspectos o problemas más críticos del momento en relación con el Magisterio eclesial, ni sólo destaca las vinculaciones que tienen tanto el Magisterio como los teólogos y todo el pueblo cristiano, y, más aún, la humanidad entera, con la verdad, especialmente con la verdad revelada, y con Cristo-Verdad. En el capítulo noveno de su obra[30], “Magisterio, Palabra de Dios, Iglesia”, investiga los fundamentos del Magisterio, y cómo se integra éste en la Iglesia. Acude, para ello, sobre todo, a los datos bíblicos.

Considero innecesario en este momento exponer cada uno de los aspectos que trata el autor al respecto, pero una brevísima anotación sobre cada uno de ellos bien puede ilustrar este punto, forzoso para nuestro propósito:

En primer término, el Magisterio fundamenta su existencia en la sucesión apostólica de los obispos, “pero sólo se entiende dentro del contexto de la Iglesia entera en tanto que apostólica”[31], por cuanto toda ella participa del carácter profético de Cristo y de la misión apostólica (cf. LG 12).

En segundo lugar, examina el autor de qué manera la palabra de Dios es “definitiva” tanto en el caso de Cristo como en el caso del Magisterio. La razón para ello, afirma, radica en que tanto en el primero como en el segundo, se trata de una “acción del Espíritu (que) mantiene a la Iglesia en la continuidad histórica con Cristo”, como explica Karl RAHNER[32]: la Iglesia es una comunidad de fe, y esta fe posee, junto con elementos subjetivos de confianza y abandono, elementos también de orden objetivo, verdaderos, en consecuencia, así sean imperfectas sus formulaciones:

“Si la Iglesia no tuviera ninguna confesión de fe común, o esta no estuviera en consonancia con la verdad revelada, perdería su identidad. Ciertamente es obra del Espíritu Santo preservar a la Iglesia de la posibilidad de que su profesión de fe no sea una respuesta válida a la revelación divina. Pero, en el régimen de encarnación y de sacramentalidad que caracteriza al acontecimiento cristiano y a la vida eclesial, es altamente plausible la posibilidad y la existencia de un Magisterio cuya función esencial sea «establecer ese ‘credo’ y hacer de este modo concretamente posible esa profesión común sin la cual no puede haber una unidad real de fe»”[33].

Así, pues, corresponde al Magisterio de la Iglesia distinguir ante todo entre lo verdadero y lo falso en lo que concierne a la fe.

En tercer término, se entiende que la función magisterial está dada a la Iglesia en orden a servir a la revelación y, por lo tanto, a todos los hombres para quienes ella está destinada. Ahora bien, el núcleo de la revelación es, como se ha dicho, el acontecimiento y la persona de Jesucristo en quien Dios nos ha dado prueba de que está con nosotros, para librarnos de las tinieblas del pecado y hacernos resucitar para la vida eterna (cf. DV 4). Por ser eso así, no se niega que en la revelación existe un componente doctrinal cierto, pero la revelación no se identifica con una doctrina sin más; ni que en dicho componente cada una de las “verdades” que lo integran existe indiferenciadamente, pues, como ha afirmado el Conc. Vat. II, existe una real “jerarquía de verdades” desde la perspectiva de la revelación y en sentido o proporción directa – no cuantitativa sino cualitativa – con el fundamento de la fe (cf. UR 11).

En cuarto lugar, como hemos advertido en el capítulo IV, es fundamental, igualmente, comprender la relación consustancial existente entre Jesucristo y el Espíritu Santo, y la relación que uno y otro tienen con la verdad. Las perspectivas cristológica y pneumatológica permiten comprender mejor la existencia de la Iglesia y de sus estructuras, pues si bien la primera, por fuerza de la encarnación y de la sacramentalidad original-originante permite fundamentar la institucionalidad de la comunidad, la segunda cimienta, origina y anima los carismas en su multiplicidad y en innumerables sujetos, permitiendo, una y otra, que la revelación se transmita, vital, de generación en generación. Por lo cual, no sólo el Magisterio posee una función en este sentido, aunque se trate de una función propia e indispensable, sino también lo poseen, para mencionar algunas otras conformaciones fundamentales que recogen del “depósito de la fe”, la liturgia, la santidad, la profecía y el testimonio cotidiano de tantas mujeres y de tantos hombres que tratan de ser fieles al Señor (cf. CD 14a; cc. 747 § 1; 760).

En quinto y último lugar, debemos enfatizar la importancia que tiene, precisamente, en orden a la comunidad de fe y a la transmisión de la verdad revelada, el Magisterio. Ha sido la Constitución dogmática DV del Concilio Vaticano II la que ha afinado esta cuestión al afirmar que:

“10b. Pero el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en el nombre de Jesucristo. Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve, enseñando solamente lo que le ha sido confiado, por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo la oye con piedad, la guarda con exactitud y la expone con fidelidad, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como verdad revelada por Dios que se ha de creer.”

No se trata, pues, de contraponer este Magisterio a las enseñanzas de los exegetas y de los teólogos, cuya autoridad deriva de su competencia. Pero sí de resaltar que el Magisterio es ejercicio de una “función pastoral” peculiar en la comunidad eclesial cuya finalidad es favorecer dicha comunidad eclesial y se ejerce “en nombre de Cristo”. En el mismo sentido se pronunciaba LG 20 y 21[34].

7. Finalmente, el mismo Franco ARDUSSO[35] presenta un problema que, como los mencionados y algunos otros, son muy importantes en orden a delimitar el campo de acción u “objeto de competencia” del Magisterio eclesial, sea del Pontificio como del Episcopal, y el terreno en el que los fieles cristianos – particularmente los teólogos – específicamente pueden y deben participar en razón de su inserción en Cristo y en la comunidad de sus discípulos: “la fe y las costumbres” cristianas, que siempre van enunciadas así, simultáneamente.

La expresión, sin duda, es tradicional y el CIC la ha recogido en el c. 1401. Las fuentes históricas de este c. se remontan, inclusive, hasta el texto paulino de Rm 14,23b, sobre la “ratio peccati”, que luego fue recogida por S. Agustín en referencia, ante todo, a “la vida concreta de la comunidad cristiana enraizada en la tradición eclesial”, y, por tanto, incluía sus expresiones sacramentales y litúrgicas[36].

Luego la locución fue recogida por el Concilio IV de Letrán (1215) y por los Sumos Pontífices Inocencio III (1204) y Bonifacio VIII (1302) (cf. DS 815-816). Finalmente, baste recordar la famosísima obra de Henricus DENZINGER: Enchiridion Symbolorum. Definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, publicada por primera en Würzburg en 1854 y luego por la editorial Herder, en Freiburg, en 1937, y que ha tenido otros co-autores (entre otros, Adolfus Schönmetzer – 1967 34ª ed. – y Peter Hünermann – 1995 38ª ed.); y traducida al castellano, precisamente, como: El magisterio de la Iglesia. Manual de los símbolos, definiciones y declaraciones de la Iglesia en materia de fe y costumbres[37]. En los tiempos más recientes este ámbito ha sido descrito con mayor precisión por la Iglesia con ocasión de la consideración de “la vocación eclesial del teólogo”[38], en la que se puede leer:

“16bc. Lo concerniente a la moral puede ser objeto del magisterio auténtico, porque el Evangelio, que es palabra de vida, inspira y dirige todo el campo del obrar humano. El Magisterio, pues, tiene el oficio de discernir, por medio de juicios normativos para la conciencia de los fieles, los actos que, en sí mismos, son conformes a las exigencias de la fe y promueven su expresión en la vida, como también aquellos que, por el contrario, por su malicia son incompatibles con estas exigencias. Debido al lazo que existe entre el orden de la creación y el orden de la redención, y debido a la necesidad de conocer y observar toda la ley moral para la salvación, la competencia del Magisterio se extiende también a lo que se refiere a la ley natural. Por otra parte, la revelación contiene enseñanzas morales que de por sí podrían ser conocidas por la razón natural, pero cuyo acceso se hace difícil por la condición del hombre pecador. Es doctrina de fe que estas normas morales pueden ser enseñadas infaliblemente por el Magisterio” [39].

Así, pues, cabe distinguir entre una “competencia” “primordial” del Magisterio y una “competencia secundaria” del mismo, según el “objeto” de su ejercicio.

El tema de la “competencia” en general, conforme a la opinión teológica contemporánea, ha suscitado debates, no en el sentido de si el Magisterio puede expresarse en temas relativos a la moral, o no, sino en el sentido de si las manifestaciones del mismo pueden tener carácter vinculante para las conciencias, o no. De hecho, la Iglesia nunca se manifestó

“en el pasado por medio de definiciones infalibles en lo tocante a la moral. Esto, históricamente, parece verdad: no hay ninguna definición ni ningún dogma en el ámbito estrictamente moral. Pero en realidad la cuestión es menos clara de lo que parece, porque en la práctica es imposible distinguir netamente las cuestiones dogmáticas de las cuestiones morales”[40].

Y, citando a H. WEBER[41], asevera Franco Ardusso:

“«Al afirmar que la Iglesia no puede manifestarse en lo tocante a problemas morales de modo vinculante e infalible, no se tiene en cuenta evidentemente la dificultad de una delimitación exacta de los dos ámbitos. Al hacer esto, se acepta como permanente y obvia una subdivisión, que tiene un origen histórico preciso, de la única teología. Pero, ¿lo es realmente? Mientras esto no pueda mostrarse claramente, habría que renunciar a una tesis tan neta como la anteriormente expuesta». También porque no pocas veces la evidencia última de una norma, como por ejemplo la obligación de la fidelidad matrimonial, crece sólo en el terreno de la fe” [42].

Ahora bien, la “competencia primaria” proviene, para el Magisterio, del hecho de que existen unos “contenidos” que forman parte, como hemos dicho, de la revelación cristiana, y a los cuales se los considera directamente revelados y formalmente integran el “depósito de la fe”. A ello se ha referido el Concilio Vaticano II en los siguientes términos:

“Esta infalibilidad que el Divino Redentor quiso que tuviera su Iglesia cuando define la doctrina de fe y de costumbres, se extiende a todo cuanto abarca el depósito de la divina Revelación entregado para la fiel custodia y exposición”[43].

La “competencia secundaria” se refiere, por su parte, a cuanto, sin haber sido formalmente revelado, está necesariamente vinculado con el depósito de la fe, de una manera tan profunda, que si el Magisterio no fuera competente en ese terreno, le sería imposible mantener íntegro el depósito de la fe, explicarlo adecuadamente y defenderlo de manera eficaz de los ataques externos.

Ahora bien, las razones para que el Magisterio intervenga, en concreto, sobre asuntos relativos a la moral, las explica él mismo de la siguiente manera:



“El Magisterio de la Iglesia no interviene en nombre de una particular competencia en el ámbito de las ciencias experimentales. Al contrario, después de haber considerado los datos adquiridos por la investigación y la técnica, desea proponer, en virtud de la propia misión evangélica y de su deber apostólico, la doctrina moral conforme a la dignidad de la persona y a su vocación integral, exponiendo los criterios para la valoración moral de las aplicaciones de la investigación científica y de la técnica a la vida humana, en particular en sus inicios. Estos criterios son el respeto, la defensa y la promoción del hombre, su «derecho primario y fundamental» a la vida [Juan Pablo II, Discurso a los participantes en la 35ª Asamblea General de la Asociación Médica Mundial, 29 de octubre de 1983: AAS 76 1984 390] y su dignidad de persona, dotada de alma espiritual, de responsabilidad moral [cf. decl. Dignitatis humanae, 2] y llamada a la comunión beatífica con Dios.
La intervención de la Iglesia, en este campo como en otros, se inspira en el amor que debe al hombre, al que ayuda a reconocer y a respetar sus derechos y sus deberes. Ese amor se alimenta del manantial de la caridad de Cristo: a través de la contemplación del misterio del Verbo encarnado, la Iglesia conoce también el «misterio del hombre» [Const. past. Gaudium et spes, 22; Juan Pablo II, enc. Redemptor hominis, 8: AAS 71 1979 270-272]; anunciando el evangelio de salvación, revela al hombre su propia dignidad y le invita a descubrir plenamente la verdad sobre sí mismo. La Iglesia propone la ley divina para promover la verdad y la liberación.
Porque es bueno, Dios da a los hombres — para indicar el camino de la vida — sus mandamientos y la gracia para observarlos; y también porque es bueno, Dios ofrece siempre a todos — para ayudarles a perseverar en el mismo camino — su perdón. Cristo se compadece de nuestras fragilidades: Él es nuestro creador y nuestro redentor. Que su Espíritu abra los ánimos al don de la paz divina y a la inteligencia de sus preceptos”[44].

Si el papel de los teólogos y de los pastores ha sido importante y definitivo en numerosas ocasiones en orden a fijar esta doctrina moral, también debe recordarse la participación de los fieles cristianos laicos en estas formulaciones a lo largo de la historia, así no sea (o no haya sido) enfatizado este hecho. Tuvieron una inequívoca y destacada importancia en circunstancias tales como la cuestión tratada en el Concilio de Elvira (c. a. 306) acerca de los intereses a pagar por los préstamos y la prohibición de cobrarlos a clérigos y laicos (canon 20), asunto que con el paso del tiempo llevó a una perspectiva nueva en relación con la naturaleza y el valor del dinero, tema que fue examinado por el Papa Pío VIII en 1830; o en el siglo XIX, cuando hombres y mujeres de pensamiento, de universidad y de acción se propusieron hacer frente a los problemas sociales preparando la intervención del Papa León XIII en Rerum novarum (1891); o, finalmente, para citar algunos pocos momentos pero claves, durante el siglo XX, cuando esos mismos hombres y mujeres comprometidos con los derechos humanos hicieron las elaboraciones que condujeron a establecer el puente entre las tesis del “liberalismo” filosófico que condenaba el Syllabus de erroribus del Papa Pio IX (1864) y la declaración (1965) del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae[45].

b. La canonística  del c. 748 § 1


8. Desde el punto de vista de la canonística, elaborada en atención a la práctica pastoral de la comunidad cristiana, podemos también considerar algunos aportes. Observando sólo aquellos publicados en el área de la lengua castellana – por otra parte notables y reconocidos por la canonística mundial[46] – a los que he tenido acceso, y algunas anotaciones provenientes de mis profesores, más otras búsquedas personales, optamos por examinarlos según su fecha de producción, de modo que, en cierta medida, se pueda apreciar el desarrollo de la materia, eventualmente.

1)    Lamberto DE ECHEVERRÍA

Es, de esta manera, el primero, en su orden. Relacionó los dos parágrafos del c. 748, y destacó que, mientras en el § 1 se hace énfasis en la “obligación moral” de buscar la verdad, en el § 2 se “contrapone” una “conducta jurídica” concerniente a la no coactividad para abrazar la fe. Y se explicó así: 
“Moralmente todos los hombres están obligados a buscar la verdad religiosa, y a abrazarla y observarla cuando la han encontrado. Pero este deber suyo, moral, no autoriza a coacciones de tipo jurídico, o simplemente de hecho. Ningún hombre puede ser obligado a abrazar la fe católica contra su propia conciencia, doctrina siempre mantenida por la Iglesia (cf. c. 1351*), aunque no siempre llevada a la práctica (bautismos forzados de moros y judíos), siguiendo en esto el ejemplo de otras religiones (baste recordar la Ginebra de Calvino). Se mantiene, sin embargo, la obligación jurídica de continuar dentro de la Iglesia una vez que se ha ingresado libremente en ella, y se castiga con la excomunión la infracción de esta norma (c. 1364)”[47].

Ha de observarse en el comentario que el autor se refiere a un “buscar la verdad religiosa” como equivalente a lo que el Código menciona como “buscar la verdad en aquello que se refiere a Dios y a la Iglesia”. Creo que existe en el texto, sin embargo, un matiz, como hemos evidenciado en el capítulo III, entre el directo “buscar a Dios y a la Iglesia” (= quaerere Deum eiusque Ecclesiam), e, inclusive, entre el directo “buscar la verdad de Dios y de la Iglesia” (= quaerere veritatem Dei eiusque Ecclesiae), y lo que encontramos en el c.: “veritatem (quaerere) in iis, quae Deum eiusque Ecclesiam respiciunt”, que aparentemente no es muy diversa, pero muestra un cambio de enfoque y de acento enorme. A mi juicio, se trata de una redacción que, al no poner en directo esta obligación, se hace muchísimo más respetuosa de las personas: obligación que, expresada de otra manera, muchos, por otra parte, no aceptarían – en conciencia –. 

Ha de resaltarse, además, que el profesor De Echeverría anotaba que “se mantiene la obligación jurídica de continuar dentro de la Iglesia una vez que se ha ingresado libremente en ella”, y que, por eso mismo, “se castiga con la excomunión la infracción de esta norma (c. 1364)”.

Como puede observarse, el comentario hace énfasis especialmente en el § 2 del c. 748, mientras nuestra investigación insiste en el § 1 del mismo c., pero también muy importante por las consecuencias que derivan para nuestro tema en relación con las Universidades católicas, especialmente.

2)    Eloy TEJERO

expuso posteriormente su comentario:

“El § 1 de este c. añade, sobre el anterior c. 1322 § 2* del CIC 17[48], la apertura a que todos los hombres reciban los medios de formación necesarios para alcanzar la fe. El hecho de no estar bautizado no impide que la Iglesia se disponga a hacer llegar a todos su mensaje de salvación.
El § 2 no se puede interpretar a contrario sensu; es decir, no cabe coaccionar a nadie para que abrace la fe católica, aunque esto sea conforme a su conciencia. El antiguo c. 1351* señalaba: «No se obligue a nadie a abrazar la fe católica contra su voluntad». Este principio es compatible con el de imponer penas canónicas a quienes cometen delitos de herejía, apostasía o cisma, como prevé el c. 1364. Tal principio estaba vigente desde las épocas remotas del cristianismo (cf. D 74, 3 y 5; X, 5, 6, 9) y es distinto del principio y del derecho a la libertad religiosa de los que se ocupó la Declaración Dignitatis humanae del Concilio Vaticano II, que hace referencia a la inmunidad de coacción en materia religiosa por parte de las autoridades civiles[49].

El comentarista anota la relación existente entre el antiguo § 2 del c. 1322*, y el complemento realizado por la Sub-Comisión designada. Si bien deberíamos detenernos especialmente en el § 1 del c. 748 es necesario ante todo, en este caso, mirarlo en su relación con el § 2, por cuanto la Sub-Comisión encargada de la revisión de los cc. correspondientes al “Liber tertius: De rebus”, en la “Pars Quarta: De Magisterio eclesiástico”, los unió en su tratamiento (cf. supra, 1.3.b), p. 1294s):

“Se mantiene el principio general que se enuncia en el c 1322* § 1, así como la norma en razón de la cual es deber y derecho de la Iglesia, independiente de cualquier potestad humana, enseñar a todas las gentes la doctrina evangélica. Se añaden, sin embargo, normas, en los cánones siguientes, en las cuales, por una parte, se afirma que todos los hombres, ya que están obligados a buscar la verdad en aquellas cosas que se refieren a Dios y a su Iglesia, se obligan a conocer, abrazar y mantenerse en esa verdad evangélica y en la verdadera Iglesia, así como, por otra parte, se afirma que a los mismos en ningún momento se los puede coaccionar por parte de nadie a abrazar la fe católica contra su propia conciencia. Esta norma se apoya en la doctrina del Concilio Vaticano II, recogida en la Declaración Dignitatis humanae nn. 1, 2 y 4”.

3)    Mi profesor, P. Francisco Javier URRUTIA S.J.[50],

por su parte, explicaba que el c. 748 § 1, junto con los otros cc. introductorios del Libro III “de Ecclesiae munere docendi”, destaca por su carácter teológico. Ello indujo a diversos consultores a considerar que estaban “fuera de lugar” en un Código. Pero están, y ello precisamente porque en este, como en otros asuntos, los elementos teológicos comportan un carácter igualmente jurídico, que se puede descubrir a partir de los diversos principios que allí se expresan: preceptos, oficios, obligaciones, normas de derecho divino natural, de derecho divino positivo, de derecho positivo humano. Los fundamentos disciplinares deben, pues, hacerse más expresos para quienes han de conocer, ejecutar y aplicar los cánones.

a. En relación precisamente con el § 1 del c. 748, se enuncia una obligación-derecho de la persona humana “a buscar la verdad”: se trata de una obligación-derecho, una y otro, “fundamentales” y “correlativos”. En nuestro caso, decir “fundamentales” posee una razón teológica realmente excepcional, puesto que surge de un hecho antropológico al que hemos descrito ampliamente en nuestro capítulo V: la vocación humana por parte de Dios quien ha tomado la iniciativa de dialogar con los hombres, de manifestárseles y de amarlos, y, al crearnos así, nos ha hecho capaces para descubrirlo, para escucharlo, para responderle, para amarlo. Corresponde a esa iniciativa divina, entonces, la respuesta libre y personal por parte del hombre: se trata de la obligación de realizar su vocación humano-divina. De esta obligación personal surge, en consecuencia, el derecho de cada cual a que los demás hombres le respeten su conciencia en la respuesta que debe dar, y que dé efectivamente, a Dios.

b. Ahora bien, el carácter teológico “fundamental” de la expresión de esta obligación-derecho se extiende no sólo con respecto a Dios sino también en relación con la Iglesia, como indica el c. La Iglesia, a la que considera en este contexto como un hecho, como una realidad existente en el mundo, que se proclama a sí misma y que pretende señalarse como enviada por Dios para dialogar con los hombres y para llamarlos a Sí. La doctrina conciliar subraya esa índole fenoménica de la Iglesia mediante la descripción de las acciones que ella realiza, acciones que son “legibles” y “comprensibles” máximamente en clave de fe. Lo encontramos especialmente en los nn. 16-17 de LG, que citamos a continuación, y en los nn. 1b y 2b de la Declaración DH, que en otros lugares hemos referido:

“16. Por fin, los que todavía no recibieron el Evangelio, están ordenados al Pueblo de Dios por varias razones. En primer lugar, por cierto, aquel pueblo a quien se confiaron las alianzas y las promesas y del que nació Cristo según la carne (cf. Rom., 9,4-5); pueblo, según la elección, amadísimo a causa de los padres; porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables (cf. Rom., 11,28-29). Pero el designio de salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que confesando profesar la fe de Abraham adoran con nosotros a un solo Dios, misericordiosos, que ha de juzgar a los hombres en el último día. Este mismo Dios tampoco está lejos de otros que entre sombras e imágenes buscan al Dios desconocido, puesto que les da a todos la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Act., 17,25-28), y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (cf. 1Tim., 2,4). Pues los que inculpablemente desconocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, y buscan con sinceridad a Dios, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con las obras de su voluntad, conocida por el dictamen de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. La divina Providencia no niega los auxilios necesarios para la salvación a los que sin culpa por su parte no llegaron todavía a un claro conocimiento de Dios y, sin embargo, se esfuerzan, ayudados por la gracia divina, en conseguir una vida recta. La Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero, que entre ellos se da, como preparación evangélica, y dado por quien ilumina a todos los hombres, para que al fin tenga la vida. Pero con demasiada frecuencia los hombres, engañados por el maligno, se hicieron necios en sus razonamientos y trocaron la verdad de Dios por la mentira sirviendo a la criatura en lugar del Criador (cf. Rom., 1,24-25), o viviendo y muriendo sin Dios en este mundo están expuestos a una horrible desesperación. Por lo cual la Iglesia, recordando el mandato del Señor: «Predicad el Evangelio a toda criatura» (cf. Mc., 16,16), fomenta encarecidamente las misiones para promover la gloria de Dios y la salvación de todos.
17. Como el Padre envió al Hijo, así el Hijo envió a los Apóstoles (cf. Jn., 20,21), diciendo: «Id y enseñad a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo» (Mt., 28,19-20). Este solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad salvadora, la Iglesia lo recibió de los Apóstoles con la encomienda de llevarla hasta el fin de la tierra (cf. Act., 1,8). De aquí que haga suyas las palabras del Apóstol: « ¡Ay de mí si no evangelizara!» (1Cor., 9,16), por lo que se preocupa incansablemente de enviar evangelizadores hasta que queden plenamente establecidas nuevas Iglesias y éstas continúen la obra evangelizadora. Por eso se ve impulsada por el Espíritu Santo a poner todos los medios para que se cumpla efectivamente el plan de Dios, que puso a Cristo como principio de salvación para todo el mundo. Predicando el Evangelio, mueve a los oyentes a la fe y a la confesión de la fe, los dispone para el bautismo, los arranca de la servidumbre del error y de la idolatría y los incorpora a Cristo, para que crezcan hasta la plenitud por la caridad hacia Él. Con su obra consigue que todo lo bueno que haya depositado en la mente y en el corazón de estos hombres, en los ritos y en las culturas de estos pueblos, no solamente no desaparezca, sino que cobre vigor y se eleve y se perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre. Sobre todos los discípulos de Cristo pesa la obligación de propagar la fe según su propia condición de vida. Pero aunque cualquiera puede bautizar a los creyentes, es, no obstante, propio del sacerdote el consumar la edificación del Cuerpo de Cristo por el sacrificio eucarístico, realizando las palabras de Dios dichas por el profeta: «Desde el orto del sol hasta el ocaso es grande mi nombre entre las gentes, y en todo lugar se ofrece a mi nombre una oblación pura» (Mal., 1,11). Así, pues ora y trabaja a un tiempo la Iglesia, para que la totalidad del mundo se incorpore al Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda todo honor y gloria al Creador y Padre universal.”

c. Una vez conocida por las personas esta “verdad salvífica” nace en ellas la obligación y el derecho de “abrazar la Iglesia”, de entrar en ella. Ya el antiguo c. 1322 § 2*, como vimos, había enunciado este precepto, que, sin embargo, el Concilio recogió y explicó de la siguiente manera en LG:

“14a. El sagrado Concilio pone ante todo su atención en los fieles católicos y enseña, fundado en la Escritura y en la Tradición, que esta Iglesia peregrina es necesaria para la Salvación. Pues solamente Cristo es el Mediador y el camino de la salvación, presente a nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia, y El, inculcando con palabras concretas la necesidad de la fe y del bautismo (cf. Mc., 16,16; Jn., 3,5), confirmó a un tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que los hombres entran por el bautismo como puerta obligada. Por lo cual no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Jesucristo como necesaria, rehusaran entrar o no quisieran permanecer en ella”.

Así, pues, la Iglesia se anuncia a sí misma como necesaria “en el orden de la salvación” (“ad salutem”). La expresión de esta conciencia se manifiesta ya desde S. Thaschus Cæcilius Cipriano DE CARTAGO (c. a. 200 – 258) en su Epístola (n. 73) a Iubaianum[51]. Pero no fue una expresión casual del mártir, sino que había sido motivada desde los “símbolos” de la fe más antiguos y primitivos que habían sido ampliamente difundidos, como es el caso de la mención que se hace de la Iglesia en la Epistola Apostolorum (Recensión etiópica) de c. a. 160, escrita en Asia Menor[52]. De allí en adelante, no sólo en los “símbolos”, sino por parte de los Papas y de los Concilios, su tradición no sólo se mantuvo sino que se precisó y se desarrolló[53], hasta llegar a convertirse en dogma de la fe[54]. Baste citar al respecto uno de los textos más recientes, tomado del Catecismo de la Iglesia Católica:

“845 El Padre quiso convocar a toda la humanidad en la Iglesia de su Hijo para reunir de nuevo a todos sus hijos que el pecado había dispersado y extraviado. La Iglesia es el lugar donde la humanidad debe volver a encontrar su unidad y su salvación. Ella es el «mundo reconciliado» (San Agustín, Serm. 96, 7-9). Es, además, este barco que «pleno dominicae crucis velo Sancti Spiritus flatu in hoc bene navigat mundo» («con su velamen que es la cruz de Cristo, empujado por el Espíritu Santo, navega bien en este mundo») (San Ambrosio, Virg. 18, 188); según otra imagen estimada por los Padres de la Iglesia, está prefigurada por el Arca de Noé que es la única que salva del diluvio (cf. 1 P 3, 20-21).
"Fuera de la Iglesia no hay salvación"
“846 ¿Cómo entender esta afirmación tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia? Formulada de modo positivo significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su Cuerpo: «El santo Sínodo... basado en la Sagrada Escritura y en la Tradición, enseña que esta Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras, bien explícitas, la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el bautismo como por una puerta. Por eso, no podrían salvarse los que sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella» (LG 14).
“847 Esta afirmación no se refiere a los que, sin culpa suya, no conocen a Cristo y a su Iglesia: «Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna» (LG 16; cf. DS 3866-3872).
848 «Aunque Dios, por caminos conocidos sólo por Él, puede llevar a la fe, 'sin la que es imposible agradarle' (Hb 11, 6), a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia, corresponde, sin embargo, a la Iglesia la necesidad y, al mismo tiempo, el derecho sagrado de evangelizar» (AG 7)”[iii].

Durante el proceso de revisión del CIC alguno de los consultores del coetus propuso la cuestión acerca de qué elementos habían de considerarse en la Iglesia “necesarios para la salvación”, y cuáles no. El P. Urrutia recoge simplemente la respuesta del Relator (la Secretaría), en el sentido de que en el canon sólo se dice, la “verdad, en aquello que se refiere… a la Iglesia” y “se aplica exclusivamente a lo que es necesario”. Queda a los especialistas y al Magisterio, pues, la tarea de precisar aún más ese asunto. 

d. Por último, indicaba el P. Urrutia que tanto la obligación como el derecho de buscar la verdad en lo que se refiere a Dios y a la Iglesia hallan “su fuerza en la ley divina”, natural y positiva: natural, por cuanto cada persona, al ser creada inteligente, puede conocer de Dios y de la Iglesia a través de las cosas creadas; pero también divina, porque la misma palabra de Dios urge conocer a Dios en su revelación.

4)    Antonio BENLLOCH POVEDA,

diez años después de los primeros comentarios, escribió en su obra:

“La difícil y laboriosa distinción entre la verdad y la libertad personal está claramente expuesta en este canon. Hay obligación de buscar la verdad, y será Dios quien juzgará el cumplimiento, o no, de ello, y una vez descubierta deben abrazarla, sin ninguna coacción humana. La libertad del hombre no es irresponsabilidad; la verdad no es principio de coacción.
El § 2, dando por sentado que la verdadera religión es la católica, declara que nadie puede coaccionar, en nombre de esa verdad, a ninguna persona a seguirla. Sea del modo que sea, amenazas, violencia, engaños, etc., nadie puede ser obligado, contra su propia voluntad, a profesar la fe católica, que por propia definición debe ser respuesta voluntaria a la llamada de Dios (DH 10)”[55].

Asume el comentarista algunos aspectos ya referidos antes, que obviamos, y aborda otra problemática.

“No pensar”, “no sentir”, en el presente, puede ser un desideratum para muchos. El texto canónico, por el contrario, y esa es una de las peculiaridades del ordenamiento canónico, no aspira a regir sólo las conductas externas de los creyentes, sino, inclusive, a influir en su conciencia, en el razonamiento y en la motivación de los fieles: a hacer que sus decisiones sean cada vez más honestas y coherentes, pero también mejor justificadas.

Ha sido Jesús quien mejor ha indicado que el comportamiento exterior ha de mostrar la convicción y la bondad interior (cf. Mt 12,34b; 15,18s; cf. DH 3b; 4a). El comentarista, en el texto citado, invita a preguntarse cada cual por su personal ejercicio de la libertad en directa confrontación con la verdad. Tal es, como recordamos, la exhortación y el reto que ha planteado a todos el Papa Juan Pablo II, en lo que se refiere al campo del ejercicio del razonamiento en general, en la encíclica Fides et ratio, y, en el campo del ejercicio del razonamiento moral, en su encíclica Veritatis splendor. Una y otra remiten a que el ejercicio máximo de la libertad se da cuando se le presenta a cada persona el desafío por ir “más allá” en la verdad, en su descubrimiento y en su cultivo, particularmente mediante su vivencia, y, muy especialmente, cuando se va “más allá” en la entrega de sí a la Verdad, mediante la fe.

El comentarista, pues, deja reflejar aquello que ya establecía la Declaración Dignitatis humanae, y a lo cual el texto canónico, como hemos visto, ha querido hacer eco:

“La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes” (GS 17).

“Confiesa asimismo el sagrado Concilio que estos deberes (buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia) tocan y ligan la conciencia de los hombres y que la verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y a la vez fuertemente en las almas” (DH 1c).

Es, entonces, en cuanto ejercicio de conciencia moral, en cuyo ámbito la persona se encuentra con Dios, como se ubica y caracteriza el acto de fe. Se trata no sólo de la presunción sino de la constatación de dos hechos universales: que todo ser humano llega a experimentar su propia conciencia moral y la capacidad de ejercitarla en sus comportamientos – como el testigo fehaciente de que es uno mismo quien actúa – y, gracias a ella, de que se le plantee la cuestión acerca de Dios (y de la Iglesia) – mediante la búsqueda que hace de la verdad –. Porque, como afirma el mismo Concilio, es admisible plantear otra constatación:

“no puede afirmarse (que no existe pérdida de la dignidad de la conciencia) cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y (cuando) la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado” (GS 16).

5)    Eloy TEJERO,

del mismo modo, también una década después de publicados los primeros comentarios, y del suyo en particular, al que hemos hecho referencia en b), elaboró uno más extenso y completo. Por su amplitud citamos sólo la parte introductoria, aunque nos referiremos a los demás aspectos del texto[56]:

“Puede observarse una relación directa entre el § 1 de este canon y el contenido del canon que le precede: a la afirmación del derecho y el deber que tiene la Iglesia de predicar el Evangelio y de proclamar los principios morales de él dimanantes (c. 747), le sigue el c. 748 § 1, que expresa la obligación de buscar la verdad, respecto de Dios y de su Iglesia, que alcanza a todos los hombres. Sin embargo, el c. 748 no es fruto del trabajo realizado por el coetus de Lege fundamentali Ecclelsiae, como el anterior, sino que tiene su origen en sucesivas elaboraciones hechas por el coetus de Magisterio eclesiástico, persuadido de la necesidad de acoger en el CIC la doctrina contenida en este canon, en conformidad con el magisterio del Concilio Vaticano II (cf. Com 7 1975 150). De ahí que figurara en el Schema canonum de 1977 un canon novus (c. 2), cuyo contenido permaneció en los schemata posteriores, con variantes meramente estilísticas respecto del texto definitivo hoy en vigor (cf. Schema de 1980, c. 707, p. 170; Schema de 1982, c. 748, p. 139)”.

El autor desglosa la materia en tres partes, correspondientes, las dos primeras, al núcleo canónico del § 1, y la última, al núcleo del § 2: 1°) “La obligación moral que todo hombre tiene de buscar la verdad sobre Dios y su Iglesia”; 2°) “El ámbito canónico del deber y del derecho de abrazar la verdad sobre Dios y su Iglesia”; 3°) “La libertad de las conciencias para abrazar la fe católica”. Nos detendremos, como siempre, en los párrafos 1° y 2° del comentario.

1°) Lo primero que indaga el artículo en mención es por las fuentes doctrinales de las que se nutre el § 1 del c. 748, a saber, principalmente, DH 1, que es la más inmediata: el designio salvífico de Dios para con los hombres se ha realizado en Cristo (cf. 1 Tm 3,16) y Él mismo se los ha dado a conocer (cf. Tt 2,11). Este mensaje de salvación ha sido transmitido de generación para que cada persona lo conozca, lo evalúe y lo valore, decidiéndose por él (cf. Hb 2,2-4). En este proceso de transmisión y de acogida de este Evangelio interviene la Iglesia, como la comunidad de todos aquellos que, habiendo sido convocados, adhieren a Cristo (cf. LG 13) mediante la fe (cf. Rm 1,5), y de modo que, aún quienes todavía no han llegado expresamente a formar parte de ella por el bautismo (cf. c. 96) también se ordenan a ella (cf. LG 14-16).

Esta línea, con todo, considera Tejero, no quedaría completa en su exposición y desarrollo, si no se estimara que Dios se ha dado a conocer como “verdad salvífica” (cf. Tt 2,11) para todas las mujeres y todos los hombres. Los seres humanos, en efecto,

“por ser personas dotadas de razón y voluntad libre, y, por tanto, con responsabilidad personal, por su misma naturaleza son impelidos y moralmente obligados a buscar la verdad, en primer término respecto de la religión” (DH 2).

Toda búsqueda de la verdad, entonces, y ciertamente la búsqueda de una norma suprema que dirija la vida humana, en cierto modo es una búsqueda, al menos implícita, de Dios:

“Porque desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las criaturas” (Rm 1,20).

De modo que serían inexcusables quienes fueran renuentes a aceptar la verdad, no sólo de las cosas y de sí mismos, sino inclusive en lo referente a Dios (cf. Rm 1,20). Para el efecto, el autor cita otros textos del Magisterio[57].

El profesor Tejero explica, finalmente, que las dos líneas son convergentes, y que, como se puede observar, una y otra han sido expuestas por la Iglesia desde sus orígenes y han sido confirmadas en nuestros tiempos por el Concilio. Más aún, en ellas se expresa “íntegra la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo (DH 1)”[58].

2°) Pasa luego el texto a examinar el ámbito canónico del deber-derecho de abrazar y de observar la verdad sobre Dios y la Iglesia por parte de las personas. Se trata, por supuesto, no sólo de la decisión interior de las personas por Dios y por su Iglesia, sino de la actuación de esta decisión y de asumir unos comportamientos externos coherentes con dicha decisión. Transita así nuestro autor, de la consideración doctrinal antes referida, a su aplicación reglamentaria, de la que dice, posee una “importancia jurídica fundamental, aunque provengan (tales comportamientos) de una conciencia moral que ha percibido los dictámenes de la ley divina”. Y añade:

“El deber de abrazar la verdad sobre Dios y sobre su Iglesia es tan relevante en el ámbito jurídico-canónico, que sólo puede satisfacerse con la adhesión a la Iglesia y la inserción en el ordenamiento que le es propio. Lo mismo hay que decir del derecho de abrazar y observar la verdad sobre Dios y sobre su Iglesia: debe ser ejercido ante los legítimos representantes de la comunidad eclesial y defendido ante cualquier obstáculo que ilegítimamente pueda presentar el poder civil o ante cualquier otra injusta interferencia”[59].

Concluye el comentario subsiguiente del autor con dos citas del Concilio (DH 1 y 3, que ya hemos referido) mediante las cuales insiste en la importancia de no dar acceso al “indiferentismo moral o religioso, como si todas las religiones fueran iguales” [60]. Más aún, no es precisamente este § 1, pero tampoco el § 2 de este mismo c., el que permitiría fundamentar una

“supuesta existencia de un derecho de libertad religiosa en el interior de la Iglesia y en su propio ordenamiento […] porque este canon se refiere sólo a la libertad para abrazar la fe y adherirse a la Iglesia, no al orden de las relaciones jurídicas intraeclesiales […] aún (en lo que se refiere a) la autoridad propia de los diferentes actos del magisterio eclesiástico contemplados en los cc. 749-754”[61].

6)    Lucia GRACIANO

Con ocasión de la celebración del XIII Congreso Internacional de Derecho Canónico promovido y efectuado por la CONSOCIATIO INTERNATIONALIS STUDIO IURIS CANONICI PROMOVENDO (Venecia, 17-21 de septiembre de 2008), la Doctora presentó su exposición sobre el c., a la que denominó “Disegno di salvezza e leggi della Chiesa: Il monito rivolto a tutti gli uomini a «ricercare la verità» in «iis quae Deum eiusque Ecclesiam respiciunt»”[62].

Afirmó la Profesora que el tema atañe tanto a la vida de la Iglesia como a la vida de las personas, y que sus fundamentos bíblicos (1 Tm 2,4) y magisteriales (GS 17; DH 1-2; 13-14; CAIC– 1992 – n. 851) tocan también a otros cc., tales como el 211, el 217, el 839, el 849, así como al 225. La realidad toda de la Iglesia expresa el nexo existente entre la persona humana y Dios, ella es su compañera-sujeto histórico diferenciado en un camino que reclama y pide testimonio, pero para el cual el chistifidelis recibe la ayuda de los instrumentos específicos que a ella le han sido confiados.

El § 1 del c. 748 nos pone de presente la exigencia primordial, que cada uno puede percibir, de interrogarse y de ponerse en camino ante la cuestión de darle sentido a la propia vida, esto, por una parte; pero por la otra, en coherencia con la recta ratio, se insiste en el § 1 en el deber de someterse y de acoger cuanto en este camino se ha descubierto, en ocasiones no sin fatiga y esfuerzo, en un acto de suprema libertad personal, de modo que se supere cualquier incoherencia posible entre lo que se conoce y aquello que se quiere.

No deja de destacar, así mismo, la Profesora, que entre el texto fuente de la DH 2b y el actual texto canónico existe una interesante pequeña-gran diferencia en lo que se refiere al “deber moral” con el que se connota el valor de la búsqueda de la verdad, el cual pone las bases para el § 2 del mismo c., en el cual se sanciona la prohibición absoluta de constreñir a ninguno a abrazar la fe “contra su propia conciencia”, pero también con el c. 747, con el que se abre el Libro III, De Ecclesiae munere docendi.

Así, pues, el § 1 enuncia no sólo un derecho-deber moral sino estrictamente jurídico cuya resonancia se refiere a todas las situaciones que conciernen tanto a la acogida en la Iglesia como a la pertenencia a ella, y que por sí mismo crea una “proximidad fecunda entre las personas y las abre al difícil diálogo al que algunos se encierran, sin embargo, cuando se refugian en posiciones dogmáticas y preconcebidas, o al que quieren instrumentalizar”.

“Y es este un tema – concluye la Profesora Graciano – que le proporciona a la «cultura de la laicidad» elementos de reflexión operativos y constructivos. ¿Qué existe más de laico que un horizonte cultural que se abre a la invitación a considerarlo todo y a quedarse con lo más valioso (1 Ts 5,21)? En la advertencia expresada por el c. 748 que posee connotaciones específicas de obligatoriedad y exigibilidad parece que existe también una orientación a seguir el camino en lo que concierne a este asunto, una cultura laica abierta al diálogo, que admita también las preguntas más incisivas de las cuales todo ser humano es portador”.[63]

7)    Algunos aportes a propósito de los anteriores comentarios.

1°) Es asunto ampliamente aceptado hoy considerar que los Códigos, y en ello se incluye al Código de Derecho canónico, en sentido técnico, son un “conjunto de normas legales sistemáticas que regulan unitariamente una materia determinada” o también la “recopilación sistemática de diversas leyes”[64]. Ahora bien, con el transcurso de la modernidad, cada vez se fue considerando el ámbito jurídico más y más autónomo con respecto del ámbito moral, de modo que los Códigos recogen expresiones jurídicas, y no primordial o propiamente morales, aunque el legislador puede, de hecho, asumir un valor o una norma moral, y dotarlo o convertirlo en un valor jurídico que expresa mediante la ley (“positivización”). Será característica principal suya, entonces, la exterioridad de los comportamientos humanos a los que se refiere (cf. c. 124 §§ 1 y 2). Con todo, en el caso del Código canónico y de cierta tendencia interpretativa de la juridicidad en general, el elemento “moral” (de conciencia, interior) no sólo no desaparece sino que es muy importante, de diversas maneras, como, por cierto, en algunos casos muy precisos hemos tenido la oportunidad de evidenciarlo.

En materia del c. 748 § 1, precisamente, se observa en el plano objetivo, es decir, en el de las acciones humanas consideradas en sí mismas y de conformidad con el bien humano y su realización, que existe la obligación “moral”, para todos los hombres, de “buscar la verdad”. Ahora bien, al estar en el Código canónico, se transforma en una obligación “jurídica” – para los fieles cristianos a quienes se refiere el CIC –, para todos sus efectos. Por eso, como vimos, la redacción del c. no pone en directo esta obligación erga omnes en relación con Dios y con la Iglesia que, como dijimos, muchos no aceptarían – en conciencia –.

La formulación del Concilio, sobre la que se soporta el texto canónico, distingue dos planos íntimamente ligados: uno, el moral, de la conciencia humana; otro, el del ejercicio del derecho en la sociedad civil. Veamos uno y otro: 

En el ámbito de la conciencia:

“Por su parte, todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla, y practicarla[65]” (DH 1b).
En el ámbito civil o estatal: 
“Como la libertad religiosa que los hombres exigen para el cumplimiento de su obligación de rendir culto a Dios se refiere a la inmunidad de coacción en la sociedad civil, deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo[66]” (DH 1c)

Como se puede observar, se trataba, en el caso, de una “Declaración” – fechada por cierto el 7 de diciembre de 1965, un día antes de la conclusión de los cuatro años de trabajos del Concilio[67] –: es decir, de una “toma oficial de posición” de la Iglesia Católica sobre una materia aún novedosa: una declaración que, si bien tenía en cuenta la “doctrina tradicional católica” sobre ciertos asuntos de su enseñanza, mediante esa forma de publicación advertía que no tenía la intención de zanjar dificultades aún en debate y que exigían mayor estudio; pero que, sin embargo, voluntariamente orientaba y restringía el ámbito de su opinión al terreno de los Derechos Humanos – en realidad, ámbito también apenas incipiente en lo que se refiere a su consagración constitucional por parte de los Estados y a su formulación por parte de las Naciones miembros de la Organización de las Naciones Unidas –.

Así las cosas, el punto de partida por el que optó el Concilio echa sus raíces en la obligación humana, es decir, moral y primordial, de experiencia universal, consistente en la búsqueda de la verdad: es esta búsqueda la que caracteriza de modo del todo singular a los seres humanos y los dignifica. Especialmente ello se da cuando esta búsqueda es búsqueda de Dios y de la Iglesia.

La argumentación de la Iglesia Católica se remonta de esa forma al reconocimiento y a la profesión que ella misma hace de uno de los “mandamientos”, es decir, de una de las leyes “positivas divinas” que hacen explícito, a su vez, un precepto de “ley natural”:
“No darás testimonio falso contra tu prójimo” (Ex 20,16).
“Se dijo a los antepasados: «no perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos»” (Mt 5,33).

Este punto de partida es enseñado de manera reiterada, en nuestros tiempos, y, de manera especial, por el Catecismo de la Iglesia Católica:

“El octavo mandamiento prohíbe falsear la verdad en las relaciones con el prójimo. Este precepto moral deriva de la vocación del pueblo santo a ser testigo de su Dios, que es y que quiere la verdad. Las ofensas a la verdad expresan, mediante palabras o acciones, un rechazo a comprometerse con la rectitud moral: son infidelidades básicas frente a Dios y, en este sentido, socavan las bases de la Alianza” (n. 2464).

Luego, todo el artículo 8 de la Tercera Parte, “La vida en Cristo”, en el mismo Catecismo, desarrolla ampliamente ese argumento: “I. Vivir en la verdad (nn. 2465-2470); II. «Dar testimonio de la verdad» (nn. 2471-2474); III. Las ofensas a la verdad (nn. 2475-2487); IV. El respeto de la verdad (nn. 2488-2492); V. El uso de los medios de comunicación social (nn. 2493-2499); VI. Verdad, belleza y arte sacro (nn. 2500-2503)”. Nos interesa, en el punto particular que estamos examinando, el n. 2467:

“El hombre busca naturalmente la verdad. Está obligado a honrarla y atestiguarla: «Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas…, se ven impulsados, por su misma naturaleza, a buscar la verdad y, además, tienen la obligación moral de hacerlo, sobre todo con respecto a la verdad religiosa. Están obligados también a adherirse a la verdad una vez la han conocido y a ordenar toda su vida según sus exigencias» (DH 2)”.
Ha de notarse, no obstante, que el Concilio, calificó la “verdad” en diversos pasajes de varias maneras (“de Dios y de la salvación humana”, en DV 2; “saludable”, en DV 7; “revelada”, en LG 35d; “divina y católica”, en LG 25a; “divina”, en LG 16 y en DV 8c; “plena”, en LG 23b; “más profunda”, en GS 15a; “profunda de las cosas”, en GS 14b; “total”, en GS 57e; etc.), pero que no habló propiamente de “verdad religiosa”, sino de “verdades religiosas”, en IM 14c. Lo cual señala un matiz bien peculiar a la expresión utilizada por el comentarista quien, de esta manera, se anticipaba a la expresión empleada por el Catecismo.

En este momento, desde el punto de vista jurídico, la elevación de dicha obligación moral a norma legal, tanto en los ordenamientos civiles como en el canónico, expresa un valor sumamente importante, con todo lo que esto lleva consigo, incluso desde el punto de vista solamente humano, como veíamos en el capítulo anterior: la sociedad no subsiste sobre la base de la mentira. 

Proteger este bien humano es esencial para la existencia misma de un Estado, p. ej.: contribuyen a su mantenimiento, a su defensa y a su irrigación por todo el cuerpo social, tanto las acciones orientadas positivamente a proteger la búsqueda de la verdad – libertades de pensamiento, de conciencia, de investigación, etc. –, como aquellas destinadas negativamente a desanimar la mentira o a castigarla, como advertíamos también en el capítulo anterior. De igual modo sucede en la Iglesia Católica y en su ordenamiento canónico, de forma que normas relativas a la verdad existen tanto en lo que se refiere a lo primero (“Libro II, Del pueblo de Dios”: cc. 229 §§ 1-3: “Título II, De las obligaciones y derechos de los fieles laicos”; y 218: “Título I, De las obligaciones y derechos de todos los fieles”), como a lo segundo (cc. 1390-1391: “Libro VII, De las sanciones en la Iglesia, Título IV, Del crimen de falsedad”). 

Ahora bien, como hemos observado en el capítulo anterior, en cuanto se refiere al ámbito del derecho eclesiástico estatal y a su manera de proceder en el asunto que venimos tratando, en lo que atañe al espacio religioso se violaría un derecho humano fundamental en los siguientes casos:

a) cada vez que se intentara negar a cualquier persona el derecho a buscar la verdad “referente a Dios y a su Iglesia”
y b) a impedirle efectuar los actos destinados a lograrlo;

así como, a quien ya hubiera afirmado haberla hallado o “abrazado”,

c) cuantas veces se lo quisiera apartar de la verdad “referente a Dios y a su Iglesia”,
d) impedirle la realización de aquellos actos cuya intención fuera profundizar en ella, o
e), expresar su convicción acerca de ella en privado o públicamente.

Así, pues, el CIC, siguiendo al Concilio, muestra su característica de pastoralidad, al manifestar y confirmar una obligación tradicional, o, mejor aún, inmemorial y comprobada, pero cambiando la fórmula para su expresión: el asunto consiste, entonces, en el nuevo espíritu con el que se ha de leer la norma.

2°) La consideración precedente tiene un efecto inmediato, pues nos exige complementar la distinción establecida entre “misión” y “mandato”, en el ámbito eclesiástico, por parte de una institución que investiga y enseña teología (cf. lo señalado en el cap. III de esta investigación: II.2.2.b), p. 257; II.4.xlvii.f., p. 286s; cf. la nt. 614).

En efecto, la Universidad católica o la Universidad o Facultad eclesiástica asumen derechos y obligaciones en la Iglesia en razón de recibir de ella una personalidad jurídica (cf. c. 803-804). Sus pronunciamientos “oficiales” y sus actuaciones ordinarias hacen explícita esta índole peculiar suya en la Iglesia y en la sociedad estatal. Enseñar e investigar teología será una de las muestras mejores de que, particularmente en el primer caso, lo es. Y que, en tal virtud, le encomendará a profesores que lo hagan.

Ahora bien, la Const. Ap. SCh pedía que los docentes de teología “de las Universidades y Facultades eclesiásticas” hubieran recibido una “missio canonica” (“misión canónica”) por parte de la autoridad eclesiástica (el Gran Canciller o su delegado), para enseñar teología, es decir, “materias concernientes a la fe y costumbres” (arts. 26-27). Esta missio canonica consiste en que el profesor “no enseña con autoridad propia sino en virtud de la misión recibida de la Iglesia”.

En cambio, el c. 812, específicamente para las Universidades católicas e institutos similares[68], y el c. 818, para las Universidades y Facultades eclesiásticas, exigen tener “mandato (mandatum) de la autoridad eclesiástica competente”. Y, en virtud del c. 814, la misma exigencia se hace a “los otros institutos de estudios superiores” que, por cualquier motivo, solicitaran o prestaran este servicio.

Se observa, pues, un cambio: no se trata de una misma noción (cf. sobre su vigencia, c. 6 § 1, 2°). El “mandato”, recordemos, es asumido por el CIC de un texto conciliar, AA 24e, es decir, se lo menciona en el contexto del apostolado de los laicos y se lo distingue claramente de la “missio canonica”. Quiere significar que se le reconoce a alguien que la función que él o ella realizan está vinculada o asociada formalmente con la autoridad eclesiástica, pero se desarrolla bajo la responsabilidad de quien lo recibe, en este caso, recibe la función docente teológica universitaria. Así, pues, se subraya en el encargo la responsabilidad privada del docente. La Iglesia, ciertamente, testifica que la persona que enseña lo hace en comunión con ella, como un católico, pero que no depende jurisdiccionalmente de la jerarquía ni que, bajo el aspecto de las relaciones de la Iglesia con el Estado, se trata de una actuación confesional, lo cual pondría en peligro a las propias Universidades católicas, puesto que los Estados podrían considerarla una intervención indebida que impide económicamente, por tanto, alguna ayuda para ellas.

El “mandato”, en fin, es otorgado por la “autoridad eclesiástica competente”. No se trata de una autoridad al interior de la Universidad o de la Facultad, como tampoco del “ordinario del que enseña”, pues este puede enseñar en diferente lugar. Ya que de lo que se trata es de manifestar la comunión eclesial y eclesiástica, debe darlo el Obispo del lugar en donde se halla la Universidad católica o la Universidad y Facultad eclesiástica, cuya es la responsabilidad de cuidar de la fe y de enseñar en su diócesis (c. 753). También podría ser objeto de una decisión – delegación – de la Conferencia de los Obispos, por medio de una comisión encargada de ello, con tal que no se haga demasiado onerosa esta gestión, lo cual llevaría a evadir el cumplimiento de la disposición. 

Los Estatutos y/u otras disposiciones reglamentarias de dichas Universidades y Facultades deberían tener en cuenta los anteriores criterios para establecer necesarias distinciones y consecuentes deberes/derechos, sin duda, lo mismo que la delimitación de en qué condiciones o circunstancias alguno (a) está desempeñando un oficio eclesiástico propiamente tal (“cura animarum”) con “missio canonica”.

3°) Así, pues, hemos dicho que el texto trata el asunto erga omnes. Pero, de igual modo, es necesario examinarlo quoad nos

a) San Pablo afirmaba, en efecto:

“Pues «todo el que invoque el nombre del Señor se salvará». Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados? Como dice la Escritura: « ¡Cuán hermosos los pies de los que anuncian el bien!»” (Rm 10,13-15).

¿Cómo van a creer si no hay quien les anuncie el Evangelio? Esta pregunta de Pablo es incisiva y cuestiona permanentemente a la Iglesia toda, y, por supuesto, a las Universidades católicas, a las Universidades y Facultades eclesiásticas. La hacía a ellas, precisamente, el santo cuyo nombre lleva jubilosa nuestra Pontificia Universidad:

"Muchos cristianos se dejan de hacer, en estas partes, por no haber personas que en tan pías y santas cosas se ocupen. Muchas veces me mueven pensamientos de ir a los estudios de esas partes, dando voces, como hombre que tiene perdido el juicio... diciendo a los que tienen más letras que voluntad: ¡Cuántas ánimas dejan de ir a la gloria... por la negligencia de ellos!... Muchos de ellos se moverían, tomando medios y ejercicios espirituales para conocer y sentir dentro de sus ánimas la voluntad divina... diciendo: Señor, aquí estoy, ¿qué quieres que yo haga? Envíame adonde quieras"[69]

Es necesario, pues, que entendamos que el c. 748 § 1 se dirige no sólo, ni principalmente, “a los de fuera”, a quienes no son aún creyentes y bautizados, sino a quienes se consideran miembros de la Iglesia, y con un significado misionero muy preciso. También en las Universidades católicas, y para ellas. Es necesario que se proclame el Evangelio de salvación en el ámbito de la cultura, que se anuncie en el ámbito de la educación y de la academia. A ello está destinado, justamente, todo el “Título III. De la educación católica” del Libro III del CIC: “De la misión de enseñar de la Iglesia”: desde este punto de vista, ya, por sí sólo, este c. justifica enteramente la existencia de todas estas Universidades.

Pero, si ha de hacerse en la academia, ha de hacerse académicamente. Se hace imprescindible que a las inteligencias y a los corazones de las jóvenes generaciones, y a cuantos cultivan las diversas expresiones del saber, se les ofrezcan oportunidades de altísima calidad para tener acceso a ese anuncio, que ellos – pero también los docentes, egresados y demás administrativos que componen la comunidad universitaria – puedan conocer en forma genuina y profunda los valores y significados que derivan de la fe, de modo que puedan, también bajo este aspecto, ejercer plenamente su libertad al momento de plantearse, de cuestionarse y de discernir, acerca de sus opciones religiosas y de fe. Pero ello ha de ser hecho en modo tal que ello forme parte integral de los procesos mediante los cuales se investigan los problemas humanos de una manera más penetrante – en perspectiva, como hemos dicho, de la “verdad” y con el respeto por la autonomía de los saberes – y teniendo en cuenta su dificultad y complejidad. Más aún, de tal manera que sean investigadas inclusive las mejores formulaciones de dicho anuncio, así como la pedagogía o andragogía y la didáctica (cf. varios lugares de esta investigación, en particular, p. 1142 en la conclusión cuarta del cap. V y en 2,a,1.e), p. 1287s, del cap. VI) para el mismo, en tales exigentes y rigurosos ambientes.

La Exhortación apostólica del Papa JUAN PABLO II Christifideles laici (30 de diciembre de 1988) en varios lugares lo puso de relieve en relación con las Universidades y con los docentes y estudiantes universitarios, en su gran mayoría, laicas y laicos. Cuando se refirió, primeramente, a la cultura:

“Frente al desarrollo de una cultura que se configura como escindida, no sólo de la fe cristiana, sino incluso de los mismos valores humanos [cf. Propositio 35], como también frente a una cierta cultura científica y tecnológica, impotente para dar respuesta a la apremiante exigencia de verdad y de bien que arde en el corazón de los hombres, la Iglesia es plenamente consciente de la urgencia pastoral de reservar a la cultura una especialísima atención.
Por eso la Iglesia pide que los fieles laicos estén presentes, con la insignia de la valentía y de la creatividad intelectual, en los puestos privilegiados de la cultura, como son el mundo de la escuela y de la universidad, los ambientes de investigación científica y técnica, los lugares de la creación artística y de la reflexión humanista. Tal presencia está destinada no sólo al reconocimiento y a la eventual purificación de los elementos de la cultura existente críticamente ponderados, sino también a su elevación mediante las riquezas originales del Evangelio y de la fe cristiana” (n. 44bc).

Muy especialmente, en segundo lugar, cuando requirió una formación, la mejor posible, para los laicos:

“60. Dentro de esta síntesis de vida se sitúan los múltiples y coordinados aspectos de la formación integral de los fieles laicos. Sin duda la formación espiritual ha de ocupar un puesto privilegiado en la vida de cada uno, llamado como está a crecer ininterrumpidamente en la intimidad con Jesús, en la conformidad con la voluntad del Padre, en la entrega a los hermanos en la caridad y en la justicia. […] Se revela hoy cada vez más urgente la formación doctrinal de los fieles laicos, no sólo por el natural dinamismo de profundización de su fe, sino también por la exigencia de «dar razón de la esperanza» que hay en ellos, frente al mundo y sus graves y complejos problemas. […] En concreto, es absolutamente indispensable —sobre todo para los fieles laicos comprometidos de diversos modos en el campo social y político— un conocimiento más exacto de la doctrina social de la Iglesia, como repetidamente los Padres sinodales han solicitado en sus intervenciones. […] Tal doctrina ya debe estar presente en la instrucción catequética general, en las reuniones especializadas y en las escuelas y universidades. Esta doctrina social de la Iglesia es, sin embargo, dinámica, es decir adaptada a las circunstancias de los tiempos y lugares […]” (n. 60a).

“(Para la formación de la fe) También son lugares importantes de formación las escuelas y Universidades católicas, como también los centros de renovación espiritual que hoy se van difundiendo cada vez más. Como han hecho notar los Padres sinodales, en el actual contexto social e histórico, marcado por un profundo cambio cultural, ya no basta la participación —por otra parte siempre necesaria e insustituible— de los padres cristianos en la vida de la escuela; hay que preparar fieles laicos que se dediquen a la acción educativa como a una verdadera y propia misión eclesial; es necesario constituir y desarrollar «comunidades educativas», formadas a la vez por padres, docentes, sacerdotes, religiosos y religiosas, representantes de los jóvenes. Y para que la escuela pueda desarrollar dignamente su función de formación, los fieles laicos han de sentirse comprometidos a exigir de todos y a promover para todos una verdadera libertad de educación, incluso mediante una adecuada legislación civil [Cf. Propositio 44.]” (n. 62b).


Este anuncio explícito exigirá, pues, como veremos en los cc. siguientes, unas maneras concretas de hacer efectiva y operativa esta norma, demandando unas ocasiones académicas ciertas y válidas, y, más aún, excelentes en calidad y suficientes en cantidad, de manera que se pueda responder a conciencia, por parte de cada Universidad católica: ¿satisface esta decisión que hemos tomado – realistamente, oportunamente – las exigencias que prescribe el c.[70]?             

b) El texto de los comentarios que analizamos destaca, sin embargo, otro elemento, a mi juicio valioso, en relación con el c. 748 §§ 1 y 2: las consecuencias canónicas que tiene también para los propios fieles cristianos, en principio – no sería fácilmente pensable que un no-cristiano (no sólo un no-católico) así lo quisiera e hiciera –: el hecho mismo de alguien que está en proceso de búsqueda de la verdad, especialmente sobre Dios y su Iglesia, y no está bautizado, exige que los fieles no pueden, de ninguna forma, incidir sobre su conciencia para forzarlo a abrazar la fe católica, sea mediante “coacciones de tipo jurídico, o simplemente de hecho”. En efecto, dada la índole social humana, es imposible evitar que el candidato – eventualmente el catecúmeno – entre en contacto con los creyentes, se aísle de ellos, para tomar una decisión. Todo lo contrario, por la índole misma de la comunidad eclesial, las relaciones, en este momento, son fundamentales, y el papel del misionero o del catequista, del todo imprescindible, de modo que la regulación de su ámbito específico de acción está señalado por los cc. 784ss, especialmente por el c. 787:
“§1. Con el testimonio de su vida y de su palabra, entablen los misioneros un diálogo sincero con quienes no creen en Cristo, para que, de modo acomodado a la mentalidad y cultura de éstos, les abran los caminos por los que puedan ser llevados a conocer el mensaje evangélico.
§2. Cuiden de enseñar las verdades de la fe a quienes consideren preparados para recibir el mensaje evangélico, de modo que, pidiéndolo ellos libremente, puedan ser admitidos a la recepción del bautismo.”

Lo anterior nos lleva a hacer la siguiente consideración. En efecto, dados los cambios operados en nuestras sociedades, y en particular en nuestra sociedad colombiana, cada día son más los estudiantes que llegan a las Universidades católicas, no sólo sin una “iniciación en el misterio de la salvación”, sin una efectiva “introducción a la vida de fe, de la liturgia y de la caridad del pueblo de Dios, y del apostolado” (c. 788 § 2), que las actividades relativas a la “pastoral” ordinaria quedan totalmente desbordadas. Lo cual debería conducir al replanteamiento de la cuestión, de modo que a asignaturas como las indicadas o a procesos como los mencionados en el capítulo anterior – sobre todo con el Apéndice respectivo – se les dé un enfoque totalmente diverso; o bien, que la prestación de tales servicios se haga de una manera bastante diferenciada y adaptada, pero que, de ninguna forma, sea excluyente, por ningún concepto, de nadie, apelando, más bien, a la diversidad de opciones y a la capacidad del estudiante para elegir de entre ellas la (s) que considerara más oportuna (s) y conveniente (s). En consecuencia, la capacitación de los profesores de teología para afrontar debidamente estas “nuevas” situaciones y relaciones es una exigencia que se ha de atender de forma inmediata. Distinto es el caso – todavía, en cierto modo mayoritario – de quienes fueron bautizados en su infancia y han gozado de una formación cristiana suficiente y adecuada a su edad y condición, especialmente por parte de su familia, parroquia y escuela. A unos y otros está enviado el docente[71].

4°) Lealmente, de igual modo, el comentarista hace una anotación de tipo histórico: se ha tratado, en el caso, de una “doctrina siempre mantenida por la Iglesia (cf. c. 1351*: haremos referencia a ella al tratar del siguiente comentario), aunque no siempre llevada a la práctica (bautismos forzados de moros y judíos)” por parte de algunos de sus miembros. Por supuesto, no se refiere esta expresión sólo a los fieles “católicos” que han obrado de esa manera[iv], ya que también otros fieles “cristianos”, así lo han hecho: “baste recordar la Ginebra de Calvino”. Más aún, se trata de un hecho, lamentable y que no se debería repetir nunca, por supuesto, que se ha presentado también en “otras religiones”.

En la perspectiva de las Universidades católicas, y aún de las Universidades y Facultades eclesiásticas, por qué no, estas referencias y reflexiones nos conducen directamente al problema de la “tolerancia”. En realidad, la perspectiva actual nos sugiere que los centros de estudios tienen una enorme responsabilidad en lo que se refiere al conocimiento de las propias raíces culturales y en proporcionar a sus estudiantes aquellos elementos que les permitan situarse serenamente en medio de un mundo más amplio. Al mismo tiempo, deberían proporcionarles una educación que les enseñe, como futuras generaciones, la benevolencia y el respeto por otras culturas, y promueva en ellos el aprecio por las riquezas presentes en su propia historia y valores: una educación que los conduzca a no ser meramente complacientes y sincretistas para acoger la multiforme realidad y diversidad de nuestro mundo, sino al mutuo entendimiento, sin fanatismos ni fundamentalismos, con un genuino sentido crítico. En el ámbito pedagógico se trata de adoptar una perspectiva intercultural y un modelo de vida que nos permita vivir con los demás con nuestras diferencias, que es mucho más que coexistir: es participar en la construcción de un destino común, que enaltece la cooperación y la fraternidad. Todo lo cual urge la necesidad de investigar en los fundamentos éticos de todas las experiencias culturales, por una parte, y, por la otra, que cada cual trate de preservar su propia identidad y evite la propuesta de modelos tan genéricos que fácilmente se conduzca a la fragmentación cultural y a la inestabilidad política[72].  

5°) En mi concepto, sin embargo, algunas de las apreciaciones citadas permiten un mayor desarrollo, al mismo tiempo que exigen hacer notar algunos contrastes con las actas mencionadas, sobre todo en lo que concierne al § 2 del c. 748 (cf. DH 2-4, cuyo contexto y propósito hemos mencionado antes), si bien, como hemos advertido, no es propósito directo de esta investigación profundizar en él. Trataremos de comprenderlo mejor en razón de sus implicaciones sobre el § 1, por ello es conveniente traer a la memoria algunos antecedentes:

En efecto, entre el CIC antiguo y el actual hay una diferencia grande, por cuanto, como explicamos anteriormente, el énfasis del CIC 17 se ponía en la relación “depósito de la fe - doctrina revelada” (c. 1322 § 1*[73]), de lo que se resentía, entonces, el § 2 del mismo c. 1322*; mientras que en el CIC actual la relación es, por el contrario, “depósito de la fe – verdad revelada”: toda una novedad de enfoque, de la que no siempre se da suficiente cuenta, en el que la influencia conciliar es determinante, especialmente en razón de la Constitución Dei verbum.

De otra parte, se establece en el actual CIC una relación entre “verdad revelada – verdad especialmente en aquello que se refiere a Dios y a la Iglesia”, es decir, entre los §§ 1 de uno y otro cc., es decir, del 747 y del 748 que, nuevamente, nos indica que existe otra verdadera y completa novedad, en el que la influencia conciliar es determinante, especialmente en razón de la Declaración Dignitatis humanae.

Este giro que el c. 748 § 1 pretende introducir en la educación católica y eclesiástica, sobre todo en el ámbito universitario, se ha de caracterizar por la investigación y la transmisión no tanto de tales “doctrinas” cuanto de la “verdad”. Por eso, una vez más – recalcamos –, el énfasis se pone en el CIC vigente en la capacidad humana (cf. GS 12-14; nuestro cap. V) para la búsqueda de la verdad en lo que se refiere a Dios y a la Iglesia; y esta búsqueda se puede presentar en todo momento que viva una persona. Pero es precisamente de allí de donde ha de surgir la decisión personal auténtica de abrazar la fe católica a la que se refiere el § 2 – en el caso de quien no hubiera hecho esa opción más temprano en su vida –: un acto que no sólo es “de la voluntad”, como tampoco  sólo “de la inteligencia”, sino “de la conciencia”, es decir, de la persona toda entera, con todas sus facultades, sensibilidades, etc., bajo la acción del Espíritu que abre el corazón humano para acoger el amor y la invitación de Dios: “Con el don del Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar y saborear el misterio del plan divino” (GS 15d; cf. GS 14b; 15ab; 16; 17; etc.).

Ya hemos dicho, en efecto, que, la “verdad” no se refiere tanto a unas “doctrinas” que hay que memorizar y saber explicar, cuanto a la persona de Jesucristo, principalmente, el gran Revelador y la revelación completa de Dios, y a la relación de la Iglesia con Dios – otra relación personal, sin duda –. Por tanto, cuando se habla de proporcionar a las personas “los medios de formación necesarios para alcanzar la fe” – como hemos encontrado en un comentario –, no se puede entender por esto sólo la exposición de unos cursos, p. ej., en los que se transmiten, sobre todo, “sistemas” o “conceptos”, a la manera de fríos juicios de hecho o de valor, productos de la observación y del razonamiento, como si ellos, por sí mismos, fueran la condición “necesaria” para adquirir la fe, o como si mediante ellos, forzosamente, llegaran las personas a la fe. No quiere decir, por supuesto, que sean inútiles tales conocimientos, pero ello obliga a reivindicar el auténtico sentido de estas “doctrinas”, en consecuencia, así como restablecer la verdadera relación entre “conocimientos” y “valores”, unos y otros en razón del bien humano.

Estas afirmaciones, quizás muy categóricas, tienen incidencia, ciertamente, en los restantes cc. que estamos estudiando: tratándose de “Universidades” católicas y de “Universidades y Facultades” eclesiásticas, pareciera que, en su aplicación, irían en contravía del aspecto predominantemente “intelectual” que debería caracterizar a dichas instituciones. Ello podría ser así sólo en el caso que la definición de una Universidad católica, y con mayor razón de una Universidad o Facultad eclesiástica, se diera solamente bajo un cierto punto de vista: un centro en el que lo único importante fuera el conocimiento comprendido como datos, información, instrucción, ilustración, erudición.

Pero no: la Iglesia – y la cultura – las comprenden más ampliamente – y armónicamente – como comunidades educativas, cuyo propósito es, simultáneamente, volvemos a insistir sobre ello, “procurar la formación integral de la persona humana”: favorecer el desarrollo “armónico de las dotes físicas, morales, intelectuales” de quienes las conforman; “la adquisición de un sentido más perfecto de la responsabilidad” y la “preparación” de todos para “participar activamente en la vida social”, como explica y puntualiza el c. 795 del CIC. Así, pues, la “intelectual” es sólo una, aunque muy especial y particularmente exigente, de las características que han de ser desarrolladas en los seres humanos, y con vistas al fin último del ser humano; y en ello consiste no sólo la “educación católica”, sino, como reconoce el CIC, una “verdadera educación”, una educación que se precie de ser tal. Habrá que atender armónica y debidamente, entonces, los diversos aspectos que comprende esta clase de educación.

6°) A este propósito es necesario hacer aplicaciones. Dados los anteriores presupuestos, las políticas educativas estatales, gestionadas especialmente en los centros universitarios católicos, deberían cuidar con particular atención y esmero las relaciones con los diferentes agentes educativos: familias, profesores, investigadores, organizaciones no gubernamentales, iglesias y comunidades religiosas, los mismos estudiantes y cuantos tienen que ver, de una u otra forma, con la educación. Más aún, es necesario que a todos los estudiantes se les ofrezcan en sus profesores modelos de referencia y bien capacitados educadores que no sólo les transmitan ideas sino que los acompañen de cerca en sus procesos, inclusive y especialmente en aquellos que tienen que ver con las preguntas fundamentales acerca del sentido de la vida. Se debe dedicar, así mismo, una solicitud del todo especial a quienes, por diversas razones, poseen déficit y necesidades, entre otros, en el campo afectivo e intelectual y no exento el económico[74]: “que no se pierda ni uno solo de estos pequeños” (Mt 18.14). Las Universidades católicas han de ser – y de establecer en sus documentos estatutarios y reglamentarios oficiales –, por lo tanto, excelentes espacios vitales en los cuales los estudiantes puedan establecer y desarrollar relaciones positivas; pero, de igual modo, en los currículos que ellas ofrecen se han de prever objetivos y espacios pedagógicos destinados a hacer frente a aquellas tendencias que propugnan por un radical individualismo y formen a sus integrantes hacia la solidaridad más que hacia la competencia, a la participación y a la acogida, más que a la soledad o a la indiferencia. 

Cierto es, igualmente, que se requieren “medios de formación” – y, como dice bien, a mi entender, el comentarista, no sólo de “información” –, que se ha de procurar lleguen a todos los seres humanos. Tales medios abarcan mucho más que la escuela formal, elemental e, incluso, superior, y el empleo de las hoy denominadas TIC: son, especialmente, la predicación de la palabra de Dios, la catequesis, la acción misional, entre otros, medios singularmente válidos y valiosos (cf. DH 3), para los cuales toda la Iglesia debe prepararse y preparar, aún independientemente de que las personas quieran escuchar o no su anuncio de Jesucristo, de que, en últimas, se lo quiera aceptar o se lo rechace.

Pero, como vemos, el texto vigente quiere destacar que, los espacios o momentos formalmente académicos son sumamente propicios para el encuentro de las personas con Dios y con la Iglesia, por lo cual es necesario cuidar la calidad y la cantidad de estos medios externos o físicos – y muy especialmente, por el contexto en el que nos encontramos – los pedagógicos y didácticos, empleados válidamente por la Iglesia para “hacer llegar a todos su mensaje de salvación”, si bien no son dichos medios los que, de por sí, y por sí solos, logran el “efecto” de la fe. De modo que más que descalificar lo uno con lo otro, hay que hacer lo uno sin dejar de hacer lo otro (cf. Lc 11,42b). Por eso los cc. restantes, relativos a las Universidades católicas especialmente, deben interpretarse también a esta luz[75]. Tendremos oportunamente el momento de presentar nuestra propuesta concreta de acción[v].

7°) Finalmente, destaquemos la anotación del comentarista de que el asunto del que se trata en el § 2 “es distinto del principio y del derecho a la libertad religiosa de los que se ocupó la Declaración Dignitatis humanae del Conc. Vat. II, que hace referencia a la inmunidad de coacción en materia religiosa por parte de las autoridades civiles”.

En efecto, el Concilio, en el n. 1bc ya citado, distinguió los ámbitos moral y jurídico, y los trató distintamente. En primer término, en relación con el ámbito moral de las personas y a las comunidades, el Concilio señaló una obligación moral de “buscar la verdad, sobre todo en lo que toca a Dios y a la Iglesia”, y que correspondería a un deber en el ámbito de la conciencia, para que las personas y sociedades se sientan atraídas “por la fuerza de la misma verdad” para conocer acerca de la “verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”[76].

Pero existe otro ámbito, el jurídico, al cual el documento conciliar dedicó especialmente su interés y su deseo de encontrar unos argumentos en la revelación: según el Concilio, deriva este ámbito jurídico, a la par, de una “obligación” – igualmente moral, sin embargo: en razón de la justicia, conforme a la comprensión que desde antiguo expresó el derecho romano y con él, ampliamente, la tradición cristiana, y que han mantenido y explicado la teodicea y la teología moral –: la obligación “de rendir culto a Dios”, pero que, en el ámbito jurídico, origina – “exige” – un “derecho”: el derecho “a la inmunidad de coacción en la sociedad civil”. En esto, el texto de Tejero complementa el de de Echeverría[77].

Por eso, el texto conciliar termina así:

“El sagrado Concilio, además, al tratar de esta libertad religiosa, quiere desarrollar la doctrina de los últimos Sumos Pontífices sobre los derechos inviolables de la persona humana y sobre el ordenamiento jurídico de la sociedad” (1c).

Hay que advertir, sin embargo, que, especialmente en nuestros tiempos, en diversos Estados, el soporte de tal derecho no es la mencionada obligación moral – que, por lo mismo, no se puede imponer –, sino, simplemente, la existencia de un hecho: en su comunidad existen personas creyentes en Dios, que quieren practicarle un culto, y a quienes la sociedad debe proteger – como habría que defender el derecho de quienes no creen en Dios y, por lo mismo, no se sienten obligados a practicarle un culto –.





Notas de pie de página



[1] Corresponde al c. 595 § 1 del CCEO.
[2] Para una bibliografía especializada sobre el tema, cf. Francisco Javier URRRUTIA, S. J.: De Ecclesiae munere docendi. Líber III CIC Editrice Pontifícia Università Gregoriana Roma 1987 56-58 y 61-62.
[3] Franco ARDUSSO: Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, o. c., p. 155, nt. 367, 21-22. La cursiva es mía.
Por supuesto, a partir del artículo noveno del “Credo”: “Credo sanctam Ecclesiam Catholicam”, muchas cosas se pueden decir, ¡inclusive que no existe un acuerdo general sobre lo que se debería llamar o de lo que se llama “Iglesia”! En efecto, múltiples son las “eclesiologías” que se podrían proponen y que entrarían en disputa – ¡y eso sin tener que acudir a las ciencias sociales! –. Juzgar, por lo tanto, a raíz de este punto de partida, lo que es propiamente “católico” de la Iglesia y de sus instituciones, como pueden ser sus universidades, ya puede imaginarse el lector el sinnúmero de interpretaciones a que se da lugar. Este trabajo no ha abordado la dimensión eclesiológica por decisión expresa mía, como autor, y así lo considero al exponer el Modelo hermenéutico en los dos primeros capítulos. No obstante, por su relación con Jesucristo, Verdad personal en quien creemos, he aludido a ella, a sus orígenes y condiciones básicas, en el cap. IV. Pero asumo, por supuesto, el Magisterio en lo que se refiere a la reflexión que la Iglesia ha hecho sobre sí misma no sólo en LG de Vaticano II, sino en el conjunto de sus documentos, y, aún más, observándola atentamente en medio de las vicisitudes que durante más de veinte siglos sus miembros hemos experimentado: nunca la Iglesia de Cristo – entendiendo por esta lo que enseña el Credo, sencilla y simplemente quienes lo quieren seguir y lo han seguido a pesar de todas sus imperfecciones y pecados, que reconocemos: asumiendo actitudes, formas y comportamientos que, en un momento dado, no son coherentes con el Evangelio… también, mientras vivamos en la historia; pero también con hechos ciertos de santidad – se ha convertido, y, de hecho no podía hacerlo, en una torre de marfil, aislada del mundo, en otro planeta: ¡quizás alguno que otro! Amenazas, múltiples, desde el comienzo de su existencia. En medio del mundo, siempre. Hago este comentario a propósito del interesante escrito, no exento de polémica, pero que quiere ser “de centro”, de Charles L. Currie, S.J.: “En busca de la identidad y la misión católica y jesuita de las Universidades y centros de estudios superiores jesuitas de los Estados Unidos” (traducción realizada por la Secretaria de AUSJAL y autorizada por el autor del artículo original publicado en Catholic Education: A Journal of Inquiry and Practice, Vol 14, No. March, 2011, Boston College University, Boston, Massachusetts), en Carta de Ausjal 36 2012 19-29. En (consulta 31 de octubre de 2013): http://www.ausjal.org/tl_files/ausjal/images/contenido/CARTA%20AUSJAL/Cartas%20AUSJAL%20PDF/Carta%20AUSJAL%2036%20%282%29.pdf
El munus propheticum de la Iglesia es el tema, propiamente, de todo el Libro III del CIC. Lo ha hecho notar en su obra M. MEDINA BALAM: El munus propheticum de la Iglesia. Libro III del CIC Universidad Pontificia de México México 2005.
Ya hemos mencionado en el primer cap. que poseemos al presente un texto oficial que considera las características de una “teología” como propiamente católica, y en el cual se tratan complexivamente los temas de los que aquí apenas podemos hacer un breve elenco de asuntos muy directamente vinculados con el propósito de esta investigación. Referimos, pues, a dicho documento: INTERNATIONAL THEOLOGICAL COMMISSION: Theology Today: Perspectives, Principles And Criteria, 29 de noviembre de 2011, en http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_cti_doc_20111129_teologia-oggi_en.html#_ftnref22
[4] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE: Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, 6 de agosto de 2000, n. 7cd en: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20000806_dominus-iesus_sp.html
[5] Este c. es mucho más explícito que el del CIC al referirse a la libertad de conciencia y de religión, al tiempo que afronta las dificultades que se pueden oponer al ejercicio pleno de dichas libertades. A la letra dice: “Está severamente prohibido coaccionar a nadie a entrar en la Iglesia, o inducirle o incentivarle con medios importunos; pero, a su vez, todos los fieles procuren que se respete el derecho de libertad religiosa, de forma que nadie sea alejado de la Iglesia con inicuas vejaciones”.
Ha de notarse que el CCEO opta por otra sistemática en el tratamiento del tema dentro del conjunto del “Título XIV. De la evangelización de los Pueblos” (“De evangelizatione gentium”): considero que desarrolla una exposición genética del asunto: remontándose hasta el querer de Cristo, de evangelizar a todas las naciones, pasa, de inmediato, al tema de la inculturación del mismo Evangelio. Luego, precisa las actividades o tareas que las diferentes Iglesias sui iuris deben hacer en orden a dicha evangelización. Señalado lo anterior, entonces sí pasa a presentar la acogida del Evangelio mediante la fe, y los condicionamientos sociales o culturales que se pueden oponer a ella; expresa el proceso catecumenal que se ha de seguir hasta la plena inserción en la Iglesia. Finalmente, desarrolla aspectos prácticos en relación con las misiones y con los misioneros.
[6] El comentario del profesor P. Julio MANZANARES MARIJUÁN trae la siguiente cita del Papa Pablo VI: “Que nadie se vea obligado a creer; pero igualmente que a nadie se le impida creer y profesar su fe, derecho fundamental de la persona humana” (AAS 58 1966 74). Y prosigue el autor: “Rechazable igualmente el proselitismo, con razón llamado «la corrupción del testimonio cristiano», que tiene lugar «cuando se usan – sutil o abiertamente – la adulación, el soborno, la presión indebida o la intimidación para provocar la aparente conversión»”: en: Juan Luís ACEBAL LUJÁN – Federico R. AZNAR GIL – Teodoro I. JIMÉNEZ URRESTI – Julio MANZANARES MARIJUÁN: Código de Cánones de las Iglesias Orientales. Edición bilingüe comentada por los profesores de la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia de Salamanca BAC 1994 251.
[7] Franco ARDUSSO: Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, o. c., p. 155, nt. 367, 33 y 35-36. A esta dimensión y manera de ser “personal” de la Revelación que se anuncia, expone y propone, corresponde otro componente igualmente “personal”, el del sujeto que la recibe; sobre éste se expresa así el Catecismo de la Iglesia Católica: “166. La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. […] 176. La fe es una adhesión personal del hombre entero a Dios que se revela. Comprende una adhesión de la inteligencia y de la voluntad a la Revelación que Dios ha hecho de sí mismo mediante sus obras y sus palabras. 177. "Creer" entraña, pues, una doble referencia: a la persona y a la verdad; a la verdad por confianza en la persona que la atestigua. 178. No debemos creer en ningún otro que no sea Dios, Padre, Hijo, y Espíritu Santo. 179. La fe es un don sobrenatural de Dios. Para creer, el hombre necesita los auxilios interiores del Espíritu Santo. 180. "Creer" es un acto humano, consciente y libre, que corresponde a la dignidad de la persona humana.” 
Sobre la “inspiración” de la palabra de Dios, como clave y decisiva al momento de acercarse al texto de la Sagrada Escritura y para hacer su hermenéutica, así como sobre su “verdad”, véase también del S. P. BENEDICTO XVI: Exh. Apost. postsinodal Verbum Domini, 19, en: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/apost_exhortations/documents/hf_ben-xvi_exh_20100930_verbum-domini_sp.html. De igual modo, en su mensaje al Presidente de la Pontificia Comisión Bíblica, S. Em. Card. William Levada, el 5 de mayo de 2011, afirmó: “Il piano in cui è possibile percepire la Sacra Scrittura come Parola di Dio è quello dell’unità della storia di Dio, in una totalità in cui i singoli elementi si illuminano reciprocamente e si aprono alla comprensione”. En: http://press.catholica.va/news_services/bulletin/news/27369.php?index=27369&po_date=05.05.2011&lang=sp
[8] COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL: Le sensus fidei dans la vie de l’Eglise Roma 2014 n. 3, en (consulta del 5 de diciembre de 2014): http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_cti_20140610_sensus-fidei_fr.html
[9] CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LOS SACRAMENTOS: Misal romano Coeditores Litúrgicos Barcelona 2001 17ª 360.
[10] A este respecto conviene hacer una precisión técnica. El CIC trata el tema de la “certeza moral”, que es individual (cf. c. 1608), en su contexto propio, que es el de la fe cristiana, pero que no se restringe, en razón de la materia que se aborda, sólo al ámbito de los creyentes: toda persona humana, si bien puede errar, inclusive culpablemente, puede también descubrir la verdad. La “concordancia moral” hay que advertirla como el proceso y, al mismo tiempo, el resultado mediante el cual los individuos que han alcanzado “certeza moral” llegan a convenir en que algo ha de considerarse objetivamente “verdad”. Y desde el punto de vista subjetivo, se podrá afirmar que ella goza del “consenso universal de los creyentes”, cuando tratamos de lo que concierne a “las de fe y costumbres”, máximo nivel que puede alcanzar la certeza humana.
En efecto, podemos distinguir diversas especies y grados de “certeza” en relación con la percepción de la “verdad”: desde la “ignorancia”, carencia de ciencia acerca de un determinado asunto, se puede llegar hasta la “hipótesis”, que expresa una suposición por parte del sujeto; se puede avanzar aún más, hasta expresar un pensamiento y una “opinión” por parte de la persona; se puede ir más adelante todavía, hasta avanzar a una “probabilidad”, nacida del análisis de las razones que no excluyen la posibilidad razonable de su opuesto; posteriormente se puede llegar a la “certeza”, consistente en la exclusión de la posibilidad razonable de su opuesto.
Esta “certeza”, a su vez, puede ser de diverso tipo, según los motivos que la soporten: puede ser “moral”, lograda a partir de los elementos comunes contingentes; “histórica”, a partir de los testimonios convergentes; “física”, en razón de las leyes de naturaleza material; “metafísica”, a causa de los constitutivos del ser; y “de fe”, en razón de la revelación. Cf. c. 752.   
[11] Franco ARDUSSO: Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, o. c., p. 155, nt. 367, 63-64.
Así, pues, debemos comprender que: a) estando los seres humanos dotados de capacidad de confiar en los otros, de escuchar , entender y aceptar su palabra – cap. V de nuestra investigación: virtud de la fe –, de igual modo lo estamos para “creer en Dios” (y no sólo para “creer que Dios existe”, ni sólo para “creerle a Dios”); b) que esta capacidad, así como el desarrollo y actuación de la misma, son también “don de Dios”; c) que en este sentido hablamos técnicamente de una “fe mediante la cual y gracias a la cual creemos en Dios” o “fe sujetiva” (fides qua creditur); d) sin embargo, también dicha fe consiste en Aquel en quien creemos y en cuanto Él nos ha revelado (el depositum fidei: básicamente los “artículos” de la fe), y en este sentido se habla técnicamente de la “fe en todo lo que creemos”, o “fe objetiva”, porque Dios nos lo ha revelado (fides quae creditur). Véase el art. “faith” en: http://www.newadvent.org/cathen/05752c.htm
[11 bis] La Const. dogmática sobre la Iglesia del Conc. Vat. II  (LG) recogió y formuló la enseñanza bíblica y tradicional de que cada uno de los miembros del pueblo “real, sacerdotal y profético” es ungido como tal por el bautismo. Cuando en esta investigación nos referimos al Magisterio jerárquico o Magisterio de la Iglesia estamos expresando una de las funciones epónimas y típicas de la “potestad de régimen o de jurisdicción” que existe en la Iglesia en cuanto Cuerpo (místico) de Cristo y pueblo de Dios, orientada al establecimiento y a la gestión o administración de cuanto “se ha de creer”, “se ha de hacer”, “se ha de orar” y “se ha de recibir”. Dicha “potestad” es diferente, sin embargo, de la “potestad de orden”, que capacita a quienes la reciben (sacerdotes: presbíteros y Obispos) mediante el sacramento, precisamente denominado del “orden”, para la presidencia, celebración y confección de la Eucaristía (“sacerdos propter Eucharistiam”: el cuerpo y sangre eucarísticos). Una y otra potestad existen en la Iglesia y provienen de Jesucristo, pero de modo diferente, pues, mientras la potestad de orden se transmite por la imposición de las manos de los Obispos (y los primeros de éstos, a su vez, de los Apóstoles) a quienes son consagrados Obispos o presbíteros, la regulación de la potestad de jurisdicción, en cambio, proviene en último término y en forma exclusiva suya, en escala jerárquica, del Obispo de Roma, sucesor de Pedro, quien la recibe por la aceptación que hace del oficio, la participa o distribuye a otros, dirige su ejercicio y, eventualmente la restringe o la priva a alguien. Algunos, a lo largo de la historia de la Iglesia, sin embargo, no sólo han unido sino hasta confundido las dos potestades, o las han reducido a una sola (a la de orden, generalmente), o colocan la de régimen en función de la de orden, como una parte de esta (la de régimen se recibe ya en la ordenación episcopal). Las dos ciertamente son distintas, sin embargo; y son separables, además, sin duda alguna, pues hay quien posee la una pero no posee la otra, y ello en los múltiples espacios y formas que institucionalmente existen en la Iglesia. Véase la explicación canónica y el seguimiento de la tradición a lo largo de sus diversos períodos, en las que se justifica nuestra posición – probablemente más común y tradicional – en la exposición académica “lección magistral” – la última, quizás – de nuestro profesor R. P. Gianfranco GHIRLANDA, S. J.: “El origen de la potestad de los Obispos. Una cuestión de 2000 años”, Facultad de Derecho Canónico de la Pontificia Universidad Gregoriana, 22 de mayo de 2017, en: https://www.youtube.com/watch?v=qOaNJT3XI7E&feature=youtu.be&list=PL0OnbX3C2yot0UVUG_Gz0O73F4SAxOqBb
[12] Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE: Instrucción Donum veritatis, o. c, p. 1371, nt. 3241; Franco ARDUSSO: Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, o. c., p. 155, nt. 367, 68.
Afirmaba el Señor Card. William Joseph LEVADA, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe: “Estas observaciones pueden ser útiles cuando examinamos la enseñanza de la Iglesia sobre el Romano Pontífice, Obispo de Roma. Esta doctrina ha seguido una trayectoria evolutiva única desde que Jesús proclamó: “Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18). Varios Padres Sinodales han hecho referencia a la cita de la Encíclica de 1995 Ut unum sint, a propósito de la cual el Instrumentum laboris afirma que el Papa Juan Pablo II admitió “la responsabilidad de encontrar una forma de ejercitar el primado de modo tal que, sin renunciar de ningún modo a lo que es esencial a su misión, se abra a una nueva situación teniendo presente la doble tradición canónica latina y oriental” (cfr. n. 78).” Intervención en la Asamblea Especial para Oriente Medio del Sínodo de los Obispos, el viernes, 15 de octubre de 2010, en: http://www.vatican.va/news_services/press/sinodo/documents/bollettino_24_speciale-medio-oriente-2010/04_spagnolo/b14_04.html
[13] Sobre el sensus fidei fidelium y sobre su importancia tanto en la vida de todos los cristianos como en particular para la reflexión de la teología hemos tenido ocasión de referirnos en varios lugares de esta obra (cf. supra, cap. I, VII.3, p. 68; cap. II, II.4.a., p. 167 con la nt. 369). Lo ha reafirmado y precisado una vez más el Papa BENEDICTO XVI en su discurso a los miembros de la Comisión Teológica Internacional al final de su reunión plenaria del 7 de diciembre de 2012: “Es muy útil que vuestra Comisión se haya concentrado también sobre este tema que es de importancia particular para la reflexión sobre la fe y para la vida de la Iglesia. El Concilio Vaticano II , reivindicando el papel específico e insustituible que corresponde al Magisterio, ha subrayado no menos que el conjunto del Pueblo de Dios participa del oficio profético de Cristo, realizando así el deseo inspirado, expresado por Moisés: «¡Ojalá fueran todos profetas en el pueblo del Señor y quisiese el Señor darles su espíritu!» (Nm 11,29). La Constitución dogmática Lumen gentium enseña a este propósito: «La totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2,20 y 27), no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando «desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos» [Cf. San Agustín, De praed. sanct., 14, 27: PL 44, 980] presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres». Este don, el sensus fidei, constituye en el creyente una forma de instinto sobrenatural que tiene una connaturalidad vital con el objeto mismo de la fe. Observamos que precisamente los simples fieles llevan consigo esta certeza, esta seguridad del sentido de la fe. El sensus fidei es un criterio para discernir su una verdad pertenece o no al depósito viviente de la tradición apostólica. Suministra también un valor propositivo porque el Espíritu Santo no deja de hablar a las Iglesias y de guiarlas hacia la verdad toda íntegra. Hoy, sin embargo, es particularmente importante precisar los criterios que permiten distinguir el sensus fidelium auténtico de sus falsificaciones. En realidad, no es él una cierta clase de opinión pública eclesial, y no es pensable que se lo pueda mencionar para contestar las enseñanzas del Magisterio, por cuanto el sensus fidei no puede desarrollarse auténticamente en el creyente sino en la medida en que él participa plenamente en la vida de la Iglesia, y esto exige la adhesión responsable a su Magisterio, al depósito de la fe”. En (consulta de la fecha): http://press.catholica.va/news_services/bulletin/news/30170.php?index=30170&lang=sp (Traducción mía).
Al término del quinquenio (2011-2014) para el que habían sido designados miembros de la COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL aprobaron “en forma específica” el texto El sensus fidei en la vida de la Iglesia, y su presidente, el Cardenal Gerhard L. MULLER, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, ordenó su publicación el 10 de junio de 2014. Puede verse el importante documento en su versión francesa en (consulta de diciembre de 2014): http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_cti_20140610_sensus-fidei_fr.html A este texto, y a la actividad de la Comisión, se refirió el Papa FRANCISCO en su discurso del 5 de diciembre de 2014, en: http://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2014/12/05/0922/01994.html
[14] GS 43b-f. La cursiva es mía.
La participación “específica” de los fieles laicos en las Universidades y muy particularmente en las Universidades católicas, ha sido puesto de relieve por Damian G. ASTIGUIETA: “La missione specifica dei laici nelle università della Chiesa”, en Folia Canonica 9 (2006) 235-256.
[15] “4. Frente a situaciones tan diversas, nos es difícil pronunciar una palabra única como también proponer una solución con valor universal. No es este nuestro propósito ni tampoco nuestra misión. Incumbe a las comunidades cristianas analizar con objetividad la situación propia de su país, esclarecerla mediante la luz de la palabra inalterable del Evangelio, deducir principios de reflexión, normas de juicio y directrices de acción según las enseñanzas sociales de la Iglesia tal como han sido elaboradas a lo largo de la historia especialmente en esta era industrial, a partir de la fecha histórica del mensaje de León XIII sobre la condición de los obreros, del cual Nos tenemos el honor y el gozo de celebrar hoy el aniversario.
A estas comunidades cristianas toca discernir, con la ayuda del Espíritu Santo, en comunión con los obispos responsables, en diálogo con los demás hermanos cristianos y todos los hombres y mujeres de buena voluntad, las opciones y los compromisos que conviene asumir para realizar las transformaciones sociales, políticas y económicas que se consideren de urgente necesidad en cada caso.
En este esfuerzo por promover tales transformaciones, los cristianos deberían, en primer lugar, renovar su confianza en la fuerza y en la originalidad de las exigencias evangélicas. El Evangelio no ha quedado superado por el hecho de haber sido anunciado, escrito y vivido en un contexto sociocultural diferente. Su inspiración, enriquecida por la experiencia viviente de la tradición cristiana a lo largo de los siglos, permanece siempre nueva en orden a la conversión de la humanidad y al progreso de la vida en sociedad, sin que por ello se le deba utilizar en provecho de opciones temporales particulares, olvidando su mensaje universal y eterno (Cf. Gaudium et spes 10: AAS 58 1966 1033).” En la carta apostólica Octogesima adveniens, 14 de mayo de 1971, en: http://www.vatican.va/holy_father/paul_vi/apost_letters/documents/hf_p-vi_apl_19710514_octogesima-adveniens_sp.html
[16] Con ocasión de la publicación de la obra de “Joseph Ratzinger, Benedicto XVI”, "Gesù Di Nazaret" (Jesús de Nazaret, o. c., p. 26, nt. 57) (ediciones: italiana (Rizzoli), alemana (Herder) e polaca (Wydawnictwo M), el Señor Cardenal Christoph SCHÖNBORN, Arzobispo de Viena (Austria), el 13 de abril de 2007, afirmó: “Que el Papa hable de Jesús no es de ninguna manera sorprendente. Es sorprendente sobre todo por de qué manera él lo haga. No existe, en primer lugar, en la portada del libro, Benedicto XVI, sino, simplemente “Joseph Ratzinger”. Sólo en un segundo lugar aparece el nombre, Benedicto XVI, que él ha escogido el 19 de abril de 2005, después de su elección como Papa. No habla aquí el Papa, y, ni siquiera el entonces cardenal, obispo, profesor, sacerdote, sino el simple creyente, el cristiano Joseph Ratzinger. Para que esto aparezca claro desde un comienzo, él concluye el prefacio de su libro con la simple advertencia: «No tengo necesidad seguramente de decir expresamente que este libro no es en modo alguno un acto magisterial, sino es únicamente expresión de mi búsqueda personal del ‘rostro del Señor’ (Sal 27,8)  (p. 22)»”. En: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/20040.php?index=20040&po_date=13.04.2007&lang=sp
[17] “- Domanda: Sappiamo che Lei è stato due volte in Colombia, quando era Cardinale e sappiamo che è rimasta molto presente nel suo cuore la Colombia. Vorremmo sapere che cosa può fare la Chiesa, affinché noi possiamo andare avanti soprattutto in questa situazione di conflitto interno colombiano? - Papa: Naturalmente io non sono un oracolo, che ha automaticamente tutte le risposte giuste. [...]”
Traducimos: “- Pregunta: Sabemos que Usted ha estado dos veces en Colombia, cuando era Cardenal, y sabemos que Colombia ha permanecido muy presente en su corazón. Queremos saber ¿qué puede hacer la Iglesia para que nosotros podamos seguir adelante sobre todo en esta situación de conflicto interno colombiano? - El Papa: Naturalmente yo no soy un oráculo, que tiene automáticamente todas las respuestas adecuadas […]”. En:
[18] Cf. Franco ARDUSSO: Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, o. c., p. 155, nt. 367, 91-92.
El texto de Tomás de Aquino recién citado (ST I-IIae, q. 109, a. 1) lo explica de la siguiente manera: “Por otra parte, no sólo proviene de Dios toda moción por ser él el primer motor, sino también toda perfección formal, porque él es el acto primero. De donde se sigue que la acción del entendimiento, como la de cualquier otra criatura, depende de Dios doblemente: porque recibe de él la forma por la que obra, y porque de él recibe además el impulso para obrar. […] Sin embargo, cada forma comunicada por Dios a las criaturas tiene eficacia respecto de un acto determinado, del que es capaz por su propia naturaleza; pero su acción no puede ir más allá a no ser en virtud de una forma sobreañadida, como el agua no puede comunicar calor si no ha sido previamente calentada por el fuego. Así, pues, el entendimiento humano tiene una forma determinada, que es su misma luz intelectual, de por sí suficiente para conocer algunas cosas inteligibles, aquellas que alcanzamos a través de lo sensible. Pero otras cosas inteligibles más altas no las puede conocer más que si es perfeccionado por una luz superior, como la de la fe o de la profecía, que se llama luz de gracia, porque es algo sobreañadido a la naturaleza. Debemos, pues, concluir que, para conocer una verdad, de cualquier orden que sea, el hombre necesita de un auxilio divino mediante el cual el entendimiento sea impulsado a su propio acto. Pero no se requiere una nueva ilustración añadida a la luz natural para conocer cualquier verdad, sino únicamente para aquellas que sobrepasan el conocimiento natural. Lo que no impide que a veces Dios instruya milagrosamente a algunos con su gracia acerca de verdades que son del dominio de la razón natural, como también a veces realiza milagrosamente cosas que puede producir la naturaleza”.
[19] Hans Urs VON BALTHASAR: La verdad es sinfónica. Aspectos del pluralismo cristiano Ediciones Encuentro Madrid 1979. El Papa Benedicto XVI empleó una bella metáfora alusiva a esta manera de obrar, precisamente en el contexto del Consistorio de la creación de nuevos Cardenales – Von Balthasar, recuérdese, murió en las vísperas de otro para el que había sido llamado, el 26 de junio de 1988 –: “[…] La patrona de la música y del canto lírico (la mártir santa Cecilia) acompañe y sostenga vuestro compromiso de ser en la Iglesia escuchas atentos de las diferentes voces, para hacer más profunda la unidad de los corazones”: “La patrona della musica e del bel canto accompagni e sostenga il vostro impegno di essere nella Chiesa attenti ascoltatori delle varie voci, per rendere più profonda l’unità dei cuori”: 22 de noviembre de 2010, en: http://press.catholica.va/news_services/bulletin/news/26438.php?index=26438&po_date=22.11.2010&lang=sp  (La cursiva en el texto es mía.) La idea de la verdad como un cuerpo, en nuestro contexto bien valiosa, ha sido recordada por el S. P. FRANCISCO en LF 48.
[20] La liturgia de la celebración de Pentecostés así lo expresa: “Oh Dios, que has comunicado a tu Iglesia los bienes del cielo, conserva los dones que le has dado, para que el Espíritu Santo sea siempre nuestra fuerza y la eucaristía que acabamos de recibir acreciente en nosotros la salvación”: oración después de la comunión: CONGREGACION PARA EL CULTO DIVINO Y LOS SACRAMENTOS: Misal romano Coeditores Litúrgicos Barcelona 2001 17ª 362.
Sobre la importancia de la eucaristía, sacrificio y memorial, en el caminar de la Iglesia, cf. Guillermo ZAPATA D., S. J.: “La eucaristía: pan de esperanza, comunidad en camino”, en ThX 157 2006 133-156. A lo largo de la investigación hemos expresado reiteradamente la importancia de la eucaristía no sólo en su fundamento cristológico, sino también en la configuración y realización del ser cristiano, en sus consecuencias morales y, finalmente ahora, en sus consecuencias canónicas.
[21] “Pero llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros” (2 Co 4,7).
[22] Para tener una visión del problema en su conjunto, cf. Franco ARDUSSO: Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, o. c., p. 155, nt. 367, 117-143, en especial 140s. En una referencia que hace este autor de la obra de Sergio BASTIANEL, S. J.: Moralità personale, ethos, etica cristiana. Appunti di Teologia Morale Fondamentale (Pro manuscripto) PUG, Roma 1993 179-196, en especial 189; 19952, se argumenta la necesidad de “aplicar una adecuada hermenéutica de los textos magisteriales, análogamente a lo que la exégesis suele hacer con las normas morales de la Biblia” (141, nt. 68). 
[23] Corresponde en el CCEO al c. 595 § 2.
[24] Franco ARDUSSO: Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, o. c., p. 155, nt. 367, 156-157. Cf. JUAN PABLO II: m. p. Ad tuendam fidem, 18 de mayo de 1998, en: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/motu_proprio/documents/hf_jp-ii_motu-proprio_30061998_ad-tuendam-fidem_sp.html
En el
[25] Instructio de Ecclesiali Theologi vocatione, 24 de mayo de 1990, en : AAS 82 (1990) 1550-1570; OR 27.6.1990; CivCat 141 1990 3, 150-167; EV 12, 188-233 ; edición inglesa, que empleamos, en : http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19900524_theologian-vocation_en.html “Esta Instrucción fue adoptada en una Reunión Plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe y fue aprobada en una audiencia concedida al abajo firmante Cardenal Prefecto por el Sumo Pontífice, Papa Juan Pablo II, quien ordenó su publicación”: “This Instruction was adopted at a Plenary Meeting of the Congregation for the Doctrine of the Faith and was approved at an audience granted to the undersigned Cardinal Prefect by the Supreme Pontiff, Pope John Paul II, who ordered its publication.”  A la sazón, el Cardenal Prefecto era el posterior Sumo Pontífice, Joseph Ratzinger.
[26] “24. Finally, in order to serve the People of God as well as possible, in particular, by warning them of dangerous opinions which could lead to error, the Magisterium can intervene in questions under discussion which involve, in addition to solid principles, certain contingent and conjectural elements. It often only becomes possible with the passage of time to distinguish between what is necessary and what is contingent.” 
[27] “Ya que el objeto de la teología es la Verdad que es el Dios vivo y Su plan de salvación revelado en Jesucristo, el teólogo está llamado a profundizar en su propia vida de fe y a unir continuamente su investigación científica con la oración” (Cf. Juan Pablo II: Discurso con ocasión de la entrega del premio internacional Pablo VI a Hans Urs von Balthasar,  el 23 de junio de 1984, en Insegnamenti di Giovanni Paolo II. VII, 1 1984 1911-1917)”: “Since the object of theology is the Truth which is the living God and His plan for salvation revealed in Jesus Christ, the theologian is called to deepen his own life of faith and continuously unite his scientific research with prayer (Cf. John Paul II, "Discorso in occasione della consegna del premio internazionale Paulo VI a Hans Urs von Balthasar", June 23, 1984: Insegnamenti di Giovanni Paolo II. VII, 1 1984 1911-1917)”.
[28] “9. Through the course of centuries, theology has progressively developed into a true and proper science. The theologian must therefore be attentive to the epistemological requirements of his discipline, to the demands of rigorous critical standards, and thus to a rational verification of each stage of his research. The obligation to be critical, however, should not be identified with the critical spirit which is born of feeling or prejudice. The theologian must discern in himself the origin of and motivation for his critical attitude and allow his gaze to be purified by faith. The commitment to theology requires a spiritual effort to grow in virtue and holiness”.
“La fe es siempre evolutiva, como la maduración de la persona hacia la Verdad”. Por eso mismo también se puede hablar de una “evolución de la teología”, en la que tanto el Magisterio como los teólogos participan, así como ocurre – como estamos constatando – en el Derecho canónico (como corpus legislativo, así como la ciencia que lo estudia). Esta idea ha sido puesta de relieve por Joseph RATZINGER a propósito de su aprovechamiento personal de la obra del Beato John Newman: “Aún más profundamente actuó sobre mí la contribución que Heinrich Fries publicó con ocasión del Jubileo de Calcedonia: aquí encontré el acceso a la doctrina de Newman sobre el desarrollo del dogma, que considero que es, junto con la doctrina sobre la conciencia, su aporte decisivo a la renovación de la teología. Con ello él puso en nuestras manos la clave para insertar en la teología un pensamiento histórico, o mejor, él nos enseñó a pensar históricamente la teología, y precisamente de esa manera a reconocer la identidad de la fe en todos los cambios. Me debo abstener de profundizar esta idea en nuestro contexto. Me parece que la contribución de Newman no haya sido utilizada del todo todavía en las teologías modernas. Ella contiene todavía en sí misma posibilidades fructuosas, que esperan a ser desarrolladas”: “Ancora più profondamente agì su me il contributo che Heinrich Fries pubblicò in occasione del Giubileo di Calcedonia: qui trovai l'accesso alla dottrina di Newman sullo sviluppo del dogma, che ritengo essere, accanto alla dottrina sulla coscienza, il suo contributo decisivo per il rinnovamento della teologia. Con ciò egli mise nelle nostre mani la chiave per inserire nella teologia un pensiero storico, o piuttosto: egli ci insegnò a pensare storicamente la teologia, e proprio in tal modo a riconoscere l'identità della fede in tutti i mutamenti. Sono costretto ad astenermi dall'approfondire, in questo contesto, tale idea. Mi sembra che il contributo di Newman non sia stato ancora del tutto utilizzato nelle teologie moderne. Esso contiene in sé ancora possibilità fruttuose, che attendono di essere sviluppate”: Discurso con ocasión del Centenario de la muerte del Card. John Henry Newman, Roma, 28 abril de 1990, en: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19900428_ratzinger-newman_it.html  
Nuestra Facultad de Teología publicó algunos comentarios de la encíclica en ThX 130 49/2 abril-junio de 1999, de entre los cuales quiero mencionar por su referencia a nuestro asunto: Víctor M. MARTÍNEZ M., S. J.: “La verdad entre la fe y la razón. Aproximación a una reflexión relacional”, 155-160; Carlos J. NOVOA M., S. J.: “El carácter histórico de la verdad en la encíclica «Fe y Razón»”, 179-184.
[30] Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra San Pablo Madrid 1998 174-193.
[31] Id., 179.
[32] Art. “Magisterio eclesiástico” en: Sacramentum mundi v. IV, Herder Barcelona 1977 2ª cols. 381-398.
[33] Franco ARDUSSO: Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, o. c., p. 155, nt. 367, 183. Cita el autor al final a G. B. SALA: art. “Magisterio” en: L. PACOMIO: Diccionario teológico interdisciplinar v. III Sígueme Salamanca 1986 2ª 366.
[34] La COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL hizo público el 6 de junio de 1976 un desarrollo de esta doctrina mediante “tesis”: “De magisterii ecclesiatici et theologiae ad invicem relatione” (Documento Rationes Magisterio cum Theologia). Allí leemos: “Es tarea del Magisterio defender con autoridad la integridad católica y la unidad de la fe y las costumbres. De aquí se derivan algunas funciones particulares, las cuales, aunque a primera vista parezcan presentar un carácter más bien negativo, constituyen sin embargo un ministerio positivo para la vida de la Iglesia; y son las siguientes: el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida, la condena de opiniones peligrosas para la fe y las costumbres propias de la Iglesia, y la enseñanza de verdades más actuales en el tiempo presente. Aunque no parezca competencia del Magisterio el proponer síntesis teológicas, no obstante, para tutelar la unidad, debe considerar las verdades particulares a la luz de la totalidad, ya que la inserción de cada una de las verdades en el conjunto pertenece a la verdad misma”: el texto es de la tesis 5ª (“II. Quedando firmes los elementos que tienen en común, en qué difieren el Magisterio y los teólogos”), y se encuentra en EV 5, 2040-2041 Dehoniane Bologna 1979 1315-1317 (traducción de Juan Padilla Moreno, transcrita de la obra de Franco ARDUSSO: Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, o. c., p. 155, nt. 367, 192).
Acerca de la relación profesional que se establece entre “exegetas” y “teólogos” dejemos sólo la constancia de que unos y otros desempeñan una esencial tarea científica mediante su investigación, y que tanto en ésta como en su formación al servicio del pueblo de Dios poseen “carismas y métodos propios”; ello significa énfasis propios y perspectivas específicas, así la fuente principal de su quehacer se encuentre en el mismo texto bíblico.
[35] Franco ARDUSSO: Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, o. c., p. 155, nt. 367, 265-286.
Que el Magisterio ha de ser muy consciente de cuáles son los límites, intrínsecos y extrínsecos, para sus pronunciamientos lo evidencia, p. ej., la problemática expuesta por el entonces Cardenal Joseph RATZINGER, 10 de mayo de 2003, en un recuerdo personal. Recordemos algunos párrafos de tal intervención:
“En el decreto de la Congregación Consistorial del 29 de junio de 1912 De quibusdam commentariis non admittendis aparecen los nombres de dos personas que se cruzaron en mi vida. En efecto, en ese decreto fue condenada la Introducción al Antiguo Testamento del profesor de Frisinga Karl Holzhey. Este profesor ya había muerto cuando, en enero de 1946, comencé mis estudios de teología en la colina de la catedral de Frisinga, pero sobre él circulaban aún anécdotas elocuentes. Debía de ser un hombre más bien pagado de sí y lleno de sombras. Me resulta más familiar el segundo nombre citado, es decir, Fritz Tillmann, bajo cuya dirección se publicó un Comentario del Nuevo Testamento definido inaceptable. En esa obra, el autor del comentario a los Sinópticos fue Friedrich Wilhelm Maier, un amigo de Tillmann, entonces profesor en Estrasburgo. El decreto de la Congregación Consistorial establecía que estos comentarios debían ser completamente borrados de la institución de los clérigos (expungenda omnino esse ab institutione clericorum). Ese Comentario, del que yo, cuando era estudiante en el seminario menor de Traunstein, había encontrado un ejemplar olvidado, debía ser prohibido y retirado de la venta, dado que en él Maier sostenía, con respecto a la cuestión sinóptica, la así llamada teoría de las dos fuentes, que hoy es aceptada prácticamente por todos. […] Notábamos que en el espíritu de este hombre docto, que llevaba una vida sacerdotal ejemplar, fundada en la fe de la Iglesia, no sólo pesaba aquel decreto de la Congregación Consistorial, sino también que los diversos decretos de la Comisión Bíblica -sobre la autenticidad mosaica del Pentateuco (1906), sobre el carácter histórico de los primeros tres capítulos del Génesis (1909), sobre los autores y sobre la época de composición de los Salmos (1910), sobre los evangelios de san Marcos y san Lucas (1912), sobre la cuestión sinóptica (1912), etc.- impedían su trabajo de exegeta con obstáculos que él consideraba indebidos. […] Es verdad que el Magisterio, con las decisiones citadas, ensanchó demasiado el ámbito de las certezas que la fe puede garantizar; por eso, es verdad que con ello se disminuyó la credibilidad del Magisterio y se restringió de modo excesivo el espacio necesario para las investigaciones y los interrogantes exegéticos”. El texto íntegro puede verse en: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/pcb_documents/rc_con_cfaith_doc_20030510_ratzinger-comm-bible_sp.html (La última cursiva en el texto es mía).
[36] El resumen de Franco Ardusso sobre la investigación de P. FRANSEN: “A short History of the Meaning of the Formula «Fides et mores»”, en LouvSt 7 1979 270-301, se encuentra en: Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, o. c., p. 155, nt. 367, 267, nt. 3.
[37] Primera “Versión directa de los textos originales por Daniel RUIZ BUENO, Catedrático de Lengua Griega Barcelona Editorial Herder 1963”. La más reciente: “Traducción: Bernabé DALMAU, Constantino RUÍZ GARRIDO y Eva MARTÍN. Herder Barcelona 1999”.
[38] Cf. la ya mencionada Instrucción Donum veritatis, o. c, p. 1371, nt. 3241.
[39] “What concerns morality can also be the object of the authentic Magisterium because the Gospel, being the Word of Life, inspires and guides the whole sphere of human behavior. The Magisterium, therefore, has the task of discerning, by means of judgments normative for the consciences of believers, those acts which in themselves conform to the demands of faith and foster their expression in life and those which, on the contrary, because intrinsically evil, are incompatible with such demands. By reason of the connection between the orders of creation and redemption and by reason of the necessity, in view of salvation, of knowing and observing the whole moral law, the competence of the Magisterium also extends to that which concerns the natural law (cf. Paul VI: Encycl. Humanae Vitae, n. 4: AAS 60 1968 483).
“Revelation also contains moral teachings which per se could be known by natural reason. Access to them, however, is made difficult by man's sinful condition. It is a doctrine of faith that these moral norms can be infallibly taught by the Magisterium (cf. Vatican Council, I: Dogmatic Constitution Dei Filius, ch. 2: DS 3005).” La traducción de Juan Padilla Moreno la tomo del texto antes citado (nt. 3311).
[40] Franco ARDUSSO: Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, o. c., p. 155, nt. 367, 272.
[41] H. WEBER: Teologia morale generale San Paolo Cinisello Balsamo 1996 234.
[42] Franco ARDUSSO: Magisterio eclesial. El servicio de la Palabra, o. c., p. 155, nt. 367, 272.
[43] LG 25b.
[44] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE: Instrucción Donum Vitae sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación, 22 de febrero de 1987, en: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_19870222_respect-for-human-life_sp.html
Anteriormente (cf. cap. II, p. 108, nt. 258) mencionamos el texto de Luis Gahona Praga, “Declaración magisterial del Ius divinum y grados de expresión”, en el que el autor responde las objeciones sobre supuestos “desbordamientos” del Magisterio en materias que no forman parte directamente del depósito de la fe, y añadirles, además, connotaciones morales u jurídicas. Cf. Juan Ignacio ARRIETA (A cura di) – Costantino-M. FABRIS (Coordinatore edizione): Ius divinum, o. c. p. 56, nt. 120, 1183-1191.
[45] Me inspiro, por supuesto, en el texto del n. 73 del documento El sensus fidei en la vida de la Iglesia elaborado por la COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL (junio de 2014). Véase el texto en: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_cti_20140610_sensus-fidei_fr.html#_ftnref85
[46] Nos referimos, en concreto, a los siguientes: Lamberto DE ECHEVERRÍA: “La función de enseñar de la Iglesia”, en: Lamberto DE ECHEVERRÍA (dir.): Código de Derecho Canónico. Edición bilingüe comentada por los profesores de la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia de Salamanca BAC Madrid 1985 5ª revisada 391-429; José María GONZÁLEZ DEL VALLE: Comentarios a los cc. 793-833 y Eloy TEJERO: Comentarios a los cc. 747-792, en: Pedro LOMBARDÍA – Juan Ignacio ARRIETA (dir.): Código de Derecho Canónico. Edición bilingüe. Edición anotada Ediciones Paulinas 1984 2ª 493-517 y 469-493, respectivamente; Antonio BENLLOCH POVEDA: “La función de enseñar de la Iglesia”, en: Antonio BENLLOCH POVEDA (dir.): Código de Derecho Canónico. Edición bilingüe, fuentes y comentarios de todos los cánones Edicep Valencia 1994 8ª 355-384; A. MARZOA - J. MIRAS – R. RODRÍGUEZ.OCAÑA (coord. – dir.): Comentario exegético al Código de Derecho Canónico. Instituto Martín de Azpilcueta. Facultad de Derecho Canónico. Universidad de Navarra v. III/1 Eunsa Pamplona 1997 2ª 23-307, en el que han participado los profesores: José Luis ILLANES, Eloy TEJERO y Davide CITO.
Se ha de hacer notar que el c. 748 § 1, que estamos comentando, no tiene propiamente un c. correspondiente en el CCEO, que prefiere ubicarse en una perspectiva misional y de “evangelización de los pueblos”, insistiendo, por ello, en la “inculturación” del Evangelio, característica muy consonante con lo que hemos estado observando en el c. 748 § 1, por otra parte. Los comentarios al CCEO los debemos a mi apreciado profesor P. Julio MANZANARES MARIJUÁN, en: Juan Luís ACEBAL LUJÁN – Federico R. AZNAR GIL – Teodoro I. JIMÉNEZ URRESTI – Julio MANZANARES MARIJUÁN: Código de Cánones de las Iglesias Orientales. Edición bilingüe comentada por los profesores de la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia de Salamanca BAC 1994 250-317: cc. 584-775.
[47] Lamberto DE ECHEVERRÍA (dir.): Código de Derecho Canónico. Edición bilingüe comentada por los profesores de la Facultad de Derecho Canónico de la Universidad Pontificia de Salamanca BAC Madrid 1985 5ª revisada 392.
Ha de notarse que el concepto “buscar la verdad” en su connotación moral-jurídica, es decir, como “obligación y derecho”, fue hecha explícita por el Papa JUAN XXII al resaltar que ella es un “postulado” del “derecho natural”: enc. Pacem in terris, 11 de abril de 1963, en AAS 55 1963 257-304, en DS 3959s; luego lo manifestó el Concilio Vaticano II , como también hemos visto (cf. Cap. III, en especial, nt. 418). En cambio, sobre la “obligación de creer en las verdades reveladas por Dios en la Sagrada Escritura y en la Tradición y definidas – constando ello – por el Magisterio solemne o por el Magisterio ordinario y universal”, como serían las relacionadas con la existencia de Dios y la persona de Cristo (cf. DS 2381); con la divina Trinidad (cf. DS 75; 177; 2164; 2380); con la encarnación del Verbo (cf. DS 76; 2164; 2380), se pronunció el Concilio Vaticano I en 1870, cf. DS 3011 (“con necesidad de medio” “para creer” y, en consecuencia “en orden a la salvación”), y a ello se refería, como vimos, el CIC* 1917 (c. 1323*). Por tanto, conforme a la Revelación, se trata de un “derecho divino” no sólo natural sino positivo (cf. Hb 11,6). Cf. Jesús MIÑAMBRES: “Il diritto divino come limite al rinvio normativo nell’orientamento canonico”, en Juan Ignacio ARRIETA (A cura di) – Costantino-M. FABRIS (Coordinatore edizione): Ius divinum, o. c. p. 56, nt. 120, 501-512.
[48] “Ecclesiae, independenter a qualibet civili potestate, ius est et officium gentes omnes evangelicam doctrinam docendi: hanc vero rite ediscere veramque Dei Ecclesiam amplecti omnes divina lege tenentur”.
[49] Cf. Pedro LOMBARDÍA – Juan Ignacio ARRIETA (dir.): Código de Derecho Canónico. Edición bilingüe. Edición anotada Ediciones Paulinas 1984 2ª 471.
[50] Francisco Javier URRRUTIA, S. J.: De Ecclesiae munere docendi. Líber III CIC Editrice Pontifícia Università Gregoriana Roma 1987 4-5.
[51] C. 21, en PL 3,1169a: “Salus extra Ecclesiam non est”. Numerada también como 72, en : http://www.newadvent.org/fathers/050672.htm
[52] DS 1: “(Credo)… et in sanctam Ecclesiam”.
[53] Es precisamente el Concilio Lateranense IV, celebrado entre el 11 y el 30 de noviembre de 1215, quien cita la obra de S. Cipriano: “En efecto, una sola es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual ninguno se salva, en la cual es el mismo sacerdote y sacrificio Jesucristo…”: “Una vero est fidelium universalis Ecclesia, extra quam nullus omnino salvatur, in qua idem ipse sacerdos est sacrificium Iesus Christus…” (DS 802).
Los lugares son numerosos. El DS, además del referido, menciona los siguientes lugares: 575; 792; 870; 1191; 1351; 2720; 2730s; 2785; 2865; 2867; 2917; 2997-2999; 3304; 3804; 3821s; 3866-3873.
[54] “[…] Con todo, entre aquellos atributos que siempre la Iglesia predicó y nunca dejó de predicar está aquello que se contiene en su infalible contenido, por el cual enseñamos que «por fuera de la Iglesia no hay salvación». Este dogma, sin embargo, se ha de entender en ese sentido, en el cual lo entiende la Iglesia misma. Porque no se ha de explicar con juicios privados lo que dio nuestro Salvador, y que se contiene en el depósito de la fe, sino con el magisterio eclesiástico”: “[…] Inter ea autem, quae semper Ecclesia praedicavit et praedicare numquam desinet illud quoque infallibili effatum continetur, quo edocemur «extra Ecclesiam nullam esse salutem». Est tamen hoc dogma intelligendum eo sensu, quo id intellegit Ecclesia ipsa. Non enim privatis iudiciis explicanda dedit Salvator noster ea, quae in fidei deposito continentur, sed ecclesiastico magisterio”: Carta del S. Oficio del 8 de agosto de 1949, aprobada bajo el Pontificado del Papa Pio XII, en DS 3866. Ese “eo sensu” es explicado en los nn. siguientes de dicha carta (DS 3867-3873).
[55] “La función de enseñar de la Iglesia”, en: Antonio BENLLOCH POVEDA (dir.): Código de Derecho Canónico. Edición bilingüe, fuentes y comentarios de todos los cánones Edicep Valencia 1994 8ª 356-357.
[56] Eloy TEJERO: “Comentario”, en: A. MARZOA - J. MIRAS – R. RODRÍGUEZ.OCAÑA (coord. – dir.): Comentario exegético al Código de Derecho Canónico, o. c. p. 1411, nt. 3322, 40-44.
En el texto se incluyen: “Fuentes”: del § 1: “c. 1322 § 2*; Juan XXIII: Enc. Ad Petri Cathedram, 29 de junio de 1959 (AAS 51 1959 497-531; DH 1”. Cf. nuestro capítulo III. 
[57] DH 3; VS 55; 57; 61; 63-64. Recuérdese también, a este propósito, nuestro comentario en el capítulo anterior, al texto de S. Tomás de Aquino (cf. supra, cap. 6°, 2.a.1)1, p. 1141ss).
[58] Eloy TEJERO: “Comentario”, en: A. MARZOA - J. MIRAS – R. RODRÍGUEZ.OCAÑA (coord. – dir.): Comentario exegético al Código de Derecho Canónico, o. c. p. 1411, nt. 3322, 41.
[59] Ib., 42.
[60] Ib.
[61] Ib., 43-44.
[62] “Plan de salvación y leyes de la Iglesia. El llamado dirigido a todos los hombres a «buscar la verdad» en «aquellas cosas que se refieren a Dios y a su Iglesia»”. Texto presentado el viernes 19 de septiembre de 2008. Empleamos el texto distribuido durante el mismo. Su publicación en: Juan Ignacio ARRIETA (A cura di) – Costantino-M. FABRIS (Coordinatore edizione): Ius divinum, o. c. p. 56, nt. 120, 629-637.
[63] En las Universidades católicas el tema no puede quedar excluido. Precisamente, simultáneamente con la realización del Congreso mencionado en la cita anterior, se efectuó la visita del Santo Padre BENEDICTO XVI a Francia con ocasión del 150° aniversario de las apariciones marianas en Lourdes, y fue este el tema del “diálogo” – la “laicidad positiva” – que se presentó entre el Presidente de la República Francesa y el Papa, como puede verse en el discurso de este último en la “Ceremonia de bienvenida. Encuentro con las autoridades del Estado”, París, Palacio del Elíseo, Viernes 12 de septiembre de 2008: “En efecto, es fundamental, por una parte, insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos, como la responsabilidad del Estado hacia ellos y, por otra parte, adquirir una más clara conciencia de las funciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que puede aportar, junto a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad”. En: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2008/september/documents/hf_ben-xvi_spe_20080912_parigi-elysee_sp.html.
Sobre la laicidad del Estado, el “bienestar” y la relación entre la “ley natural” y la “ley positiva, véase también el discurso a las autoridades y representantes del mundo del trabajo, del Papa BENEDICTO XVI, el 2 de junio de 2012, durante su visita pastoral a la arquidiócesis de Milán y la celebración del Encuentro Mundial de las Familias. En uno de sus apartes señal el S. Padre: “[Es] uno de los principales elementos de la laicidad del Estado: asegurar la libertad a fin de que todos puedan proponer su propia visión de la vida común, siempre, sin embargo, en el respeto del otro y en el contexto de las leyes que miran al bien de todos”:  en: http://press.catholica.va/news_services/bulletin/news/29284.php?index=29284&po_date=02.06.2012&lang=sp 
[65] “Homines vero cuncti tenentur veritatem, praesertim in iis quae Deum Eiusque Ecclesiam respiciunt, quaerere eamque cognitam amplecti ac servare”.
[66] “Porro, quum libertas religiosa, quam homines in exsequendo officio Deum colendi exigunt, immunitatem a coërcitione in societate civili respiciat, integrum relinquit traditionalem doctrinam catholicam de morali hominum ac societatum officio erga veram religionem et unicam Christi Ecclesiam”.
[67] La votación del 21 de septiembre obtuvo 1.997 “plácet”, 224 “non plácet” y un voto nulo. El texto, por tanto, volvió a la comisión respectiva para introducir las mejoras. De nuevo el texto revisado fue votado el 19 de noviembre: el resultado, 1954 “plácet”, 249 “non plácet” y 13 nulos. Para el día 7 de diciembre se efectuó la votación definitiva: 2308 “plácet”, 70 “non plácet”, 8 votos nulos. 
[68] Como sabemos, nos encontramos en el Capítulo II, dedicado en el título a las “Universidades católicas y otros Institutos de estudios superiores”. En virtud del c. 814, se amplían las prescripciones allí contenidas a otras Instituciones no-católicas en el sentido estricto descrito en el mismo lugar, pero que, en cierto modo participan de las inquietudes, de los objetivos y de los medios para lograrlos que existen en aquéllas. A este tipo de Instituciones universitarias se dedicó el texto: CONGREGACIÓN PARA LA EDUCACIÓN CATÓLICA – CONSEJO PONTIFICIO PARA LOS LAICOS – CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA: Presencia de la Iglesia en la Universidad y en la cultura universitaria Ciudad del Vaticano 1994.
[69] San FRANCISCO JAVIER, Carta 5 a San Ignacio de Loyola, de 1544, en: H. Tursellini, Vita Francisci Xaverii, Romae, 1956, lib. IV; citado según el Libro de las Horas, Oficio de lectura del 3 de diciembre. Cito el texto teniendo presente, además, la referencia que a éste hizo el Papa Juan Pablo II en la audiencia del Miércoles 23 de mayo de 1979, en: http://209.85.165.104/search?q=cache:czWQYNBg574J:www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/1979/documents/hf_jp-ii_aud_19790523_sp.html+san+Francisco+Javier+oficio+lectura&hl=es&ct=clnk&cd=30&gl=co
[70] La pregunta la formulaba de la siguiente manera S. Ignacio DE LOYOLA: “... qué he hecho por Cristo,
qué hago por Cristo, qué debo hacer por Cristo” (EE 53).
[71] Hablándoles a los jóvenes universitarios romanos – 11 de diciembre de 2008 – tocó el Papa BENEDICTO XVI, precisamente, este tema: “A los cristianos de Corinto él (san Pablo) declara no actuar, en su predicación, «con discursos persuasivos de sabiduría, sino con la manifestación del Espíritu y de su potencia» (1 Co 2,4). ¿Y cuál era el núcleo de su anuncio? Era la novedad de la salvación traída por Cristo a la humanidad: en su muerte y resurrección la salvación es ofrecida a todos los hombres sin distinción. Ofrecida, no impuesta. La salvación es un don que requiere siempre ser acogido personalmente. Y este es, queridos jóvenes, el contenido esencial del Bautismo que este año os viene propuesto como Sacramento a re-descubrir y, para algunos de vosotros, a recibir o a confirmar con una elección libre y consciente”: en: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/23046.php?index=23046&po_date=11.12.2008&lang=sp (La cursiva, mía).
[72] Me fundamento para hacer el comentario anterior en la intervención de S. E. Mons. J. Michael MILLER, C.S.B., Secretario de la Congregación para la Educación Católica, Jefe de la Delegación de la Santa Sede, con ocasión de la XXII Sesión de la Conferencia Permanente de los Ministros Europeos de Educación (Estambul, 4 - 5 mayo de 2007), en: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/20234.php?index=20234&po_date=11.05.2007&lang=sp
Véase también de M. SANTOS DAS NEVES: “A Tolerância numa perspectiva católica”en Angelicum 85 2008 135-162, así como de Marcos SANTOS GÓMEZ: “Paulo Freire y la cultura escolar: condiciones para una escuela viva” en Estudios Centroamericanos 61/696 2007 1033-1042.
Por su parte, el Papa FRANCISCO ha reiterado esta enseñanza y directriz moral. Sin duda alguna, políticamente es necesario instituir normas constitucionales, legales y reglamentarias – también para el ámbito educativo, como ha procedido a hacer la Corte Constitucional Colombiana, entre otras instancias – que aseguren la práctica del “debido respeto a las minorías de agnósticos o no creyentes”; con todo, de igual manera, dichas normas deben impedir que dicho “respeto” – o como consecuencia o con pretexto del mismo – se pueda llegar a “imponer de un modo arbitrario”, en forma tal “que silencie las convicciones de mayorías creyentes o ignore la riqueza de las tradiciones religiosas”, pues, cuando ello ocurre de ninguna manera se está favoreciendo el clima para una “tolerancia y paz” auténtica, sino el “resentimiento”, que se hace nacer en las personas, comunidades y naciones (cf. EG 255).
[73] “Christus Dominus fidei depositum Ecclesiae concredidit, ut ipsa, Spiritu Sanct iugiter assistente, doctrinam revelatam sancte custodiret et fideliter exponeret”.
[74] Escribía Lorenzo MILANI (1923-1967): "Con frecuencia me preguntan los amigos cómo hago para llevar la escuela y cómo hago para tenerla llena. Insisten en que escriba un método, que les precise los programas, las materias, la técnica didáctica. Se equivocan de pregunta. No deberían preocuparse de cómo hay que hacer para dar escuela, sino de cómo hay que ser... ¡No se puede explicar en dos palabras!... Hay que tener las ideas claras respecto a los problemas sociales y políticos. No hay que ser interclasista, sino que es preciso tomar partido. Hay que arder del ansia de elevar al pobre a un nivel superior. No digo ya a un nivel igual al del la actual clase dirigente. Sino superior: más humano, más espiritual, más cristiano, más todo" (Experiencias Pastorales Florencia 1958, BAC Madrid 2004). Cf. Juan SOLER MATA: “El maestro y la ‘fisonomía propia’ de la escuela rural. Una visión histórica de la escuela rural en Cataluña y España”, en: Núria LLEVOT CALVET – Jordi GARRETA BOCHACA (eds.): Escuela rural y sociedad Edicions de la Universitat de Lleida Lleida 2008 40. El Papa FRANCISCO ha mostrado conservar un particular afecto hacia el padre Milani: véase su mensaje del 23 de abril de 2017 en: http://w2.vatican.va/content/francesco/it/messages/pont-messages/2017/documents/papa-francesco_20170423_videomessaggio-don-milani.html
[75] Casi que sobraría señalar, a este punto, que los cc. subsiguientes se refieren en principio a las Universidades católicas, pero, “tanto cuanto” también a las Universidades y Facultades eclesiásticas, cuya misma condición afecta a las Católicas hasta en su identidad cuando existen en ellas una o varias Facultades Eclesiásticas (Filosofía, Teología, Derecho canónico, etc.). Pero lo reitero y hago explícito, una vez más, en atención a la expresa y contundente reciente afirmación del S. P. FRANCISCO en relación con la “finalidad eclesial”, contextual y última, que poseen dichas instituciones de educación, con ocasión de la visita que recibió por parte de los miembros – docentes, estudiantes, administrativos – de los Pontificios Institutos Bíblico y Oriental y de la Pontificia Universdad Gregoriana de Roma, el día 10 de abril de 2014. Se trata de un criterio que, a mi juicio, insisto, va mucho más allá de cuanto otro tipo de procesos – muy válidos, necesarios y meritorios seguramente pero insuficientes cuando dejan de lado dicho criterio o no lo asumen efectiva y radicalmente – se proponen e intentan en algunas de tales instituciones, y debería alcanzar hasta al ámbito y actividades concretas del “medio universitario”: “La finalidad de los estudios en toda Universidad pontificia es eclesial. La investigación y el estudio deben ser integrados con la vida personal y comunitaria, con el compromiso misionero, con la caridad fraterna y el compartir con los pobres, con el cuidado de la vida interior en la relación con el Señor. Vuestros Institutos no son máquinas para producir teólogos y filósofos; son comunidades en las que se crece, y el crecimiento sucede en la familia. En la familia universitaria existe el carisma de gobierno, confiado a los superiores, y existe la diaconía del personal no docente, que es indispensable para crear el ambiente familiar en la vida cotidiana, y también para crear una actitud de humanidad y de sabiduría concreta, que hará de los estudiantes de hoy personas capaces de construir humanidad, de transmitir la verdad en dimensión humana, de saber que se falta a la bondad y a la belleza de pertenecer a una familia de trabajo si se termina por ser un intelectual sin talento, un eticista sin bondad, un pensador carente del esplendor de la belleza y sólo “maquillado” de formalismos. El contacto respetuoso y diario con la laboriosidad y el testimonio de los hombres y mujeres que trabajan en vuestras Instituciones os dará aquella cuota de realismo tan necesaria a fin de que vuestra ciencia sea una ciencia humana y no de laboratorio”: “Il fine degli studi in ogni Università pontificia è ecclesiale. La ricerca e lo studio vanno integrati con la vita personale e comunitaria, con l’impegno missionario, con la carità fraterna e la condivisione con i poveri, con la cura della vita interiore nel rapporto con il Signore. I vostri Istituti non sono macchine per produrre teologi e filosofi; sono comunità in cui si cresce, e la crescita avviene nella famiglia. Nella famiglia universitaria c’è il carisma di governo, affidato ai superiori, e c’è la diaconia del personale non docente, che è indispensabile per creare l’ambiente familiare nella vita quotidiana, e anche per creare un atteggiamento di umanità e di saggezza concreta, che farà degli studenti di oggi persone capaci di costruire umanità, di trasmettere la verità in dimensione umana, di sapere che se manca la bontà e la bellezza di appartenere a una famiglia di lavoro si finisce per essere un intellettuale senza talento, un eticista senza bontà, un pensatore carente dello splendore della bellezza e solo "truccato" di formalismi. Il contatto rispettoso e quotidiano con la laboriosità e la testimonianza degli uomini e delle donne che lavorano nelle vostre Istituzioni vi darà quella quota di realismo tanto necessaria affinché la vostra scienza sia scienza umana e non di laboratorio”. Véase el texto completo del discurso en: http://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2014/04/10/0257/00576.html (La cursiva y la traducción son mías).
[76] Para una manifestación oficial amplia y reciente acerca del tema, cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE: Declaración Dominus Iesus sobre la unicidad y la universalidad salvífica de Jesucristo y de la Iglesia, del 6 de agosto de 2000, en: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20000806_dominus-iesus_sp.html
[77] El texto que examinaremos un poco más adelante, de Eloy Tejero, expone en amplio desarrollo este mismo aspecto de la cuestión, pero en relación con el § 2 del mismo c. 748, en donde afirma: “En todo caso, encontramos en la doctrina sobre la libertad religiosa expuesta por el Vaticano II la indudable novedad de presentarla como un derecho operativo en el Derecho civil que no había sido formulado, como tal, por el Magisterio de la Iglesia. No obstante, como esta doctrina hace referencia a un ámbito jurídico que no es el propio del ordenamiento canónico (e. d., el derecho eclesiástico de los Estados: anoto yo), el CIC guarda silencio sobre esos aspectos de la libertad religiosa que aquí sólo cabe indicar someramente: la libertad o inmunidad de coacción en materia religiosa debe ser reconocida por la legislación civil, no sólo a las personas singulares, sino también a las comunidades religiosas, con tal que no violen las exigencias del orden público (DH 4) y a las familias (DH 5)”: Eloy TEJERO: “Comentario”, en: A. MARZOA - J. MIRAS – R. RODRÍGUEZ.OCAÑA (coord. – dir.): Comentario exegético al Código de Derecho Canónico, o. c. p. 1411, nt. 3322, 43.





Notas finales



[i] “La fe sólo es tal cuando es vivida” (Tarcisio Card. Bertone) en la conversión a la palabra de Dios y la adhesión a la sabiduría cristiana que mejor la expresa. Es testimoniada por la comunidad eclesial en comunión con las demás comunidades (“ortodoxia”). Cf. Gianfranco GHIRLANDA, S. J.: "Los deberes y derechos de los fieles cristianos en la comunión eclesial: su cumplimiento y ejercicio" en UC 17 (1988) 11-41; PONTIFICIA COMISIÓN «IUSTITIA ET PAX»: La Iglesia y los derechos del hombre Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1975. La perspectiva de la fe no debilita en lo más mínimo la consistencia que poseen los derechos y deberes humanos. Por el contrario, la robustece y tutela en su propia existencia y realización. Véanse, p. ej., entre muchos otros textos, los siguientes dos, tomados del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia publicado por el PONTIFICIO CONSEJO “JUSTICIA Y PAZ”, el Vaticano 29 de junio de 2004:
“153. La raíz de los derechos del hombre se debe buscar en la dignidad que pertenece a todo ser humano (cf. Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 27: AAS 58 1966 1047-1048; CAIC n. 1930). Esta dignidad, connatural a la vida humana e igual en toda persona, se descubre y se comprende, ante todo, con la razón. El fundamento natural de los derechos aparece aún más sólido si, a la luz de la fe, se considera que la dignidad humana, después de haber sido otorgada por Dios y herida profundamente por el pecado, fue asumida y redimida por Jesucristo mediante su encarnación, muerte y resurrección (cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 1963 259; Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 22: AAS 58 1966 1079).
La fuente última de los derechos humanos no se encuentra en la mera voluntad de los seres humanos (cf. Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 1963 278-279), en la realidad del Estado o en los poderes públicos, sino en el hombre mismo y en Dios su Creador. Estos derechos son «universales e inviolables y no pueden renunciarse por ningún concepto» (Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris: AAS 55 1963 259). Universales, porque están presentes en todos los seres humanos, sin excepción alguna de tiempo, de lugar o de sujeto. Inviolables, en cuanto «inherentes a la persona humana y a su dignidad» (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 3: AAS 91 1999 379) y porque «sería vano proclamar los derechos, si al mismo tiempo no se realizase todo esfuerzo para que sea debidamente asegurado su respeto por parte de todos, en todas partes y con referencia a quien sea» (Pablo VI, Mensaje a la Conferencia Internacional sobre los Derechos del Hombre, 15 de abril de 1968: AAS 60 1968 285). Inalienables, porque «nadie puede privar legítimamente de estos derechos a uno sólo de sus semejantes, sea quien sea, porque sería ir contra su propia naturaleza» (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1999, 3: AAS 91 1999 379).
“159. La Iglesia, consciente de que su misión, esencialmente religiosa, incluye la defensa y la promoción de los derechos fundamentales del hombre (cf. Juan Pablo II, Carta enc. Centesimus annus, 54: AAS 83 1991 859-860), «estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos» (Conc. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 41: AAS 58 1966 1060). La Iglesia advierte profundamente la exigencia de respetar en su interior mismo la justicia (cf. Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Sacra Rota Romana, 17 de febrero de 1979, 4: L'Osservatore Romano, edición española, 1º de abril de 1979, p. 9)  y los derechos del hombre (cf. CIC, cánones 208-223).
“El compromiso pastoral se desarrolla en una doble dirección: de anuncio del fundamento cristiano de los derechos del hombre y de denuncia de las violaciones de estos derechos (cf. Pontificia Comisión «Iustitia et Pax», La Iglesia y los derechos del hombre, 70-90, Tipografía Políglota Vaticana, Ciudad del Vaticano 1975, pp. 49-57). En todo caso, « el anuncio es siempre más importante que la denuncia, y esta no puede prescindir de aquél, que le brinda su verdadera consistencia y la fuerza de su motivación más alta » (Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis, 41: AAS 80 1988 572). Para ser más eficaz, este esfuerzo debe abrirse a la colaboración ecuménica, al diálogo con las demás religiones, a los contactos oportunos con los organismos, gubernativos y no gubernativos, a nivel nacional e internacional. La Iglesia confía sobre todo en la ayuda del Señor y de su Espíritu que, derramado en los corazones, es la garantía más segura para el respeto de la justicia y de los derechos humanos y, por tanto, para contribuir a la paz: « promover la justicia y la paz, hacer penetrar la luz y el fermento evangélico en todos los campos de la vida social; a ello se ha dedicado constantemente la Iglesia siguiendo el mandato de su Señor » (Pablo VI, Motu propio Iustitiam et Pacem, 10 de diciembre de 1976: AAS 68 1976 700)”.
Sobre el fundamento y la importancia de los principios democráticos de la subsidiariedad, la solidaridad y la responsabilidad vividos al interior de la Iglesia, en sus “analogías y diferencias” con su expresión y vivencia en los Estados, recuérdese el texto mencionado del Card. Tarcisio BERTONE, en el cap. V, I.2.a.3)c)6°.50, p. 888, nt. 2251.
[ii] El documento que venimos citando, la Instrucción Donum veritatis, “sobre la vocación eclesial del teólogo”, agrega: “10. Aun cuando trasciende la razón humana, la verdad revelada está en profunda armonía con ella. Se supone que la razón está, por su propia naturaleza, ordenada a la verdad de tal manera que, iluminada por la fe, puede penetrar en el significado de la Revelación. A pesar de las afirmaciones de muchas corrientes filosóficas, pero en conformidad con una manera correcta de pensar que encuentra su confirmación en la Escritura, debe ser reconocida la facultad de la razón humana para acercarse a la verdad así como su capacidad para llegar a un conocimiento de Dios a partir de la creación (cf. Vatican Council. I, Dogmatic Constitution De fide catholica, De revelatione, can. 1: DS 3026).
La tarea propia de la teología es comprender el significado de la revelación y esto, por tanto, requiere la utilización de conceptos filosóficos que lo proveen de «una comprensión sólida y correcta del hombre, del mundo y de Dios» (Decreto Optatam totius 15) y puede ser empleada en una reflexión sobre la doctrina revelada. Las disciplinas históricas son asimismo necesarias para las investigaciones de los teólogos. Esto se debe principalmente al carácter histórico de la revelación misma que ha sido comunicada a nosotros en la “historia de la salvación”. Finalmente, una consulta de las “ciencias humanas” es también necesaria para entender mejor la verdad revelada acerca del hombre y de las normas morales de su conducta, colocándolas en relación con los hallazgos sólidos de cada una de dichas ciencias.
Es tarea de los teólogos en esta perspectiva sacar desde la cultura que lo rodea aquellos elementos que le permitirán iluminar mejor uno u otro aspecto de los misterios de la fe. Se trata de una tarea ardua, sin duda, que tiene sus riesgos, pero que es en sí misma legítima y que debe ser alentada.
Es importante aquí enfatizar que cuando la teología emplea los elementos y las herramientas conceptuales de la filosofía y de otras disciplinas, se hace necesario el discernimiento. El último principio normativo para tal discernimiento es la doctrina revelada que debe proporcionar, ella misma, los criterios para la evaluación de estos elementos y herramientas conceptuales, y no viceversa”.
[iii] Catecismo de la Iglesia Católica, promulgado por JUAN PABLO II mediante la Constitución apostólica Fidei depositum, 11 de octubre de 1992. En: http://www.vatican.va/archive/ESL0022/__P29.HTM
Otros diversos textos ayudan a contextualizar y a profundizar mejor este texto central:
“767 "Cuando el Hijo terminó la obra que el Padre le encargó realizar en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés para que santificara continuamente a la Iglesia" (LG 4). Es entonces cuando "la Iglesia se manifestó públicamente ante la multitud; se inició la difusión del evangelio entre los pueblos mediante la predicación" (AG 4). Como ella es "convocatoria" de salvación para todos los hombres, la Iglesia, por su misma naturaleza, misionera enviada por Cristo a todas las naciones para hacer de ellas discípulos suyos (cf. Mt 28, 19-20; AG 2,5-6).
“768 Para realizar su misión, el Espíritu Santo "la construye y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos" LG 4). "La Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador y guardando fielmente sus mandamientos del amor, la humildad y la renuncia, recibe la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios. Ella constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra" (LG 5).
“774 La palabra griega "mysterion" ha sido traducida en latín por dos términos: "mysterium" y "sacramentum". En la interpretación posterior, el término "sacramentum" expresa mejor el signo visible de la realidad oculta de la salvación, indicada por el término "mysterium". En este sentido, Cristo es El mismo el Misterio de la salvación: "Non est enim aliud Dei mysterium, nisi Christus" ("No hay otro misterio de Dios fuera de Cristo") (San Agustín, ep. 187, 34). La obra salvífica de su humanidad santa y santificante es el sacramento de la salvación que se manifiesta y actúa en los sacramentos de la Iglesia (que las Iglesias de Oriente llaman también "los santos Misterios"). Los siete sacramentos son los signos y los instrumentos mediante los cuales el Espíritu Santo distribuye la gracia de Cristo, que es la Cabeza, en la Iglesia que es su Cuerpo. La Iglesia contiene por tanto y comunica la gracia invisible que ella significa. En este sentido analógico ella es llamada "sacramento".
“775 "La Iglesia es en Cristo como un sacramento o signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano "(LG 1): Ser el sacramento de la unión íntima de los hombres con Dios es el primer fin de la Iglesia. Como la comunión de los hombres radica en la unión con Dios, la Iglesia es también el sacramento de la unidad del género humano. Esta unidad ya está comenzada en ella porque reúne hombres "de toda nación, raza, pueblo y lengua" (Ap 7, 9); al mismo tiempo, la Iglesia es "signo e instrumento" de la plena realización de esta unidad que aún está por venir.
“776 Como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo. Ella es asumida por Cristo "como instrumento de redención universal" (LG 9), "sacramento universal de salvación" (LG 48), por medio del cual Cristo "manifiesta y realiza al mismo tiempo el misterio del amor de Dios al hombre" (GS 45, 1). Ella "es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad" (Pablo VI, discurso 22 junio 1973) que quiere "que todo el género humano forme un único Pueblo de Dios, se una en un único Cuerpo de Cristo, se coedifique en un único templo del Espíritu Santo" (AG 7; cf. LG 17).
“811 "Esta es la única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica" (LG 8). Estos cuatro atributos, inseparablemente unidos entre sí (cf. DS 2888), indican rasgos esenciales de la Iglesia y de su misión. La Iglesia no los tiene por ella misma; es Cristo, quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica, y Él es también quien la llama a ejercitar cada una de estas cualidades.
“812 Sólo la fe puede reconocer que la Iglesia posee estas propiedades por su origen divino. Pero sus manifestaciones históricas son signos que hablan también con claridad a la razón humana. Recuerda el Concilio Vaticano I: "La Iglesia por sí misma es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio irrefutable de su misión divina a causa de su admirable propagación, de su eximia santidad, de su inagotable fecundidad en toda clase de bienes, de su unidad universal y de su invicta estabilidad" (DS 3013).
“816 "La única Iglesia de Cristo..., Nuestro Salvador, después de su resurrección, la entregó a Pedro para que la pastoreara. Le encargó a él y a los demás apóstoles que la extendieran y la gobernaran... Esta Iglesia, constituida y ordenada en este mundo como una sociedad, subsiste en ["subsistit in"] la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él" (LG 8).
El decreto sobre Ecumenismo del Concilio Vaticano II   explicita: "Solamente por medio de la Iglesia católica de Cristo, que es auxilio general de salvación, puede alcanzarse la plenitud total de los medios de salvación. Creemos que el Señor confió todos los bienes de la Nueva Alianza a un único colegio apostólico presidido por Pedro, para constituir un solo Cuerpo de Cristo en la tierra, al cual deben incorporarse plenamente los que de algún modo pertenecen ya al Pueblo de Dios" (UR 3).
“819 Además, "muchos elementos de santificación y de verdad" (LG 8) existen fuera de los límites visibles de la Iglesia católica: "la palabra de Dios escrita, la vida de la gracia, la fe, la esperanza y la caridad y otros dones interiores del Espíritu Santo y los elementos visibles" (UR 3; cf. LG 15). El Espíritu de Cristo se sirve de estas Iglesias y comunidades eclesiales como medios de salvación cuya fuerza viene de la plenitud de gracia y de verdad que Cristo ha confiado a la Iglesia católica. Todos estos bienes provienen de Cristo y conducen a Él (cf. UR 3) y de por sí impelen a "la unidad católica" (LG 8).
“830 La palabra "católica" significa "universal" en el sentido de "según la totalidad" o "según la integridad". La Iglesia es católica en un doble sentido:
Es católica porque Cristo está presente en ella. "Allí donde está Cristo Jesús, está la Iglesia Católica" (San Ignacio de Antioquía, Smyrn. 8, 2). En ella subsiste la plenitud del Cuerpo de Cristo unido a su Cabeza (cf. Ef 1, 22-23), lo que implica que ella recibe de Él "la plenitud de los medios de salvación" (AG 6) que Él ha querido: confesión de fe recta y completa, vida sacramental íntegra y ministerio ordenado en la sucesión apostólica. La Iglesia, en este sentido fundamental, era católica el día de Pentecostés (cf. AG 4) y lo será siempre hasta el día de la Parusía.”
[iv] En el caso de América Latina, el juicio del Papa BENEDICTO XVI es el siguiente: “1. La fe cristiana en América Latina. La fe en Dios ha animado la vida y la cultura de estos pueblos durante más de cinco siglos. Del encuentro de esa fe con las etnias originarias ha nacido la rica cultura cristiana de este Continente expresada en el arte, la música, la literatura y, sobre todo, en las tradiciones religiosas y en la idiosincrasia de sus gentes, unidas por una misma historia y un mismo credo, y formando una gran sintonía en la diversidad de culturas y de lenguas. En la actualidad, esa misma fe ha de afrontar serios retos, pues están en juego el desarrollo armónico de la sociedad y la identidad católica de sus pueblos. A este respecto, la V Conferencia General va a reflexionar sobre esta situación para ayudar a los fieles cristianos a vivir su fe con alegría y coherencia, a tomar conciencia de ser discípulos y misioneros de Cristo, enviados por Él al mundo para anunciar y dar testimonio de nuestra fe y amor.
Pero, ¿qué ha significado la aceptación de la fe cristiana para los pueblos de América Latina y del Caribe? Para ellos ha significado conocer y acoger a Cristo, el Dios desconocido que sus antepasados, sin saberlo, buscaban en sus ricas tradiciones religiosas. Cristo era el Salvador que anhelaban silenciosamente. Ha significado también haber recibido, con las aguas del bautismo, la vida divina que los hizo hijos de Dios por adopción; haber recibido, además, el Espíritu Santo que ha venido a fecundar sus culturas, purificándolas y desarrollando los numerosos gérmenes y semillas que el Verbo encarnado había puesto en ellas, orientándolas así por los caminos del Evangelio. En efecto, el anuncio de Jesús y de su Evangelio no supuso, en ningún momento, una alienación de las culturas precolombinas, ni fue una imposición de una cultura extraña. Las auténticas culturas no están cerradas en sí mismas ni petrificadas en un determinado punto de la historia, sino que están abiertas, más aún, buscan el encuentro con otras culturas, esperan alcanzar la universalidad en el encuentro y el diálogo con otras formas de vida y con los elementos que puedan llevar a una nueva síntesis en la que se respete siempre la diversidad de las expresiones y de su realización cultural concreta.
En última instancia, sólo la verdad unifica y su prueba es el amor. Por eso Cristo, siendo realmente el Logos encarnado, "el amor hasta el extremo", no es ajeno a cultura alguna ni a ninguna persona; por el contrario, la respuesta anhelada en el corazón de las culturas es lo que les da su identidad última, uniendo a la humanidad y respetando a la vez la riqueza de las diversidades, abriendo a todos al crecimiento en la verdadera humanización, en el auténtico progreso. El Verbo de Dios, haciéndose carne en Jesucristo, se hizo también historia y cultura. La utopía de volver a dar vida a las religiones precolombinas, separándolas de Cristo y de la Iglesia universal, no sería un progreso, sino un retroceso. En realidad sería una involución hacia un momento histórico anclado en el pasado. La sabiduría de los pueblos originarios les llevó afortunadamente a formar una síntesis entre sus culturas y la fe cristiana que los misioneros les ofrecían. De allí ha nacido la rica y profunda religiosidad popular, en la cual aparece el alma de los pueblos latinoamericanos: — El amor a Cristo sufriente, el Dios de la compasión, del perdón y de la reconciliación; el Dios que nos ha amado hasta entregarse por nosotros; — El amor al Señor presente en la Eucaristía, el Dios encarnado, muerto y resucitado para ser Pan de Vida; — El Dios cercano a los pobres y a los que sufren; — La profunda devoción a la Santísima Virgen de Guadalupe, de Aparecida o de las diversas advocaciones nacionales y locales. Cuando la Virgen de Guadalupe se apareció al indio san Juan Diego le dijo estas significativas palabras: "¿No estoy yo aquí que soy tu madre?, ¿no estás bajo mi sombra y resguardo?, ¿no soy yo la fuente de tu alegría?, ¿no estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos?" (Nican Mopohua, nn. 118-119). Esta religiosidad se expresa también en la devoción a los santos con sus fiestas patronales, en el amor al Papa y a los demás Pastores, en el amor a la Iglesia universal como gran familia de Dios que nunca puede ni debe dejar solos o en la miseria a sus propios hijos. Todo ello forma el gran mosaico de la religiosidad popular que es el precioso tesoro de la Iglesia católica en América Latina, y que ella debe proteger, promover y, en lo que fuera necesario, también purificar”: en: Discurso en la Sesión Inaugural de los Trabajos de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Salón de Conferencias, Santuario de Aparecida, Domingo 13 de mayo de 2007: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2007/may/documents/hf_ben-xvi_spe_20070513_conference-aparecida_sp.html
El mismo Papa Benedicto XVI quiso volver sobre el tema con ocasión de su audiencia general del miércoles 23 de mayo de 2007, para precisar mejor sus palabras: “Mi viaje tuvo ante todo el valor de un acto de alabanza a Dios por las "maravillas" obradas en los pueblos de América Latina, por la fe que ha animado su vida y su cultura durante más de quinientos años.  En este sentido, fue una peregrinación que tuvo su momento culminante en el santuario de la Virgen Aparecida, Patrona principal de Brasil. El tema de la relación entre fe y cultura fue siempre muy importante para mis venerados predecesores Pablo VI y Juan Pablo II. Quise retomarlo confirmando a la Iglesia que está en América Latina y el Caribe en el camino de una fe que se ha hecho y se hace historia vivida, piedad popular, arte, en diálogo con las ricas tradiciones precolombinas así como con las múltiples influencias europeas y de otros continentes.  Ciertamente el recuerdo de un pasado glorioso no puede ignorar las sombras que acompañaron la obra de evangelización del continente latinoamericano:  no es posible olvidar los sufrimientos y las injusticias que infligieron los colonizadores a las poblaciones indígenas, a menudo pisoteadas en sus derechos humanos fundamentales. Pero la obligatoria mención de esos crímenes injustificables —por lo demás condenados ya entonces por misioneros como Bartolomé de las Casas y por teólogos como Francisco de Vitoria, de la Universidad de Salamanca— no debe impedir reconocer con gratitud la admirable obra que ha llevado a cabo la gracia divina entre esas poblaciones a lo largo de estos siglos.  Así, en ese continente el Evangelio ha llegado a ser el elemento fundamental de una síntesis dinámica que, con diversos matices según las naciones, expresa de todas formas la identidad de los pueblos latinoamericanos. Hoy, en la época de la globalización, esta identidad católica sigue presentándose como la respuesta más adecuada, con tal de que esté animada por una seria formación espiritual y por los principios de la doctrina social de la Iglesia”: “Il mio Viaggio ha avuto anzitutto il valore di un atto di lode a Dio per le "meraviglie" operate nei popoli dell’America Latina, per la fede che ha animato la loro vita e la loro cultura durante più di cinquecento anni. In questo senso è stato un pellegrinaggio, che ha avuto il suo culmine nel Santuario della Madonna Aparecida, Patrona principale del Brasile. Il tema del rapporto tra fede e cultura è stato sempre molto a cuore ai miei venerati Predecessori Paolo VI e Giovanni Paolo II. Ho voluto riprenderlo confermando la Chiesa che è in America Latina e nei Caraibi nel cammino di una fede che si è fatta e si fa storia vissuta, pietà popolare, arte, in dialogo con le ricche tradizioni precolombiane e poi con le molteplici influenze europee e di altri continenti. Certo, il ricordo di un passato glorioso non può ignorare le ombre che accompagnarono l’opera di evangelizzazione del continente latinoamericano: non è possibile infatti dimenticare le sofferenze e le ingiustizie inflitte dai colonizzatori alle popolazioni indigene, spesso calpestate nei loro diritti umani fondamentali. Ma la doverosa menzione di tali crimini ingiustificabili – crimini peraltro già allora condannati da missionari come Bartolomeo de Las Casas e da teologi come Francesco da Vitoria dell’Università di Salamanca – non deve impedire di prender atto con gratitudine dell’opera meravigliosa compiuta dalla grazia divina tra quelle popolazioni nel corso di questi secoli. Il Vangelo è diventato così nel Continente l’elemento portante di una sintesi dinamica che, con varie sfaccettature a seconda delle diverse nazioni, esprime comunque l’identità dei popoli latinoamericani. Oggi, nell’epoca della globalizzazione, questa identità cattolica si presenta ancora come la risposta più adeguata, purché animata da una seria formazione spirituale e dai principi della dottrina sociale della Chiesa.”: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/20283.php?index=20283&lang=sp; http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2007/documents/hf_ben-xvi_aud_20070523_sp.html
[v] Toca con esta pregunta relativa a los “medios” la inquietud – o la objeción – que algunos plantean acerca de si es necesario “estudiar”, o, aún más, “compartir” la metafísica de S. Tomás de Aquino o la “filosofía escolástica”, “para salvarse”… Por supuesto que son cosas diametralmente distintas y de valor diferente, pues, sin duda, la metafísica tomista de ninguna manera puede reputarse como necesaria para la salvación. Pero es interesante oír el comentario del profesor Manuel Ma DOMENECH IZQUIERDO al respecto: “Desde luego que uno puede salvarse sin la metafísica de Santo Tomás, porque podemos salvarnos sin metafísica, ya que el don de la Fe es también para los más rudos. Pero esto no significa que se pueda prescindir de la metafísica al elaborar la ciencia y la filosofía, y tampoco que se haya dado metafísica alguna que acierte tanto como la de Santo Tomás al explicar la realidad. Muchas nociones filosóficas tomistas son combatidas porque los que no quieren creerlas saben, en el fondo, que si las admitieran, tendrían que reconocer la verdad de las pruebas de la existencia de Dios, y eso les llevaría a tener que reformar su vida. Por eso mantienen el frente de batalla de sus discusiones lejos de lo que realmente les importa, y simplemente discuten de forma casuística acerca de situaciones concretas, rehuyendo hablar de principios. Pero hay más: el hombre que aplica toda la actividad de su mente a medir los accidentes, como hacen siempre la ciencia y la técnica, y no busca el verdadero ser de las cosas, pone en peligro su fe”: en: “La Suma Teológica contrastada con la ciencia”, en: http://personal3.iddeo.es/mmdomenechi/STCC.HTM.
Por personal experiencia, S. Tomás ha sido para el suscrito de singular ayuda, debo reconocerlo. Con todo, los mayores elogios provienen de autores, por supuesto, más connotados que este servidor. Para mencionar uno solo, cf., p. ej., la alusión del Papa JUAN PABLO II en diversas ocasiones: “Mensaje
a los participantes en un Congreso Internacional sobre el humanismo cristiano a la luz de santo Tomás”,
del 20 de septiembre de 2003, en: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/speeches/2003/september/documents/hf_jp-ii_spe_20030929_congresso-tomista_sp.html; “Mensaje a la III Asamblea plenaria de la Academia
Pontificia de santo Tomás de Aquino”,
del 21 de junio de 2002, en: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/speeches/2002/june/documents/hf_jp-ii_spe_20020622_pont-acad-st-thomas_sp.html; “Discurso  a los participantes en el Congreso Internacional
de la Sociedad ‘Santo Tomás de Aquino’",
Sábado 4 de enero de 1986, en: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/speeches/1986/january/documents/hf_jp-ii_spe_19860104_societa-s-tommaso_sp.html
En esta última ocasión expresó el Papa el aporte tomista a las reflexiones antropológicas, que tan importantes han sido en esta tesis, por cierto, con las siguientes palabras: “6. Antes de disponernos a desarrollar este tema, conviene recordar que la verdad sobre la resurrección tuvo un significado clave para la formación de toda la antropología teológica, que podría ser considerada sencillamente como "antropología de la resurrección". La reflexión sobre la resurrección hizo que Santo Tomás de Aquino omitiera en su antropología metafísica (y a la vez teológica) la concepción filosófica de Platón sobre la relación entre el alma y el cuerpo y se acercara a la concepción de Aristóteles [Cf. ad es.: "Habet autem anima alium modum essendi cum unitur corpori, et cum fuerit a corpore separata, manente tamen eadem animae natura; non ita quod uniri corpori sit ei accidentale, sed per rationem suae naturae corpori unitur..." (Santo Tomás, S. Th. I q.89, a I). "Si autem hoc non est ex natura animae, sed per accidens hoc convenit ei ex eo quod corpori alligatur, sicut Platonici posuerunt... remoto impedimento corporis, rediret anima ad suam naturam... Sed, secundum hoc, non esset anima corpori unita propter melius animae...; sed hoc esset solum propter melius corporis: quod est irrationabile, cum materia sit propter formam, et non e converso..." (ib.). "Secundum se convenit animae corpori uniri... Anima humana manet in suo esse cum fuerit a corpore separata, habent aptitudinem et inclinationem naturalem ad corporis unionem" (S.Th I q.76, a. I ad 6)]. En efecto, la resurrección da testimonio, al menos indirectamente, de que el cuerpo, en el conjunto del compuesto humano, no está sólo temporalmente unido con el alma (como su "prisión" terrena, cual juzgaba Platón) [To mήn sώma estin hmin sήma (Platón, Gorgia 493 A; cf. también Fedón, 66 B; Cratilo 400 C.)], sino que, juntamente con el alma constituye la unidad e integridad del ser humano. Precisamente esto enseñaba Aristóteles [De anima II, 412a, 19-22; cf. también Metaph. 1029 b 11-1030 b 14], de manera distinta que Platón. Si Santo Tomás aceptó en su antropología la concepción de Aristóteles, lo hizo teniendo a la vista la verdad de la resurrección. Efectivamente, la verdad sobre la resurrección afirma con claridad que la perfección escatológica y la felicidad del hombre no pueden ser entendidas como un estado del alma sola, separada (según Platón: liberada) del cuerpo, sino que es preciso entenderla como el estado del hombre definitiva y perfectamente "integrado", a través de una unión tal del alma con el cuerpo, que califica y asegura definitivamente esta integridad perfecta”.

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