Capítulo IV
Continuación (II)


II. Jesucristo, Verdad personal en quien creemos: aportes de cristología sistemática o categorial


Cuando nos referimos a una “cristología sistemática” no nos estamos refiriendo a lo que podría entenderse como un afán “especulativo” y “abstracto”, opuesto y lejano de las aspiraciones y necesidades del hombre y de la sociedad de hoy. Y si bien es cierto que tampoco se origina en tales aspiraciones y necesidades, sí aspira a alcanzar una dimensión universal[1] y a ayudar en el propósito de afinar los contenidos que se han ido evidenciando, depurando y profundizando con el transcurso de la tradición. En este sentido, bien podemos afirmar, con Lonergan, que se trata de un esfuerzo metodológicamente “doctrinal”. Así, pues, nuestra tarea en esta segunda sección tendrá como propósito que, sin oponer el siguiente proceso al que se ha realizado en la primera sección, sí se reconozca a éste la repercusión que está profundamente arraigada en la historia y, simultáneamente, que no se pierdan de vista sus necesarias connotaciones ontológicas: una ontología personal e histórica de Cristo[2]:

“Por cristología sistemática entendemos, pues, la explicación e interpretación "descendente" de los núcleos centrales de la Historia de la Salvación cuya cumbre es la realidad de la encarnación del Verbo, la cual engloba también su muerte, su resurrección y su parusía. Esta teología sistemática nos conduce a examinar en la perspectiva de la reflexión creyente las dimensiones de la kénosis, encarnación, resurrección y recapitulación de Jesucristo como elementos inseparables de la búsqueda del Jesús histórico. La reflexión teológica, sea que empezara por uno u otro elemento, no quedaría completa sin el otro, y, sobre todo, no expresaría la fe de la Iglesia definida ya desde el Concilio de Calcedonia (a. 451).”[3]

Ahora bien, de acuerdo con nuestro propósito, en las siguientes subsecciones enfatizaremos los temas relativos a la “verdad” y a Jesucristo-Verdad, punto en el que nos había dejado la cristología narrativa, y, desde ese punto partiremos a examinar cuatro de los aspectos bajo los cuales sintéticamente pretendemos arropar el misterio de Jesucristo. Cada uno de estos aspectos ha supuesto desarrollos inclusive milenarios en su profundización inexhaustible, y ha sido ocasión de polémicas y/o de enriquecimientos en el diálogo intercultural, lo cual ha hecho más complejo el seguimiento de tales aspectos, sin que podamos decir que se trata ahora de dar una última palabra al respecto. Nos interesa el asunto, sin embargo, por cuanto estamos tratando el punto central, original, característico e insustituible de la fe de la comunidad cristiana y, por lo tanto, definitivo en orden a recalcar y a destacar aspectos que son no sólo convergentes con el c. 748 § 1, acerca de la “verdad acerca de Dios y de la Iglesia”, sino que lo sustentan, así como, de igual modo, soportan y manifiestan luces propias acerca de los cc. restantes: 809; 811 § 2 y 820 a los que tantas veces se ha aludido. Tales cuatro aspectos del misterio de Cristo son: la resurrección, la encarnación, la kénosis y la recapitulación.


1.    La resurrección de Jesús, fundamento de la fe cristiana. La dimensión gloriosa de Jesucristo y el principio histórico derivado de su misterio[4].


a. El “caso” del Resucitado


1. Jesús padeció una muerte violenta e ignominiosa. Se exhibe abandonado de Dios, en quien había confiado total y definitivamente. El sumo sacerdote y los líderes religiosos que lo acompañaban, la autoridad romana que había sido su cómplice, creían ellos que la última palabra había sido dicha y que a ellos les competía establecerla. Para sus discípulos, la interpretación que efectuaron de ese hecho fue, en su momento, muy clara: sus esperanzas habían terminado en frustración. Era hora de volver a sus casas y a sus oficios de antes. Se había acabado la “predicación del Reino”, ya que no se podía predicar un mensaje sin la persona a la que el mensaje se refería: de tal manera Jesús se había hecho uno con su Palabra: eran una sola cosa.

Pero no ocurrió así. Porque esos que habían estado con él desde el principio, se continuaron reuniendo, fundando comunidades y muy conscientes de tener una misión. ¿Cómo explicar, pues, que, de un hecho ignominioso como la Cruz, comenzara a tomar auge esa realidad explosiva que lleva consigo la exigencia de una nueva vida?

Cuando los primeros cristianos se vieron conminados a dar razón de esa manera nueva suya de vivir, no tuvieron otra manera de explicarlo sino diciendo, como todo el NT lo afirma permanentemente, que ello sucedía gracias a la Resurrección de Jesús (cf. He 4,1-22: “somos hoy interrogados por quién ha sido éste curado, sabed todos vosotros y todo el pueblo de Israel que ha sido por el nombre de Jesucristo, el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos”[5]).

Y esto sucedió así desde el comienzo en la vida de la comunidad cristiana: desde que algunas mujeres (cf. Lc 23,55-24,11[6]), unos discípulos (cf. Lc 24,12.34: “Simón”[7]), y otros muchos (p. ej., Lc 24,33[8]), anunciaron que Cristo estaba vivo porque Dios lo había resucitado, pues se les había manifestado vivo y los había enviado a anunciar la Buena Noticia (cf. Lc 24,44ss[9]). Esa Resurrección se convirtió, a medida que pasó el tiempo, en su mensaje y testimonio central.

2. Pero, si estudiamos el particular con atención, a tal certidumbre no se llegó desde el principio: algunos de los que participaron de esa experiencia tenían “dudas” (cf. Mc 16,14[10]), inclusive los más cercanos a Jesús (cf. Mt 28,17[11]), y se burlaron de las mujeres que afirmaban que Jesús estaba vivo (cf. Lc 24,11[12]). En general, al comienzo, el asunto despertaba en ellos asombro, angustia y temblor (cf. Lc 24,12.37[13]). Se trataba de una real resistencia a la euforia, que, para nosotros es muy valiosa, pues nos lleva a pensar que los discípulos no se dejaron llevar por un entusiasmo vacío, carente de toda realidad.

Hoy, nuevamente, nos volvemos a plantear, ¿por qué y cómo los discípulos llegaron a convencerse y a estar decididos de la necesidad de dar testimonio de la Resurrección de Jesucristo, y no sólo con sus palabras sino con toda su vida, hasta entregarla, muriendo ellos también?

Ahora bien, los testimonios concordes evangélicos y del resto de los escritos neotestamentarios sobre la Resurrección de Jesús nos hablan del hecho, pero no nos lo describen. Y este dato nos plantea, en el contexto de nuestra investigación, una problemática importante pero compleja: se trata de un hecho que trasciende lo verificable. Vamos a estudiarlo, entonces, con detenimiento.

3. Al echar un vistazo a los relatos evangélicos sobre la Resurrección debemos aseverar que, más que nunca, nos comprometemos a hacer un intento interpretativo de los mismos. Es decir, afirmamos que es factible establecer y explicar la relación existente entre el hecho histórico y la existencia de una dimensión meta-histórica de la Resurrección de Jesús.

No podemos contentarnos, sin duda, con una mera aceptación de los testimonios evangélicos, sin que también nosotros hagamos el esfuerzo, personal y colectivo, por afianzar aún mejor el que consideramos el “misterio central de nuestra fe”. Lo exigen nuestra misma fe en Jesús y nuestras propias capacidades humanas.

En muchos casos, antiguamente, la Resurrección sólo se la consideraba una “prueba” de la divinidad de Cristo y como manifestación del sentido salvífico que tenía la Cruz. Pero, recordemos también, por otra parte, que a partir del s. XIX se intensificó cierto concepto de “ciencia” que reducía, inclusive la historia, a lo “verificable” y “objetivable” (en el sentido de una ciencia positiva). Tal concepción llegó hasta el ámbito de la fe cristiana y de la teología, que suponían la necesidad de apoyarse en una fe histórica, al estilo de lo que ocurre también en el ámbito del estudio de la naturaleza. Y cuando este criterio se aplicó a la Resurrección, por supuesto esta concepción resultó irrealizable pues de ella no se puede afirmar que ella fuera “histórica”, ya que, a diferencia de los demás fenómenos observables, se trató de un hecho “único”, “irrepetible”, que no tiene parecido ni relación con “hechos similares”.

Entonces surgieron diversas opiniones: que se trató, por lo tanto, de un fraude de los Apóstoles; que, más bien, fueron los mismos Apóstoles quienes ocultaron el cuerpo de Jesús; o que, ellos se confundieron con un “doble” de Jesús; o que su muerte había sido sólo aparente y se había tratado de un estado letárgico… Otras oposiciones fueron más sutiles: que se trató, más bien, de una “evolución” de las ideas que antiguamente se habían establecido tanto en el judaísmo como en las religiones naturales de la época, y, en especial, de las esperanzas apocalípticas y escatológicas que se habían ido fraguando; o, finalmente, que había sido tanto el “entusiasmo” que Jesús había despertado en sus admiradores y admiradoras, que no aceptaban un fracaso de él, que habían resultado teniendo “visiones” y “alucinaciones” sobre él… Los apologistas trataron entonces de dar una respuesta, con el riesgo de caer y mantenerse en el mismo nivel del oponente, centrándose en la cuestión del “sepulcro vacío”: se “reducía”, de esa manera, la fe, a algo “externo” a ella, cuando la resurrección es el “centro” de la fe, según aparece en todo el NT. Si algo podemos afirmar “históricamente” de la resurrección no es tanto ella misma[14], cuanto la fe en la Resurrección por parte de los primeros testigos.

4. Ahora bien, si el problema de la Resurrección se debe desplazar a la fe de los Apóstoles y demás testigos, ¿cuál fue, en ellos, el origen de su fe? Nuestra respuesta no puede quedarse en que se trató solamente de una “experiencia sujetiva íntima dada por Dios a ellos” (R. Bultmann), así la resurrección sea “el Acontecimiento de la fe”. Es necesario buscar la relación existente entre ese acontecimiento y su sentido, así como la historia de poco serviría sin su interpretación o significado mediante la palabra: la palabra hace que los hechos “brutos” cobren significado[15]. Lo mismo ocurre en el caso de la Resurrección de Jesús: se trata de un acontecimiento con sentido gracias a la palabra; aún sin tener una “evidencia” en la comprensión positiva de la expresión, se tiene una experiencia que tiene sentido. En otras palabras, los hechos de la historia no proporcionan al ser humano, por sí mismos, un sentido, y un sentido, mucho menos, trascendente. Es el hombre quien es capaz de otorgárselo, escatológico, inclusive. El ser humano está en tensión hacia su sentido personal definitivo y absoluto[16]. Todo en él es pregunta y búsqueda de ese sentido para su vida, que no se encuentra sino más allá de su vida, porque en la historia sólo encuentra “signos” que se lo manifiestan, y la Resurrección de Cristo es el mayor de todos ellos.

5. Para llegar a su experiencia de fe, los primeros testigos de Cristo resucitado se apoyaron en diversos elementos. Uno de ellos, especialmente importante, se presentó en las apariciones del Resucitado: primero a “Simón-Pedro-Cefas” (cf. 1Co 15,5a) y luego “a los Doce” (cf. 1Co 15,5b): eso afirmaba el kerygma primitivo (cf. He 2,32-33[17]). Pedro, recordemos, tenía un papel preeminente en la comunidad en su calidad de testigo fundamental y originario de la resurrección (cf. Lc 24,12.34[18]), además por ser quien presidía a los Doce. Era su primacía en el orden de la fe, en la cual se fundamenta su papel de centro unificador de la Iglesia. Los relatos de apariciones, pues, contribuyeron también a cimentar y a legitimar la autoridad de los Apóstoles en la Iglesia, y siempre están asociados con su actividad y misión: “somos testigos (de su resurrección)”, dicen invariablemente (He 1,8.22; 2,32; 3,15; etc.). Por eso también la fundación de la Iglesia radica, a su manera, en la resurrección de Cristo. Más aún, es el mismo Resucitado quien en sus apariciones señala que la misión más precisa que les confía a los Apóstoles y a cuantos crean por medio de su palabra, es, precisamente, la de “evangelizar y santificar” (cf. Mt 19,20; 28,19): “hasta los confines del mundo”.

Existe, por tanto, un vínculo intrínseco entre la fe pascual, las apariciones y la misión de los Apóstoles. ¿En qué consiste?

6. Las apariciones son encuentros con el Resucitado que saluda, bendice, enseña, consuela, anima, envía y funda su comunidad. La reacción inicial de los Apóstoles es, como dijimos, de duda, de miedo, de falta de fe. La intención de las apariciones era, en consecuencia, explicar, motivar y llevar a los discípulos a la fe mediante otros tantos gestos y palabras; y, una vez llegados a la fe, les confía una misión, y el poder necesario para realizarla, y, después, desaparece. Ahora bien, si pensamos en qué consistía la “fe apostólica”, habría que decir que, esencialmente, consistía en reconocer en Cristo resucitado el actuar de Dios. Y a ello los conducía Jesús.

Algunos de los relatos evangélicos de apariciones vienen narrados, además, en el género y ambiente típicos de las teofanías (al que nos ha referido, cf. 1.b.2, p. 407); con todo, al contrario de lo que entonces ocurría, un problema se presenta en la insistencia de los redactores de que “tocaban a Jesús” y “comían” con él, que buscan, seguramente, evitar los riesgos provenientes de una excesiva espiritualización de la resurrección de Jesús, y mostrar los inicios de una fe aceptada bastante masivamente pero que no quiere imponerse por evidencia. En otros casos sí aparece una razón más de tipo apologético, como serían los casos de las llagas y de Tomás, que quieren enfatizar la identidad existente entre el Crucificado y el Resucitado. El mismo Jesús se da cuenta del peligro que representan esas insistencias estilísticas al fijar un contexto más adecuado para referirse a las apariciones:

“Dícele Jesús: «Has creído porque me has visto. Dichos los que aún no viendo creen»” (Jn 20,29).

Por parte nuestra, hay que tener presente que nuestra fe es distinta de la de los Apóstoles en el sentido de que la suya está fundada en las apariciones, mientras nosotros tenemos una fe mediatizada por la tradición de la Iglesia. Se trata de una fe que es análoga, no idéntica, a la nuestra, ya que nosotros nos fundamentamos en su testimonio.

7. Si nos preguntamos, pues, ¿cuál es el contenido de la fe cristiana en la Resurrección de Jesús?, habría que examinar dos aspectos en la pregunta: uno, que para los Apóstoles se trató, efectivamente, de una intervención escatológica del Dios; y dos, que, para Jesús, consistió en su elevación o glorificación. Analicemos estos dos aspectos.

b. La Resurrección de Jesucristo como intervención escatológica del poder de Dios.


8. Cuando los escritos neotestamentarios, no excluidos los evangélicos, quieren referirse a la resurrección, encontramos que emplearon dos términos, el primero de los cuales, ya nos es conocido: el verbo έγείρειν[19] (cf. 1.d.C., p. 457ss y, entre otras, las nt. 1193ss, en donde hallamos, precisamente: egerqhti : gr. = “despertar”, “levantar”, en sentido transitivo); el segundo es el verbo άναστάναι[20] y su sustantivo derivado ανάστασις (“resucitar”, pero también en sentido reflejo, “resucitarse”). La experiencia humana sobre la que se funda la expresión, como vimos en su momento, es, entonces, “salir del sueño”; pero en los relatos sobre la Resurrección, esos mismos términos son empleados analógica o metafóricamente, y todo por una sencilla razón: a nosotros, que hacemos parte de este mundo, de estas condiciones espacio-temporales tan concretas, no nos es dable expresar de otra manera mejor esa realidad de la Resurrección, no tenemos una forma mejor de explicarnos.

Con todo, no partimos de cero en este asunto. Como también vimos (cf. la referencia antes citada), tanto entre los hebreos, como entre los griegos[21], pero mucho menos en otros pueblos – dada su diversa concepción metafísica y antropológica[22] – ya existían algunos antecedentes. Generalmente se tenía una experiencia de ello cuando una persona volvía a la vida terrena, cuando “revivificaba” o se la “hacía revivificar” o “reanimar”. Y sólo, entre los hebreos, especialmente en los últimos tres siglos anteriores a Jesús (cf. 1.a.2, p. 387s), se plantearon, por parte de la literatura apocalíptica y sapiencial, las dos temáticas íntimamente conexas acerca de la dimensión corpórea humana (la “carne”) de los “justos”, que “se despertará” (Dn 12,2-3), abarcando a la persona entera para participar en el reino mesiánico (2 Mac 7,9[23]); y la cuestión relativa a la inmortalidad (Sb 3,1-5,16[24]), dejando abierta, de esa manera, la posibilidad de lanzar la hipótesis de una “resurrección general escatológica”, la cual – sostenía la corriente farisea – había que creer y esperar.

9. Es precisamente en este contexto en donde surge la novedosa perspectiva escatológica del NT, la cual formará parte de la predicación del Evangelio y, en consecuencia, condicionará los diferentes escritos que la recogieron, la profundizaron y la comenzaron a sistematizar, e, incluso, a defender.

Así, pues, todo el NT cuando se refiere a la Resurrección de Jesús, quiere significar que con Jesús han comenzado los acontecimientos escatológicos. Precisamente, uno de los “títulos” atribuidos por los primeros cristianos a Jesús, desde esa perspectiva, fue el de “primogénito de entre los muertos”, como lo encontramos en uno de los escritos de Pablo (cf. Col 1,18). Así mismo, en otros dos lugares encontramos referencias semejantes: uno de Lucas, que refiere el discurso de Pablo ante el rey Agripa (He 26,23), y otro del mismo Pablo (1 Co 15,19-21):

“[…] que el Cristo había de padecer y que después de resucitar el primero de entre los muertos (ei prwtov ec anastasewv), anunciaría la luz al pueblo y a los gentiles” (He 26,23).

“Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más desgraciados de todos los hombres! ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos (Xristov eghgertai ek nekrwn) como primicias de los que durmieron (aparxh twn kekoimhmenwn).  Porque, habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la resurrección de los muertos” (1 Co 15,19-21).

“[Cristo]… es también… el Primogénito de entre los muertos (prwtotokov ek twn nekrwn),  para que sea él el primero en todo” (Col 1,18).

Como se ha subrayado, la concepción de Pablo en los textos es típicamente hebrea, es decir, no se considera una “inmortalidad del alma” que no tenga en perspectiva una “resurrección de la carne”. Más aún, en su concepto, existe una íntima relación entre la Resurrección de Jesús y la práctica de la vida cristiana, pues una y otra tienen qué ver intrínsecamente con la creencia en la resurrección de los muertos.

Ahora bien, la novedad se presenta en relación, en primer término, con la concepción antropológica helenista, pues mientras ésta se refiere a un “volver a la vida”, por ejemplo, “volver a la vida pasada”, o a la “vida” a secas, una de cuyas características es ser “corruptible”, la nueva vida de Jesús Resucitado implica que él ya no puede regresar a un estado susceptible de corrupción o disgregación, ni a experimentar otra muerte. Así, pues, no se trata de un sencillo o mero recuperar la vida anterior sino del inicio de una nueva creación, como lo expresa Pablo en dos textos que hacen alusión a esta condición nueva del Resucitado:

“Y que [Dios] le resucitó de entre los muertos (oti de anesthsen auton ek nekrwn) para nunca más volver a la corrupción (mhketi mellonta upostrefein eiv diafqoran), lo tiene declarado: ‘Os daré las cosas santas de David, las verdaderas’ (Is 55,3 LXX: outwv eirhken oti Dwsw umin ta osia Dauid ta pista)” (He 13,34).

“Así también en la resurrección de los muertos (Outwv kai h anastasiv twn nekrwn): se siembra corrupción, resucita incorrupción (speiretai en fqora, egeiretai en afqarsia); se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza (speiretai en atimia, egeiretai en doch; speiretai en asqeneia, egeiretai
en dunamei); se siembra un cuerpo psíquico, resucita un cuerpo espiritual (speiretai swma yuxikon, egeiretai swma pneumatikon) (1 Co 15,42-44a).

10. El pueblo judío había dejado las bases para una esperanza, según se ha visto, de modo que cuando Pablo hace sus planteamientos, sobre todo a ellos, sobre la resurrección en general y sobre la resurrección de Jesús en particular, no está tratando de una doctrina que viniera como del exterior, sino que se fundamente en lo más original y característico de la fe en Yahwéh, cual es ser Él el único Señor de la vida y de la muerte, el Señor que todo lo tiene en su mano, el Señor en quien los seres humanos pueden y deben abandonarse, porque es Él el único capaz de superar la misma muerte. Y su argumento se basa en textos de la Escritura tan antiguos como 1 Sm 2,6 (“[Entonces Ana dijo esta oración:]…Yahwéh da muerte y vida, hace bajar al šeol y retornar”), o como Jb 19,25s: “Bien sé que mi Defensor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre la tierra. Después con mi piel me cubrirá de nuevo, y con mi carne veré a Dios”.

11. Los escritos del NT retomarán una y otra vez este mismo tema como una expresión multiforme de la misma fe en Dios. Como lo repetirá Pablo a los romanos (Rm 4,17: “[…] como dice la Escritura: ‘Te he constituido padre de muchas naciones’: padre nuestro delante de Aquel a quien creyó, de Dios que da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que sean”)[25]; y, en otra ocasión, a los corintios (2 Co 1,9: “Pues hemos tenido sobre nosotros mismos la sentencia de muerte, para que no pongamos nuestra confianza en nosotros mismos, sino en Dios que resucita a los muertos”). La resurrección, entonces, si se la considera en perspectiva véterotestamentaria, es una obra típicamente y exclusivamente divina, y, porque se trata de una obra distintiva suya, se convierte en un “signo” que permite reconocer a Dios mismo.

En efecto, salvo excepciones, el NT presenta la Resurrección de Jesús como una actuación del Padre. Es él, sobre todo, quien resucita a Jesús, más que Jesús quien se resucita a sí mismo (cf. Mc 16,6[26] y sus paralelos: Lc 24,34 y Jn 21,14). En todos los demás escritos (cf. He 3,15), sobre todo en Pablo, la expresión es constante: “Dios resucitó a Jesús” (cf. Rm 4,25[27]; 6,9; 8,11; 1 Co 15,4.12; 2 Tm 2,8; etc.); o, inclusive, la resurrección de Jesús es el resultado de la eficacia de la fuerza poderosa del Padre (cf. Rm 6,4[28]), obra de su gloria (cf. Rm 6,4; 8,11[29]), obra de Dios mediante su Espíritu (cf. Rm 8,11; 1 P 3,18[30]). Y si se quiere considerar cuál sería el mejor título, el más apropiado, para referirse al Padre en el NT es, precisamente, “el que resucitó a Jesús de entre los muertos” (Rm 4,24).

La Resurrección de Jesús, entonces, no sólo nos habla del poder de Dios sino que nos revela quién es Dios: Aquél que tiene poder sobre la vida y sobre la muerte, sobre el ser y el no-ser, el que es amor creador y amor fiel, en quien todo hombre debe entregarse. Como consecuencia de ello, en la Resurrección de Jesús se realiza plenamente el Reino que él había anunciado: Dios ha manifestado su fidelidad y le ha dado toda la razón a Jesús y a la confianza sin límites que éste había puesto en Él: 
"Dios irrumpe para trastocar todos los criterios y ofrecer así una nueva posibilidad. Dios, una vez más, sale a nuestro encuentro para establecer y consolidar un nuevo tiempo, el tiempo de la misericordia. Esta es la promesa reservada desde siempre, esta es la sorpresa de Dios para su pueblo fiel: alégrate porque tu vida esconde un germen de resurrección, una oferta de vida esperando despertar" (Francisco, homilía de la vigilia de pascua, 15 de abril de 2017, en: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/homilies/2017/documents/papa-francesco_20170415_omelia-veglia-pasquale.html ).
Creer en el Resucitado es, pues, creer en la fidelidad de Dios, y que sólo mediante una entrega a Dios como la de Jesús, es dable llegar a una plena realización como la de Jesús.


c. La Resurrección de Jesucristo como su glorificación y elevación.


12. Nos hemos referido al carácter definitivo que tiene la Resurrección de Jesús. Ahora bien, se puede pensar que ese carácter definitivo le viene porque se ha convertido en “modelo” de persona humana, en “ejemplo” de alguien que supo vivir plenamente libre ante Dios y ante los hombres, y, por eso, “estándar” del vivir. O bien, que Jesús “pasó a la historia en la memoria de las generaciones” gracias al género de vida que llevó.

Pero la tradición eclesial no sólo enfatiza ese aspecto, sino que afirma, positivamente que él está vivo ahora. Y esto nos plantea de nuevo, por supuesto, el problema de la “historicidad de la resurrección de Jesús”. Miraremos el problema desde un doble acercamiento: el de la “historicidad” considerada en sí misma, y el de la “dimensión corporal” de la Resurrección.


1)    La “historicidad” de la resurrección considerada en sí misma

13. Ya se ha dicho que, cuando se trata este tema, no podemos apelar a un acontecimiento “objetivo” y “verificable”, por cuanto la resurrección es un acontecimiento “único”, más aún, “sin precedentes” y del cual, por lo tanto, no cabe posibilidad de interpretación o de relación con acontecimientos similares, lo cual nos lleva a pensar que el hecho deba encuadrarse dentro de un marco suprahistórico. Sin embargo, porque se trata de un suceso que le acontece a Jesús, un ser que, como se ha visto a lo largo de la cristología narrativa, era real, que murió y fue colocado en un sepulcro, entonces, un hecho de esta condición, por supuesto concierne a este hombre histórico. El término histórico de ese Jesús de Nazaret, muerto y sepultado, es su Resurrección. Siendo su Resurrección un acontecimiento de fe, sí aconteció a esta persona determinada.

Ahora bien, la identidad y la continuidad entre el Crucificado y el Resucitado no provienen tanto de su identidad corporal, cuanto de la fidelidad de Dios Padre, demostrada en su creación y en su alianza-liberación, realizadas en la persona de Jesús.

A esta realidad en la que consiste la resurrección-elevación, el NT la denomina “glorificación”, o “estar sentado a la derecha del Padre”. Examinemos el contexto judío en el que se insertaba esta condición, luego, los textos neotestamentarios que aluden a ella, y, finalmente, consideremos su contenido teológico global.

14. 1°) El término “glorificación”, para nuestro tiempo, quizás carece bastante de sentido. No fue así para el judaísmo, en especial para el judaísmo inmediatamente previo y contemporáneo a Jesús y a los escritos neotestamentarios – hasta el punto de que a esta literatura se la denomina, precisamente, “intertestamentaria” –. Entre los textos más antiguos que se refieren al tema, se debe mencionar, primeramente, el libro del Génesis (5,18-24; cf. Si 44,16), en relación con Henoc[31], y, en segundo lugar, el libro segundo de los Reyes (2,1ss), en relación con Elías[32]. Uno y otro habrían de regresar al fin de los tiempos. La inclusión de estas glorificaciones en los relatos apocalípticos pretendía indicar la participación de seres humanos terrenos en el desarrollo de los acontecimientos escatológicos, o, si se quiere, que los seres humanos eran portadores en sí mismos de un significado escatológico.

Así, pues, la expresión que se empleó en esos casos es muy similar de la que se sirvió Lucas en su Evangelio (24,50b[33]) para hablar de la ascensión o “subida” de Jesús a los cielos.

2°) Varios textos nos remiten a la formulación de esta experiencia por parte de las primeras comunidades cristianas:

Flp 2,9:

“Por lo cual Dios le exaltó[34] y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre”.

Dentro de este hermoso himno cristológico la expresión citada no habla de resurrección, sino de exaltación, de glorificación, identificándose la una con la otra. En ese mismo sentido encontramos otros textos (cf. Lc 24,26[35]; 1 Tm 3,16[36]; Hb 12,2[37]).

Rm 1,3ss:

“[acerca de su Hijo]… constituido[38] Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de Santidad, por su resurrección de entre los muertos…”

Se trata en este texto de una reflexión teológica muy antigua que considera la glorificación como una consecuencia de la resurrección. La glorificación, señalan otros textos, se da inmediatamente con la resurrección (cf. Ef 1,20ss[39]; 1 P 1,21[40]).

Rm 6,9ss:

“[…] sabiendo que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la muerte no tiene ya señorío sobre él. Su muerte fue un morir al pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios”.

En su significado más profundo el texto dice que el Resucitado vive para Dios. Por ese motivo, cuando Mt 28,16ss[41] hace el relato de la resurrección, el Resucitado aparece glorioso, lleno del poder de Dios mismo.

Jn 12,32:

“Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí”.

El cuarto evangelista hace la mejor síntesis de la resurrección-glorificación: y lo hace en un doble sentido en un único momento, porque, según el texto, se refiere a la elevación de Jesús en la Cruz, pero, simultáneamente a su elevación al Padre. Para Juan, pues, la Cruz misma es la glorificación de Jesús[42]: desde ella “atrae a todos”. Por eso, en la tarde de la resurrección – el primer día de la semana, que recuerda el primer día de la creación pero también de la re-creación, el dies dominicus – Jesús aparece con poder y dando el Espíritu:

“Al atardecer de aquel primer día de la semana […] Jesús repitió: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,19-23).

3°) El NT se refiere, pues a la glorificación de Jesús dentro de un contexto escatológico. Y la considera desde un triple punto de vista:

a) las primeras afirmaciones del hecho señalan que esa glorificación es “para un tiempo”: es elevado para volver después como “Hijo del hombre, juez de vivos y muertos”: esta línea la caracteriza el texto de 1 Ts 1,10[43]: Jesús tiene que volver, y, por lo tanto, nuestra decisión para con él es ya nuestro juicio;
b) el papel presente de Jesús es destacado por otros textos: se conserva la índole escatológica, pero se enfatiza el aspecto presente: su señorío se hace ya presente en nuestra historia. Es el caso de los textos que se inspiran en el Sal 110,1ss, en especial 2 Tm 4,1.18[44]; 1 Co 15,24ss[45];
c) Jesucristo es el Rey glorificado, que participa del poder y de la gloria (doxa) de Dios Padre: Rm 1,3ss; Flp 3,10[46]; 2 Co 4,4[47]; 1 P 1,21[48]; 3,22[49]: es entrar en “la vida eterna” de Dios Padre, como se ha visto que se encuentra en el Evangelio de Juan.  


2)      La “dimensión corporal” de la Resurrección

15. Y, ¿qué decir sobre la dimensión corporal de la Resurrección? Si afirmamos que Jesús era y es un “hombre verdadero”, esta dimensión necesariamente está presente en él. Es impensable pensar a Jesús por fuera de su cuerpo, como enfatiza – lo veremos oportunamente un poco más adelante – la Encarnación. No sólo participaba de una cultura que poseía su muy propia concepción acerca del tema, sino que, de hecho, como se ha constatado en la sección narrativa, y aquí reiteramos, Jesús mismo hizo una fundamental confesión de su esperanza en la resurrección. Se ubicó así del lado de aquella tradición judía que la afirmaba, si bien en este caso no sólo le aportó una forma nueva y definitiva de fundamentarla al interpretar las sagradas Escrituras conforme al querer original de Dios  – con una autoridad que sólo Él mismo tenía – y, lo que es más importante, conforme al ser de Dios – del que participaba –, sino que, a partir de dicha interpretación y juntamente con ella, franqueó toda una forma nueva de valorar al ser humano en razón de su capacidad de darse un sentido de plenitud de vida en el amor vivificante de Dios[50].

A esta condición, la corporal[51], la tradición bíblica en la que se insertaba Jesús se refirió ampliamente bajo dos locuciones, diferentes, sí, y complejas, mediante las cuales se expresaban dos perspectivas distintas y complementarias, relativas una y otra a la misma condición humana[52]: sάrx y sώma. Examinemos, pues, el asunto para poder comprender mejor lo que afirmamos cuando hablamos de una “dimensión corporal de la resurrección”.

a)   Las concepciones hebrea y griega acerca del cuerpo y las posibilidades que ofrecen una y otra para comprender y explicar la resurrección de Jesús.

16. Tangencialmente se ha tocado ya este importante problema al tratar del “alma” en diversos lugares de la cristología narrativa (cf. supra la relación entre leb, nefeš, ruah, etc. y la ψυχή griega: 1.a.3, p. 392; 1.d.1, p. 427ss; 1.d.C.p), p. 458ss; 1.f.4)d)21, p. 519; 1.f.5)a)36, p. 537; 1.f.5)b)38.c’), p. 539; 1.h.1)c)8, p. 597), ya que ella es su “correlato” obligado. Pero, como veremos enseguida, las discrepancias entre las concepciones hebrea – en la que principalmente trascurren los hechos a los que hacemos referencia: incluso cuando cayó en desuso la lengua hebrea y se comenzó a hablar comúnmente en arameo, aún en tiempos de Jesús – y griega – en la que, como se ha visto, se escribieron los últimos libros canónicos del AT, a la que fueron traducidos todos los escritos originales hebreos, y en la que fueron escritos, probablemente, en su mayoría, los textos del NT – no eran solamente terminológicas. La palabra, oral, escrita o ideográfica, lleva consigo unos presupuestos y un marco interpretativo social e histórico que posibilitan y permiten eficazmente una comunicación: hacia el pasado, en el presente, y hacia el futuro. De esta manera, en algunas ocasiones sάrx es el término que escogieron los hagiógrafos, para transmitir su pensamiento antropológico; en otras, lo fue sώma. ¿Cómo distinguir entre un caso y el otro? ¿Qué implicaciones tiene esto en orden al problema de la resurrección de Jesús?

17. Si miramos brevemente[53], en los textos hebreos se emplearon las palabras בשר (bāśār) y רשׁ (šēr). La primera expresión (273 veces[54]), así como la segunda (17 veces), fueron traducidas al griego por los LXX principalmente por el término sάrx.

18. בשר (bāśār) significaba, en primer término, la “carne” en sentido propio (cf., p. e., Lv 13,2ss). Inclusive le ponían calificativo para indicar la “carne viva” (cf. Lv 13,10) o la empleaban sola para referirse a la “piel” (cf. Sal 102,6). Este empleo se aplicaba a los hombres, pero también a los animales[55].

Con todo, el término, en los textos hebreos, llegó a adoptar unos significados más amplios:

El “cuerpo humano”. En estos casos existen varias posibilidades: el cuerpo, sin más (cf. Gn 2,23; Sal 38,4; Lv 17,11); o el cuerpo “entero” (cf. Lv 13,13); o el cuerpo “desnudo” (cf. Lv 6,3); o el cuerpo muerto, ya cadáver (cf. 1 Sm 17,44).

Más aún, en algunos pocos textos, el “sí mismo” – reflejo, expresión de conciencia personal de sí – aconseja ser la traducción mejor del término (cf. Ecles – Qo – 4,5b); así como en otros significaría “alguien”, “una persona” (cf. Lv 13,18).

Llama la atención, entonces, que de connotaciones tan concretas se llegara a pasar a significados más abstractos o generales, como es el caso de “(todos los) seres vivientes” (cf. Gn 6,17), o de la “humanidad entera” (cf. Is 40,5.6), o de la humanidad (¿o Israel?) en cuanto comunidad de culto (cf. Jl 3,1).

No son tampoco escasas las ocasiones en que בשר significa las relaciones de consanguinidad (cf. Gn 2,23; 29,14; 37,27), inclusive en su alcance más amplio, la participación en una misma nacionalidad (cf. Is 58,7). Tampoco que se emplee este término para referirse a los órganos sexuales masculinos (cf. Ex 28,42; inclusive el miembro viril: cf. Gn 17,13) o femeninos (cf. Lv 15,19).

Muy importantes son también los sentidos metafóricos en los que se emplea el término: bien sea para mostrar la existencia de alguien, inclusive en sus condiciones exteriores de prosperidad o de adversidad, hasta llegar a la propia destrucción de las mismas (cf. Pr 14,30); o bien, para indicar el conjunto de las actitudes interiores, tales como el ansia de Dios (cf. Sal 63,2; 84,3); o bien, para señalar – y este sentido es especialmente interesante en al considerar la antropología hebrea – la fragilidad y la impotencia del hombre, contrastado con la firmeza, eternidad y solidez de Dios, y entonces la expresión significa la mortalidad humana (cf. Gn 6,3) o la incapacidad humana (cf. Sal 56,5; Is 31,3; Dn 2,11; etc.); o, finalmente, se usa el vocablo para insistir en la apertura de una persona a la voluntad de Dios: entonces se dice que alguien posee un “corazón vivo”, en palabras de Ez (11,19; 36,26).  

19. רשׁ  (šēr), por su parte, también significaba “carne”; pero, como vemos, mientras בשר denotaba en sus orígenes sobre todo la piel, רשׁ se refiere más a la “sangre” que la nutre, o, en últimas, al “interior” de la carne. En este sentido, aplicada la palabra al ser humano, no son muchos los textos, mientras sí hay algunos que se relacionan con los animales como alimento del hombre (cf. Sal 78,20.27). En varios casos la palabra se empleó para referirse a la “venganza de sangre”, como sucedía en otros pueblos lingüísticamente cercanos (Ugarit, Acadios[56]). Y, sobre todo, para señalar a los consanguíneos (cf. Lv 18,12s; Nm 27,11).

En contraste, aplicado al ser humano el término tenía una connotación especialmente metafórica para referirse a la existencia “exterior” del hombre, a su físico (cf. Pr 5,11; Sal 73,26), que se puede destruir (cf. Jr 51,35), como también puede ocurrirle al pueblo (cf. Mi 3,2-3).

20. Se ha de observar que, gracias a la traducción de los LXX, se introdujo una cierta división del cosmos en dos esferas, la de los espíritus y la de la carne, que llegó hasta el ambiente judeo-cristiano contemporáneo a Jesús y hasta los escritos del NT. En efecto, encontramos esta nueva sensibilidad cultural por ejemplo en la traducción de la expresión hebrea “el Señor de los espíritus de toda carne”[57], la cual en griego dice, en cambio, “el Señor de los espíritus y de toda carne”[58]. Ello evidencia que el monismo puro u original – pienso – dio paso a un cierto dualismo en el lenguaje coloquial – ¿o en el técnico? – en áreas donde la influencia helenística fue más fuerte. Y sus repercusiones se hicieron sentir también en el ámbito de la concepción antropológica. Ahora bien, si esta comprensión se soporta en los diversos elementos que hemos puesto de presentes (cf. supra, 1.d.1, p. 427; 1.f.5)a)36, p. 537; 1.g.11, p. 565), también no es menos cierto que asumiendo tal manera de expresarse, los autores judíos no se adjudicaban ni la concepción persa, que hacía que el “mundo espiritual” se elevara sobre el “mundo terreno”, ni el característico pensamiento griego, al que también se ha hecho referencia: la identificación del ámbito “de los espíritus” a la órbita de la divinidad, mientras el ámbito “de la carne” pertenece al de la materia[59], de modo que en el hombre se unen esas dos esferas. Tanto la noción persa como la noción griega conducían a un “dualismo ético”: la esfera del “bien” opuesta a la esfera del “mal”. En cambio, en el pensamiento judío el desenvolvimiento de esa situación condujo a un escenario bien diverso: a que cada vez se tuviera una idea de Dios más trascendente y más santa en relación con el cosmos: Dios es el Creador, el universo es sólo su criatura, y, en el caso del ser humano, todo entero, su criatura pecadora[60]. Es tal el argumento, que encontramos, por ejemplo, en el Sal 17,14, que, aunque menciona la vida terrena como un vivir en “la carne”, no puede ésa considerarse como una experiencia que sólo le ocurra a esta[61].

Resumiendo, pues, en el pensamiento original hebreo en el ser humano se resalta más su relación con Dios – como hacía Jesús[62] – que su misma “naturaleza”, problema que será más típicamente griego.

2°) sώma
21. Si bien HOMERO empleó ya el término, para referirse, sobre todo a un cadáver de hombre o de animal que ha sido pasto de las fieras, y no parece haberlo hecho en relación con el conjunto del cuerpo vivo[63], se considera que fue, más bien, de HESÍODO en adelante que se popularizó este uso[64]. En HERÓDOTO, luego, designa el “tronco” para distinguirlo de la “cabeza”, pero, también, al “cuerpo entero”[65]. Pero es, quizás, EURÍPIDES (480 – ¿406? a. C.) quien, en sus “dramas”, mejor llega a intuir el carácter de lo que hoy denominamos la “persona”, a partir de su uso del pronombre reflejo y de la distinción que hace entre el “nombre” (gr. = όνομα) y la “acción” (gr. = πράγμα) [66].

Medio siglo antes de PLATÓN, gracias al aporte de literatos como los citados y de los filósofos presocráticos[67] (HERÁCLITO, DEMÓCRITO, EMPÉDOCLES), el “cuerpo”, origen de los reclamos eróticos y “esclavo”, es una parte del hombre, y se contrapone a su otra parte, el “alma”, “libre”, a la que, entre otras actividades, corresponde la palabra. PLATÓN, sin embargo, resalta que es el “cuerpo” el objeto de las preocupaciones del médico; con todo, llamamos “cuerpo” también a otros objetos tales como el fuego, la tierra, el agua y el aire, que son “sustancias” visibles, que se contraponen a las “ideas-almas” invisibles[68]. También, como Eurípides, se refirió al “cuerpo” en el sentido de “persona”, y, en consecuencia, cuando uno se refiere a él no se trata de una simple “cosa”, sino de un ser indivisible, completo o realizado en sí mismo. Así, por un lado, “cuerpo” apunta a una unidad sustancial, en unas ocasiones[69]; pero, en otras, a una distinción tal con el “alma”, que sin ésta dejaría de ser un “hombre viviente”[70]. Los aspectos “positivos” del “alma” y los “negativos” del “cuerpo” son destacados en otros lugares, sin embargo[71]; pero, si bien es cierto que el “cuerpo” es una “mezcla de todo lo posible” (gr. = κράσις)[72] y durante su periplo vital es “movido” por el “alma”[73], a la hora de la muerte el “alma” se libera de él, pues él “no ha sido creado por Dios” sino “por los hijos de Dios”[74]. Finalmente, sostiene que el conjunto del “cuerpo” es gobernado por la cabeza – el elemento más divino del hombre –, pero en esta reside el “alma” que se conduce hacia el “cielo” con el que está emparentado[75].

ARISTÓTELES, por su parte, continúa algunas de estas opiniones[76]; pero toma distancia de su maestro en otras importantes: el “cuerpo” es elemento primario que preexiste al “alma”[77], de la misma manera que el Estado es anterior al individuo[78] pero no es su superior, ya que ella es más noble que el “cuerpo”[79]. En consecuencia, es recomendable abstenerse de los placeres del “cuerpo”, no porque ellos sean malos en sí mismos, sino porque ellos no son el sumo bien[80]. El “alma” es τέλος (es decir, “en vista de lo cual existe”) para el “cuerpo”. Sin “alma” el “cuerpo” es, por su propia naturaleza, “materia”, “sustancia”, algo “limitado”[81].

Otros autores y escuelas posteriores (LICURGO, EPICURO, la Estoa antigua y nueva, CRISIPO) llegaron paulatinamente, por su parte, a una completa divinización del cosmos, y el mundo es considerado un “cuerpo viviente” (POSIDONIO)[82]. Y la antítesis entre “cuerpo” y “alma” proseguirá, inclusive con mayor fuerza, en el siglo contemporáneo y en los posteriores a los escritos neotestamentarios[83]

22. Por todo esto, nos interesa resaltar que, en forma similar a como procedimos antes con el término sάrx como traductor de los términos hebreos בשר (bāśār) y רשׁ  (šēr), ahora debemos considerar al término sώma, para el cual, mucho de lo que observamos entonces, tiene igual aplicación. Es decir, indistintamente se emplearon los dos términos sάrx  y sώma para traducir a aquéllos, así como otra serie de términos de menor importancia[84]. En efecto, casi por cada dieciséis ocasiones en que el texto de los LXX tradujo בשר por sarx, en una es traducido por sώma; en el caso de רשׁ la proporción es de seis a una:


בשר  (bāśār)
רשׁ  (šēr)
sάrx
sώma
sάrx
sώma
273 veces
17 veces
145 veces
23 veces

Esquema 31


Pero, en tales casos, la intención de los traductores resulta evidente: insistir en el carácter caduco del compositum humano, sea hombre o mujer, sujeto de sufrimientos, entonces, y golpeado por la enfermedad (cf. Pr 3,8[85]; Jb 7,5[86]). Más aún, cuando tocan los aspectos relativos a su sexualidad, quieren reivindicar que las personas, en su conciencia, saben que en el ejercicio de la misma están comprometidas todas por entero (cf. p. ej., Dn 1,15[87]; Lv 6,3[88]).

En otras ocasiones la traducción con sώma tiene el significado de “cadáver” (cf. 1 Sm 31,10.12[89]; Nah 3,3[90]). Más aún, en ciertos episodios quieren resaltar el carácter de “objeto” al que una persona puede ser reducida, bien sea por ser convertida en esclava, o bien, porque se la considera sólo desde el punto de vista de un valor comercial (cf. Gn 36,6[91]; 34,29[92]).

23. De igual manera a como señalamos en relación con sάrx (cf. supra, 2.a.2)A)14.3°, p. 623) los escritos más cercanos al NT proceden con sώma: para designar al “cuerpo” sano o enfermo (cf. Eclo – Si – 30,14-16[93]; 2 Mac 9,9[94]) o, incluso, al cadáver (cf. Eclo – Si – 38,16[95]). No hay, pues, novedad en ello. En cambio, sí aparece cierta novedad, como, por otra parte allí mismo apuntábamos, cuando considera las relaciones entre sώma y ψυχή en las que, sin embargo, no se trasluce propiamente un enfrentamiento, sino un cierto carácter al que podríamos denominar como “sacramental” o “revelador”: la pena del “alma” se expresa o se hace consecuente en el temblor del “cuerpo”, como bien lo expresa el 2 Mac 3,16: “El ver la figura del sumo sacerdote llegaba a partir el alma, pues su aspecto y color demudado manifestaban la angustia de su alma”; o bien, como en Sb 8,20, en donde el autor considera que a un “alma” buena corresponde un “cuerpo” inmaculado. Más aún, en Sb 2,2-4, es todo el hombre el que perece: “Por azar llegamos a la existencia y luego seremos como si nunca hubiéramos sido. Porque humo es el aliento de nuestra nariz y el pensamiento una chispa del latido de nuestro corazón; al apagarse, el cuerpo se volverá ceniza y el espíritu se disipará como aire inconsistente. Caerá con el tiempo nuestro nombre en el olvido, nadie se acordará de nuestras obras; pasará nuestra vida como rastro de nube, se disipará como niebla acosada por los rayos del sol y por su calor vencida”.

Las distinciones entre la concepción hebrea y la griega acerca del “cuerpo” son, pues, numerosas. Aunque la función de בשר se le atribuye a sώma, éste nunca llega a ser, para los hebreos, un “cuerpo inorgánico”, ni tampoco una realidad que se oponga a sueños o a palabras vacías, o a un “microcosmos”, ni aún al conjunto de una ciudad, o de un pueblo, o de un discurso, como sí sucede entre los griegos. Y, mientras sάrx dejaba percibir el carácter creatural, caduco y pecador del ser humano, con sώma no es tan evidente esa situación: aún los ángeles tienen sώma pero nunca se afirma de ellos que posean sarx.  Más aún, sώma no es un término que exprese una relación del hombre con Dios, o que manifieste una oposición entre la esfera celeste y la esfera terrestre. Tampoco sώma señala, como sí lo hace sάrx, la masa de carne distinta de sus huesos, piel y tendones: muestra al ser humano en su conjunto y subrayando especialmente que lo es gracias a su corporeidad. De esa corporeidad la persona toma conciencia en los momentos de dolor, enfermedad, sanación, ejercicio de su sexualidad, muerte y, finalmente, resurrección. En todas estas situaciones el ser humano está comprometido en su totalidad.

b)      El NT y su recepción de la tradición sobre el cuerpo para la explicar el hecho de la resurrección de Jesús.

24. De todo este recorrido realizado ha quedado evidenciada la importancia que tenía para Israel afirmar la integralidad o integridad humana creada por Dios. La relación con Dios es precisamente la que cualifica el constitutivo cuerpo-alma en una unidad tal que había llevado a que, en las primeras etapas de su historia, fuera preferible afirmar que sólo durante la existencia del ser humano cuyo cuerpo está vivo se podía alabar a Dios (monismo y reducción terrenal de la vida)  antes que acoger las ideas que ya tenían las naciones circundantes en relación con ciertos dualismos que hemos descrito (el mazdeísmo persa con sus principios eternos de bien y mal, que prosiguieron no sólo en el gnosticismo – ya lo hemos recordado antes, cf. supra, 1.h.1)b)7, p. 596, nt. 1654 – sino también en el pitagorismo; dualismo griego y (neo) platonismo con la concepción del “cuerpo, cárcel del alma”), y superando (si bien, al parecer, no totalmente, a pesar de las prohibiciones legales: la adivinación y la invocación de los muertos permanecieron: cf.  1 Sm 28,1-25; 1 Cr 10,13-14; cf. Dt 18,10-11) ciertos animismos presentes en otros pueblos. La participación en el culto, evidentemente, no podían realizarla los muertos, Se había operado una verdadera “ruptura” metafísica y epistemológica con las ideas culturales (concepción antropológica subyacente) presentes y predominantes en otros pueblos, ruptura que, como se ha dicho, conservaron en tiempos de Jesús particularmente los saduceos.

En efecto, según esa antigua concepción de Israel, la muerte conducía a un horizonte subterráneo, llamado en hebreo «šeol» (cf. infra, 2.c.1)b)5.b’), p. 663), donde la luz se apagaba, la existencia se atenuaba, y se hacía casi espectral, el tiempo se detenía, la esperanza se extinguía, y sobre todo ya no se contaba con la posibilidad de invocar y encontrar a Dios en el culto. Por esto, el rey Ezequías recuerda ante todo las palabras llenas de amargura pronunciadas cuando su vida estaba resbalando hacia la frontera de la muerte: «No veré al Señor en la tierra de los vivos» (Isaías 38,11). El Salmista también rezaba así en la enfermedad: «En la muerte, nadie de ti se acuerda; en el šeol, ¿quién te puede alabar?» (Sal 6, 6). Sin embargo, liberado del peligro de la muerte, Ezequías puede confirmar con fuerza y alegría: «Los vivos, los vivos son quienes te alaban: como yo ahora» (Isaías 38, 19).

Los relatos etiológicos efectuaron otras aproximaciones antropológicas complementarias, sensiblemente en sus características psicológicas y sociales, pues, según tales relatos, gracias a la dimensión corpórea se establece y realiza en nuestro espacio-tiempo la comunicación, el encuentro. Gracias a ella, es posible "crecer ("ser fecundos") y multiplicarse" (Gn 1,22.28), e, igualmente, gracias a ella la persona es capaz de expresar sus decisiones de conciencia y su capacidad relativa de libertad y responsabilidad, aplicándose a obrar el bien, o, por el contrario, el mal (cf. Gn 2,17; 3).

Esta percepción teológica del ser humano, sin embargo, se nutrió de una idea generatriz – percepción de fe que contrastaba con la de sus interlocutores –, que llegaría a ser definitiva con el transcurso del tiempo en la dialéctica cultural que Israel estableció con sus vecinos a través de su comunión intergeneracional: la creación de Dios “es buena” (Gn 1,25b), y cuando se trata del ser humano, “muy buena” (Gn 1,31a). El cuerpo humano, por lo tanto, también lo es, porque toda la persona, en su unidad, y la pareja en su bisexualidad, ha salido del pensamiento, del corazón y de las manos de Dios: es todo el varón-mujer el que está en relación con Dios y con los demás, y en ello consiste su bondad peculiar que es, al mismo tiempo, la raíz de lo que hoy en día se designa como su del todo especial "dignidad". 

Los textos bíblicos evidencian, sin embargo, que esa concepción antropológica continuó desarrollándose a partir de tales raíces. Se trató de la concepción que se fue gestando en un pequeño "resto", en un "pequeño rebaño", sobre todo, a partir del regreso de la diáspora en Babilonia y de la interacción que la comunidad creyente, palestina y extra palestinense, realizó con las culturas sucesivas, egipcia tardía, persa, griega y romana. Ellos condensaron ese proceso de búsqueda y reflexión antropológica más profundo que se había operado culturalmente en el pueblo judío y que alentaban los anawim Yahweh (los "pobres de Dios"). Las últimas capas literarias del AT lo evidencian, al menos en la lectura cristiana: "alma (racional y espiritual) y cuerpo" en unidad.

Jesús[96], como hemos visto en la sección narrativa, y con Él el resto del NT, subrayaron dentro de esta concepción del cosmos, de la naturaleza y particularmente de la humanidad (consiguientemente tanto sus dimensiones corpórea como anímica y espiritual), su relación con el Padre, en Quien ellas encuentran su origen, en Quien todo se mantiene: su relación creatural. Como Él lo había hecho al mostrar su personal dependencia del Padre, conociendo y admirando esa hermosa creación. Pero, al mismo tiempo, continuando las exploraciones tradicionales mencionadas, expresarán, entonces, cómo alguien pueda “edificar un cuerpo carnal” o, al contrario, “espiritual” (cf. 1 Co 15,35ss[97] y 2 Co 5,1ss[98]), ora porque sus decisiones fueran en el sentido del cultivo de la dedicación exclusiva por sí mismo y sus propios intereses, al egoísmo y, en definitiva, al pecado, ora porque, en cambio, fueran en el sentido de la entrega al servicio generoso de Cristo y de sus hermanos.

Más aún, el mismo san Pablo expresaba en sus cartas sobre este punto su clara conciencia trinitaria : en primer término, en relación con el Padre evidenciaba la condición creatural del cuerpo humano al exhortar a “hacer la voluntad del Padre” mediante una obediencia o respuesta carnal o corporal concreta, es decir, mediante el ofrecimiento del propio cuerpo a Dios (cf. Rm 12,1ss[99]; 1 Co 6,20[100]); pero, así mismo, en segundo término, colocaba esta misma dimensión corporal en perspectiva cristológica, subrayando su inserción soteriológica y, en ella, las implicaciones éticas en orden a la unidad (no sólo antropológica sino particularmente eclesial) ya que “el cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo” (1 Co 6,13) - el texto completo es sumamente fuerte quizás para nuestra sensibilidad: "¿No saben acaso que sus cuerpos son miembros de Cristo? ¿Cómo voy a tomar los miembros de Cristo para convertirlos en miembros de una prostituta? De ninguna manera. ¿No saben que el que se une a una prostituta, se hace un solo cuerpo con ella? Porque dice la Escritura: Los dos serán una sola carne [...] Por lo tanto, ustedes no se pertenecen, sino que han sido comprados, ¡y a qué precio! " (1 Co 6 15-16.20a) -; y, en tercer término, la perspectiva neumatológica del cuerpo, es decir, de su inhabitación por el Espíritu y del efecto-exigencia moral de tal inhabitación, la santidad: " Cualquier otro pecado cometido por el hombre es exterior a su cuerpo, pero el que fornica peca contra su propio cuerpo. ¿O no saben que sus cuerpos son templo del Espíritu Santo, que habita en ustedes y que han recibido de Dios?" Por esta triple razón, concluía el Apóstol de las gentes: "Glorifiquen entonces a Dios en sus cuerpos". (1 Co 6, 20b).

Así, pues, en la comprensión de Pablo y de los demás autores neotestamentarios, en el caso de Jesús propiamente no se trataba de un “cuerpo resucitado” ante todo y exclusivamente constituido por una sustancia espiritual o milagrosa, sino, más bien, de un cuerpo que ha sido “calificado” por el Espíritu de Dios, de un cuerpo que vive ya en la dimensión del Espíritu Santo de Dios, de un ser humano íntegro que está en Dios. Jesús Resucitado está, en su totalidad, toda su persona, en Dios, en la relación más profunda que se pudiera estar no sólo con Dios, sino con nosotros y con el cosmos entero, a la manera de Dios.

Por eso mismo, porque la fe cristiana proclama que la resurrección ha afectado a Jesús en toda su humanidad, inclusive en su condición espacio-temporal signada por la corporeidad, nos refiere a la “verdad” de nuestra actual condición espacio-temporal, histórica. No se trata de un suceso que se conecta sólo con un “más allá”, sino de una realidad que tiene también una importante y necesaria repercusión actual, para el “más acá”. De donde hablamos de un “principio histórico de la resurrección de Jesús” cuyas implicaciones se advertirán especialmente en la antropología teológica que esbozaremos en el capítulo siguiente (cf. p. 943ss; etc.), y marcarán, en consecuencia, los horizontes moral (cf. p. 1151ss; etc.) y jurídico (cf. p. 1306ss; etc.) de la comunidad cristiana y de las personas que la componen.

d. Los títulos cristológicos relativos al Resucitado

1) El Santo y el Justo

25. Ya desde la cristología narrativa observamos (cf. 1.d.A.a), p. 433) de qué manera Jesús participaba “desde su vida terrena” de esta dimensión de “santidad” propia del Espíritu Santo. Lo evidenció Lucas al referirnos la curación, en sábado, ocurrida en una sinagoga de Cafarnaúm, de “un hombre que tenía un espíritu de un demonio inmundo” (4,33).  Entonces el poseído empezó a gritarle a Jesús: “¿Qué tienes tú con nosotros, Jesús de Nazaret?[101] [...] Sé quién eres tú: el Santo de Dios” (v. 34). Por lo tanto, lo que el texto nos está refiriendo es que la índole y la personalidad toda de Jesús entran en esta órbita de la santidad de Dios. Y este planteamiento, que recoge Lucas, nos señala que los primeros cristianos veían en Jesús esos rasgos de santidad desde sus primeras manifestaciones públicas.

En efecto, Jesús era denominado por los primeros cristianos “el Santo y el Justo” (cf. He 3,4). Dos títulos que, en sentido amplio, poseían connotaciones mesiánicas. Pero el mismo Lucas un poco más adelante empleó la expresión “santo Siervo” de Dios (4,27.30) para referirse a Jesús desde una perspectiva de filiación divina y de unión mesiánica del Siervo en el momento del bautismo. Y san Juan insiste en esa misma “santidad” propia de quien está lleno del Espíritu cuando les explica a los primeros cristianos que ellos, por su bautismo, han recibido “la unción por el Santo” (1 Jn 2,20). Y reitera que Cristo es “el Santo, el Veraz” (obsérvese esta muy significativa aposición para nuestro tema de investigación) en su libro del Apocalipsis (3,7).

La dignidad de Jesús le era, pues, reconocida desde su vida terrena, y a ella evocaban tanto la “santidad” como la “unción”, y la resurrección, como se ha dicho, la ratificará. Con todo, esa dignidad llegará a poseer un contenido todavía más inédito, como veremos un poco más adelante, porque llegará a abarcar, y, más aún, a poseer un fundamento del todo novedoso, cuando los primeros cristianos llegaron a descubrir la “divinidad” de Jesús, el Verbo encarnado (cf. infra, 2.c, p. 659s).

2) El Señor
26. El título de Κύριος (gr. = “Señor”) con el que los israelitas llamaban exclusivamente a Dios[102], y que los primeros cristianos atribuyeron a Jesús[103], es expresión de su fe en el Resucitado; más aún, si bien es muy probable que le llamaran así sus propios contemporáneos, como vimos en la sección narrativa, sin duda alguna alcanzó su plena significación en razón de la resurrección. Entonces no solamente llegó a indicar que Jesús está ya en la órbita divina, partícipe de la vida de Dios y de su gloria, sino – y esto es bien interesante – con respecto a los hombres, y en especial con respecto a la Iglesia, que Él sigue estando presente por su Espíritu de manera multiforme: en la liturgia[104], en la palabra que se proclama; en los sacramentos y especialmente en la eucaristía, mediante su virtud; en sus ministros, que obran en persona suya, y en la comunidad reunida en su nombre para la oración; pero, de igual modo, en el transcurso de la vida cotidiana, en todos los que van por el mundo en su nombre (cf. Mt 10,40) y aún más, en todos los hombres y mujeres (cf. Mt 18,5), muy especialmente en los hermanos “más pequeños” (Mt 25,40.45).

Afirmar, pues, que Jesús es “el Señor” no es meramente entonces ponerlo como “ejemplo” o como “modelo de vida” para el cristiano. San Pablo llegó a afirmar que de tal manera está presente en nosotros, que Él es, en últimas, como “nuestro ser” propio, ya que “ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo… del Señor somos” (Rm 14,7s). Y así, quien obra en tal calidad, podemos afirmar que actúa “cristianamente”.

Finalmente, el NT señala que este señorío se extiende poco a poco al universo entero (gr. = κόσμος), si lo consideramos espacialmente, pero también temporalmente, hacia el futuro, y, de igual modo, hacia el principio (gr. = προτολογικός). Volveremos sobre el tema más adelante (cf. 2.d, p. 676ss).

27. Concluyamos esta subsección recordando que por la resurrección y glorificación de Jesús, como gustaban de afirmar los santos Padres[105] – y así lo recoge hoy la liturgia[106] –, “un pedazo de nuestro mundo creado está definitivamente en Dios” y ha sido definitivamente aceptado por Dios. La antropología sería incompleta sin la escatología. Más aún, el “cielo”, por lo tanto, es la creación entera entrada en Dios, “todo en todos” (cf. Flp 3,20; Ef 2,6). Como ha escrito Leonardo BOFF:

“El cielo no es un lugar al que vamos sino una situación en la que seremos transformados si vivimos en el amor y en la gracia de Dios. El cielo de las estrellas y de los viajes espaciales de los astronautas y el cielo de nuestra fe no son idénticos. Por eso cuando rezamos el Credo un domingo tras otro y decimos que Cristo subió a los cielos no queremos decir que El, anticipándose a la ciencia moderna, emprendiera un viaje sideral. En el cielo de la fe no existe el tiempo, la dirección, la distancia ni el espacio. Eso vale para nuestro cielo espacial. El cielo de la fe es Dios mismo de quien las Escrituras dicen: (1 Tm 6,16).
“Del mismo modo, la subida de Cristo al cielo no es igual a la subida de nuestros cohetes; éstos se trasladan constantemente de un espacio a otro, se encuentran constantemente dentro del tiempo y nunca pueden salir de estas coordenadas por más lejanos que viajen por espacios indefinidos. La subida de Cristo al cielo es también un pasar, pero del tiempo a la eternidad, de lo visible a lo invisible, de la inminencia a la trascendencia, de la opacidad del mundo a la luz divina, de los seres humanos a Dios.
“Con su ascensión al cielo Cristo fue por consiguiente entronizado en la esfera divina; penetró en un mundo que escapa a nuestras posibilidades. Nadie sube hasta allí si no ha sido elevado por Dios (cf. Lc 24,51; He 1,9). Él vive ahora con Dios, en la absoluta perfección, presencia, ubicuidad, amor, gloria, luz, felicidad, una vez alcanzada la meta que toda la creación está llamada a lograr. Cuando proclamamos que Cristo subió al cielo pensamos en todo eso.”[i]

Esta “reserva escatológica”[107] llegará a convertirse, con el paso del tiempo, no sólo en un contenido fundamental de la fórmula de la fe, sino en una de las claves principales para la interpretación de la misma y de cuanto concierne a las costumbres típicas cristianas.

e. La resurrección de Jesús: la Palabra: un enfoque necesario para plantear la búsqueda, conocimiento, adhesión y mantenimiento de la Verdad sobre Dios, sobre su Iglesia y sobre el hombre.


28. Vistas las cosas en su momento, la muerte de Jesús había dejado en muchos la impresión de la inutilidad y falta de razonabilidad, de la carencia de pragmatismo y de realismo que se podían atribuir a su personal decisión de confiar hasta ese punto en su Padre, en Dios. La mentira había vencido. Para él, sin embargo, y con plena consciencia, se había tratado del acontecimiento que explicaba y llevaba a término su existencia mortal:

Como se ha podido apreciar, Jesús había ido profundizando en ese mirar todo desde la perspectiva englobante de la Verdad considerada desde Dios. Su vida toda y su misión habían consistido, por una parte, en denunciar y desenmascarar la mentira, llevándolo a luchar contra cuanto quita nobleza y deshumaniza al hombre, contra cuanto le impide ser y ser más, contra cuanto le quita su armonía interior y crea antagonismos irreconciliables en la sociedad; y, por la otra, en comprometerse y anunciar esa Verdad que fundamenta absolutamente y restablece en la dignidad. Se ha visto, más aún – y Juan lo supo comprender y expresar en su Evangelio – cómo en la pasión y en la Cruz, precisamente, se manifestaba con majestad y serena autoconciencia la realeza de Jesús, toda ella orientada hacia la Verdad y basada en ella. Entonces él estaba haciendo una solemne y fundamental “revelación” sobre sí mismo, sobre su origen y sobre las motivaciones de su presencia entre los hombres, como Palabra (gr. = Λόγος; indica también que ella es fruto de una “razonabilidad” y no del sin-sentido) de Dios. De esa manera la Verdad sobre el Padre y sobre el Espíritu, y la pretensión de Verdad acerca de sí mismo, vinieron a recaer sobre el testimonio que Jesús diera sobre sí mismo y que se acreditaba por su muerte.

Las preguntas, en ese momento de silencio de muerte, sin embargo, a mi parecer, son brutales.

  •     En relación con Dios, por ejemplo: ¿de qué Dios se trataría, efectivamente? ¿Acaso de un Dios débil, incapaz, infiel, hechura de pensamientos y manos humanas? ¿Sería la muerte – o la nada – quien diría la última palabra?
  •     En relación con el mismo Jesús: ¿Había tenido su existencia, entonces, algún sentido? ¿No contradecía, acaso, con su comportamiento, el instinto natural, o el valor social, de la sobrevivencia? ¿Habían tenido algún sentido su relación con personas, animales y plantas, su relación con la cultura, con su actividad, con su profesión; sus decisiones (libres), casarse o no, procrear unos hijos y educarlos, o no hacerlo, orar tan intensa y frecuentemente, esforzarse, confiar, vivir, morir…? ¿De qué habría sido - ¡y valido! - su testimonio?
  •     En relación con los seres humanos, de igual modo: ¿se trata la existencia, en definitiva, de una “pasión inútil”[108]? ¿Acaso habrá algo más importante y más actual para un creyente, e incluso para cada hombre y cada mujer, que saber si la vida tiene un sentido o no, si la muerte es el final de todo o, por el contrario, ella es el inicio de la verdadera vida?


La respuesta concluyente de Jesús es: ¡pues claro que sí tenían sentido! … y esto, a pesar del silencio de Dios. Más aún, él asegura que ¡no se arreglaría todo con una sencilla recuperación de, o un regresar a la vida anterior! ¡Aunque fuera el más grande prodigio de la naturaleza!

Como quien dice, para Jesús valía la pena vivir confiando en un Dios ante el que el hombre no tiene que temer: bondadoso, paternal, compasivo, cálido, Amor, en definitiva. Jesús centra el problema de Dios en el amor. El Dios del AT, y el Dios de Jesús, eran el único y mismo Dios, idéntico e inmutable, que se había ido dando a conocer, especialmente, por su Amor. Su Verdad, como vimos, se identifica con su Amor. Y Jesús lo descubrió y resaltó en sus relaciones con una naturaleza en la que Dios dejó sus huellas y que se mantiene gracias a su influencia; pero, sobre todo, lo descubrió y lo acentuó en medio de la historia de su pueblo, en la que vivió su propia existencia. La pregunta acerca de sí mismo hallaba para Jesús sólo en Dios su plena y perfecta explicación. Pero esa, como se ha dicho, sólo era la penúltima escena de su drama.

29. Ahora bien: ¿Encontrarían confirmación estas afirmaciones y certezas tan claras y contundentes de Jesús? Vistas las cosas desde la perspectiva que aporta la Resurrección, el silencio no existe ya más, pues se ha pronunciado la última Palabra del drama.

Cuando los Apóstoles nos atestiguaron de su experiencia con el Resucitado, como se ha visto, lo primero que consideraron fue, ciertamente, que el Padre había respondido a Jesús, que Dios le había correspondido a “su siervo Jesús”. Es decir, que no sólo la resurrección era como el resumen de toda su vida, inclusive la explicación de su muerte, sino que le había otorgado a ella su sentido más auténtico y definitivo posible. Ella era la última palabra, la palabra definitiva, que Dios le había pronunciado al hombre Jesús. La pretensión de Jesús, de esta forma, quedaba confirmada.

Se había obrado, de esta manera, un paso definitivo en la revelación de Dios. Dios había dicho su Palabra en relación consigo mismo, en relación con su Iglesia, y en relación, por último, con el ser humano y el cosmos:

En relación consigo mismo, Dios había confirmado que Él es, ante todo, el Padre, el Dios de la Vida, Él es el Dios-Espíritu Comunión, Él es el Dios Amor. Que esa es su Verdad de ser y existir, no meramente teórica, más profunda. Que su ser es crear, crear permanentemente hombres y mujeres en orden a participarles su propia vida[109]y que esa es la naturaleza e identidad de la Iglesia, pueblo, cuerpo, vid. Porque así como el Padre y el Espíritu Santo, a su modo, se habían hecho creadoramente presentes en la encarnación del Verbo, así mismo lo estaban en la institución de la Iglesia, en su origen, desenvolvimiento y realización final. Se había dado inicio a una nueva creación. Es Él el único capaz de superar la misma muerte.

En relación con Jesús, la resurrección quería significar que el “plan”, el “proyecto” de Dios para Jesús se había realizado. En efecto, como se ha señalado, penetrando en la historia de su pueblo – al que, sin embargo, como Verbo había ido acompañando, como enseña la fe – que había quedado plasmada en los escritos de la Ley, los Profetas y demás, y descubriendo en dicha historia el sentido de la misma, todas las vicisitudes humanas, inclusive la suya propia, su propia muerte y resurrección, eran expresión de la Providencia de su Padre, llevada a cabo conforme a un Plan bien diseñado y desarrollado por los Tres. Para Jesús, entonces, la historia no era la victoria de un destino ciego, ni un absurdo, como aparentemente podría parecer. Por el contrario, incluso su propia resurrección corporal – “Dios no es un Dios de muertos sino de vivos” – era fruto de la acción del Espíritu Santo “Señor y Dador de vida”, el cual, así como sucedió en el caso de Cristo, ha ido suscitando a lo largo de los tiempos y en todos los lugares un diálogo maravilloso entre los hombres y Dios, su amigo, su Padre. Se trata, pues, de una percepción de la historia que nos proporciona la Resurrección de Jesús eminentemente teológica, que nos pone en máxima evidencia la intervención salvífica, maravillosa y sorprendente de Dios en ella, porque ha querido entrar en ella, asumirla plenamente, obrar en ella, haciéndose parte de la misma inclusive, pero “al modo humano”, es decir, garantizando la salvaguardia y el respeto a la libertad y a la responsabilidad del ser humano. De ahí que el NT, san Pablo en particular, expresando este fundamento original y exclusivo de la fe cristiana, destacara que no era el “primer Adán” el verdadero “modelo” o “tipo” (gr. = τύπος) del ser humano, sino Jesús, el “Nuevo Adán”, el “Adán definitivo”, en quien se realizaba a plenitud la “imagen de Dios”.

Finalmente, con respecto del universo y del hombre, Dios ha mostrado que ese “proyecto”, del que Jesús ha sido el primero de muchos, lo está realizando ya hoy, ciertamente, insisto, no sin la libre cooperación humana. Proyecto que consiste, resumidamente, en la participación de su ser, de su vida y de su verdad a todas sus criaturas; y, en razón del pecado, especial y particularmente a los seres humanos. A esta realidad y vocación humana la Revelación la denomina “salvación” – como se ha visto (tema que ha sido transversal a lo largo de este capítulo, especialmente en la sección narrativa[110]). La resurrección de Jesús es, así, el mayor de los signos de sentido, de ese sentido que quisiera alguien dar a su propia vida, porque no se encuentra sino más allá de la vida.

30. De otra parte, la respuesta del Padre a Jesús, resucitándolo, expresa que el Reino de Dios está ya presente entre los hombres, que la escatología ha comenzado en nuestra historia. El ser humano ha sido perdonado, su solidaridad con el pecado ha sido rota, su capacidad para obrar el bien y para su liberación ha quedado re-potenciada. Queda su reconciliación con Dios, con los hermanos y con la naturaleza como un horizonte para su actividad. El “hacerse” (“in fieri”) del hombre consiste, pues, en ir acabando con el mal existente en sí mismo, en la sociedad y en la historia, particularmente con cuanto aún lo esclaviza y con la “muerte eterna”, la contradicción mayor de su dinámica humana.

El testimonio que Jesús había dado sobre el Padre y sobre el Espíritu, por su resurrección poseía plenamente su valor: Dios Padre obra constantemente, como Él mismo obra. Los Apóstoles acogieron en su fe este testimonio de Jesús sobre Dios que lo resucitó y lo difundieron por todas partes, con todas sus fuerzas. Generación tras generación, los cristianos, la Iglesia, han trasmitido ese mismo testimonio, considerando que vale la pena esta entrega personal a Dios, en la que consiste la fe y que da acceso a una realización plena como la de Jesús. Como ha afirmado el Papa BENEDICTO XVI,

“Aun cuando no se refiere a la historia propiamente eclesiástica, el análisis histórico concurre, sin embargo, a la descripción de aquel espacio vital en el que la Iglesia ha desarrollado y desarrolla su misión a través de los siglos. Indudablemente, la vida y la acción eclesial han sido siempre determinadas, facilitadas o hechas más difíciles por los diversos contextos históricos. La Iglesia no es de este mundo, pero vive en él y a favor suyo”[111]
   
Inclusive, por supuesto, la realización de la propia dimensión corporal y psíquico-social de nuestra existencia terrena. La masculinidad – feminidad humanas, por ejemplo, y no menos la una que la otra, por la resurrección de Jesús quedan confirmadas como válido modo presente de establecer y de realizar las relaciones con Dios[ii], con los demás e incluso con la propia naturaleza, a partir de la cual mujeres y hombres han sido creados. Porque bajo tal modalidad se han de efectuar las consiguientes relaciones “nuevas” que habrían de caracterizar ahora a quien un día, como Jesús, habrá de resucitar: con qué conciencia, libertad y responsabilidad se habría de actuar, sobre todo si se tiene presente que ya “ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo”, sino que “del Señor somos” (Rm 14,7s). Pues, de lo que se trata es de construir una vida – de servicio – como la de Jesús: “muertos” con Él, pero “resucitados” como Él, hasta ser “uno con Él”.

Afirmar en la fe la Verdad de que Jesús es “el Señor” no puede ser, entonces, meramente, ponerlo como un “ejemplo” externo o exterior a nosotros, ni aún como un “modelo de vida” para el cristiano, cuando de lo que se trata es de ser, como los Apóstoles, sus “discípulos”. Ello exige de parte nuestra una actitud diversa, una conciencia distinta.

En efecto, la resurrección de Cristo nos advierte que todo este efecto poderoso que resulta como consecuencia de la acción del Padre, ha sido otorgado por Dios como “gracia”, como don suyo. En consecuencia, nada se obtiene por parte de una manipulación, esfuerzo o astucia cualquiera que el hombre quisiera ejercer sobre Él, inclusive así tuviera una connotación seudo-religiosa ni mágica. Para el ser humano, entonces, Jesús resucitado es el “Don salvífico” por excelencia. Sólo con este acto creativo de Dios podemos nosotros ponernos en el orden de cosas de Dios, en el campo de influencia suyo, en su actividad divina, y colaborarle.

f. El título de “primogénito de entre los muertos”


31. Que Jesús sea el “Primogénito de entre los muertos” nos refiere también, por fin, a nuestra última Verdad. Una Verdad que es simultáneamente intrahistórica – intramundana –, ciertamente, pero que es también escatológica. Nuestras esperanzas, nuestras ansias de igualdad, amor, sinceridad y justicia, poseen esa doble dimensión. Es un “ya”, pero también un “todavía-no”, que nos compromete[112].

En efecto, si se pretende llegar a la consumación de la Verdad, al “ser en la verdad”, es preciso “realizar la verdad”, “hacer la verdad” en su progresiva y creciente construcción histórica, que enfatiza sus logros parciales. Jesús resucitado colma las esperanzas de verdad que existen en el corazón humano, pero le señala que la búsqueda, el conocimiento, la adhesión y el abrazo, y el mantenimiento en la verdad, incluso respecto de Dios y de su Iglesia, son parte de su más genuino proceso cultural. Jesús, con su propia resurrección, asegura y fundamenta el cumplimiento de esa promesa, y da razón y acicate al compromiso del hombre frente a la construcción del mundo.

Con su resurrección, así mismo, Jesús relativiza cualquier deseo del hombre de manipular o de idolatrar “su” verdad. El Señorío es sólo suyo. En cambio, privilegia todo servicio que se haga, por parte de quien sea, a la “verdad”. El cristiano mismo, no tiene posibilidades de reclamar poderes exclusivos en este sentido. En esta materia no se puede ser excluyente; y a la Iglesia en su conjunto le corresponde, y a cada cristiano en particular le corresponde, dilatar más y más los espacios de disfrute, abrazo y mantenimiento de la verdad, mediante la permanencia en la confesión de “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos” (cf. Ef 4,3).

32. Vemos, pues, de qué manera se expresa un vínculo fundamental entre Cristo resucitado y la expresión que emplea el c. 748 § 1 y, en nuestro caso, su relación con los otros cc. relacionados. El c., en efecto, nos refiere a la obligación de cada ser humano, en razón y como desarrollo de sus capacidades individuales, de su interrelación social y cultural, y de su vocación de plenitud, de buscar, de conocer, de abrazar y de mantenerse en la verdad, inclusive respecto de Dios y de su Iglesia. Cristo resucitado, por su parte, descubre ampliamente estas perspectivas y subraya que la acogida del don de Dios por parte del hombre es expresión de realización de la Verdad y en la Verdad más profunda de su ser. Que la Verdad del Primogénito de entre los muertos ha expresado la respuesta de Dios Padre a la confianza y entrega de Jesús, liberándolo de la muerte. Que la esperanza humana en la vida perdurable ha sido confirmada y anticipada con la resurrección del Señor como un don de Dios. Que la Verdad, cuando es auténticamente tal, “libera”. Que la Verdad caracteriza al culto auténtico y sincero, y si ella no está presente en las relaciones humanas, el culto a Dios se hace falso y deshumaniza. Que testimoniar, anunciar y proclamar la Verdad de Jesús es la mayor alegría para los que quieren ser sus “discípulos”, pero que ello no puede separarse ni mucho menos hacerse antagónico con una actitud de amor y de servicio y de disposición de entrega de la propia vida por amar y servir, lo cual marca a los “discípulos” de Jesús unas condiciones, tareas y límites. Que la Verdad del Nuevo Adán confirma la dignidad e igualdad[113] de todos los hombres y su vocación divina y filial. Que la Verdad del Rey, en fin, confronta al hombre y a la mujer con la pregunta más radical sobre sí mismos, con su realidad más auténtica: ¿cuál es, efectivamente y en definitiva, el querer de Dios Padre para nosotros?

33. Unida a la estructura personal del ser hombre o mujer y a la dimensión personal del don, la vida, toda vida y sus expresiones, manifiesta todo su valor y belleza. Ella viene a fundamentar, bajo estas condiciones – antropológicas –, todos los demás valores, en particular los valores de tipo ético y estético. Como se ha dicho recién, no sólo la resurrección de Cristo alcanza al mundo biótico, sino también el abiótico que soporta la vida[114]. Y aún éste expresa su destino de “don” sin el cual la vida misma sería imposible, y que exige, en reciprocidad, sobre todo por parte de los seres humanos, el máximo cuidado para su durabilidad, y, si fuere el caso, para su renovación y perdurabilidad, y no para avasallarla, esclavizar y asolar. Este mismo grado de exigencia se debería otorgar a toda investigación experimental que busca correr las fronteras del conocimiento en búsqueda de la verdad y como un servicio a la vida y a la comunidad humana, así como en la producción a escala, en la que se hagan posibles riesgos de todo tipo para la vida así como para su soporte abiótico.

De igual modo ocurre en relación con las diversidades culturales. Atender al don de la vida es considerar la unidad de la cultura como expresión de una única y sustancial humanidad[115], pero, así mismo, las expresiones humanas-culturales[116] diversas con sus posibilidades de crecimiento y superación – y también, por qué no decirlo, de limitación, estancamiento, regresión, mezcla, absorción o disolución –.

Del mismo modo, el reconocimiento del don de la vida también incluye la existencia de esta en los individuos humanos, en quienes se denomina “dignidad”. A las personas se les debe reconocer, por razonabilidad y justicia, su individualidad, totalidad y ontonomía: su todo psico-somático-socio-cultural, que incluye ciertamente las dimensiones morales y religiosas (libertad, conciencia y autoconciencia, y responsabilidad), de trascendencia de sentido y de fe, como veremos más detalladamente en el siguiente capítulo. Ámbito – misterioso – al que con todo derecho la resurrección del Señor y el don de Dios nos permiten denominar como “sacro” (“sagrado”).

El reconocimiento del don de la vida que brota de la resurrección de Jesús reclama de igual modo, una acogida, una restitución, un agradecimiento: la obligación – moral y jurídica – de desarrollarlo. Como se trata de una “dote óntica” – que se nos da sin pedirla, pero se nos da “en bruto” – es necesario no sólo conservarla íntegra, sino acrecentarla y darle su pulimento. Es necesario que personas, sociedades y culturas “se la apropien” – inclusive inter-generacionalmente –, es decir, que progresivamente la hagan su “personalidad”, la conviertan en una “cultura (genuinamente) humana”, más aún, “divina”.



Notas de pie de página


[1] La pretensión cristiana consiste en que ella posee en sí misma, en la singularidad de una persona, la persona de Jesús, la palabra definitiva dada a la historia y a la humanidad de todos los tiempos. Universal, porque es universal la salvación obrada por Jesucristo, y este es un elemento particularmente crítico en relación con las propuestas de las demás religiones. La acción personal de Dios entra en la historia gracias al Verbo encarnado con un rango de influencia divinizadora; pero, al mismo tiempo, se destaca la especificidad de la revelación cristiana y su originalidad respecto de las religiones que reivindican un carácter salvífico y revelativo.
[2] Como punto de referencia para esta sección, especialmente en su marco teológico, agradezco y empleo materiales de mi profesor Mgr. Lionel GENDRON, P.S.S.: “Jesús, el Cristo”, Bogotá, curso de 1976, no publicado, para uso de los estudiantes, y sus actualizaciones sucesivas a la fecha, que agradezco. Cf. Walter KASPER: Le Dieu des chrétiens Paris Cerf 1985; Charles PERROT: Jésus et l'histoire Desclée coll. Jésus et Jésus-Christ 11 Paris 1980; Charles PERROT: Jésus, Christ et Seigneur des premiers chrétiens Desclée coll. Jésus et Jésus Christ 70 Paris 1997; Bernard SESBOÜÉ : Jésus Christ dans la tradition de l'Église Desclée coll. Jésus et Jésus Christ 17 Paris 1982; Bernard SESBOÜÉ – Joseph WOLINSKI: Histoire des dogmes I. Le Dieu du salut Desclée París 1994 ; en castellano: El Dios de la salvación. La tradición, la regla de fe y los símbolos. La economía de la salvación. El desarrollo de los dogmas trinitario y cristológico Secretariado Trinitario Salamanca 1995.
[3] Iván F. Mejía A.: Derecho Canónico y Teología, o. c., p. 93, nt. 223, 178. Ya hemos hecho alusión reiterada al Concilio de Calcedonia. Para un breve resumen de la cuestión definida, cf. infra, pp. 650s, nt. 1851 y 1853, y p. 727, nt. 1984.
[4] Para toda esta sección, desde la perspectiva de la “justicia social”, véanse las pp. 177-190 de mi tesis mencionada Derecho Canónico y Teología, o. c., p. 17, nt. 33, de la que tomo elementos diversos en mi exposición siguiente.
[5] “Les pusieron en medio y les preguntaban: « ¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho vosotros eso?» Entonces Pedro, lleno del Espíritu Santo, les dijo: «Jefes del pueblo y ancianos, puesto que con motivo de la obra realizada en un enfermo somos hoy interrogados por quién ha sido éste curado, sabed todos vosotros y todo el pueblo de Israel que ha sido por el nombre de Jesucristo, el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre y no por ningún otro se presenta éste aquí sano delante de vosotros»” (vv. 7-10).
Hemos señalado la tensión admirable y ejemplar que sugiere el Misterio Pascual para la fe cristiana y en relación con nuestro MHC®DC (cf. pg. 126 con su nt. 292). El Santo Padre BENEDICTO XVI con ocasión de su “peregrinación” a Santiago de Compostela, 6 de noviembre de 2010, y al día siguiente, en la dedicación de la Basílica de la Sagrada Familia, en Barcelona, expuso en sus homilías, con magisterio ordinario, dos comentarios bien interesantes de los textos neotestamentarios que estamos citando y de la doctrina de la Iglesia sobre Jesucristo desde la sacramentología y la liturgia. En la primera ocasión afirmó: “Una frase de la primera lectura afirma con admirable sencillez: «Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor con mucho valor» (Hch 4,33). En efecto, en el punto de partida de todo lo que el cristianismo ha sido y sigue siendo no se halla una gesta o un proyecto humano, sino Dios, que declara a Jesús justo y santo frente a la sentencia del tribunal humano que lo condenó por blasfemo y subversivo; Dios, que ha arrancado a Jesucristo de la muerte; Dios, que hará justicia a todos los injustamente humillados de la historia”. En: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/homilies/2010/documents/hf_ben-xvi_hom_20101106_compostela_sp.html
En el segundo encuentro dijo: “Deseo, finalmente, confiar a la amorosa protección de la Madre de Dios, María Santísima, Rosa de abril, Madre de la Merced, a todos los que estáis aquí, y a todos los que con palabras y obras, silencio u oración, han hecho posible este milagro arquitectónico. Que Ella presente también a su divino Hijo las alegrías y las penas de todos los que lleguen a este lugar sagrado en el futuro, para que, como reza la Iglesia al dedicar los templos, los pobres puedan encontrar misericordia, los oprimidos alcanzar la libertad verdadera y todos los hombres se revistan de la dignidad de hijos de Dios. Amén. “: “Desitjo, finalment, confiar a l’amorosa protecció de la Mare de Déu, Maria Santíssima, Rosa d’abril, Mare de la Mercè, tots els aquí presents, i tots aquells que amb paraules i obres, silenci o pregària, han fet possible aquest miracle arquitectònic. Que Ella presenti al seu diví Fill les joies i les penes de tots els qui vinguin en aquest lloc sagrat en el futur, perquè, com prega l’Església en la dedicació dels temples, els pobres trobin misericòrdia, els oprimits assoleixin la llibertat veritable i tots els homes es revesteixin de la dignitat dels fills de Déu. Amén.” En: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/homilies/2010/documents/hf_ben-xvi_hom_20101107_barcelona_sp.html

[6] “Las mujeres que habían venido con él desde Galilea, fueron detrás y vieron el sepulcro y cómo era colocado su cuerpo. Y regresando, prepararon aromas y mirra. Y el sábado descansaron según el precepto. El primer día de la semana, muy de mañana, fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. Pero encontraron que la piedra había sido retirada del sepulcro, y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. No sabían que pensar de esto, cuando se presentaron ante ellas dos hombres con vestidos resplandecientes. Como ellas temiesen e inclinasen el rostro a tierra, les dijeron: « ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, ha resucitado. Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: "Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite. "» Y ellas recordaron sus palabras. Regresando del sepulcro, anunciaron todas estas cosas a los Once y a todos los demás. Las que decían estas cosas a los apóstoles eran María Magdalena, Juana y María la de Santiago y las demás que estaban con ellas. Pero todas estas palabras les parecían como desatinos y no les creían”.
La expresión “Señor Jesús” no se encuentra sólo en los sinópticos; también en otros textos paulinos, así como en el Ap 22,20.21.    
[7] “Pedro se levantó y corrió al sepulcro. Se inclinó, pero sólo vio las vendas y se volvió a su casa, asombrado por lo sucedido […] ellos decían: « ¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!»”
[8] “Y, levantándose al momento, se volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los Once y a los que estaban con ellos.”
[9] “Después les dijo: «Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: "Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí."» Y, entonces, abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: «Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día y se predicara en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén. Vosotros sois testigos de estas cosas.” (vv. 44-48).
Sobre las tradiciones literarias griega y bíblica del término εὐαγγελίσασθαί se ha subrayado el carácter “imperial” del mensaje al ser asumida en latín la expresión por el emperador Augusto, y así la recibió el NT. Véase a este respecto la corta homilía del S. P. BENEDICTO XVI, 9 de octubre de 2012, en: http://press.catholica.va/news_services/bulletin/news/29807.php?index=29807&po_date=09.10.2012&lang=sp
[10] “Ellos, al oír que vivía y que había sido visto por ella, no creyeron. Después de esto, se apareció, bajo otra figura, a dos de ellos cuando iban de camino a una aldea. Ellos volvieron a comunicárselo a los demás; pero tampoco creyeron a éstos. Por último, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado.”
[11] “Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron.”
[12] “Pero todas estas palabras les parecían como desatinos y no les creían.”
[13] “Pedro se levantó y corrió al sepulcro. Se inclinó, pero sólo vio las vendas y se volvió a su casa, asombrado por lo sucedido […] Sobresaltados y asustados, creían ver un espíritu.”
[14] Cf. el tratamiento que hizo de este capítulo fundamental de la fe el Papa BENEDICTO XVI en la Audiencia general del 26 de marzo de 2008: “Es importante reivindicar esta verdad fundamental de nuestra fe, cuya verdad histórica está ampliamente documentada, si bien hoy, como en el pasado, no falta quien, de diversas maneras, la pone en duda o, más aún, la niega. El debilitamiento de la fe en la resurrección de Jesús hace débil, como consecuencia, el testimonio de los creyentes. Si de hecho disminuyera en la Iglesia la fe en la resurrección, todo se detiene, todo se precipita. Al contrario, la adhesión del corazón y de la mente a Cristo muerto y resucitado cambia la vida e ilumina la existencia entera de las personas y de los pueblos. ¿No es, quizás, la certeza de que Cristo ha resucitado la que imprime fortaleza, audacia profética y perseverancia a los mártires de cada época? ¿No es el encuentro con Jesús vivo el que convierte y fascina a tantos hombres y mujeres, que desde el mismo comienzo del cristianismo continúan dejando todo por seguirlo y por poner su propia vida al servicio del Evangelio? «Si Cristo no ha resucitado, decía el Apóstol Pablo, entonces es vana nuestra predicación y es vana también nuestra fe» (1 Co 15,14). ¡Pero ha resucitado!”:  En: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/21894.php?index=21894&po_date=26.03.2008&lang=sp
[15] Cf. DV 2.
[16] Es el intento que han emprendido teólogos católicos tales como Karl Rahner (la fenomenología de la libertad humana) y Joseph Ratzinger (el amor más fuerte que la muerte), y, entre los teólogos orientales y protestantes, Wolfhart Pannenberg (la esperanza) y Jürgen Moltman (la justicia).
[17] “A este Jesús Dios le resucitó; de lo cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís.”
En su catequesis del 3 de abril de 2013, el Santo Padre Francisco desarrolla la lectura de los textos neotestamentarios que estamos considerando. Distingue entre las “profesiones de fe”, que son “fórmulas sintéticas que indican lo central de la fe”, y las “narraciones del acontecimiento de la resurrección y de los hechos conectados con él”. Ejemplos de las primeras se encuentran en 1 Co 15,3-5 y en Rm 10,9. En todas ellas se afirma que los Apóstoles, varones, fueron los testigos de la resurrección; se enmarcan así en el criterio de la Ley judía por entonces vigente que no daba valor de testimonio a lo que sostuvieran las mujeres y los niños. De las segundas, en cambio, afirma el Pontífice, el ejemplo se encuentra en Mc 16,1-6. Precisamente allí se atestigua que las primeras en ver al Resucitado fueron las mujeres, quienes no se reservaron el hecho, su experiencia, para sí mismas sino que fueron a comunicarlo a los Apóstoles y a los demás discípulos. Se introduce, por supuesto, toda una revolución no sólo en la valoración de la mujer y de su actividad en el ámbito de la comunidad cristiana, sino, inclusive, una nueva clave o hecho que habla a favor de la historicidad de la resurrección: los evangelistas, sin malicia alguna, narran simplemente lo que ocurrió: que fueron las mujeres las primeras en ver al Resucitado. La misma “lógica” con la que Lc en su evangelio de la infancia de Jesús nos cuenta que fueron los pastores los primeros en ver al recién nacido y testimoniarlo: es la Lógica estupenda de Dios, que no escoge según nuestros criterios humanos. Véase el texto completo de la audiencia en: http://attualita.vatican.va/sala-stampa/bollettino/2013/04/03/news/30731.html  
[18] “Pedro se levantó y corrió al sepulcro. Se inclinó, pero sólo vio las vendas y se volvió a su casa, asombrado por lo sucedido […] Ellos decían: « ¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!»”
Pablo, por su parte, se inscribe en la misma corriente de tradición que se remonta hasta esos primeros testigos y al kerygma que ellos anunciaban. Una fundamentada presentación de su experiencia de Cristo muerto y resucitado ha sido efectuada, a partir de los propios textos del Apóstol de las gentes y con ocasión del Año Paulino, por el Papa BENEDICTO XVI, el 5 de noviembre de 2008, de la cual extrajo éste muy importantes consecuencias antropológicas y morales, sobre algunos de cuyos aspectos tendremos que volver reiteradamente. Puede verse en: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/22864.php?index=22864&po_date=05.11.2008&lang=sp
[19] Para un estudio prolijo del término, cf. Albrecht OEPKE: art. εγείρω en: Gerhard KITTEL – Gerhard FRIEDRICH (dir.): Grande lessico del Nuovo Testamento Brescia Paideia 1965 1967 1971, v. III, 17-30.
[20] Para un examen sistemático del término, cf. Albrecht OEPKE: art. ανίστημι en: ibíd., v. I, 987-998.
[21] En su mitología, los griegos consideraban que las almas de los muertos bajaban al Hades (tierra de los puertos o infierno) en donde eternamente permanecerían. Allí Hades, dios de los infiernos, gobierna. Para que su estancia en dicho lugar fuera de descanso, a los cuerpos de los muertos había que practicarles ritos funerarios y entierros dignos.
[22] Se puede establecer cierto paralelismo con la “reencarnación” de la que hablaban algunos pueblos. Escribe al respecto Ariel LEÓN BACIÁN: “En el ámbito indoeuropeo que agrupa un conjunto de pueblos tales como los hititas, medos, persas, escitas, hindúes, yueh-chi, griegos y germanos, la cosmovisión se basa en un dualismo antropológico y un monismo trascendente. Esto significa que para estos pueblos, la materia y el cuerpo son el hogar de la maldad y de la precariedad, de la contradicción y de lo provisorio. En cambio, la parte inmaterial de los seres humanos (en general, el alma) es el origen de lo bueno, y por tanto, puente hacia la divinidad, además de inmortal e imperecedero. La cosmovisión indoeuropea es por ello trágica: la vida en la tierra está condenada al sufrimiento, al dolor y la mentira (para los griegos el mundo sensible es la doxa, la "opinión" platónica; para los hindúes es maya, ilusión). La antropogonía indoeuropea tiene su origen en una cosmogonía: un dios malvado, un demiurgo (artesano) creó el mundo material y al hombre, preexistente en una forma inmaterial y perfecta, "cayó" en un estado sensible y corporal (ensomatosis), destinado a sucesivas reencarnaciones, de las que sólo puede escapar por la meditación, la vida propiamente sagrada, de re-unión con la divinidad”: “Biomítica de la eutanasia. El choque de visiones antropo-lógicas en Occidente”, en (consulta mayo 2006): http://www.aeds.org/foros/foro16.htm
[23] “Al llegar a su último suspiro dijo: «Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna.»”
[24] “En cambio, las almas de los justos están en las manos de Dios y no les alcanzará tormento alguno. A los ojos de los insensatos pareció que habían muerto; se tuvo por quebranto su salida, y su partida de entre nosotros por completa destrucción; pero ellos están en la paz. Aunque, a juicio de los hombres, hayan sufrido castigos, su esperanza estaba llena de inmortalidad; por una corta corrección recibirán largos beneficios, pues Dios los sometió a prueba y los halló dignos de sí; como oro en el crisol los probó y como holocausto los aceptó. El día de su visita resplandecerán, y como chispas en rastrojo correrán. Juzgarán a las naciones y dominarán a los pueblos y sobre ellos el Señor reinará eternamente” (vv. 1-8).
[25] La alusión de Pablo a diversos textos del AT (cf. Dt 32,29; Is 48,13, y, por supuesto, los del Gn 1-2; etc.), quieren enfatizar vigorosamente el poder del “fiat creador”, no sólo al hacer que surja la vida, sino, su presupuesto necesario, hacer que exista el ser. Así, Pablo, al recordar este poder pleno de Dios, prepara la intervención de Dios (v. 24) resucitando a su Hijo Jesucristo. De esta manera, creación y resurrección necesariamente están no sólo unidas, sino explicadas recíprocamente como obras del mismo Dios.
[26] “Pero él les dice: «No os asustéis. Buscáis a Jesús de Nazaret, el Crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron.”
[27] “A nosotros que creemos en Aquel que resucitó de entre los muertos a Jesús Señor nuestro, quien fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación.”
[28] “Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva.”
[29] “Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros.”
[30] “Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, muerto en la carne, vivificado en el espíritu.”
[31] “Henoc anduvo con Dios […] Henoc anduvo con Dios, y desapareció porque Dios se lo llevó”.
Henoc presenta una figura algo diversa de la de los demás Patriarcas, porque su vida, por ejemplo, es más corta, y coincide en el número de años con los del año solar; como Noé, “anda con Dios”; pero desaparece, como ocurrió con Elías. Se convirtió en una figura para los judíos a causa de su piedad, como lo refiere el Si no sólo en el texto que citaremos enseguida, sino también en 49,14. Más aún, el judaísmo tardío le atribuyó varios libros, que son apócrifos, pero que, aún para el NT tuvieron significación, como hemos establecido en diversos momentos de esta investigación (cf. Marie Emilie BOISMARD – Pierre BENOIT – J. L. MALILLOS: Sinopsis de los cuatro Evangelios Desclée de Brouwer Bilbao 1977 92; cf. Leopold SABOURIN: El Evangelio de Lucas, o. c., p. 399, nt. 959, 367-369). Para el caso particular de Henoc, la referencia se hace en la epístola de Judas 14-15. El texto al que aludimos antes es este: “Henoc agradó al Señor, y fue arrebatado, ejemplo de penitencia para las generaciones”.
[32] “Esto pasó cuando Yahvéh arrebató a Elías en el torbellino al cielo. […] Iban caminando mientras hablaban (Elías y Eliseo), cuando un carro de fuego con caballos de fuego se interpuso entre ellos; y Elías subió al cielo en el torbellino…”
[33] Algunos manuscritos omiten esta expresión, que, sin embargo, se encuentra en el texto canónico católico de la Vulgata: “recessit ab eis et ferebatur in caelum”.
[34] Literalmente el texto dice “sobreexaltó”: uperuywsen
[35] “« ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria?»”
[36] “Y sin duda alguna, grande es el Misterio de la piedad: Él ha sido manifestado en la carne,          justificado en el Espíritu, visto de los Ángeles, proclamado a los gentiles, creído en el mundo, levantado a la gloria.”
[37] “[…] fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios.”
[38] Literalmente el texto dice orisqentov,  al que la Vulgata tradujo “praedestinatus”. Nótese el cambio con la traducción de la Nueva Vulgata, que hace “constitutus”: cf. http://www.vatican.va/archive/bible/nova_vulgata/documents/nova-vulgata_nt_epist-romanos_lt.html
[39] “(Fuerza poderosa) que desplegó en Cristo, resucitándole de entre los muertos y sentándole a su diestra en los cielos, por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación y de todo cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero…”
[40] “[…] los que por medio de él creéis en Dios, que le ha resucitado de entre los muertos y le ha dado la gloria, de modo que vuestra fe y vuestra esperanza estén en Dios.”
[41] “Por su parte, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.»”
[42] Es importante destacar la unidad teológica que forma el conjunto pasión-muerte-resurrección-glorificación, al que la tradición cristiana ha denominado bajo el término técnico “Pascua”. De ahí que litúrgicamente se celebre cada año el denominado “triduo pascual” que da origen a la cincuentena pascual, que culmina con la memoria de la efusión del Espíritu Santo en Pentecostés. El Papa Benedicto XVI, en la homilía del 23 de abril de 2011 tantas veces citada en estas páginas, lo recordó a propósito del cambio trascendental que se produjo por parte de la primera Iglesia, cuando transfirió la celebración del sábado por la del Domingo: “En Pascua, y partiendo de la experiencia pascual de los cristianos, debemos dar aún un paso más. El Sábado es el séptimo día de la semana. Después de seis días, en los que el hombre participa en cierto modo del trabajo de la creación de Dios, el Sábado es el día del descanso. Pero en la Iglesia naciente sucedió algo inaudito: El Sábado, el séptimo día, es sustituido ahora por el primer día. Como día de la asamblea litúrgica, es el día del encuentro con Dios mediante Jesucristo, el cual en el primer día, el Domingo, se encontró con los suyos como Resucitado, después de que hallaran vacío el sepulcro. La estructura de la semana se ha invertido. Ya no se dirige hacia el séptimo día, para participar en él del reposo de Dios. Inicia con el primer día como día del encuentro con el Resucitado. Este encuentro ocurre siempre nuevamente en la celebración de la Eucaristía, donde el Señor se presenta de nuevo en medio de los suyos y se les entrega, se deja, por así decir, tocar por ellos, se sienta a la mesa con ellos. Este cambio es un hecho extraordinario, si se considera que el Sábado, el séptimo día como día del encuentro con Dios, está profundamente enraizado en el Antiguo Testamento. El dramatismo de dicho cambio resulta aún más claro si tenemos presente hasta qué punto el proceso del trabajo hacia el día de descanso se corresponde también con una lógica natural. Este proceso revolucionario, que se ha verificado inmediatamente al comienzo del desarrollo de la Iglesia, sólo se explica por el hecho de que en dicho día había sucedido algo inaudito. El primer día de la semana era el tercer día después de la muerte de Jesús. Era el día en que Él se había mostrado a los suyos como el Resucitado. Este encuentro, en efecto, tenía en sí algo de extraordinario. El mundo había cambiado. Aquel que había muerto vivía de una vida que ya no estaba amenazada por muerte alguna. Se había inaugurado una nueva forma de vida, una nueva dimensión de la creación. El primer día, según el relato del Génesis, es el día en que comienza la creación. Ahora, se ha convertido de un modo nuevo en el día de la creación, se ha convertido en el día de la nueva creación. Nosotros celebramos el primer día. Con ello celebramos a Dios, el Creador, y a su creación. Sí, creo en Dios, Creador del cielo y de la tierra. Y celebramos al Dios que se ha hecho hombre, que padeció, murió, fue sepultado y resucitó. Celebramos la victoria definitiva del Creador y de su creación. Celebramos este día como origen y, al mismo tiempo, como meta de nuestra vida. Lo celebramos porque ahora, gracias al Resucitado, se manifiesta definitivamente que la razón es más fuerte que la irracionalidad, la verdad más fuerte que la mentira, el amor más fuerte que la muerte. Celebramos el primer día, porque sabemos que la línea oscura que atraviesa la creación no permanece para siempre. Lo celebramos porque sabemos que ahora vale definitivamente lo que se dice al final del relato de la creación: "Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno" (Gen 1, 31)”: http://press.catholica.va/news_services/bulletin/news/27296.php?index=27296&po_date=23.04.2011&lang=sp#TRADUZIONE%20IN%20LINGUA%20SPAGNOLA 
[43] No ha de olvidarse que, muy seguramente, se trató del primer escrito de Pablo, durante su segundo viaje, hacia el año 50-51, y, por tanto, muy presumiblemente, el primero de los escritos del NT. La gran preocupación de Pablo en esta, como en la segunda carta, es la Resurrección de Jesús y su venida gloriosa. Y emplea el lenguaje propio de la apocalíptica judía y del cristianismo primitivo, como el que se refleja en los discursos escatológicos de los Evangelios, en particular de Mateo.
[44] “Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su Manifestación y por su Reino… El Señor me librará de toda obra mala y me salvará guardándome para su Reino celestial.”
[45] “Luego, el fin, cuando entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo Principado, Dominación y Potestad. Porque debe él reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la Muerte.”
[46] “[…] y conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos.”
[47] “Y si todavía nuestro Evangelio está velado, lo está para los que se pierden, para los incrédulos, cuyo entendimiento cegó el dios de este mundo para impedir que vean brillar el resplandor del Evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios.”
[48] “[…] los que por medio de él creéis en Dios, que le ha resucitado de entre los muertos y le ha dado la gloria, de modo que vuestra fe y vuestra esperanza estén en Dios.”
[49] “[…] que, habiendo ido al cielo, está a la diestra de Dios, y le están sometidos los Ángeles, las Dominaciones y las Potestades.”
[50] Encontramos, efectivamente, en el Evangelio según San Marcos (12,18-27): «Se le acercaron unos saduceos, que son los que niegan la resurrección, y le propusieron este caso: "Maestro, Moisés nos ha ordenado lo siguiente: 'Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda'. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda y también murió sin tener hijos; lo mismo ocurrió con el tercero; y así ninguno de los siete dejó descendencia. Después de todos ellos, murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?". Jesús les dijo: "¿No será que ustedes están equivocados por no comprender las Escrituras ni el poder de Dios? Cuando resuciten los muertos, ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que serán como ángeles en el cielo. Y con respecto a la resurrección de los muertos, ¿no han leído en el Libro de Moisés, en el pasaje de la zarza, lo que Dios le dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Él no es un Dios de muertos, sino de vivientes. Ustedes están en un grave error"».
[51] Sobre el tema se ha producido abundante bibliografía. Por las connotaciones eucarísticas que tiene su estudio, destaco el libro de Gustave MARTELET, S. J.: Résurrection, Eucharistie et Genèse de l’Homme. Chemins théologiques d’un renouveau chrétien Desclée Paris 1972 212-213, especialmente al ocuparse de un tema tan apreciado para mí, el cósmico, sobre todo en su tratamiento por Teilhard de Chardin (Himno del Universo: “La Misa sobre el mundo”), y su percepción litúrgica, cuando se refiere al (entonces llamado) “ofertorio” (hoy en día, “presentación de las ofrendas”. Sobre todo en sus palabras entreveo algunos elementos que, pienso, probablemente, contribuyeron a la reforma de ese rito), y a la “narración eucarística” o “consagración” de las Especies.
[52] El “cuerpo” ha sido tema de diversas investigaciones de exégesis y de teología bíblica a las que remitimos para ser más exhaustivos. Con todo, hay que resaltar que, en nuestro tiempo y en nuestro medio, es lamentablemente poco difundida y menos aún reflexionada la exposición de “Teología del cuerpo” del Papa Juan Pablo II en sus alocuciones de los miércoles durante 5 años (5 septiembre 1979 al 20 noviembre 1984) durante las cuales se aplicó a definir una “teología del cuerpo” a través de 130 discursos (en español, además de la publicación semanal en L’OR, de ese tiempo, puede verse: Hombre y mujer. Teología del cuerpo, Ed. Palabra, Madrid 1995). Me ha llamado la atención, en ese sentido, el interés de la acción pastoral de la Arquidiócesis de Miami, USA, que, para llenar ese vacío, adelanta una actividad de difusión y catequesis de las temáticas expuestas por el Santo Padre mediante los talleres, de buena acogida entre los jóvenes, en los que se estudian los textos: Teología del Cuerpo. El amor humano en el plan de Dios. Vol. I: "En el Principio". La unidad original del varón y la mujer; Vol. II: "En el corazón". Cristo apela al interior de la mujer y el varón Libro Libre Escazú Costa Rica Serie hombre y Dios 2006.
[53] Friedrich BAUMGÄRTEL: art. sa,rx en: Gerhard KITTEL – Gerhard FRIEDRICH (dir.): Grande lessico del Nuovo Testamento, o. c., p. 393, nt. 986, v. XI 1283-1290.
[54] Su discriminación en F. BAUMGÄRTEL, en ibíd.
[55] Como ocurre en Gn 41,2s con las vacas cuya carne es de mal o buen aspecto, o en Jr 11,15, con la carne de las víctimas de los sacrificios, y, finalmente, en la “carne impura”, en el caso de Ez 4,14, o del “alimento de las fieras”, en Dn 7,5.
[56] F. BAUMGÄRTEL: art. sa,rx en: Gerhard KITTEL – Gerhard FRIEDRICH (dir.): Grande lessico del Nuovo Testamento, o. c., p. 393, nt. 986, v. XI 1288.
[57] וַיִּפְּל֤וּ עַל־פְּנֵיהֶם֙ וַיֹּ֣אמְר֔וּ אֵ֕ל אֱלֹהֵ֥י הָרוּחֹ֖ת לְכָל־בָּשָׂ֑ר הָאִ֤ישׁ אֶחָד֙ יֶחֱטָ֔א וְעַ֥ל כָּל־הָעֵדָ֖ה תִּקְצֹֽף׃
Nova Vulgata: “Qui ceciderunt proni in faciem atque dixerunt: “Deus, Deus spirituum universae carnis; num, uno peccante, contra omnes ira tua desaeviet?””, en: http://www.vatican.va/archive/bible/nova_vulgata/documents/nova-vulgata_vt_numeri_lt.html#16.
[59] La revisión del tema en la literatura griega la omitimos. Pero puede leerse muy provechosamente en nuestro autor citado: Eduard SCHWEIZER: art. sa,rx en: Gerhard KITTEL – Gerhard FRIEDRICH (dir.): Grande lessico del Nuovo Testamento, o. c., p. 393, nt. 1909, v. XI 1267-1283.
[60] En la literatura intertestamentaria coexistieron las dos tendencias, una, cuando predomina el dualismo, que se traduce en una fuerte corriente ascética que busca frenar la carne para dar libertad al espíritu, que prefiere la renuncia al placer de la carne, inclusive con ciertas costumbres vegetarianas que la acompañan (es el pensamiento que se encuentra, por ejemplo, señala Schweizer, en el Testamento de Abraham A20, etc.). En cambio, en el Testamento de los XII Patriarcas (Zabulón) 9,7, se subraya que “la humanidad entera es pecadora, no es sólo débil, mortal, limitada, sino que es presa de la seducción de los espíritus que, en cuanto seres sin cuerpo, son mucho más fuertes” a causa de su pecado (Judá 19,4). Cf.  art. σάρξ en: ibíd., v. XI 1320-1322.
[61] También en Jdt 10,13 encontramos: ούσάρξ μία ούδέ πνεΰμα ζωής para referirse a la “vida” de las personas considerada en su totalidad. También es el caso de EcloSi – 40,8 en donde la σάρξ se refiere a la creaturalidad frágil, típica, como hemos señalado, del AT; o como en 28,5, a propósito de la falibilidad del obrar humano.
E. SCHWEIZER en su colaboración para el art. σάρξ   en: ibíd., v. XI 1293, afirma que tanto un elemento como el otro no dejan de designar en todo el AT, inclusive en los textos deuterocanónicos – a los que denomina “faltantes en el canon hebraico” – “al hombre en su totalidad y son propiamente equivalentes. Para el autor se ve que uno y otro conceptos definen al hombre, el cual no puede ser adecuadamente comprendido si se lo considera bajo sólo una de las dos angulaturas”. Y añade que sólo en textos que poseen una impronta helenística mayor, apenas si se alcanza a entrever una mayor contraposición, muy especialmente cuando se trata el tema sexual, como sucede, afirma el autor, en Sb 7,1s, en el que el πνεΰμα σοφίας sólo vendrá posteriormente (7,7).
[62] Cf. José DE GOITIA O.F.M.: « Cristo a la luz del concepto "SARX"» en: SeT V. 2, n. 7 jul.-sep. 1963 226-227.
[63] Las opiniones, como menciona Eduard SCHWEIZER en el art. sw,ma en: Gerhard KITTEL – Gerhard FRIEDRICH (dir.): Grande lessico del Nuovo Testamento, o. c., p. 393, nt. 1909, v. XIII 611 nt. 1 a 3. De este artículo resumimos algunas de sus investigaciones.
[64] Contemporáneo de Homero, ss. VIII – VII a. C., sin embargo, se duda sobre la autenticidad de sus obras: “Los críticos racionalistas del s. XIX han puesto de manifiesto la incoherencia de estos poemas y muchos filólogos han pensado que no eran tales, sino conglomerados de poemas. Especialmente se ha sostenido esto para la Teogonia. Para los Trabajos y Días se niega la paternidad hesiódica de la parte de los Días. El Escudo de Heracles desde antiguo se viene considerando como un poema no hesiódico viendo los rasgos distintos que presenta esta obra con respecto a las otras dos”, afirma (el seudónimo) Agamador & Tiresias en: “La poesía épica” (consulta junio 2006): http://www.culturaclasica.com/literatura/grecia/epica3.htm
[65] En su “Historia” (Obras) 1,32,8 llega a exponer una conclusión, fruto de sus dilatados viajes y contactos: así como ninguna tierra es autosuficiente, tampoco el σωμα de un humano lo es.  
[66] El paso al que hacemos referencia se puede encontrar en Helena 587 (412 a. C.).
[67] Cf. para cada uno de ellos: Eduard SCHWEIZER en el art. σωμα en Gerhard KITTEL – Gerhard FRIEDRICH (dir.): Grande lessico del Nuovo Testamento, o. c., p. 393, nt. 986, v. XIII 615-616.
Un estudio sobre estos conceptos y su interpretación contemporánea ha sido presentado por el Papa BENEDICTO XVI en su enc. DCE, 25 de diciembre de 2005, 2-18, en: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est_sp.html
[68] Timeo 46d; 53c.
[69] Cf. Fedro 264c.
[70] Cf. Fedro 232e; Banquete 181b.
[71] Cf. Fedro 79be; 80ab; 94b-e.
[72] Cf. Timeo 43a.
[73] Cf. Timeo 42e; 43a.
[74] Ibid.
[75] Cf. Timeo 90a.b.
[76] La relación tronco-cabeza, en Retórica 3,14; la mezcla en el “cuerpo”, De la generación de los animales 2,4.
[77] Cf. Política 7,15.
[78] Cf. Política 1,2; 5,3.
[79] Cf. De la generación de los animales 2,1.
[80] Cf. Ética a Nicómaco 2,2.
[81] Cf. Sobre el cielo 1,7.
[82] Para toda esta referencia, cf. Eduard SCHWEIZER en el art. σωμα en Gerhard KITTEL – Gerhard FRIEDRICH (dir.): Grande lessico del Nuovo Testamento, o. c., p. 393, nt. 986, v. XIII 629-648.
[83] Cf. ibíd., v. XIII 648-659.
[84] Cf. Friedrich BAUMGÄRTEL: art. en: ibíd., v. XI 1283-1290, y compárese la lista con su otro art. σωμα en ibíd., v. XIII 660-661.
[85] “[…] medicina será para tu carne”.
[86] “Mi carne está cubierta de gusanos y de costras terrosas, mi piel se agrieta y supura”.
[87] “Al cabo de los diez días se vio que tenían mejor aspecto y estaban más rollizos que todos los jóvenes que comían  los manjares del rey.”
[88] “El sacerdote se vestirá su túnica de lino y cubrirá su cuerpo con calzones de lino”.
[89] “Depositaron sus armas en el templo de Astarté y colgaron su cuerpo de los muros de Bet San… se levantaron todos los valientes y caminando durante toda la noche, tomaron del muro de Bet San el cuerpo de Saúl y los cuerpos de sus hijos y llevándolos a Yabés los quemaron allí.”
[90] “[…] caballería que avanza, llamear de espadas, centellear de lanzas... multitud de heridos, montones de muertos, cadáveres sin fin, cadáveres en los que se tropieza!”
[91] “Esaú tomó a sus mujeres de entre las cananeas: a Adá, hija de Elón el hitita, a Oholibamá, hija de Aná, hijo de Sibeón el jorita, y a Basmat, hija de Ismael, la hermana de Nebayot. Adá dio a luz para Esaú a Elifaz, Basmat le dio a Reuel. Oholibamá le dio a Yeús, Yalam y Coré. Estos son los hijos que le nacieron a Esaú en Canaán. Esaú tomó a sus mujeres, hijos e hijas y a todas la personas de su casa, su ganado, todas sus bestias y toda la hacienda que había logrado en territorio cananeo, y se fue al país de Seír, enfrente de su hermano Jacob, porque los bienes de entrambos eran demasiados para poder vivir juntos, y el país donde residían no daba abasto para tanto ganado como tenían.”
[92] “Los hijos de Jacob pasaron sobre los muertos, pillaron la ciudad que había violado a su hermana, se apoderaron de sus rebaños, vacadas y asnos, cuanto había en la ciudad y cuanto había en el campo, saquearon toda su hacienda y sus pequeñuelos y sus mujeres, y pillaron todo lo que había dentro. Jacob dijo a Simeón y a Leví: «Me habéis puesto a malas haciéndome odioso entre los habitantes de este país, los cananeos y los perizitas, pues yo dispongo de unos pocos hombres, y ellos van a juntarse contra mí, me atacarán y seré aniquilado yo y mi casa.» Replicaron ellos: « ¿Es que iban a tratar a nuestra hermana como a una prostituta?»”
[93] “Vale más pobre sano y fuerte de constitución que rico lleno de achaques en su cuerpo. Salud y buena constitución valen más que todo el oro, cuerpo vigoroso más que inmensa fortuna. Ni hay riqueza mejor que la salud del cuerpo, ni contento mayor que la alegría del corazón.”
[94] “[..] hasta el punto que de los ojos del impío pululaban gusanos, caían a pedazos sus carnes, aun estando con vida, entre dolores y sufrimientos, y su infecto hedor apestaba todo el ejército.”
[95] “Hijo, por un muerto lágrimas derrama, como quien sufre cruelmente, entona la lamentación; según el ceremonial entierra su cadáver y no seas negligente con su sepultura.”
[96] Ya lo veíamos al tratar de las “curaciones” y de los “exorcismos” de Jesús (cf. 1.d., p. 427ss). La atención y preocupación por la “integridad” o la “integralidad” (como prefiero decir en varias ocasiones para subrayan los diferentes elementos del conjunto o “compositum” humano, y no específicamente la sanidad de los mismos), es una de las características que destaca Joseph RATZINGER de Jesús: “Así, las curaciones milagrosas son para Jesús y los suyos un elemento subordinado en el conjunto de su actividad, en la que está en juego lo más importante, el «Reino de Dios» justamente, que Dios sea Señor en nosotros y en el mundo. Del mismo modo que el exorcismo ahuyenta el temor a los demonios y confía el mundo, que proviene de la Razón de Dios, a la razón del hombre, así también el curar por medio del poder de Dios es al mismo tiempo una invitación a creer en Él y a utilizar las fuerzas de la razón para el servicio de curar. Con ello se entiende siempre una razón abierta, que percibe a Dios y por tanto reconoce también a los hombres como unidad de cuerpo y alma. Quien quiera curar realmente al hombre, ha de verlo en su integridad y debe saber que su última curación sólo puede ser el amor de Dios”: Jesús de Nazaret, o. c., p. 26, nt. 57, 215.
Sobre los demonios y los endemoniados, subrayemos nuevamente, que la acción curativa de Jesús llegaba de manera profunda y abarcaba a la persona entera en este tipo de situaciones, cuyas expresiones hemos mencionado en otros lugares. De María Magdalena, afirmó Lc 8,2, Jesús “había expulsado siete demonios”, es decir, según el Evangelista, ella había estado sobremanera sometida al influjo del mal personalizado, esclavizada por él: atiende Jesús, entonces, a la curación corporal y espiritual de esta mujer, y en particular de unas enfermedades de su “mente” – no sólo aquejada por “problemas psicológicos”, dijéramos –, que no puede acceder a Dios y a sus obras de verdad y de justicia, a causa, quizás, de maneras prejuiciosas de ver la realidad: pues, mientras el demonio siembra división en el corazón humano – entre cuerpo y alma, entre el hombre y Dios, entre un hombre y otro hombre en el ámbito individual, nacional, internacional, entre el hombre y las demás creaturas – , Dios, por el contrario siembra paz y reconciliación. Por eso, en contraste con la acción demoníaca, la misión de los discípulos de Jesús – María Magdalena, en primer lugar, como hemos visto a propósito de la Resurrección – estará destinada a ser consecuencia de su apertura a Dios, y, por lo tanto a la verdad y a la justicia de Dios tanto en el anuncio de la palabra de Dios como también en los gestos de caridad, de servicio y de dedicación que la acompañan. Véanse, sobre el tema, las intervenciones del Papa Benedicto XVI del 15 y del 22 de julio de 2012, en: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/homilies/2012/documents/hf_ben-xvi_hom_20120715_frascati_it.html y en http://press.catholica.va/news_services/bulletin/news/29502.php?index=29502&po_date=22.07.2012&lang=sp
[97] “Pero dirá alguno: ¿Cómo resucitan los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida? ¡Necio! Lo que tú siembras no revive si no muere. Y lo que tú siembras no es el cuerpo que va a brotar, sino un simple grano, de trigo por ejemplo o de alguna otra planta. Y Dios le da un cuerpo a su voluntad: a cada semilla un cuerpo peculiar. No toda carne es igual, sino que una es la carne de los hombres, otra la de los animales, otra la de las aves, otra la de los peces. Hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres; pero uno es el resplandor de los cuerpos celestes y otro el de los cuerpos terrestres. Uno es el resplandor del sol, otro el de la luna, otro el de las estrellas. Y una estrella difiere de otra en resplandor. Así también en la resurrección de los muertos: se siembra corrupción, resucita incorrupción; se siembra vileza, resucita gloria; se siembra debilidad, resucita fortaleza; se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo natural, hay también un cuerpo espiritual. En efecto, así es como dice la Escritura: Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida. Mas no es lo espiritual lo que primero aparece, sino lo natural; luego, lo espiritual. El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo, viene del cielo. Como el hombre terreno, así son los hombres terrenos; como el celeste, así serán los celestes. Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celeste.”
[98] “Porque sabemos que si esta tienda, que es nuestra morada terrestre, se desmorona, tenemos un edificio que es de Dios: una morada eterna, no hecha por mano humana, que está en los cielos.”
[99] “Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto.”
[100] “¡Habéis sido bien comprados! Glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo.”
[101] Leopold SABOURIN: El Evangelio de Lucas, o. c., p. 399, nt. 959, 150 refiere que se trata de una expresión típica semítica, similar a la que se encuentra, por ejemplo, en 1 Re 17,18 y en Jn 2,4.
[102] Cf. Ap 1,8; 4,8.11; 11,17; 15,3.4; 16,7; 18,8; 19,6; 21,22; 22,5.6.
[103] Cf. la expresión “El Señor y su Cristo”, en Ap 11,15 y 12,10; pero, específicamente referido a Cristo, el Cordero y al Señor de señores y Rey de reyes, en Ap 15,3.4; 21,22; 17,14; 19,16; 14,13; 11,8; 15,3.4.
[104] CONC. VAT. II: Constitución Sacrosanctum Concilium 7, en la edición Documentos del Vaticano II. Constituciones, Decretos, Declaraciones. Edición de bolsillo BAC Madrid 198036 141.
[105] “Nadie ha subido al cielo sino aquel que ha bajado del cielo”: San Agustín, obispo: Sermones (Sermón Mai 98, sobre la Ascensión del Señor, 1-2: PLS 2,494-495), en: Liturgia de las Horas según el rito romano (v.) II. Tiempo de Cuaresma, Santísimo Triduo Pascual, Tiempo pascual Editorial Regina Barcelona 1981 930-931. 
[106] “Concédenos, Señor, rebosar de alegría al celebrar la gloriosa ascensión de tu Hijo, y elevar a ti una cumplida acción de gracias, pues el triunfo de Cristo es ya nuestra victoria, y, ya que él es la cabeza de la Iglesia, haz que nosotros, que somos su cuerpo, nos sintamos atraídos por una irresistible esperanza hacia donde él nos precedió”: Colecta de la solemnidad de la Ascensión del Señor, Liturgia de las Horas según el rito romano (v.) II. Tiempo de Cuaresma, Santísimo Triduo Pascual, Tiempo pascual Editorial Regina Barcelona 1981 934. De igual modo la oración poscomunión del día. 
[107] “Por eso, únicamente la esperanza en la «patria del cielo» proporciona la libertad para actuar en este mundo de un modo no espasmódico, ajustado a la realidad, tolerante y pacífico. Este punto de vista ha sido desarrollado por una serie de teólogos contemporáneos, especialmente por J. B. Metz, que se apoya en la autoridad de Karl Rahner. A este respecto, habla Metz de la «reserva escatológica» bajo la que el cristiano vive en este mundo. La «reserva escatológica» significa que, en la esperanza de que la realización última vendrá de Dios, y únicamente de Dios hay que esperarla, todo lo demás en este mundo es realidad penúltima. Con lo cual no se pretende decir que todo ello sea indiferente, sino que nada puede reivindicar para sí un valor absoluto, un significado absoluto. Precisamente en la libertad que se deriva de esta actitud vive el cristiano de un modo libre, sereno, paciente, no neurótico, no fanático, no totalitario. La esperanza cristiana en cuanto "vida bajo la reserva escatológica" nos hace, pues, libres para obrar racionalmente en este mundo”: Gisbert GRESHAKE: Más fuerte que la muerte. Lectura esperanzada de los "novísimos" Sal Terrae Col. Alcance 21 Santander 1981 111-140. Cf. Johann B. METZ: La fe en la historia y en la sociedad Cristiandad Madrid 1979 128. 
[108] Recordemos, era la expresión de Jean Paul SARTRE, según el mismo, “ateo”, filósofo existencialista que se planteó las preguntas más hondas del ser humano sobre la libertad, sobre las relaciones interpersonales y sobre la existencia de Dios. Cf. del autor, El ser y la nada. Ensayo de ontología fenomenológica Ed. Losada Buenos Aires 1966 747. Para un estudio de la problemática planteada por Sartre, cf. Antonio T. PADOVANO: El Dios lejano. El hombre moderno en su búsqueda de la fe Ed. Sal Terrae Santander 1968 23-29. Cf. también Maria Fernanda GUEVARA RIERA: “El amor en las relaciones concretas con el prójimo. Ontología y Etica en El Ser y La Nada” en: Logoi: Revista de Filosofía 1 1998 7-26.
[109] Cf. nt. 1072. Después de responderle Dios a Moisés desde su experiencia histórica y con argumentos históricos (“Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”, Ex 3,6), Dios le da a conocer su propio y santo Nombre sin romper con esa misma experiencia: Yahvéh (Ex 3,14): “Yo soy el que soy”, “Yo soy el que es”, “Yo soy el que hace ser”. Como hemos aludido en otro momento, se resume en esa expresión la síntesis de “teología negativa” en la pretensión humana de tratar de comprender a Dios. Cf. la nt. de la Biblia de Jerusalén, o. c., p. 84, nt. 208, (R. de Vaux) 65.
Ha de tenerse en cuenta a este propósito la formulación del Concilio IV DE LETRÁN (DS 806) declaró explícitamente que, por grande que sea la semejanza que aparece entre el Creador y la criatura, siempre es más grande la desemejanza entre ellos.
[110] Para su seguimiento, cf. 1.a.2, p. 387s; 1.a.3, p. 392ss; 1.c.5, pp. 425-428; 1.d.A.b), p. 436; 1.d.B.i), p. 446; 1.d.B.n), p. 454ss; 1.d.C, p. 457; 1.d.C.q), p. 464ss; 1.e.2, p. 469; 1.f.1)5, p. 489; 1.f.4)a)12, p. 495s; 1.f.4)b)19.c’), p. 514; 1.f.4)d)21, p. 520; 1.f.d)30.b’), p. 532; 1.g.8, p. 559; 1.g.3)2°), p. 575; 1.h.1, p. 589; 1.h.1)b)7, p. 597; 1.h.1)d)15, p. 603ss; 1.h.2)b)19, p. 609s.
El Papa JUAN PABLO II en una inolvidable catequesis sobre el Salmo 8, al comentar su relectura por parte del autor de la epístola a los Hebreos, no sólo puso de relieve el aspecto cristológico y soteriológico sino antropológico-cristiano del mismo: “3. El autor de la carta a los Hebreos, al releer el salmo 8, descubrió en él una visión más profunda del plan de Dios con respecto al hombre. La vocación del hombre no se puede limitar al actual mundo terreno. Cuando el salmista afirma que Dios lo sometió todo bajo los pies del hombre, quiere decir que le quiere someter también "el mundo futuro" (Hb 2, 5), "un reino inconmovible" (Hb 12, 28). En definitiva, la vocación del hombre es una "vocación celestial" (Hb 3, 1). Dios quiere "llevar a la gloria" celestial a "muchos hijos" (Hb 2, 10). Para que se cumpliera este designio divino, era necesario que la vida fuera trazada por un "pionero" (cf. Hb 2, 10), en el que la vocación del hombre encontrara su primera realización perfecta. Ese pionero es Cristo. El autor de la carta a los Hebreos observó, al respecto, que las expresiones del salmo se aplican a Cristo de modo privilegiado, es decir, de un modo más preciso que a los demás hombres. En efecto, el salmista utiliza el verbo "abajar", diciendo a Dios: "Abajaste al hombre un poco con respecto a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad" (Sal 8, 6; Hb 2, 7). Para los hombres en general este verbo es impropio, pues no han sido "abajados" con respecto a los ángeles, ya que nunca se han encontrado por encima de ellos. En cambio, para Cristo el verbo es exacto, porque, en cuanto Hijo de Dios, se encontraba por encima de los ángeles y fue abajado cuando se hizo hombre, pero luego fue coronado de gloria en su resurrección. Así Cristo cumplió plenamente la vocación del hombre y la cumplió, precisa el autor, "para bien de todos" (Hb 2, 9).” Audiencia del 24 de septiembre de 2003, en: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/2003/documents/hf_jp-ii_aud_20030924_sp.html
Muchos contemporáneos detestan cualquier intromisión “de lo alto”, “de por fuera” del ser humano, como un detrimento de su autonomía, como un abuso e inicua intervención o limitación de su obrar, sin considerar que – además de una inadecuada comprensión de dichos términos y de la realidad misma –, acaso, precisamente en una fundamentación del ser humano en Dios es precisamente el mejor antídoto contra cualquier atentado contra la dignidad misma humana y contra cualquier impugnación o violación de sus libertades y derechos auténticos. La vida humana comprendida como vocación y en proceso de salvación, como evidencia la Resurrección del Señor, tiene su fundamento, pero también su destino, y ella misma consiste en un completo vivir en Dios y para Él. Véase al respecto el mensaje del S. P. BENEDICTO XVI con ocasión del XXXIII Meeting per l’Amicizia fra i Popoli, 10 agosto 2012, en: http://press.catholica.va/news_services/bulletin/news/29558.php?index=29558&po_date=19.08.2012&lang=sp
Para reiterar y precisar mejor la enseñanza de la Iglesia sobre la "salvación cristiana", la Congregación para la Doctrina de la Fe hizo pública la Carta Placuit Deo el 1° de marzo de 2018, aprobada el 22 de febrero del mismo año, carta dirigida "a los Obispos de la Iglesia Católica". Algunas principales dificultades al respecto quedaron plasmadas en el n. 2: "El mundo contemporáneo percibe no sin dificultad la confesión de la fe cristiana, que proclama a Jesús como el único Salvador de todo el hombre y de toda la humanidad (cf. Hch 4, 12; Rm 3, 23-24; 1 Tm 2, 4-5; Tt 2, 11-15)[2]. Por un lado, el individualismo centrado en el sujeto autónomo tiende a ver al hombre como un ser cuya realización depende únicamente de su fuerza[3]. En esta visión, la figura de Cristo corresponde más a un modelo que inspira acciones generosas, con sus palabras y gestos, que a Aquel que transforma la condición humana, incorporándonos en una nueva existencia reconciliada con el Padre y entre nosotros a través del Espíritu (cf. 2 Co 5, 19; Ef 2, 18). Por otro lado, se extiende la visión de una salvación meramente interior, la cual tal vez suscite una fuerte convicción personal, o un sentimiento intenso, de estar unidos a Dios, pero no llega a asumir, sanar y renovar nuestras relaciones con los demás y con el mundo creado. Desde esta perspectiva, se hace difícil comprender el significado de la Encarnación del Verbo, por la cual se convirtió miembro de la familia humana, asumiendo nuestra carne y nuestra historia, por nosotros los hombres y por nuestra salvación". En: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/documents/rc_con_cfaith_doc_20180222_placuit-deo_sp.html#_ftnref1
Como hemos hecho notar, cada uno de los aspectos del Misterio del Señor Jesús no sólo se entrelaza con los demás sino que tiene sus consecuencias en la antropología teológica. La Resurrección es clave y definitiva no sólo en el proceso de la fe de los Apóstoles sino en la Revelación del querer salvífico de Dios, y a ellos, como en el caso presente, aludiremos en las tres restantes dimensiones.Oportunamente veremos, de nuevo, estas implicaciones antropológicas de la cristología.
[111] “Pur quando non riguarda la storia propriamente ecclesiastica, l’analisi storica concorre comunque alla descrizione di quello spazio vitale in cui la Chiesa ha svolto e svolge la sua missione attraverso i secoli. Indubbiamente la vita e l’azione ecclesiali sono sempre state determinate, facilitate o rese più difficili dai diversi contesti storici. La Chiesa non è di questo mondo ma vive in esso e per esso”: Audiencia a los Miembros del Pontificio Comité de Ciencias Históricas, 7 de marzo de 2008, en: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/21801.php?index=21801&po_date=07.03.2008&lang=sp (Traducción mía).
[112] En el pensamiento de Jesús el aspecto soteriológico, como se ha podido observar, es definitivo. Una posición que individualice los plazos y los relativice hasta minimizarlos, suprime la historia y asume la opinión de cierta gnosis y del docetismo. Negar la parusía y la expectativa que lleva consigo, no sólo hace traición a la mente de Jesús al respecto, sino que la privan de una dimensión colectiva que le es muy propia y que conduciría a nuevos escapismos. Si algo puede aportar de novedoso el cristianismo es, precisamente su insistencia en la historia, su revalorización de la historia, que se opone, sin duda, a cierta concepción evolucionista del tiempo que evita preguntarse “cuánto tiempo tenemos aún” para llegar a la salvación. La idea se encuentra ya en J. B. Metz. Cf. Fredy PARRA, Profesor de la Facultad de Teología, Pontificia Universidad Católica de Chile: “Historia y escatología en Manuel Lacunza. La temporalidad a través del milenarismo lacunziano” en: Teología y Vida XLIV 2003 167-183. También en (consulta junio 2006): http://www.scielo.cl/pdf/tv/v44n2-3/art03.pdf.
[113] Muy especialmente, en lo que se refiere a las consecuencias “morales” de este principio antropológico, es menester destacar que “Ante las normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie…ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales”. La expresión la empleó el Papa JUAN PABLO II en su encíclica VS 96.
[114] La vida en toda su diversidad tiene (también) un origen en la materia-energía (cf. Gilberto CELY GALINDO, S. J.: Gen-Ética. Donde la vida y la ética se articulan. El mundo de los transgénicos 3R Editores Bogotá 2001 302. Varias ideas del autor tengo en cuenta para la elaboración de los siguientes párrafos (cf. ibid. 300ss). A este mundo alcanza la actividad de Cristo Encarnado-Resucitado, como, en nuestro tiempo, por caminos distintos, han expuesto Teilhard de Chardin y el Conc. Vat. II. Cf. más adelante, 2.d.2)7ss, p. 685ss.
[115] Ralph L. BEALS – HARRY HOIJER: Introducción a la Antropología, o. c., p. 59, nt. 124, 63-64. Más que cualquier otra especie, el ser humano aprende una proporción mayor de su comportamiento que cualquier otro animal, por ejemplo: “El hombre viene al mundo como una criatura desvalida que no posee mecanismos heredados realmente desarrollados para el comportamiento. Necesita ser enseñado a comer, a hablar, a andar y a ejecutar casi todas las acciones requeridas para la vida… Los hombres, como los animales, viven en grupos más o menos organizados (sociedades). Los miembros de las sociedades humanas siempre comparten un número de modos o medios distintivos de comportamiento que, tomados en su conjunto, constituyen su cultura. Cada sociedad humana tiene su propia cultura, distinta en su integridad de la de cualquier otra sociedad… La cultura no está restringida a ciertos campos especiales de conocimientos; abarca los modos de comportamiento derivados de la esfera total de la actividad humana… La cultura no sólo incluye las técnicas y métodos del arte, la música y la literatura, sino también los utilizados para hacer alfarería, coser vestidos o edificar casas… (Abarca) las otras muchas actividades características de una sociedad… aún las que no se conservaron mediante escritura… La cultura engloba a la civilización… Todas las civilizaciones, incluyendo a las grandes de hoy en día y de los tiempos antiguos, no son sino ejemplos especiales de cultura, distintivas en la cantidad de contenido y en la complejidad de sus normas, pero no cualitativamente diferentes de las culturas de los llamados pueblos incivilizados”: (ibid. 261-264).
[116] Ibíd., 65. Los modelos de comportamiento humanos, independientemente de las diferencias raciales, son muchísimo más variados que los de otras especies, así tengan como soportes unos miembros que funcionan fisiológicamente en forma similar a los de ellas, o estructuras corporales esencialmente similares, o aún mecanismos psicológicos sumamente parecidos. Las mismas variaciones se observan en la manera de preparar las comidas, en el uso del vestido y del adorno, y, para nuestro caso, muy especialmente en lo que se refiere a las costumbres que rigen los comportamientos en la interrelación social, es decir, en las relaciones de las personas con sus semejantes. Cf. ibid. 260-261.




Notas finales


[i] Leonardo BOFF: Hablemos de la otra vida Santander España Sal Terrae 1978 185-194. También en (consulta junio 2006): http://www.mercaba.org/FICHAS/JESUS/que_significa_que_cristo_subio_a.htm
En idéntico sentido se expresó el Papa Juan Pablo II: “3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar que el sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos ciudadanos del cielo. Vale la pena escuchar lo que a este respecto nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido salvados y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7). Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.
4. Así pues, la participación en la completa intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues, mutuamente con estas palabras» (1 Ts 4, 17-18). En el marco de la Revelación sabemos que el «cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo. Es preciso mantener siempre cierta sobriedad al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva con Dios. El CAICsintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte y su resurrección, Jesucristo nos ha abierto el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (n. 1026).”: Audiencia del miércoles 21 de julio de 1999 en: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/1999/documents/hf_jp-ii_aud_21071999_sp.html
[ii] El Papa Juan Pablo II al examinar en concreto este asunto afirmó que “la dignidad de cada hombre y su vocación correspondiente encuentran su realización definitiva en la unión con Dios, y no comporta aquí ninguna limitación, así como no limita absolutamente la acción salvífica y santificante del Espíritu en el hombre el hecho de ser judío o griego, esclavo o libre, según las conocidas palabras del Apóstol: «Porque todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 28).
“Pero, en su peculiaridad, la mujer se encuentra en el corazón mismo de este acontecimiento salvífico, insertándose en el servicio mesiánico de Cristo: la virginidad y la maternidad son como dos dimensiones particulares de la realización de la personalidad femenina. El análisis científico confirma plenamente que la misma constitución física de la mujer y su organismo tienen una disposición natural para la maternidad, es decir, para la concepción, gestación y parto del niño, como fruto de la unión matrimonial con el hombre. Al mismo tiempo, todo esto corresponde también a la estructura psíquico-física de la mujer. Todo lo que las diversas ramas de la ciencia dicen sobre esta materia es importante y útil, a condición de que no se limiten a una interpretación exclusivamente biofisiológica de la mujer y de la maternidad. Una imagen así «empequeñecida» estaría a la misma altura de la concepción materialista del hombre y del mundo. En tal caso se habría perdido lo que verdaderamente es esencial: la maternidad, como hecho y fenómeno humano, tiene su explicación plena en base a la verdad sobre la persona. La maternidad está unida a la estructura personal del ser mujer y a la dimensión personal del don: «He adquirido un varón con el favor de Yahwéh» (Gén 4, 1). El Creador concede a los padres el don de un hijo. Por parte de la mujer, este hecho está unido de modo especial a «un don sincero de sí». Las palabras de María en la Anunciación «hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38) significan la disponibilidad de la mujer al don de sí, y a la aceptación de la nueva vida.
“En la maternidad de la mujer, unida a la paternidad del hombre, se refleja el eterno misterio del engendrar que existe en Dios mismo, uno y trino (cf. Ef 3, 14-15). El humano engendrar es común al hombre y a la mujer. Y si la mujer, guiada por el amor hacia su marido, dice: «te he dado un hijo», sus palabras significan al mismo tiempo: «este es nuestro hijo». Sin embargo, aunque los dos sean padres de su niño, la maternidad de la mujer constituye una «parte» especial de este ser padres en común, así como la parte más cualificada. Aunque el hecho de ser padres pertenece a los dos, es una realidad más profunda en la mujer, especialmente en el período prenatal. La mujer es «la que paga» directamente por este común engendrar, que absorbe literalmente las energías de su cuerpo y de su alma. Por consiguiente, es necesario que el hombre sea plenamente consciente de que en este ser padres en común, él contrae una deuda especial con la mujer. Ningún programa de «igualdad de derechos» del hombre y de la mujer es válido si no se tiene en cuenta esto de un modo totalmente esencial.” JUAN PABLO II: Carta apostólica Mulieris dignitatem sobre la dignidad y la vocación de la mujer, con ocasión del año mariano, día 15 de agosto, solemnidad de la Asunción de la Virgen María, del año 1988, especialmente n. 18.

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