Capítulo V

Continuación (I.2.b)

b. Otros potenciales y vocaciones con dirección moral constituidos en el existente humano[1]


57. De todo lo mostrado ya podemos vislumbrar cómo se abren unas perspectivas inconmensurables de expresividad de la estructura humana en su originalidad – su “soledad” –. Si en el planteamiento previo hemos dado énfasis al aspecto “significativo” de la corporeidad humana, ahora, así sea de una manera breve, casi esquemática, debemos recordar y como desglosar, nunca de forma exhaustiva, estos ámbitos de expresividad estructural típicamente humana.

Vamos a hacerlo tomando como punto de partida, brevemente, otras de las primeras catequesis que el mismo Sumo Pontífice, JUAN PABLO II, realizó en 1978[2], aportándoles la visión complementaria y sistemática teológica por la que optó S. Tomás de AQUINO revisando toda la tradición anterior por él conocida[i]. Debemos observar, reiteramos, que tanto el uno como el otro se esmeraron por enfatizar de qué manera las denominadas “virtudes” de las que habían tratado los filósofos y literatos de la antigüedad no eran simples “adiciones” o “añadidos” al ser humano, sino auténticas “vocaciones” para la realización plena de las personas, ínsitas en ellas, y, en orden a su obrar, como su significado lo refiere, auténticas “fuerzas”, “fortalezas” y “dinamismos” que se encuentran en todos los seres humanos – aún antes de ser puestas en acto por ellos –, con tal que éstos quisieran ejecutarlas y ponerlas “en acto”, por cuanto son “virtudes, es decir, capacidades del espíritu humano, de la voluntad humana y también de su corazón”[3], es decir, de su conciencia.

El Papa Juan Pablo II explicaba, en general, qué entendía él por “virtud” de la siguiente manera:

“La virtud no es cualquier cosa abstracta, separada de la vida, sino, por el contrario, posee profundas ‘raíces’ en la vida misma, brota de ella y, al mismo tiempo, la forma. La virtud incide sobre la vida del hombre, sobre sus acciones y sobre su comportamiento. De ello deriva que, en todas estas reflexiones nuestras, no hablemos tanto de la virtud, cuanto de la persona que vive y obra “virtuosamente”. Añadamos de inmediato que todos estos atributos, o mejor, estas actitudes del hombre, y que provienen de cada una de las virtudes cardinales, están entre sí íntimamente conectados. No se puede, por tanto, ser una persona verdaderamente prudente ni auténticamente justa ni realmente fuerte, si no se tiene también la virtud de la templanza. Se puede decir que esta virtud condiciona indirectamente todas las otras virtudes, pero se debe decir también que las otras virtudes son indispensables para que la persona pueda ser “temperante” (o “sobria”)”[4].

Con todo, el panorama no quedaría completa y justamente considerado si no se tuvieran en cuenta también los “defectos” o las “contradicciones”[5] de las mismas virtudes, asunto sobre el que tendremos que volver nuevamente, pues se trata de una de las características humanas que mejor se revelan y precisan al examinarlas a la luz de la kénosis (cf. infra, II, p. 885). Es ésta, quizás, una de las realidades que pueden llegar a suscitar mayores perplejidades – no siempre comprendidas, concienciadas y resueltas debidamente – en los seres humanos, como afirmaba uno de mis estudiantes, “me encuentro después ante una gran contradicción en la que expone una «iglesia santa» de la que después dice está en proceso de conversión y le atribuye una naturaleza pecadora: ¿cómo puede estar algo «santo» en proceso de conversión y tener naturaleza pecaminosa?”[6] Así, pues, es necesario tomar conciencia, examinar y fundamentar adecuadamente esta condición de nuestra propia constitución humana[7].

Por eso podemos afirmar que la persona humana es, también en este sentido, fundamentalmente dialéctica: expresa en sí misma tanto sus límites y sus ambigüedades, sus contradicciones internas, la división que existe en ella misma, como su dignidad y su existencia como vocación. Se trata de una dialéctica que lo copa tanto en el ámbito de su consciente como de su no-consciente. Sin embargo, tengámoslo en cuenta, podremos hablar de “pecado” actual y personal sólo si existe conciencia, y sólo si existe libertad – así sea en su mínima pero auténtica expresión –. Por supuesto, también esta situación genera múltiples inquietudes y perplejidades, cuando no también sentimientos encontrados. Y siempre ocasiona múltiples interpretaciones, unas veces “inmanentes” a la persona, en otras, “auto-trascendentes”.

A esta situación de la dialéctica humana responden la filiación y fraternidad divinas, consecuencias de la encarnación. Filiación y fraternidad no son un simple hecho para el presente pero sin trascendencia para el futuro. Son cualidades que están llamadas a perfeccionares paulatinamente mediante una nueva “lógica”, “la lógica de la entrega sincera”[8], mediante la confianza y el amor, en búsqueda de dar un sentido último a la existencia. La dialéctica humana es tensión, por tanto, hacia una plenitud. Los “hijos” en el Hijo encuentran aquí la raíz última de su antropología.

Como consecuencia de esta filiación adoptiva, la dignidad, libertad e igualdad que poseen los seres humanos en cuanto criaturas se enfatiza y consolida, y denuncia, en el plano aún ontológico, que al ser humano repugna y envilece todo género de explotación, de esclavitud, de opresión y violencia, de mentira, de insensibilidad, en fin, de injusticia, particularmente cuando se ensañan con los más débiles y desprotegidos. Jesucristo no es sólo el “Unigénito” sino el “Primogénito de muchos hermanos”, como vimos en el capítulo anterior. Y cuando él se refería al “doble mandamiento”, en el que resumía “toda la ley”, estaba asegurando que, incluso antes que una afrenta ética, y más que una lesión jurídica, era un atentado “contra Él mismo”, y, por lo tanto, se trataba de un ultraje contra el mismo Dios y Padre de todos.

Las consecuencias de esta “filiación-fraternidad” en el orden canónico, y en particular en relación con los cc. que estamos fundamentando, saltan a la vista. Mencionemos unas pocas: el reclamo a que se realice una fraternidad real y plena entre los seres humanos, ante todo. Más aún, queda manifiesto el valor “absoluto” que posee cada ser humano en nuestro orden intramundano, y que es consecuencia y participación en el carácter absoluto de Dios. Rendir recto honor al hombre es, entonces, rendir tributo a Dios, y posibilitar a cada cual el desarrollo pleno de su vocación es una exigencia ineludible. Por el contrario, maltratar, eliminar o confinar a cualquier hombre o mujer de cualquiera forma que fuera es también, en consecuencia, agraviar a Dios. De ahí emergen características y valores sustanciales humanos tales como la autonomía y la responsabilidad, como veremos un poco más adelante. Y, finalmente, se declara que cada persona humana está llamada a realizarse alcanzando su propia “madurez en el amor”: el ser humano es, esencialmente, un don.



Notas de pie de página

[1] Cf. el dossier en el que colaboraron Hans Urs VON BALTHASAR et alii: “Cosmos y creación”, en Cmm 10 III/88 mayo/junio.
[2] A lo largo de las mismas audiencias, el Papa advirtió que, en realidad, él continuaba y concluía el camino que había iniciado el Papa Juan Pablo I, pero que, con su fallecimiento, había quedado truncado. Cf. la Audiencia, p. ej., del 25 de octubre de 1978, en: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/1978/documents/hf_jp-ii_aud_19781025_sp.html
[3] JUAN PABLO II: Audiencia general del miércoles 8 de noviembre de 1978, n. 4, en: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/alpha/data/aud19781108it.html
BENEDICTO XVI, por su parte, se remonta a san GREGORIO DE NISA (c. a. 330 – 394) para enfatizar de qué manera la elevadísima consideración que el cristianismo posee acerca del ser humano se fundamenta precisamente en el hecho de la semejanza de éste con Dios, fin al que, en consecuencia, todos tienden, y que se alcanza mediante el amor, el conocimiento y la práctica de las virtudes, “rayos luminosos que descienden de la naturaleza divina” (De beatitudinibus 6: PG 44,1272C), dones gratuitos (cf. De virginitate 12,2: SC 119,408-410) mediante los cuales se forma Cristo en nosotros (cf. In Psalmos 2,11: PG 44,544B) por nuestra libre acogida, correspondencia y colaboración a ellos (cf. Vita Moysis 2,3: SC 1bis,108), que son como una paleta de colores de la que se sirve el pintor (cf. De perfectione christiana: PG 46,272b). Cf. el texto en la Audiencia general del 5 de septiembre de 2007, en: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/20719.php?index=20719&po_date=05.09.2007&lang=sp 
Más amplia y argumentadamente aún se expresó el Papa en la ya mencionada Audiencia general del 16 de junio de 2010 cuando afirmó, refiriéndose no sólo al ámbito de la relación antropología-ética sino aún a los ámbitos de las relaciones antropología-política y antropología-derecho (antropología-ética-derecho): “Una importante aplicación de esta relación entre la naturaleza y la Gracia se descubre en la teología moral de santo Tomás de Aquino, que resulta de gran actualidad. En el centro de su enseñanza en este campo pone la ley nueva, que es la ley del Espíritu Santo. Con una mirada profundamente evangélica, insiste en que esta ley es la Gracia del Espíritu Santo dada a todos los que creen en Cristo. A esta Gracia se une la enseñanza escrita y oral de las verdades doctrinales y morales, transmitidas por la Iglesia. Santo Tomás, subrayando el papel fundamental, en la vida moral, de la acción del Espíritu Santo, de la Gracia, de la que brotan las virtudes teologales y morales, hace comprender que todo cristiano puede alcanzar las altas perspectivas del «Sermón de la Montaña» si vive una relación auténtica de fe en Cristo, si se abre a la acción de su Espíritu Santo. Pero —añade el Aquinate— «aunque la gracia es más eficaz que la naturaleza, sin embargo la naturaleza es más esencial para el hombre» (Summa Theologiae, I-II, q. 94, a. 6, ad 2), por lo que, en la perspectiva moral cristiana, hay un lugar para la razón, la cual es capaz de discernir la ley moral natural. La razón puede reconocerla considerando lo que se debe hacer y lo que se debe evitar para conseguir esa felicidad que busca cada uno, y que impone también una responsabilidad hacia los demás, y por tanto, la búsqueda del bien común. En otras palabras, las virtudes del hombre, teologales y morales, están arraigadas en la naturaleza humana. La Gracia divina acompaña, sostiene e impulsa el compromiso ético pero, de por sí, según santo Tomás, todos los hombres, creyentes y no creyentes, están llamados a reconocer las exigencias de la naturaleza humana expresadas en la ley natural y a inspirase en ella en la formulación de las leyes positivas, es decir, las promulgadas por las autoridades civiles y políticas para regular la convivencia humana. Cuando se niega la ley natural y la responsabilidad que implica, se abre dramáticamente el camino al relativismo ético en el plano individual y al totalitarismo del Estado en el plano político. La defensa de los derechos universales del hombre y la afirmación del valor absoluto de la dignidad de la persona postulan un fundamento.” En: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/audiences/2010/documents/hf_ben-xvi_aud_20100616_sp.html (Cursiva en el texto es mía).
[4] Audiencia general del miércoles 22 de noviembre de 1978, n. 2. (Traducción mía). En: http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/audiences/1978/documents/hf_jp-ii_aud_19781122_it.html
[5] Sobre el tema de las « virtudes y vicios », recuérdese la discusión que hemos expuesto en otras ocasiones en esta investigación, y, sobre el mismo asunto, Andreas KNAPP: “Sociobiología y moral cristiana”, en: Cmm 10 mayo-junio 1988 207-220.
[6] Mantengo anónima esta afirmación de mi estudiante de biología, 12 de febrero de 2008, que agradezco por su sinceridad, y que ha sido recogida debidamente en mi archivo personal.
[7] En diversas ocasiones, especialmente en sus catequesis de los miércoles, el Papa FRANCISCO se ha referido a esta condición típica humana que forma parte de la Revelación judeo-crisitiana y entra a conformar nuestra “antropología cristiana” y a formar parte de la dinámica de la vida de la Iglesia. Tal fue el caso de la catequesis efectuada el 29 de octubre de 2014, en la que afirmaba: “Así, pues, en el caso de la Iglesia, debemos preguntarnos: ¿cómo es que la realidad visible puede ponerse al servicio de la realidad espiritual? Una vez más, podemos comprenderlo mirando a Cristo. Cristo es el modelo de la Iglesia, porque la Iglesia es su cuerpo. Es el modelo de todos los cristianos, de todos nosotros. Cuando se mira a Cristo no hay lugar a error. En el Evangelio de san Lucas se relata cómo Jesús, al volver a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga y leyó, refiriéndolo a sí mismo, el pasaje del profeta Isaías donde está escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque Él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (4, 18-19). He aquí: como Cristo se valió de su humanidad —porque también era hombre— para anunciar y realizar el designio divino de redención y de salvación —porque era Dios—, así debe ser también para la Iglesia. A través de su realidad visible, de todo lo que se ve, los sacramentos y el testimonio de todos nosotros cristianos, la Iglesia está llamada cada día a hacerse cercana a cada hombre, comenzando por quien es pobre, por quien sufre y está marginado, de modo que siga haciendo sentir en todos la mirada compasiva y misericordiosa de Jesús. Queridos hermanos y hermanas, a menudo como Iglesia experimentamos nuestra fragilidad y nuestros límites. Todos los tenemos. Todos somos pecadores. Nadie de nosotros puede decir: «Yo no soy pecador». Pero si alguno de nosotros siente que no es pecador, que levante la mano. Veamos cuántos... ¡No se puede! Todos lo somos. Y esta fragilidad, estos límites, estos pecados nuestros, es justo que nos causen un profundo dolor, sobre todo cuando damos mal ejemplo y nos damos cuenta de que nos convertimos en motivo de escándalo. Cuántas veces, en el barrio, hemos escuchado: «Pero, esa persona que está allá, va siempre a la iglesia pero habla mal de todos, critica a todos...». Esto no es cristiano, es un mal ejemplo: es un pecado. De este modo damos un mal ejemplo: «Y, en definitiva, si este o esta es cristiano, yo me hago ateo». Nuestro testimonio es hacer comprender lo que significa ser cristiano. Pidamos no ser motivo de escándalo. Pidamos el don de la fe, para que podamos comprender cómo, a pesar de nuestra miseria y nuestra pobreza, el Señor nos hizo verdaderamente instrumento de gracia y signo visible de su amor para toda la humanidad. Podemos convertirnos en motivo de escándalo, sí. Pero podemos llegar a ser también motivo de testimonio, diciendo con nuestra vida lo que Jesús quiere de nosotros” (en: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2014/documents/papa-francesco_20141029_udienza-generale.html). Véase también la audiencia del 27 de agosto de 2014 en el ciclo de catequesis sobre la Iglesia en: http://w2.vatican.va/content/francesco/es/audiences/2014/documents/papa-francesco_20140827_udienza-generale.html.
[8] El tema fue el título del “Encuentro Internacional ‘Mujeres’”, realizado en Roma, 6-8 de diciembre de 1996, y promovido por el Pontificio Consejo para los Laicos. El centro de sus reflexiones no podía ser sino “la persona humana, creada a imagen de Dios”. Cf. el dossier que recoge los resultados del “Encuentro” en: PONTIFICIO CONSEJO PARA LOS LAICOS: “La lógica de la entrega sincera”, en Revista Los Laicos Hoy 40 1997.




Notas finales

[i] Valga la pena recordar, a este propósito, la interlocución y el discipulado del Aquinate con respecto a otro grande, el “Patrono de los científicos”, s. Alberto MAGNO, a quien hemos mencionado al comienzo de esta obra (cf. cap. 1°, VII,1, p. 47, nt. i), y quien puso a Tomás en contacto con los filósofos griegos a través de las obras que habían sido conservadas (y traducidas o comentadas en algunos casos) por la “escuela de Toledo”, en España, además de los fuertes lazos que existían con toda la tradición del primer milenio cristiano.
En efecto, “la Escuela de Traductores de Toledo tuvo dos periodos separados por una fase de transición. El primero fue el del arzobispo don Raimundo que, en el siglo XII, impulsó la traducción de obras de filosofía y religión del árabe al latín. Gracias a su labor, en las universidades europeas comenzó a conocerse el aristotelismo neoplatónico. Se tradujeron libros de Aristóteles comentados por filósofos árabes como Avicena y Alfarabí, de autores hispano-judíos como Ibn Gabirol, y también se tradujeron el Corán y los Salmos del Antiguo Testamento. Por otra parte, en esta fase se empieza a recibir la ciencia oriental en Europa, a través de las traducciones de obras que sirvieron de manuales para los universitarios hasta el siglo XVI: el Canon de Avicena y el Arte de Galeno. La astrología, astronomía, y la aritmética se enriquecen igualmente al ser vertidas al latín las obras de Al-Razi, Ptolomeo o Al-Juwarizmi. Con la llegada del rey Alfonso X, ya en el siglo XIII, comienza la etapa de las traducciones de tratados de astronomía, física, alquimia y matemática. La recepción de un caudal de conocimientos tan enorme fructifica en la composición, a instancias del rey, de obras originales como el Libro de las Tablas Alfonsíes. Se tradujeron tratados de Azarquiel, de Ptolomeo y de Abu Ali al-Haitam, pero también obras recreativas como los Libros del ajedrez, dados y tablas y recopilaciones de cuentos tan fecundas para las literaturas occidentales como Calila e Dimna y Sendebar. En esta segunda fase las traducciones ya no se hacen al latín, sino al castellano, con lo que el romance se desarrollará para ser capaz de abordar temas científicos que hasta entonces sólo habían sido tratados en latín”: UNIVERSIDAD DE CASTILLA-LA MANCHA: Historia de la Escuela de Traductores de Toledo” en (consulta octubre 2006): http://www.uclm.es/escueladetraductores/paginas/historia/h_presentacion.html

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