Capítulo IV
Continuación (II)



4. La recapitulación o anakefalaíosis de todo en el que es Plenitud de los tiempos: la dimensión administrativa, verificadora, reconciliadora y sintética de Jesucristo y el principio de universalidad derivado de su misterio.



En el NT se destaca en su conjunto la recuperación de las corrientes escatológicas y apocalípticas judías a las que nos hemos referido en diversas oportunidades[1]. Con todo, el Acontecimiento-Jesucristo que se ha ido describiendo condujo a las comunidades cristianas a replantear de nuevo la totalidad de su fe y de su esperanza, y muy particularmente, su concepción acerca de la persona y de su actividad, de la historia humana y de su porvenir, introduciendo una novedad radical, inclusive, en los paradigmas existentes en las diversas culturas de entonces y de todos los tiempos, abriéndolas a una trascendencia centrada en el absolutamente Otro. Son especialmente elocuentes de estas prácticas dos textos recogidos por San Pablo en sendas epístolas que examinaremos seguidamente. San Juan en el Evangelio, por su parte, como destacan los autores, a propósito del tema de la “parusía” prefiere considerar el asunto, más bien, desde la perspectiva del “regreso del Señor” y de las consecuencias que la consideración del mismo tiene en las comunidades cristianas que viven a lo largo de la historia: su presencia permanente y actuante a través de los diversos canales de expresión (“del tacto al contacto”, como afirma José Alfredo NORATTO[2]). La teología actual no puede eludir, en consecuencia – como no ha eludido –, una reflexión acerca de este aspecto fundamental del misterio total de Jesucristo y sus implicaciones en orden a la humanidad y al cosmos.


a.    Los himnos de las cartas a los Colosenses y a los Efesios y su referencia a la acción creadora, sostenedora, renovadora y recapituladora de Cristo

1)      El texto de Colosenses 1,15-20

1. Jesús, el Cristo, no es únicamente la Palabra definitiva de Dios al hombre, sino también la definición última del hombre y de su mundo, ya que en él se ha llegado a la “plenitud de los tiempos”. Podemos afirmar que la historia, a partir del Resucitado, ha sido “cristofinalizada” y hecha el escenario para el encuentro del hombre con Dios.

En los escritos neotestamentarios más antiguos ya se honraba a Jesucristo como “mediador de la creación”:

“[…] para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual somos nosotros” (1 Co 8,6).

San Pablo explica de qué manera estaba Cristo presente en medio de los israelitas en el desierto (cf. 1 Co 10,4). A su turno, San Pedro afirma que también él estaba en los profetas por medio de su Espíritu (cf. 1 Pe 1,11). Esta mediación del “Primogénito de toda criatura[3]” en razón de su “preexistencia” es muy clara en el texto de Col 1,15-20[4]:

15Él es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación (ktisewv), 16porque en él fueron creadas (ektisqh[5])  todas (panta) las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades; todo fue creado por él y para él, 17él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. 18Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, 19pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud, 20y reconciliar (apokatallacai) por él y para él todas las cosas, pacificando (eirhnopoihsav), mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos”.

La salvación llega a los hombres, enseña el autor, pero abarca incluso una mediación con el universo entero[6]. Como quien dice, existe una mediación de creación (vv. 15-17), en la que, como Cristo como “sabiduría” del Padre, es como el “maestro de obras” de Dios (cf. Pr 8,30), como el Λόγος joánico, que media para que el Dios radicalmente inaccesible cree el mundo y se comunique al que no puede verle directamente. Pero también se trata de una mediación de salvación que, de igual modo, repercute en todo el universo creado (vv. 18-20): todo el universo recibe su “plenitud de salvación” de Jesucristo. Este mismo sentido lo encontramos en otros lugares del NT (cf. Hb 1,3[7]; 13,8; Jn 1,1ss; Ap 1,17[8]).

Según el mencionado E. SCHWEIZER, se ve que en el texto citado, originalmente no se hacía la referencia a la Iglesia (v. 18), y todo el texto sólo se refería a Cristo como Cabeza del cosmos[9], o aún mejor, de la creación natural y de su re-creación mediante la redención, cuya preeminencia, más que de tiempo, es de causalidad y de excelencia. Así, pues, en la redacción final, el co-autor introduce esta mención de la “Iglesia”, referida ya no sólo al “cuerpo cósmico”, sino al “cuerpo” nuevo que va surgiendo, como dirá en el v. 20, como consecuencia de “la sangre de la cruz”, es decir, de la obra salvífica. Se ha de observar, sin embargo, que esta extensión o reinterpretación del efecto de la salvación en nada disminuye el efecto sobre el cosmos, porque desde la primera línea del texto, que trata sobre la reconciliación, ésta afecta al universo como acción y fruto del Resucitado y de la inhabitación de la plenitud en él. Más extraño era, sin embargo, en las condiciones de su tiempo, hablar de “reconciliación[10] de los hombres” en razón de la muerte de Jesús. Así, pues, el himno proclama a Cristo uno con el mundo, cabeza del mismo, su unificador, su reconciliador y quien pone a los hombres en paz con la naturaleza[11], y la comunidad lo confiesa en su alabanza, porque él sigue siendo, de modo permanente, aquel mediante el cual Dios se hace cognoscible, inteligible en su creación (gr. = panta: “todo”; y las menciones que el himno hace constantemente al “universo” y a sus componentes).

Solemos con frecuencia dejar de lado esta afirmación de la fe cristiana relativa a la creación, cuando el NT la presupone en todos sus textos, aunque temáticamente rara vez la desarrolla. Pero llama especialmente la atención que ella sea tratada siempre en relación con Cristo. Este tratamiento de la cuestión, en la época de las comunidades de influencia paulina – y diría yo, también como hoy – suscitó divergentes interpretaciones, inclusive en la órbita judía. Recuérdese el caso del Areópago (cf. He 17,22-31), en donde Pablo acude a argumentos tomados de la religiosidad (v. 23), de la didáctica (v. 24b.25a) y de la poesía (v. 28) griegas, para resaltar su coincidencia con la doctrina judía acerca de la creación. Aunque es expresa su mención de “Dios” en la cima del argumento, con todo, para Pablo, es indiscutible que ella se hace desde una profesión cristiana de fe, porque un Dios que no tenga el rostro de Cristo no puede ser considerado un verdadero Dios.

Pero, viceversa, a Dios sólo se lo puede conocer verdaderamente si se lo considera orientado hacia el hombre, en su iniciativa y derroche de amor. Cuando asecha el peligro constante de convertir a Dios en una mera clave, o en un símbolo, por ejemplo de todo lo que llamamos “amor” los seres humanos, como un dios Eros que representa el amor humano[12], Cristo es invocado en el texto como aquel que desde el principio, ya antes de la creación, es “imagen” y “primogénito”, entendiendo por ellos, la expresión de la dinámica amorosa de Dios que sale de sí y se dirige y se entrega al hombre. No es posible conocer a Dios ni “en sí” ni “para sí”, sino solamente en tanto que “se hace imagen”, es decir, en su actuar, que apunta a su Hijo, y a través de su Hijo, al mundo. Pero, siempre, su acción permanecerá absolutamente por encima del mundo, de modo que lo que es amor en el mundo es sólo derroche de un amor que existe antes que el mundo, el que se da en el seno de la Trinidad. De esta forma, el mundo es conducido desde su origen hasta su meta por la voluntad amorosa de Dios, y, por así decirlo, no se puede salir nunca de sus manos: y es Cristo quien le da sentido a la vida y al universo[13]. Más aún, como se ha señalado antes (cf. supra, 2.b.1)6, p. 646s), para Juan, Jesús es el Λόγος, es decir, el Sentido de la historia, de toda la creación[14].

2. Caeríamos en una deficiente comprensión de la historia de la salvación, entonces, si consideráramos que la resurrección y glorificación de Cristo nada tuvieran que ver con el resto del cosmos. Esto se ha de aplicar, en particular, a la resurrección de todos los muertos. Examinemos mejor la cuestión.

Para San Pablo, como dijimos antes, era claro que Jesús “es el primogénito de entre los muertos” (cf. 1 Co 15,20; Col 1,18; He 26,23). Llama aún más la atención cuando (cf. supra, 2.a.5, p. 615) su argumento – en eso buen fariseo – consiste en que no se comprende la resurrección de los muertos a la luz de la resurrección de Jesús, sino al contrario: la resurrección de Jesús se ilumina en el horizonte de la resurrección general de los muertos, como explica a los Corintios (1 Co 15,13).

En consecuencia, la resurrección de Jesús se sitúa en una perspectiva universal, no es sólo un acontecimiento particular y aislado: se abre en perspectiva de futuro. Encierra, por tanto, un lanzamiento hacia una “plenitud escatológica” que toca a todo el hombre y a todos los hombres, cuando se realice una “humanidad nueva” y un “mundo nuevo”. La resurrección de Jesús, en ese sentido, es anticipación e inicio de la profunda y más plena realidad a la que aspira la creación entera (cf. Rm 8,19ss), es decir, a una “recapitulación” y “síntesis universal”.

3. Nuestra historia, por tanto, si quiere “leerse” desde esta perspectiva de “plenitud” y en camino hacia ella, no sólo debe “leerse” a la luz de la resurrección de Cristo, sino también, a partir de una actitud radical de esperanza, que conlleva el ejercicio activo y comprometido de otras numerosas virtudes y de diversas funciones y habilidades, inclusive dentro del orden de las actividades científicas y técnicas, para operarla.

Porque, ciertamente, la esperanza cristiana no es una esperanza abstracta, desligada de las realidades cotidianas de nuestro tiempo. Posee unos rasgos humanos concretos, tiene una figura humana: la de Jesús, el Cristo, que se entregó por nosotros. Esto significa que Jesús, por su destino e historia, y sobre todo por su destino glorioso, se ha convertido verdaderamente en la “salvación del mundo” (cf. Rm 1,25), del que ningún elemento que lo constituye queda por fuera del efecto de su irradiación.

La obra de Cristo “mediador” no está desligada de la acción del Espíritu, sin embargo. Si la persona de Cristo se ha de considerar “en el Espíritu”, como lo afirman los textos bíblicos, su obra también, por lo tanto, lo es. Cristo es la salvación en persona, él es “nuestra pascua” (1 Co 5,7b), él es “nuestra salvación”[15] (objetivamente). Pero esta salvación se hace “sujetiva” por la fe que se hace participación de la vida de Jesús en el “Espíritu” de Cristo, que es la Cabeza e irriga la vida a todo el cuerpo (cf. Col 1,19-20):

“Pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la Plenitud (plhrwma), y reconciliar (apokatallaxai) por él y para él todas las cosas, pacificando (eirhnopoihsaV) mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos[16]”.

En seguida Pablo explicará en qué sentido se refiere a Jesús como “Plenitud”:

“Mirad que nadie os esclavice mediante la vana falacia de una filosofía (filosofiav), fundada en tradiciones humanas, según los elementos del mundo (kata ta stoixeia tou kosmou) y no según Cristo (kai ou kata Χriston). Porque en él reside toda la Plenitud de la Divinidad corporalmente (pan to plhrwma thv qeothtov swmatikwv), y vosotros alcanzáis la plenitud en él (kai este en autw peplhrwmenoi), que es la Cabeza (ov estin h kefalh) de todo Principado y de toda Potestad[17]” (Col 2,8-10).

“Plenitud” se refiere, pues, al Cristo resucitado, pero no sólo en su perspectiva divina y eterna, que poseía ya por ser el Segundo de la Trinidad, sino simultáneamente corporal e histórica, es decir, en la “plenitud del Ser”; y es precisamente en cuanto tal como directamente ha afectado no sólo a la humanidad que asumió, sino al mundo creado, al cosmos, que, indirectamente, también asumió. Ahora bien, esta condición suya no es de su exclusividad, porque todos los seres humanos todos están llamados a ese mismo triunfo, y los cristianos participan ya en él – gracias a los sacramentos – y en la medida de su asociación personal, activa y efectiva con Cristo Cabeza.

4. Jesucristo es considerado por los cristianos, pues, con justa razón, como el “fundamento de la historia”. Al crear Dios el mundo y a los hombres en Cristo les comunica de su “Plenitud”. Inclusive, permitiendo el pecado, porque de esa manera Cristo podría ser su “Redentor”; lo mismo que, queriendo la Iglesia, podría Cristo tener un “cuerpo”. Por eso, toda la historia es “historia sagrada”, “historia de salvación”, porque ha sido querida en función de la encarnación, de la kénosis, de la resurrección y de la recapitulación del cosmos y de la humanidad “con Cristo, por él y en él”.

5. Dios nos ha concedido acceder por la fe al conocimiento de Dios Padre que nos ha dado a su Hijo, que nos ha hecho sus hijos, y que así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor. De este modo transforma nuestra impaciencia y nuestras dudas en la esperanza segura de que el mundo está en manos de Dios y que, no obstante las oscuridades, al final vencerá Él, como luminosamente muestra el Apocalipsis mediante sus imágenes que, siendo sobrecogedoras, suscitan y producen en los lectores y oyentes un efecto pragmático de salvación[18].

De igual modo, estas afirmaciones acerca de la “mediación de la creación” y de que se ha llegado en Cristo a la “plenitud de los tiempos” son cuanto San Pablo afirmaba al escribir que la persona y la obra de Cristo nos salvan:

“Pero, al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva” (Ga 4,4s).

Así, todo el NT no trata de “verdades desconocidas” sino del designio eterno de Dios realizado no según medidas humanas, sino conforme a la revelación en Jesucristo, Dios y hombre, y que llegará a su “plenitud” con Él en el tiempo (cf. Mc 4,11s). Toda realidad se apoya, pues, en Él; todo su conjunto tiene en Él su sentido, su consistencia. Si Él como Hijo es para Dios y para los demás, así su presencia está en todo de una manera real, característica y efectiva, o, de igual modo, como ya dijimos, todo está en Él. Y de esta manera en todas las cosas va Él trabajando, ocultamente muchas veces, pero transformándolo todo. Y esta es, sin lugar a dudas, una clave para la existencia del cristiano: como Cristo al Padre, y por Cristo al Padre, su respuesta en la vida diaria ha de ser encontrar a Cristo en todo, no un apartarse de la realidad, sino un profundizar en la realidad para reconocer en ella la obra manifestativa de Cristo, una manifestación universal.

2)      El texto de Efesios 1,3-14

6. Como un acento particular de esta “plenitud” – ya, pero todavía no –, una acción de Cristo resucitado se proyecta en ese mismo sentido. El NT lo refiere con las palabras “síntesis” o “recapitulación”. Lo encontramos en el excelente texto de San Pablo a los Efesios (1,3-14[19]), especialmente el v. 10:

“[… dándonos a conocer el Misterio de su voluntad…] para realizarlo (oikonomian) en la plenitud de los tiempos (kairwn): hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza (anakefalaiwsasqai)[20], lo que está en los cielos y lo que está en la tierra”[21]

Después de afirmar en los vv. anteriores del “himno” que el contenido del mismo y único misterio que Dios ha querido darnos a conocer, y que efectivamente así ha ejecutado (oikonomian= gr.: “economía”), comprende una triple la sabiduría de su revelación en Cristo, a Cristo mismo como su sabiduría y la Iglesia como Cuerpo de Cristo y su sabiduría[22] , San Pablo pasó a considerar la finalidad misma de esa decisión y de la ejecución de ese designio por parte de Dios. Para ello, empleó la expresión anakefalaiwsasqai, que no sólo indica la finalidad que tenía todo lo anterior, sino que muestra el escenario total en el que todo lo anterior encuentra su integridad, integración y sentido, como el desenlace de la trama, del que, además, proviene una bendición, igualmente triple.

Dios, pues, afirma San Pablo, nos ha concedido gratuitamente esa sabiduría al comunicarnos el misterio de Cristo y de la Iglesia. Esa determinación la había adoptado ya Dios antes de todos los tiempos, pero la ha realizado al momento en que quiso que su Hijo fuera la “plenitud” de los tiempos. A esta realidad (“Cristo = ser plenitud de los tiempos”), observemos, San Pablo no la denominó con el simple sustantivo “tiempo” (gr. = χρόνος) – comprendido como “duración de las cosas sujetas a mudanza” –, que, por supuesto, existía, ni con la actual definición del término: “magnitud física que permite ordenar la secuencia de los sucesos, estableciendo un pasado, un presente y un futuro. Su unidad en el Sistema Internacional es el segundo”[23]. Sino con el término específico kairwn. Para comprender mejor la intención de San Pablo, qué quería decir con esta expresión debemos mirar un poco atrás, es decir, hay que mirar las cosas en retrospectiva.

En efecto, existe una relación entre la oikonomian y este kairwn oikonomian, como sabemos, puede tener el sentido de “administración”, pero también el “oficio de administrar”[24]. Se refiere, entonces, a la “sabiduría”, por tanto, que gratuitamente Dios ha querido ir participando a los hombres. Así, pues, lo que el texto quiere decir es que la πλήρωμα (“plenitud”) no es sólo una cuestión de “momento”, sino una cuestión de dimensión, en la que esta “dimensión” corresponde nada menos que a la “dimensión divina”, que se da a participar a los seres humanos. Ahora bien, esta “plenitud” no ha ocurrido, y de hecho para los seres humanos no podía no ocurrir así, sino como πλήρωμα τοΰ χρόνου, es decir, tras una sucesión de tiempos de la historia[25], que se van sucediendo a medida que se van cumpliendo. Así, en cada época, se han ido dando esos espacios de plenitud divina, hasta que Cristo, designado por el Padre como el Οικονόμος, el “Administrador” de esta “pléroma” entra, él mismo, en la historia, y la historia, nuestro tiempo, se llena de Dios.

La voluntad de Dios se cumple, entonces, en la “plenitud de los tiempos” que es Cristo. Pero, en realidad, en esta “plenitud” que se ha realizado “ya”, existe algo que “aún no se ha realizado”: anakefalaiwsasqai ta panta: que el universo tenga en Cristo su “cabeza superior” o su “cabeza supraordenada”, bajo la cual se una y se renueve. Cristo es “ya”, por ser “plenitud de divinidad en el tiempo”, esa Cabeza, así como también lo es “de la Iglesia” (Col 1,18); pero, a través de ella va haciendo que universo se eleve, hasta alcanzar, también él, su “plenitud”. La Iglesia es el “lugar” para conocer y reconocer este proceso que ya se está llevando a cabo, y en donde se hace realidad este proceso en el que Cristo es Cabeza, pues ella “es su Cuerpo” (Col 1,18). Así, Cristo no está sólo al principio, en el diseño mismo de este plan del Padre, sino en su ejecución del mismo en el transcurso de la historia humana, y hasta llegar a la plenificación divina del cosmos entero. Esta realidad, dice s. Pablo, se ha realizado ahora que Dios nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad, es una palabra cumplida. Y nosotros, hombres y mujeres de nuestro tiempo, podemos experimentarla y manifestarla: en la bendición que significa que fuimos elegidos y destinados por Dios Padre, en Cristo, a ser sus “hijos” en santidad (una sutil diferencia entre anakefalaiοsiς  y anakefalaυoσiς); en la bendición que significa haber sido amados y perdonados en nuestros pecados, por la sangre de Cristo, el Hijo del Padre; en la bendición que consiste en poseer la sabiduría y prudencia de Dios Padre que nos ha participado, por Cristo, su voluntad con el don del Espíritu.

Así, entonces, de la misma manera que empezábamos la cristología narrativa sugiriendo volver a los orígenes del argumento central de la investigación, situándonos en el ambiente de expectativa que rodeaba la esperanza de Israel; de la misma forma como la resurrección de Jesús nos anima a considerar nuestro momento actual en una perspectiva de esperanza dinámica y eficaz; así también la “recapitulación” de Cristo nos anima a mantener una esperanza y una expectativa “vigilantes”, investigando y descubriendo en todo lo que nos rodea y en todos los acontecimientos los “signos de los tiempos” de esa “plenitud” a la que la historia humana y el universo entero están llamados y atraídos, desde su meta, por Cristo y en Cristo.


b. La acción creadora, sostenedora, renovadora y recapituladora de Cristo en dos textos contemporáneos y en la reflexión actual y su referencia a la búsqueda, conocimiento, adhesión y mantenimiento de la Verdad sobre Dios, sobre su Iglesia y sobre el hombre

7. Desde las complejidades – y, en realidad, simplicidades – del universo considerado en lo micro y en lo macroscópico, se constatan las huellas de su transformación y de su superación constante desde los átomos y la energía más originales (cf. supra, cap. 1°, sección VIII, 1,b), pp. 72-82). No se trata de la simple coronación de procesos que provienen de una masa sin forma ni dirección alguna, sino del descubrimiento de una “gracia absoluta”, que va emergiendo en nuestro universo como el amanecer de cada nuevo día, gradualmente, indefectiblemente, para eliminar las sombras. A estos niveles de comprensión han llegado, entre otros y en nuestros tiempos contemporáneos, dos “místicos”, si podemos llamarlos así: uno, el recordado P. Pierre Teilhard DE CHARDIN[26]. Teilhard es un verdadero apasionado de la búsqueda por el sentido de las cosas, de sí mismo, del universo. Y lo encuentra, pleno, exclusivamente en el Verbo Encarnado. El otro “místico” es corporativo, la voz de la Iglesia toda que se expresó en el Conc. Vat. II. Lo observaremos en las dos “conclusiones” de los capítulos tercero y cuarto de la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno – Gaudium et spes –. Las palabras de uno y otro, en realidad, me relevan, prácticamente, de todo comentario.

8. Teilhard, hablando sobre la Encarnación, señala que ella no fue sólo un episodio del pasado, sino que, por estar centrada en Cristo, como la Tradición lo ha recogido, se continúa, en cierta forma, en el tiempo:

“En la nueva Humanidad que se está engendrando hoy – afirmaba Teilhard – el Verbo ha prolongado el acto sin fin de su nacimiento, y, en virtud de su inmersión en el seno del Mundo, las grandes aguas de la Materia, sin escalofrío[27], se han cargado de vida. Nada se ha estremecido, en apariencia, en esta inefable transformación. Y, sin embargo, al contacto de la Palabra sustancial, el Universo, inmensa Hostia, se ha convertido, misteriosa y realmente, en Carne. Desde ahora, toda la materia se ha encarnado, Dios mío, en tu Encarnación”[28].

Sobre el aspecto kenótico de la Encarnación, de igual modo insiste Teilhard, se trata de un proceso que se va dando, a nivel personal, por supuesto, pero, así mismo, en el ámbito social, y, más aún, en el nivel de las estructuras mínimas de la materia[29]:

“[…] Eso que entreveía mi pensamiento indeciso, eso que reclamaba mi corazón en aras de un deseo inverosímil, me lo das Tú magníficamente: que las criaturas sean no sólo de tal modo solidarias entre sí que ninguna pueda existir sin todas las demás para rodearla, sino que estén de tal forma suspendidas en un mismo centro real que una verdadera Vida, sufrida en común, les proporcione, en definitiva, su consistencia y su unión”.[30]

Y prosigue:

“Si creo firmemente que todo en torno de mí es el Cuerpo y Sangre del Verbo, entonces para mí (y en cierto sentido para mí sólo) se produce la maravillosa “Diafanía” que hace trasparezca objetivamente en la profundidad de todo hecho y de todo elemento el calor luminoso de una misma Vida. Si, por desgracia, mi fe se debilita, inmediatamente la luz se apaga, todo se hace oscuro, todo se descompone… Para que ningún veneno me dañe hoy, para que ninguna muerte me mate, para que ningún vino me embriague, para que te descubra y te sienta en toda criatura, ¡haz, Señor, que crea!”[31]

Teilhard no puede desvincular Encarnación y Resurrección del Verbo de Dios. Pero una y otra manifiestan dos aspectos convergentes de la misma realidad universal:

“¿Puede el Hombre entregarse plenamente a una naturaleza únicamente humana? Desde siempre, el Mundo, por encima de todo Elemento del Mundo, se había apoderado de mi corazón, y jamás me hubiera doblegado sinceramente ante nadie. Por eso, durante mucho tiempo, a pesar de creer, he andado errante sin saber lo que amaba. Pero hoy que, merced a la manifestación de los poderes suprahumanos te ha conferido la Resurrección, traspareces para mí, Señor, a través de todas las potencias de la Tierra, ahora te reconozco como mi Soberano y me entrego deliciosamente a Ti”[32].

Y, finalmente, manteniéndose en esa misma perspectiva del Resucitado pero mirando a su acción de “plenificación” final, escribía:

 “Cristo glorioso: Influencia secretamente difundida en el seno de la Materia y Centro deslumbrador en el que se centran las innumerables fibras de lo Múltiple: Potencia implacable como el Mundo y cálida como la Vida: Tú en quien la frente es de nieve, los ojos de fuego, y los pies son más centelleantes que el oro en fusión; Tú, cuyas manos aprisionan las estrellas; Tú que eres el primero y el último, el vivo, el muerto, el resucitado; Tu que concentras en tu unidad exuberante todos los encantos, todos los gustos, todas las fuerzas, todos los estados; a Ti era a quien llamaba mi ser con un ansia tan amplia como el Universo: ¡Tú eres realmente mi Señor y mi Dios!”[33].

De esta manera, se puede comprender como los tradicionalmente denominados ámbitos “natural” y “sobrenatural”, como en Cristo, no se sobreponen uno al otro, ni corren paralelos uno al otro, separados, como sin tocarse; por el contrario, lo sobrenatural, en realidad, es la plenitud de lo natural llevada a cabo por Cristo, pues en todo está Él trabajando.

9. El Concilio reafirmó la verdad niceno-constantinopolitana de una manera adecuada a nuestro tiempo:

“Ignoramos el tiempo en que se hará la consumación de la tierra y de la humanidad (cf. He 1,7). Tampoco conocemos de qué manera se trasformará todo el universo… pero Dios nos enseña que nos prepara una nueva morada y una tierra donde habita la justicia (cf. 2 Co 5,2; 2 Pe 3,13), y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano (cf. 1 Co 2,9; Ap 21,4-5)…
“Pues los bienes de la dignidad humana, la unión fraterna y la libertad; en una palabra, todos los frutos excelentes de la naturaleza y de nuestro esfuerzo, después de haberlos propagado por la tierra el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal: «reino de verdad y de vida; reino de santidad y gracia; reino de justicia, de amor y de paz» (Misal Romano, prefacio de la solemnidad de Cristo Rey). El reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección”[34].

Y, por último, aseveró:

“La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la humanidad…
“El Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, se encarnó para que, Hombre perfecto, salvara a todos y recapitulara todas las cosas. El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones (cf. Pablo VI, alocución del 3 de febrero de 1965). Él es aquel a quien el Padre resucitó, exaltó y colocó a su derecha, constituyéndolo juez de vivos y de muertos. Vivificados y reunidos en su Espíritu, caminamos como peregrinos hacia la consumación de la historia humana, la cual coincide plenamente con su amoroso designio: «Restaurar en Cristo todo lo que hay en el cielo y en la tierra» (Ef 1,10).
“He aquí que dice el Señor: «Vengo presto, y conmigo mi recompensa, para dar a cada uno según sus obras. Yo soy el alfa y la omega, el primero y el último, el principio y el fin» (Ap 22,12-13).”[35]

10. La vocación primera y universal del ser humano, la comunión con Dios, fue frustrada históricamente por el pecado. Jesús recoge y asume esa historia anterior y posterior a él para restablecer esa comunión interrumpida. Sólo que su encarnación-kénosis-resurrección es el comienzo de un trayecto que tendrá que llegar a su perfección, humana y cósmica: Jesús ha dado comienzo a los “últimos tiempos”, los que preceden al final de la historia.

“Síntomas” de este proceso comenzado son los reconocibles rasgos de auténtica santidad, aunque, imperfecta, que se dan en el tiempo, y que esperan su cumplimiento (cf. 1 Co 15,28). Por tal motivo comprometen la autenticidad de los discípulos de Jesús, quienes no pueden quedarse estáticos, mientras contemplan a Jesús glorioso (cf. He 1,8).

Por eso, sea que se los llegare a considerar meramente como individuos o, como lo son en verdad, como miembros de una comunidad, tendrán que esmerarse, por todos los medios a su alcance, para expresar que su espera está unida a la vigilancia, es decir, que no es meramente pasiva, y que ella va soportada por una paciencia puesta a prueba, de modo que ni las persecuciones que pudieran sobrevenir fueran capaces de desarraigarla de su sólido fundamento de verdad. No se trata, entonces, de una pretendida victoria de la Iglesia sometiendo a sus adversarios con instrumentos económicos o políticos; ni tampoco de alcanzar estadios de progreso indefinidamente crecientes y sostenidos: todo ello significado por la realización de algún “reino de Dios”. No. Para muchos el libro del Apocalipsis aparece como un libro de la Biblia más que enigmático, capaz de infundir miedo y desazón, cuando su enseñanza más cuidada es animar a los seguidores de Cristo a la espera de la victoria definitiva de Dios sobre la mentira y el mal, no importa bajo qué formas se pudieran expresar.

11. Como se ha podido advertir en los párrafos precedentes, la “recapitulación” de Cristo marca no sólo la extensión del misterio de Cristo a la totalidad de la historia, de la Iglesia y aún del cosmos, sino la “verificación” misma del plan de Dios en su realización y consumación (cf. EG 237). De ahí que las características “fraternas” de la “filiación afiliante” de Cristo consistan, en últimas, en la realización de la máxima unión de Dios con los hombres y entre los hombres, y de la realización de la paz de éstos con toda la naturaleza. Proceso que, sin embargo, no es ni automático ni se logra por la fuerza, como se ha dicho ya, sino gracias a esa dimensión recapituladora de Cristo. Nuevamente reconocemos que se trata de acoger un don que le ofrece Dios, y no el fruto del esfuerzo por apropiárselo por parte del hombre (cf. Gn 3,6b).

El pecado, en todas sus expresiones, es fuente de mucho dolor. Ofende principalmente a Dios, por supuesto, pero, también a sus propios autores. La recapitulación de Cristo va en línea contraria, porque revaloriza todo dolor humano como dolor de Cristo y dolor de Dios en Cristo y urge a las mujeres y hombres de nuestro tiempo para que procuren, por todos los medios, desarraigar las causas, personales y estructurales, que producen ese dolor.

12. Por otra parte, la recapitulación en Cristo, como pone la historia en su debida y lograda perspectiva, acredita a la Iglesia, al mismo tiempo, de la que él es su Cabeza, como “la porción del mundo en la que el mundo cobra conciencia plena de la profundidad de lo que ya es…: Cuerpo del Resucitado”[36]. La Iglesia no se puede comprender, entonces, como una realidad independiente o autónoma de su Cabeza, ni como un siempre hecho social que se afirma a sí mismo – como enfrentada a Jesucristo o como de alguna manera superior a él –, sino todo lo contrario, necesariamente referida a él. Y si podemos afirmar que ella es “anticipo del Cristo total” es porque ella todo lo ha recibido, de una manera explícita y consciente, de la plenitud de Cristo. Su misión consistirá, entonces, en poner de relieve ese carácter de donación de plenitud que la constituye, pero que no se detiene en ella sino que abarca hasta el universo entero, como ha sucedido por la encarnación kenótica, y como la resurrección de Cristo y su recapitulación le señalan su término.

Para una universidad católica se trata de un dato definitivo: docentes y estudiantes, como Iglesia totalmente entregada a su Esposo, “leen” todo a su luz, a la luz de quien es Lόgoς - Cάriς - Sofίa, descubriendo sus rastros en las partículas elementales y en los versos de los poetas, en los códigos de las leyes, en los acontecimientos de la historia, en las obras artísticas, en las matemáticas y en las demás manifestaciones de la cultura y de las culturas, ya que sin Él nada ha sido hecho de cuanto existe (Jn 1,3). Por eso en todo y en cada cosa su puede vislumbrar un reflejo de Él, por supuesto según grados y modalidades diferentes. Y cuanto nuestra inteligencia humana puede captar lo logra gracias a que cada uno de nosotros, los seres humanos, en modo y medida diversos, llega a participar de esta Sabiduría creadora. También de esta realidad sublime nace el hecho – y la exigencia vocacional correspondiente – de que los seres humanos estén ordenados y dotados para emprender el camino de la búsqueda investigativa, del estudio y del diálogo científico en todos los campos del saber.   

13. Y así, pues, al referirnos a la normatividad canónica de la Iglesia, ella tiene que afirmar en los cc. – como lo afirma –, que su tarea y misión fundamental en el mundo van en esta misma línea del anuncio evangélico. Más aún, la normatividad canónica asevera que si el anuncio de la Verdad salvífica y la realización de la salvación eran los cometidos de la misión de Cristo (Evangelizador, pero, no sólo, sino él mismo Evangelio), conforme a la tarea que el Padre le encomendó, no otros pueden ser los cometidos que tiene la Iglesia como cuerpo suyo que es en la historia, de modo que el horizonte de su actividad y el contenido del Evangelio que ella sigue anunciando – la persona de Jesús en el contexto de la historia de la salvación –, son también los de la “dignidad de la persona humana” y de la “salus animarum” (cf. c. 747 § 2), “suprema lex” para la Iglesia (cf. c. 1752). Con toda razón, por eso, ha afirmado el Papa BENEDICTO XVI que “en el Evangelio viene inaugurado un nuevo humanismo, una auténtica «gramática» del hombre y de toda la realidad”[37].

De igual modo, promover la “fraternidad universal” y la “valoración de las realidades temporales”, con toda su riqueza de expresiones (en culturas, tradiciones y ritos), son, a su vez, otras “tareas” permanentes y fundamentales de la Iglesia (cf. c. 755), que cumple así su papel de ser “signo e instrumento de la unidad de todos los hombres” (LG 1) porque “remite” a todos y a todo a Cristo, su Señor y Salvador. 

14. Cristo, “Recapitulador” y “Reconciliador universal”, finalmente, no son meramente títulos suyos. Son dos calificativos que nos ponen frente a la obra total encomendada a él por el Padre y realizada mediante su Espíritu, como atestiguaba s. Pablo al decir que esa es “la obra que Dios quiso llevar a cabo por medio de Cristo” (cf. el texto de Ef 1,19-23, en especial el v. 19): la obra “acabada” de la creación y de la redención en unión indisoluble.

De la misma manera, referidos a los hombres y a la historia, esos calificativos resaltan que todos, mujeres y hombres, se van incorporando hasta formar una “Humanidad Nueva” en la que hallan su “plenitud”, su “paz” y el desarrollo total de su “misterio”, bajo la acción de Cristo-Cabeza, “por la sangre de la cruz” (Col 1,20). Porque Jesucristo no sólo debe considerarse como la causa meritoria de toda gracia, sino también como la causa eficiente de la misma. Y, en consecuencia, las acciones salvíficas que él realiza en los seres humanos no son sólo suyas, sino suyas y de sus miembros[38].

Más aún, vistas así las cosas, podemos sostener que la fe nada añade, en el orden cuantitativo, a la creación, ya que la redención-recapitulación es la plenitud de la creación; porque la primera y las otras, son, si se quiere, etapas o niveles de realización de un único “plan de Dios”, que da consistencia a todas las cosas.

De lo anterior podemos afirmar que existe, entonces, una nueva razón para que se considere que la búsqueda de la santificación personal – entendida en esos términos – sea también una “obligación” para todos los seres humanos, y no sólo para el creyente (cf. c. 210); lo mismo que la Iglesia sea continuación de la acción creadora de Dios respecto del universo, porque el universo es principio de la Iglesia. Más aún, ello explica en el fondo, junto con otras razones, por qué la Iglesia se ha de preocupar y se preocupa por los problemas referentes al “desarrollo” integral y universal de los hombres y de los pueblos[39].

15. La plena e integral divinización de los seres humanos (cf. GS 22e) y del cosmos (cf. GS 45) serán el último resultado de la eficacia del vínculo fundamental que existe entre Cristo recapitulador, y el capítulo final de la búsqueda y conocimiento de la verdad, especialmente en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia, conforme a expresión que encontramos en el c. 748 § 1 y sus cc. relacionados. Entonces el misterio del amor de Dios al hombre se habrá manifestado y realizado en la Iglesia, “sacramento universal de salvación” (cf. LG 48b).





Conclusiones del capítulo:




Cuando las normas del Derecho canónico hacen una referencia expresa o tácita al Señor Jesús, o a Dios, debemos recordar que nuestras actuales preguntas referentes a Cristo y a la Iglesia están mediadas por dos mil y más años de historia. Por eso, querer responder a una pregunta sobre las razones a partir de las cuales se ha formulado el c. 748 § 1, en particular, acerca de la verdad sobre Dios, sobre Cristo y sobre la Iglesia, sobre el hombre y sobre el mundo – introduciéndonos así en el centro del kerygma apostólico –, sin tener en cuenta esta circunstancia, y sin mirar en retrospectiva y en sus procesos de desarrollo nuestra condición y conocimientos actuales acerca de ellas, no sólo hace indescifrable el asunto, sino que nos conduciría a falsos planteamientos y conclusiones. Gran parte de este capítulo se ha dedicado a seguir estos procesos.

Más en particular, se ha evidenciado que Jesús no partió de una teoría “a priori” cuando se planteó las preguntas acerca de Dios y del mundo, sino que ellas fueron el fruto de su sereno “amor a la verdad”. Jesús expresó así no sólo un sabio y justo ejercicio de la lógica y de la recta razón humana – incluso en sus momentos más polémicos –, sino también la persuasión de que éstas – así como las demás dimensiones de la existencia humano-divina – logran su desarrollo y llenan plenamente su cometido cuando son fruto de una experiencia religiosa (o espiritual) – en el nivel más profundo de la propia conciencia – como la suya y se aplican a examinar dichas preguntas interrogándose por “el orden de cosas de Dios”, y, a partir de ello, a considerar las diversas cuestiones humanas(-divinas) desde la perspectiva de “la fe”. Hemos evidenciado, de igual manera, que fueron estas preguntas, dialécticamente, por así decirlo, el camino que condujo a Jesús a responder la pregunta acerca de sí mismo. ¿Qué se ha encontrado al final, en este último sentido, en los rastreos que hemos llevado a cabo? ¿Cuáles fueron las determinaciones que a partir de tales hechos tomó la Iglesia naciente – primeros siglos – para fijarlos en sus fórmulas de fe? Fueron estos otros de los interrogantes que hemos trabajado a lo largo de este capítulo.


1.    En orden a la identidad de Jesucristo: ¿Quién es Jesús, el Cristo?


1. Si miramos a la cristología narrativa en una visión panorámica general encontraremos que los textos, predominantemente de Lucas y de Juan que hemos analizado, nos proporcionan datos que destacan, por ejemplo: la perspectiva cultural y psicológica del proceso personal de inserción de Jesús en el mundo y en la historia y en las tradiciones de su Pueblo; luego vinieron los debates y las tomas de posición de Jesús en relación con la Ley religiosa de su nación y con el derecho común por entonces vigente; pero, así mismo, la valoración y ejemplificación que hizo de la fe como capacidad de Dios al hombre para averiguar Su voluntad a través de los signos de la naturaleza y de los tiempos de la sociedad; y, finalmente, sobrevino para él la hora de su agonía y de su propio testimonio acerca de la Verdad sobre Dios y sobre sí mismo. En todo ello, se ha observado que el problema de la “verdad” no se esclarecía, en su opinión y en su modo de obrar, sino cuando ella era fruto del amor por la verdad, y se la ponía en relación con la “verdad” antropológica y, aún más radicalmente, con el de la Verdad revelada por Dios.  

Pero nos interesa recalcar en este punto los aspectos más atinentes al tema de esta investigación y que se ha desarrollado ampliamente a lo largo del capítulo: las relaciones de Jesús con la “verdad”, comprendida ahora en toda la amplitud, profundidad y densidad con que la hemos ido encontrando a lo largo de estas páginas. En un bellísimo texto – naturalmente, postpascual, y escrito a varios años de ocurridos estos episodios (¿no menos de 30?) – con el que nuestro querido evangelista Lucas – y la comunidad cristiana de la que él procedía – concluía los “hechos de la vida oculta” de Jesús en Nazaret, quiso él recoger resumida y selectivamente las características principales de lo que fue ese tramo de la vida de Cristo – que a tantos ha sugerido múltiples enigmas[i] - y hacer de éste un paradigma o clave de comprensión y paradigma de lo que fue, en resumen, la vida toda de Jesús, que luego desarrollaría en capítulos en el resto de su Evangelio. No es este el lugar, ciertamente, para reproducir todo ese episodio (2,41-52)[ii]. Nos interesa sólo acentuar que estas relaciones se deben considerar como parte y expresión de su proceso humano, primero como niño y como adolescente, luego como adulto; y que Jesús no sólo no esquivó, sino que positiva y expresamente ejercitó una relación inmediata con la verdad: más aún, esta relación fue no una simple consideración teórica ni externa, sino un constitutivo fundamental e insustituible de su “hacerse hombre”, de la “plena asunción de su condición humana” por parte del Verbo, de modo que mediante esa asunción plena realizó la misión salvífica encomendada por el Padre. Su cooperación completa a la acción del Espíritu lo animaba ardorosamente a buscar y a conocer la verdad acerca de todo lo humano y del cosmos – inclusive el “sentido de lo humano” o, como algunos expresan: “el sentido de humanidad”–, a abrazarla vitalmente y a mantenerse en ella, muy especialmente en lo que tenía y por cuanto tenía que ver con Dios.

Pero no sólo esto, sino que participaba personalmente en esa actividad junto con su pueblo, insertándose, así, en la tradición más original y auténtica de su nación, y desarrollándola hasta que alcanzara, gracias a él, su plenitud. De esta manera, fueron claves en este proceso no sólo los momentos de las discusiones, de las confrontaciones y de las denuncias que él entablaba contra ciertas instituciones que reclamaban su perduración e insistían en la perpetuación atávica de su injusticia y de su incoherencia, sino, por sobre todo, los momentos de encuentro amical, de acogida, ternura y acogida, de perdón e inclusive de soledad y de sueño, así como los largos, virtuosos y aún silenciosos momentos dedicados al estudio, a la observación, al aprendizaje, al trabajo, a la contemplación y a la oración.

De la misma manera, para Lucas, como testigo cristiano de la primera generación, no cabía duda de que Jesús, su Maestro, si por algo se había destacado, desde el primero hasta el último día de su ministerio y misión, había sido, precisamente por haber encontrado en él, a cabalidad, sinceridad y coherencia excepcionales, de tal manera que era una respuesta categórica a su personal proceso de búsqueda de sintonía y obediencia a la voluntad de su Padre: Jesús había sido un verdadero “mártir”, en el sentido más prístino de la expresión, y, por lo tanto, digno plenamente de crédito. Así, al expresar una tan enérgica crítica en ese punto a sus antagonistas, Jesús se había expuesto a ser, él mismo, acusado. Pero no se encontró engaño alguno en su boca.

Al examinar esta manera de proceder de Jesús, Lucas insiste en exteriorizar que, para Jesús, la “justicia” del Reino no era algo como extrínseco o exterior a él mismo, sino el resumen y la expresión de los “valores humanos”. Y que, a partir de la interiorización y del discernimiento de esa “justicia” y de las elecciones que fue efectuando con esa clara intención a lo largo de su itinerario vital, Jesús había ido estructurando su personal vivencia religiosa y moral de dichos valores: su personal “justicia”, su “obrar la verdad”, su “caminar en la verdad” hasta la entrega amorosa de su vida en las manos de su Padre.

Jesús había sido “hijo de su tiempo”. Y en cuanto tal se destacaban su conciencia “social” y su conciencia “cultural”: en sus palabras, silencios, actitudes, gestos y acciones se podía observar la verdad de esta afirmación y lo genuino de su comportamiento humano, ejemplar. No evadía hacer el tratamiento analítico, crítico, lógico y racional que ameritaban situaciones y problemas, considerando, de igual modo, las consecuencias – incluso lejanas – de las mismas. En tal virtud, supo afrontar preguntas tan humanas como: qué podemos conocer, qué debemos hacer, qué nos cabe esperar; y exhibió y defendió en los hombres sus capacidades para pensar una universalidad sin exclusiones y un tipo de mundo en el que no es el sin-sentido el paso previo a su propia autodestrucción. Ejerció al máximo, en consecuencia, en su tono y en su modo de proceder, una actitud discursiva, persuasiva y proactiva, típica de la racionalidad humana[iii], en la que no estaban ausentes ni la libertad, ni la sensibilidad, ni la voluntad ni las demás dimensiones humanas: todo lo había examinado, lo había deliberado, discernido, decidido y ejecutado teniendo presente, de una manera sumamente característica en él, desde la relación que mantenía con el Padre, con el Reino de Dios y su justicia, es decir, teniendo de presente la “verdad” en su más alta consideración: por su referencia al bien humano y divino del hombre: de todo el hombre y de todos los hombres.

De ahí su enseñanza de que los individuos, sus agrupaciones e inclusive las sociedades políticas, cada uno en la parte que le corresponde, por razones inherentes a ese bien humano y en virtud de la capacitación divina otorgada, tengan que propiciar el surgimiento y efectuar la creación de aquellas condiciones – sociales, económicas, culturales, políticas, etc. – necesarias para que se realice plenamente la vocación humano-divina de cada uno de los hijos de Dios.

Esta decisión de Jesús fue no sólo fundamental sino también irrevocable, en relación con su Padre y al servicio de los hombres, y contra el poder del mal y de la muerte. Por eso Lucas percibió apropiadamente que, si bien había sido cierto que sobre Jesús se ejercieron los condicionamientos inherentes a la condición humana y, por si fuera poco, presiones de diversa y grave índole, de las que habían sido ejemplo las “tentaciones” – como ocurre también en cualquier ser humano –, igualmente había sido innegable que su voluntad siempre había sido auténticamente “libre”, y que, con su ejercicio las venció todas, en lo cual consistía su impecabilidad. Coincidieron con Lucas en esta captación todos los demás autores neotestamentarios[iv]. En cada una de esas situaciones, Jesús “buscó”, “encontró”, “abrazó” y “difundió” la “verdad”. No una verdad cualquiera, sino aquella que correspondía con la “voluntad del Padre”, y respondió a ella. Como se ha visto, congruentemente decía de sí mismo: “Yo hago lo que veo hacer al Padre, yo hago las obras del Padre” (Jn 5,19); “No hago nada por mi propia cuenta […] Yo hago siempre lo que le agrada a Él” (Jn 8,29).

En idéntica praxis fue prioritaria la relación de Jesús con los “pobres”, de la cual se ha destacado también algunos aspectos de importancia notable: a) su atención y dedicación a los enfermos y a los “moribundos”; b) su curiosidad y cuidado en relación con la naturaleza; c) la mirada penetrante, e incluso crítica y nunca pasiva, en relación con los diversos ámbitos de la vida socio-cultural de su tiempo, mediante la cual siempre iba hasta sus raíces y era profundamente solidario con ellas, especialmente cuando las cuestiones económicas y políticas estaban en juego. Jesús había delineado, al obrar de esta forma, que no era suficiente conocer o tratar superficialmente estos asuntos. Por el contrario, según se ha podido evidenciar al rastrear el texto de Lucas, en razón precisamente del mismo quehacer y querer de Jesús relativo a la realización del Reino de Dios y su justicia en todos los seres humanos, y conforme al auténtico seguimiento de Jesús, lo necesario, lo fundamental y lo indispensable era hacer mujeres y hombres vivos y libres, de acuerdo con el querer y el modelo de Dios.

También en esto su persona y su mensaje siguen siendo actuales, especialmente cuando sentimos que el aire que respira nuestro espíritu se siente tan “contaminado”: hay que volver siempre a Jesús de Nazaret y preguntarse qué es lo que hoy sigue humanizando de él en un mundo soberbio. Diversos hechos sobre los que se ha llamado la atención han puesto ante nosotros el “ecce homo” ("he ahí al ser humano cabal"), e invitan a superar la prepotencia imperial del “civis romanus sum” ("soy ciudadano del imperio"). Mencionemos algunos pocos:

Fue fundamental, para él, mantener la misericordia, y la primariedad que ella tiene: nada existía más acá ni más allá de ella. Su honradez con lo real y su voluntad de verdad se expresaban, por ejemplo, en sus juicios sobre la situación de las mayorías oprimidas y de las minorías opresoras, en ser voz de los sin voz y voz contra los que tienen demasiada voz. Era típica, asimismo, su reacción hacia esa realidad que deshumanizaba, de ahí que asumiera la tarea de ser defensor de los débiles y de denuncia y desenmascaramiento de los opresores. Su fidelidad para mantener la honradez y la justicia hasta el final, en contra de crisis internas y de persecuciones externas, como se ha visto, llama la atención. Era inconfundible su libertad para bendecir y maldecir y para acudir a la sinagoga en sábado y relativizarlo en favor del ser humano, como criterio neotestamentario para la interpretación de la ley; libertad, en definitiva, para que nada se convirtiera no sólo en un obstáculo para “hacer bien” (“doing well”) sino para hacer el bien (“doing good”). De su sueño del fin de las desventuras de los pobres y de la felicidad de sus seguidores nacieron sus bienaventuranzas. Proverbiales fueron su acogida a pecadores y marginados, su sentarse a la mesa y celebrar con ellos el gozo de su liberación y reinserción, y su alegría de que Dios se revelaba a ellos. Sus signos fueron sólo modestos signos del reino y su horizonte utópico abarcaba a toda la sociedad, al mundo y a la historia. Y, sobre todo, de Jesús impactaba que confiaba en un Dios bueno y cercano, a quien llamaba Padre, y para quien, a la vez, estaba disponible, como un Padre que sigue siendo Dios, misterio inmanipulable. El Padre no era para Él ningún desconocido y lejano, sino todo lo contrario; y, conforme a lo que sabemos y creemos, en su persona y en su actuar se traslucía el querer y el obrar de ese mismo Dios.

Por eso, con justa razón, los habitantes de la Galilea y de la Judea de su tiempo lo llamaban con suprema razón “Maestro” (o, aún mejor, con nuestro querido Lucas: Επιστάτες: “el que enseña”), pues se comportaba cabalmente, en sus palabras y acciones, como tal. Título, sin embargo, que él personalmente atribuyó al Espíritu Santo: “El que enseñará”, porque había de ser Él quien continuara su obra comenzada en la historia. Todo esto, en mi sencilla opinión, tiene una consecuencia muy importante: que la Iglesia, su Iglesia, posee no una relación cualquiera con la verdad, ni aún siquiera con la Verdad: ya que ella sólo se construye en la fe, por la fuerza del Espíritu Santo, y no gracias a la sabiduría o a la elocuencia humana, la Verdad le es consustancial, es su factor identitario de máxima importancia, y, en consecuencia, se origina un compromiso y una responsabilidad para los cristianos mucho más exigente.

Así mismo, si bien las preocupaciones de Jesús denotan su interés por “lo que puede aprender el alumno”, es decir, hace un énfasis particular por la que podríamos denominar como la característica o “dimensión objetiva del conocimiento”, mayor es, quizás, su preocupación por la actitud de sinceridad, por la “autenticidad” y por la “coherencia”, por parte de quienes ejerzan la función docente con respecto a lo que saben, con respecto a lo que enseñan, con respecto, sobre todo, con lo que uno mismo es. El problema del “hipócrita”, que Jesús controvertía tan contundente y radicalmente en la denuncia que él realizaba de estos comportamientos y de estas actitudes en cualquier ser humano, de manera especial lo refería a quienes tenían en su época el papel de portadores “oficiales” o “titulados” de la tradición judía, y de “maestros” y “doctores de la ley” de la misma: advertencia y denuncia que sigue aún vigente para todos cuantos hoy asumimos una tarea similar en cualquiera de los ámbitos de investigación y conocimiento de la verdad.

En esta vocación y tarea estaban comprometidas la propia identidad y existencia humanas, tal como lo comprendió y lo procuró llevar a cabo la comunidad cristiana primitiva, aquellos que habían creído en Jesucristo, el Nazareno (He 3,6; cf. 2,22b). Por lo tanto, era perentorio y urgente, en razón de todo lo que está comprometido en ello, que fueran convertidos todos esos asuntos – relativos a la salud, al medio ambiente, a lo político, cultural y económico, etc. – en los proporcionales “proyectos de investigación y de acción conjunta” de su tiempo, llevados a cabo por parte, no sólo de “especialistas” – en los que ellos tenían su propio papel y margen de acción –, sino por parte de todas las personas – según tiempos y circunstancias –, en todas las épocas y en todos los lugares, mediante planes que hay que posibilitar sean conocidos, deliberados y emprendidos por todos ellos. Misión en la que todos los miembros de la “Iglesia” – la Iglesia de Cristo[v] –, de manera muy especial, por activa y por pasiva, se sentían y estaban comprometidos[vi].
   
Por eso mismo se puede comprender por qué y de qué manera en la vida y misión de los cristianos han estado presentes – no sin dificultades: al tiempo que la Iglesia es “indefectiblemente santa”, y, en ella, todos los hombres están llamados a la santidad por la perfección en la caridad (cf. LG 39), es consciente de la realidad del pecado en su existencia (cf. LG 11b) – la denuncia y el desenmascaramiento de la mentira, especialmente de la mentira antropológica, llevándolos a luchar contra cuanto unidimensionaliza al hombre, quitándole nobleza y deshumanizándolo, contra cuanto priva a éste de su armonía interior o le crea antagonismos irreconciliables en la vida social o con su entorno. Por el contrario, las suyas fueron unas luchas constantes para anunciar esa Verdad que fundamenta absolutamente y restablece, eventualmente, en la dignidad a quien la sociedad ha marginado o excluido. Como había sido la vida y el ejemplo de su Señor y Maestro.

2. Si pasamos a considerar algunos elementos conclusivos de la cristología reflexivo-sistemática debemos recalcar que ésta destaca y se centra en el misterio pascual, y que este misterio pascual no es otra cosa que la realización del Reino de Dios, lo hace concreto, presente y operante, de modo que el anuncio de Jesús no puede asumir lo uno renunciando o evitando lo otro. En efecto, como sucedió a san Pablo y a los otros Apóstoles, también a los demás creyentes Jesús muerto y resucitado había llegado a aportarles un sentido nuevo a su existencia. Si bien en cuanto humana ella poseía ya unas realidades, unos contenidos, unos bienes, unos ideales y utopías propios, no obstante, en un momento determinado, los estimaron “basura” en comparación con el “conocimiento de Cristo” y los re-dirigieron hacia Él: la comunión con Él, vivo y vivificador, significaba mucho más que mantener el recuerdo de un personaje histórico, que conservar el aprendizaje aprendido de la sabiduría de un maestro, que el seguimiento a un guía religioso: era su encuentro personal con ese hombre en el que Dios habita personalmente. Y esa fue la Buena Noticia, que había de esparcirse desde Jerusalén, como relataba Lucas, hasta llegar a alcanzar no sólo Roma y al Imperio, sino a todos los hombres de todos los pueblos y de todas las épocas, en sus criterios, en sus valores, en sus líneas de pensamiento, como la Verdad salvífica que eleva y purifica todo lo bueno, justo y noble al ponerlo en contacto con el amor de Dios.

Así, podemos señalar de qué manera esa relación que estableció Jesús de Nazaret con la verdad se perpetuó en la consideración de las primeras generaciones cristianas hasta su “definición” – también simbólica: mediante “símbolos” – dogmática: ante todo, en razón de la condición divina, Cristo es fuente y culmen de toda Verdad: en el orden del Ser (dimensiones teo-lógica y onto-lógica de la realidad): plenitud; pero en razón de su condición humana: - la realidad humana había sido confirmada por la encarnación y elevada por la resurrección: la consistencia de la realidad y el entramado de la historia humana (dimensión antropo-lógica); - el modo:  “Haciendo la verdad” (dimensiones moral y jurídica): en relación con su propio ser humano y al querer de Dios (coherencia y autenticidad); en relación con lo que piensa y quiere, consigo mismo (transparencia y veracidad); llega a “ser” humano en plenitud de verdad:  - la verdad en el servicio: a la justicia del reino = al bien común-humano en general y a sus aspectos particulares: a la vida, a la verdad, al amor. Servicio a la verdad, verdad en el servicio.

Gracias al misterio de la encarnación, kénosis, resurrección y recapitulación de Cristo lo humano y lo divino alcanzaron unas fronteras insuperables. Los Padres de la Iglesia afirmaban que no se trataba de “tinieblas”, sino de todo lo contrario, de “una luz tan fuerte que nos ciega”. Y esto lo referían con particular dedicación a la consideración del amor que allí se desplegó y que nos permite a nosotros conocer y penetrar en esta realidad. San Cipriano DE CARTAGO, v. gr., decía al respecto que “Cristo no había antepuesto nada a nosotros: nada deberíamos nosotros preferir a Él” (Tratado sobre el Padre Nuestro, Tratado III, 15). Con todo, así como allá aparece complejo y misterioso, no lo es menos el amor humano, que le sirve de analogado, de punto de relación.

Con todo, sólo podemos allegarnos a divisar este misterio insondable del amor hecho carne, si partimos, sin embargo, de un analogado principal (“analogatum princeps”): el misterio del amor de la Trinidad, porque sólo a su luz se puede comprender el designio amoroso del Padre, la acción mediadora de Cristo – ese amor que se ha hecho hombre en Jesús, y con su sacrificio ha rescatado a la humanidad de la esclavitud del mal y le ha otorgado una esperanza confiable – y la comunión que opera entre uno y otro, el Espíritu. Esa misma obra de comunión que efectúa el Espíritu en la Trinidad la realiza en relación con la Iglesia, con nosotros que somos “el cuerpo de Cristo”. Así como este designio de Dios y esta actividad mediadora del Hijo no se pueden conocer sino sólo “en el Espíritu”.

Cristo es el Salvador de todos los hombres y de todo del hombre, de su espíritu así como de su cuerpo, de su destino espiritual y eterno, así como de su vida temporal y terrena. El misterio de la naturaleza humana se ve dignificado por la presencia de Jesús en la historia, al mismo tiempo que en él se ve, por otra parte, el verdadero y único arquetipo de una vida humana[vii]. Frente a filosofías e ideologías modernas que atomizan y destruyen la unidad del ser humano, este arquetipo lo “rescata” en su misma realidad histórica, al mismo tiempo que a su existencia le abre horizontes personales, colmados y fecundos de sentido.

Mediante los misterios de su encarnación, kénosis, resurrección y recapitulación Jesús ha dado a conocer plenamente cuál era, en síntesis, la Verdad última, el Proyecto de Dios para con todos los hombres y mujeres de todos los tiempos: la vocación filial divina gratuita, plena y universalmente realizada. Jesucristo, el hombre perfecto, es también ejemplo de libertad filial, que nos enseña a comunicar a los demás su mismo amor: "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Como bien ha escrito el Papa FRANCISCO en su primera Exh. Apost. (2013), con su vida y misterio Jesús nos ha revelado la verdad antropológica fundamental consistente en que “llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos para alcanzar nuestro ser más verdadero” (EG 8).

Por eso, bien podemos decir que la relación con la verdad del hombre Jesús de Nazaret – el Cristo de la fe cristiana – no sólo fue múltiple, como ella es múltiple – componiendo e interrelacionando sus aspectos  sociales y culturales: epistemológicos, éticos, estéticos, científico-técnicos, económicos, jurídicos y políticos –, y progresiva – en el paulatino desenvolverse de una biología y psicología del desarrollo –, como también ella lo es; sino que fue en él una relación profundamente expansiva e integradora de su personalidad individual; lo hizo partícipe y, más aún, creador de comunidades y de colectividades más justas y pacíficas, y, en todo ello, fue una relación que efectiva y auténticamente realizó y engrandeció plenamente el bien y sentido humano, llegando hasta sus estratos recónditos fundamentales y radicales, no sólo antropológicos, sino ontológicos y teológicos.

Con su ser-quehacer Jesús demarcó el “territorio” humano-divino de la Iglesia, y como su Cabeza le transmite organicidad. S. Pablo lo resumió con las siguientes palabras a la comunidad de la que recibió más tierno afecto: “Hermanos: todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” (Flp 4,8). Este es el “campo” “mínimo” que hay que cultivar individual, comunitaria, social, culturalmente, y que, en cada época, pueblo y lugar es susceptible de concreciones, profundizaciones y desarrollos. Pero también, por el contrario, la posibilidad de revertir o contravenir el querer de Dios.

Siempre quedará para las mujeres y los hombres de cada época, nación y cultura, en sus individuos y en sus estructuras e instituciones sociales, la posibilidad de una mayor conversión a su verdad más genuina. Pero, también, subsistirá el riesgo de que esta conversión no sólo no sea divisada por algunos en toda su envergadura y provecho, sino que se la impida ser divisada o llevada a cabo por muchos, por diversos factores e intereses – sobre varios de los cuales tendremos que volver en los capítulos sucesivos –; o que ella, siendo advertida por otros, no sea emprendida. En tales casos se cumple la palabra de Jesús:

“Por eso les hablo por medio de parábolas: porque miren y no vean, oigan y no escuchen ni entiendan. Y así se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: «Por más que oigan, no comprenderán, por más que vean, no conocerán: Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, tienen tapados sus oídos y han cerrado sus ojos, para que sus ojos no vean, y sus oídos no oigan, y su corazón no comprenda, y no se conviertan, y yo no los cure». Felices, en cambio, los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos, porque oyen” (Mt 13,10-17).

Por todo esto, se puede comprender por qué la comunidad cristiana del NT llamó con excelencia y excepcionalidad a Jesús “el Testigo fiel” (Ap 1,5; 3,14) de la Verdad de la acción creadora de Dios. Pero también, de igual modo, se puede comprender por qué Jesús a sus discípulos los llamó sus “testigos” (cf. Lc 24,48; etc.).

2.    En orden a la praxis de Jesús: La cuestión radical y fundamental de la Verdad


3. Así, pues, la relación personal de Jesús con la cuestión de la “verdad” fue permanente y multiforme. Hasta el punto de que podemos afirmar que en lo que concierne a la Historia salutis – la acción de la Trinidad económica - toda la amplísima gama de relaciones e intensidades del ser humano con la “verdad” – que el Verbo ha asumido y ha elevado – es, por eso mismo, de derecho divino y en el más alto grado de realidad en el orden de la fe revelada, así ello no haya sido expresamente definido por la Iglesia. Lo cual, para nuestra investigación, posee una trascendencia enorme, pero, sobre todo, en orden a sus consecuencias en el ámbito de la investigación teológica y, más ampliamente, de toda la vida cristiana.

Ahora bien, por todo lo dicho bien podemos comprender que la relación de Jesús con la cuestión de la “verdad” hubiera sido personal, permanente y multiforme. Si volvemos una vez más sobre la pregunta inicial y fundamental formulada para este capítulo acerca de si encontramos motivos en la praxis del Jesús que nos narran los Evangelios y en la elaboración teológica primera que hicieron sobre él las primeras comunidades cristianas, acerca de los cc. seleccionados – cc. 748 § 1[40]; 809[41]; 811 § 2[42] y 820[43] - debemos diferenciar, en primer lugar, sin duda, las cuestiones. Debemos recordar que el primero de tales cc. atañe a “todos los hombres”, mientras que los otros tres tienen menor extensión, ya que específicamente se refieren sólo a “las universidades”, es decir, a aquellos medios institucionales que distinguimos en el capítulo tercero. Pero, de igual modo, el más radical e importante de los cuatro, por razón del argumento, es el c. 748 § 1, dado que la materia de la que tratan los restantes está en orden al desarrollo conveniente y circunstanciado, en ese ámbito específico, de lo ordenado por aquél. En efecto, si bien es cierto que el concepto de “universidad”, como tal, es relativamente reciente, no lo es así la actividad educativa que ellas efectúan en el pleno sentido de la palabra, de modo que son una auténtica y creativa expresión institucional de cultura humana. Con todo, los tres cc. restantes se refieren por eso, igualmente, aunque desde otro punto de vista, a una pregunta fundamental, es decir, humana. 

En este orden de ideas nos indagamos, pues, si Jesús de alguna manera se formuló alguna cuestión o hizo alguna referencia a cada uno de esos dos tipos de interrogantes: 1°) la pregunta acerca de Dios y de su Iglesia; y 2°) la pregunta acerca de la transmisión cultural y de la formación personal, conceptos que se engloban con la expresión “educación”.

A una y otra cuestión se ha respondido no sólo afirmando sustentadamente que sí se las planteó, sino indicando de qué manera lo hizo. En efecto, si bien es cierto que Jesús no tematizó ni sistematizó – según nuestra manera contemporánea (pedagógica) de organizar los asuntos –, sí lo hizo en forma práctica, experiencial y, a su manera, pedagógica, interrelacionando y articulando la una con la otra y jerarquizándolas, y haciendo notar que no sólo era conveniente, sino, incluso necesario, que la una no se desligara pero tampoco se confundiera con la otra, pues eran expresiones, ambas, de una misma condición y búsqueda humana.

a. La pregunta concerniente a la verdad acerca de Dios y de la Iglesia


4. En efecto. Si comenzamos por la primera pregunta relativa a la “verdad acerca de Dios y de la Iglesia”, dos pesquisas corren paralelas cuando consideramos la vida y obra de Jesús: una primera serie surge de inmediato en relación con el ser humano (antropológica: ¿quién es el hombre?); otra, en relación con la Iglesia (eclesiológica: ¿quién es la Iglesia?). Para Jesús, sin embargo, una y otra, en su misma base se resumen en dos preguntas que eran, aún, previas a esas dos: las pregunta acerca de Dios, teológica (¿quién es Dios?) y acerca de él mismo, cristológica, (¿quién soy yo?).



¿Quién es Dios?   ↔   ¿Quién soy yo, Jesús?

↓           ↘ ↙               ↓

Quién es el hombre?   ↔   ¿Quién es la Iglesia?

Esquema 32


En la cristología narrativa se ha podido evidenciar de qué manera Jesús, al mismo tiempo que avanzaba en la respuesta a la primera de ellas, respondía también a la segunda. Y la solución era concluyente: Dios Padre era su Norte y toda la razón de su existencia humana. Y lo mismo se debe afirmar en el orden de su existencia intra-trinitaria, como se ha encontrado en la investigación reflexivo-sistemática.

Como todo ser humano que se interroga acerca de su propio origen, y ante respuestas que se le ofrecían en el sentido de que todo existe gracias al azar o a la casualidad, Jesús, por el contrario, verdadero Hijo de Dios y hombre perfecto, mostró que su vida toda era, profundamente, un proyecto del amor de Dios. Porque Él conocía de quién venía y de quién venimos todos: del amor de su Padre y Padre nuestro. Y si bien es cierto que procedemos de nuestros padres y que somos sus hijos, él afirmaba que también venimos de Dios, que nos ha creado a su imagen y nos ha llamado a ser sus hijos. De esta manera, ontológicamente, incluso “antes” (en el tiempo y en la condición) de que los seres humanos pudieran reconocer en sus legislaciones (jurídicamente) un derecho al libre ejercicio de su conciencia y actividad religiosa, ya entre ellos y Dios existe un ligamen que es indestructible y al que nadie puede impedir ni oponerse por la fuerza.

De igual modo, él mismo, al considerar cuál podía ser la mejor manera de hacer conocer del modo más humano ese mismo querer de su Padre a favor de todos los seres humanos, discernió los medios humanos concretos que les permitieran llegar su revelación y la eficacia de su misión a los hombres y mujeres de todos los tiempos, participando de la misma categoría y origen que lo dicho en el párrafo anterior. Como se ha observado, para llegar a afirmarlo le sirvieron como modelos de referencia su propio pueblo de Israel, cuya historia bien conocía, y los conocimientos generales que le llegaban indirectamente, procedentes de otros pueblos y que estaban en boga por su época en su región, y con los cuales, necesariamente, tenía que relacionarse. Así, él juzgó conveniente seleccionar un pequeño grupo de “apóstoles” con el que dio comienzo a esa comunidad que, con la Resurrección y con el envío del Espíritu Santo, llegaría a ser el principio de la Iglesia, y a la que confiaría la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, constituyéndola en la tierra el germen y la iniciación de ese Reino. 

De esta manera, la memoria de Dios como Padre que ha elegido a su pueblo como “signo e instrumento de su unión íntima consigo mismo y de la unidad de todo el género humano” (LG 1) y que actúa en la historia para nuestra salvación, ilumina la identidad más profunda de los seres humanos permitiéndonos comprender aquellas relaciones que existen entre nosotros, como sujetos históricos y morales, la naturaleza y Dios, y sigue respondiendo a las mujeres y a los hombres de hoy de dónde venimos, quiénes somos y cuán grande es nuestra dignidad[viii].

Ahora bien, la vida y obra de la comunidad cristiana, desde estos orígenes hasta el día de hoy, se fundamentan y resumen en Cristo como hecho básico y primero. Pero la fe en Cristo no es una mera herencia cultural: aun siendo “transportada” a través de esta “memoria” mediante el testimonio de los padres y de la comunidad, la fe es una acción continua de la gracia de Dios que llama y de la libertad humana de cada persona, que puede o no adherirse a esa llamada de Dios que se dirige a todos.

5. Regresando, pues, una vez más, a nuestra cuestión original de si Jesús, en cuanto hombre, se hizo la pregunta acerca de Dios y de la Iglesia, debemos contestar en un doble nivel de respuesta:

1°) en razón de su condición encarnatoria, debemos afirmar que el Verbo expresó durante su vida terrestre la más alta relación posible con el Padre y la de más alta calidad de respuesta: según ella, desde el punto de vista humano, se manifestó no sólo su confirmación de la legítima obligación que tienen todos los hombres en cuanto criaturas, por razones de equidad y de justicia para con Quien es su Creador y Salvador y que de tal manera los ha capacitado para hacerlo, de buscar la verdad relativa a Dios y, encontrándolo, de mantenerse en él; pero no fue sólo eso, sino que rebasó ampliamente ese mínimo con un amor, con una dedicación y con una eficacia tales que le condujeron hasta la entrega misma de su propia vida por Dios y por todos los hombres. En todo ello, en nuestra condición de seres humanos, él nos ha transmitido su parecido con Él, y, mediante nuestra respuesta personal, podemos llegar aún parecernos más a él (estatuto antropológico-ético-jurídico de los seres humanos en razón de ser “imágenes y semejanzas de Dios en Cristo” y el ejercicio de nuestra libertad);

2°) que, a través de dicha índole encarnatoria se expresaba desbordantemente su condición divina propia de Hijo según la cual mantuvo siempre una relación de intimidad y amor totales con el Padre y con el Espíritu, que en ningún momento se interrumpió ni menguó (atributo exclusivo de Jesús) . 

Tendremos ocasión en el capítulo siguiente de verificar si se corroboran, o no, efectivamente, y de qué manera, las anteriores condiciones, en orden a la búsqueda, conocimiento, abrazo y mantenimiento en la verdad acerca de Dios y de su Iglesia, que se ha encontrado tras el rastreo de las cristologías narrativa y reflexivo-sistemática (“a posteriori”, por lo tanto), pero que “a priori” hemos atribuido a Jesús en cuanto condiciones “humanas”.

b. La pregunta acerca de la enseñanza-aprendizaje como acto de formación personal y de transmisión de cultura

 6. En respuesta a la segunda cuestión, sobre la educación, ya en cierto modo está implícita su respuesta en lo dicho, porque si se trataba de dar una respuesta auténticamente humana a esa búsqueda personal y colectiva de la verdad acerca de Dios y de su Iglesia, no podía él dejar de lado ninguno de los componentes genuinamente humanos, entre ellos, el relativo a la transmisión de la cultura, en el que se ubica la educación. Todo lo humano, por su encarnación, ha entrado en contacto con él y nada, en consecuencia, puede escapar a su acción. Más aún, en reiteradas ocasiones lo vimos, desde su misma infancia, “preguntando” y “respondiendo” a los Rabinos y a sus interlocutores, con ese mismo propósito incansable y legítimo, de conocer más, de saber mejor.

Con todo, el asunto, como vimos, era aún más profundo y comprometedor. En su proceder y en su enseñanza Jesús expresaba que para los seres humanos no sólo es posible ejercitar, formular y examinar aquella relación existente entre la “pregunta” (“búsqueda”) y la “respuesta” (“encuentra”), relación que, sin duda, manifiesta la experiencia típicamente humana del conocer; sino que, particularmente cuando se formulan dicha pregunta tomando conciencia de su condición pecadora, es decir, cuando buscan no sólo “por fuera” o “hacia fuera” de sí mismos sino en sí mismos como creaturas amadas por Dios, entonces las personas van accediendo no sólo a un “saber”, a un “conocimiento”, sino a algo todavía más preciado, al hallazgo consistente  en la “conversión” de sí mismas a lo que ellas auténticamente son, a lo que Dios está haciendo en ellas [43 bis], y en definitiva, a Dios – como muestran plásticamente las parábolas de la oveja y de la dracma halladas (Lc 15) –. Porque, para Jesús, todo conocimiento probado encontraba su síntesis, su horizonte y la motivación mejor, en su Padre, en su amoroso designio, y en la realización plena del mismo gracias a la acción del Espíritu en el corazón de los hombres: en el “ser”. Y sus Apóstoles lo aprendieron vivencialmente, de primera mano, de Él.

1) Breve referencia a las palabras, gestos y acciones de Jesús relativas a la necesidad humana de la enseñanza de diversos saberes conforme a su propia autonomía, conforme al querer de Dios.
7. La inserción de una persona en una familia posibilita – aunque en ocasiones también de diversas maneras dificulta – su adecuada inserción en la cultura. En el caso de Jesús se ha observado de qué manera reconoció que, como todos, él mismo recibió de otros la vida así como las verdades básicas para la misma, y que, como todos, estaba también él, llamado a alcanzar la perfección en relación y comunión amorosa con los demás. Más aún, se ha destacado de qué manera junto con el don de la vida fue recibiendo todo un patrimonio de experiencia presente en las diversas instituciones sociales, no exclusivamente estatales o públicas, en las que participó, y en los conocimientos o saberes existentes en su época.

Ahora bien, incluso las dificultades antes señaladas no disminuían su decisión, sino todo lo contrario, le exigían más que nunca evidenciar que las personas, en sus interrelaciones, deberían ser consideradas en su integralidad, es decir, valorando en ellas también su condición corporal con todos los elementos que la constituyen y expresan. Tal hecho correspondía, reiteramos, con su propia condición humana asumida – y de la que él era plenamente consciente, como se ha visto, y que se constituyó desde el comienzo de la Iglesia en uno de los elementos auténticos de la fe original: “verdadero hombre” – y con el querer mismo de Dios, que había creado a los seres humanos a “imagen y semejanza” suya (“verdadero Dios”).

De igual modo, en la consideración de Jesús, la dimensión ética, inclusive bajo la expresión de la relación religión-ética típica de su tiempo, era manifestación auténtica y característica de lo humano. Y lo mismo habría que decir de la dimensión jurídica. En particular la justicia y la verdad son inherentes al objeto de todo conocimiento y práctica y, por tanto, la medida humana intrínseca de ellos, considerando entre ellos inclusive la acción científica o la política. Pero preguntarse por esta “justicia” y “verdad” presupone una pregunta más radical por la “justicia” y la “verdad” del Reino: saber distinguir para saber relacionar. Éste es un problema que concierne a la razón práctica iluminada por la fe[ix]. Porque, para llevar a cabo rectamente su función, a causa de la preponderancia del interés y del poder que la pueden deslumbrar, y, de hecho, la deslumbran, la razón ha de purificarse constantemente de las posibilidades de incurrir en ceguera ética o jurídica: un peligro que nunca se puede descartar totalmente. Lucas, al consignar estos aspectos de la manera de proceder de Jesús, nos subraya que esta es también una característica del comportamiento genuino de la Iglesia, mientras vive en la historia, cuando se relaciona con las realidades del mundo (“ad extra”).

Para Jesús, por lo tanto, era necesario, si se quería preservar la dignidad del hombre, atender, pues, a todos los aspectos que co-definen al ser humano considerado como esa “integridad” o “integralidad” de diversas dimensiones y de elementos. Ello es “ético”. Más aún, habría de ser lo característico en una sociedad y en una cultura que aspirarse a respetar a las personas en su dignidad. Por tanto, actividades como las relativas a la educación – que hacen efectivamente posible el respeto y homenaje a tal dignidad – deberían, conforme a los diversos grados, momentos y modalidades educativas, proporcionar el espacio suficiente y adecuado para el desarrollo de tales dimensiones en las personas y para el ejercicio de las diversas capacidades humanas, sin que ello se oponga a un legítimo desarrollo de sus especialidades y especializaciones. Cada disciplina, en cuanto actividad humana, tendría su espacio legitimado y autónomo, a partir de tales dimensiones y elementos característicos constitutivos humanos, para su investigación y sucesiva transmisión. Jesús, el teólogo, nos muestra de qué manera se ha de estudiar este universo para atender y escuchar el querer del Padre: que los intentos en este sentido de ninguna manera ni son malditos ni son diabólicos, sino que a través de ellos se muestra aquella sensatez que se corrobora efectivamente cuando trata de elementos auténtica, genuinamente, humanos, porque no fueron sólo aislados, típicos o exclusivos del “caso Jesús”; de esa sensatez que es expresión de la forma como Dios mismo se está dejando leer. Tarea que habremos de afrontar en el próximo capítulo.

2) Breve referencia a las palabras, gestos y acciones de Jesús relativas a la necesidad de hacer explícita en la enseñanza de diversos saberes su enraizamiento común en el querer salvífico de Dios.

8. Lo que sí resulta muy evidente a partir de la enseñanza y práctica del mismo Jesús de Nazaret – y lo captaron los Apóstoles y quienes formaron la primera comunidad cristiana – es que tales dinámicas corresponden con el querer salvífico de Dios para todos los seres humanos.

Jesús en su trato continuo con sus Apóstoles, con sus discípulos y con el pueblo en general subrayó que el aspecto “pedagógico y educativo” debía quedar definido especialmente para “su” comunidad de discípulos; pues, en la formación y desarrollo del hombre y del cristiano, no se debía dejar de lado la gran cuestión del amor, bien fuera por miedo o por timidez: que si así se hiciera, se presentaría un Evangelio desencarnado, que no interesaría seriamente al joven que se abre a la vida.

En efecto, como se ha visto en su propio testimonio, Jesús insistía en que a las personas, y a los jóvenes en particular, se los debe introducir en la dimensión integral del amor cristiano, donde el amor a Dios y el amor al hombre están indisolublemente unidos y donde el amor al prójimo es un compromiso más que nunca concreto. Al igual que Jesús, sus seguidores no se habrían de contentar con palabras, ni aún siquiera con ideologías engañosas, sino que debían salir al encuentro de las necesidades del hermano poniéndose en juego verdaderamente a sí mismos, sin quedar satisfechos con alguna esporádica buena acción. Y, efectivamente, a sus discípulos, así fueran todavía algunos jóvenes, incluso niños, les propuso realizar sus propias experiencias prácticas de servicio al prójimo más necesitado, porque, entendía, ello hacía parte de la auténtica y plena educación en la fe en la que se había empeñado.

Jesús evidenció que, junto con la necesidad de amar, también este deseo de la verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. Él, en la realización de su proyecto de educación a sus discípulos y, por medio de ellos, a las nuevas generaciones cristianas, consideró que la cuestión de la verdad no podía ciertamente evitarse. Más aún, ella debía ocupar un espacio central. Cuando les ponía la pregunta sobre la verdad estaba invitando a sus interlocutores a ampliar de hecho el horizonte de su racionalidad, estaba convidándolos a empezar a librar la razón de unos límites demasiado estrechos dentro de los cuales se la confina cuando se considera racional solamente aquello que puede ser objeto de experimentación o de cálculo. Y, precisamente allí, ocurría el encuentro de la razón con la fe: en la fe, que es acogida del don que Dios hace de sí mismo revelándose a los hombres, criaturas hechas a su imagen, se acoge y se acepta aquella Verdad que nuestra mente no puede comprender hasta el fondo y no puede poseer, sino que precisamente por esto dilata el horizonte de nuestro conocimiento y nos permite llegar al Misterio en el cual estamos inmersos y de encontrar en Dios el sentido definitivo de nuestra existencia.

Para llegar a hacer estas afirmaciones, Jesús evidenció una sensatez y un equilibrio particulares, e hizo una referencia expresa a la historia de su nación: Israel, ni en sus individuos ni como colectividad, nunca “perdió la razón” (“el uso de razón”) por el hecho de haber accedido al ámbito de la fe[x]. De ello daban prueba sus obras literarias, inclusive no-bíblicas, así como otras innumerables expresiones del comportamiento humano, que se manifestaban hasta en alguna “irracionalidades” – que hoy consideramos así desde los ojos de nuestra cultura: ¡que también hoy en día, de múltiples formas, suelen ocurrir y ocurren con demasiada frecuencia! – de sus eventuales desastrosos comportamientos.

Lo mismo podemos afirmar de Jesús: por el hecho de su interioridad radical de encuentro con su Padre, madurada también a través de su experiencia humana, no se segregó de “lo humano”. Reivindicó, por el contrario, esta “verdad”. La fe no cancela la razón, con todo lo que esta presupone y lleva consigo. Por el contrario, la exige, pero la estimula haciéndola ir más adelante de sí misma.

Sin duda, la naturaleza específica de la fe, que es la relación personal con el Dios vivo, un encuentro que le abre a la persona nuevos horizontes mucho más allá del ámbito propio de la razón, se proyecta, en este punto, sobre las diversas expresiones de racionalidad: ética, política, economía, saberes y disciplinas, etc., que, a su vez, pueden confluir con la fe. Pero, al mismo tiempo, la fe es una fuerza purificadora para la razón misma: por cuanto tiene su origen, desarrollo y destino en la perspectiva y la fuerza amorosa y creadora de Dios, la libera de su ceguera y la ayuda así a ser mejor ella misma. La fe permite a la razón desempeñar del mejor modo su cometido y ver más claramente lo que le es propio.

Así, pues, Jesús advertía que todas las situaciones y experiencias de la vida cotidiana se percibían mejor gracias a la fe, porque ella las examina en una perspectiva más amplia y más alta, la de la “salvación” de la persona y de todas las personas, en su historia, en sus complejidades, límites, posibilidades, estructuras, etc. Sobre todo cuando se las considera desde la misericordia y santidad de Dios. Y ya que de tales situaciones derivan no sólo posiciones teóricas sino condiciones y actuaciones concretas, la fe contribuye a divisar mejor y a discernir mejor (decantando y acrisolando, como se ha advertido) ese entramado de lo micro y de lo macro, y de sus interrelaciones y soluciones, sin unidimensionalizar o absolutizar uno cualquiera de sus componentes – sean ellos relativos al individuo o a la sociedad o a las culturas –, pues los coloca en ese orden aún mayor de la “salvación”. Por eso Jesús demandaba de sus interlocutores y de los beneficiarios de sus signos, la fe.

Jesús sabía que tal cosa no era fácil, porque no es fácil estar de acuerdo con esta superación de los límites de nuestra razón. Por ello él insistía en la importancia crucial de la fe, que es un acto humano sumamente personal y que, no obstante, permanecía como una elección de la libertad, que puede también ser rechazada. Era entonces cuando Jesús sacaba a la luz aquella segunda dimensión de la fe: aquella de confiarse a una persona, no a una persona cualquiera, sino a Jesús mismo, y al Padre que lo había enviado. Creer quería decir que la persona establecía un vínculo personalísimo con su Creador y Redentor, en virtud del Espíritu Santo que actuaba en su corazón, y hacía de este vínculo el fundamento de toda su vida. Como ha dicho recientemente el Papa BENEDICTO XVI: Jesucristo, en efecto, “es la Verdad hecha Persona, que atrae hacía sí el mundo… Toda otra verdad es un fragmento de la Verdad que Él es y a Él remite”[xi]. De esta manera, Él, ayer como hoy, colma nuestro corazón, lo dilata y lo satisface de alegría, estimula nuestra inteligencia hacia horizontes inexplorados, y ofrece a nuestra libertad su decisivo punto de referencia, consolándola de las angustias del egoísmo y haciéndola capaz de amor auténtico.

Esta acción de la fe la divisamos luego en los discípulos, concretamente, por ejemplo, en la composición de los Evangelios. Recordemos, a este propósito, el detalle de que, a diferencia del texto de Mateo, cuyos destinatarios eran, principalmente, los miembros de la comunidad cristiana, especialmente provenientes del judaísmo – creyentes en Dios, en consecuencia –, el Evangelio de Lucas se orientaba a quienes no eran cristianos aún, y a quienes ya lo eran, pero procedían de la gentilidad, es decir, para quienes sus contactos con el judaísmo eran muy remotos o nulos. Había que ir, pues, al exponer las palabras y acciones de Jesús, a lo esencial, a lo humano, a aquello que era imprescindible y común en el plano intercultural y en consonancia con la fe original. Por esto la tesis primordial, en este orden de ideas, es la fundamental y clave de la “antropología” que compartía y exponía Jesús, y que, como se ha dicho, consistía en que el hombre es vocación: “imagen y semejanza de Dios”, y, por lo mismo, irreductible a ser una simple parcela de la naturaleza, o a un elemento anónimo de la ciudad humana. Todo esto desarrolló también una manera y un ardor por querer hacerse comprender (por supuesto, con un estilo adaptado no sólo al común de la población, a personas dedicadas sobre todo a las labores del campo, sino también a personas de la ciudad, inclusive pertenecientes a sectores de mayores estudios: el Anuncio a la “cultura” de su tiempo). A esta manera acudieron no sólo el mismo Jesús sino también los demás Apóstoles, entre ellos el Apóstol Pablo, quien, recordemos, realizó un ensayo que a primera vista resultó fallido (cf. He 17,16-34: ¡1Co 1,22s!); y también, ulteriormente, los Padres Apostólicos denominados “apologistas” (de los siglos II y III; para citar algunos, tanto griegos – el autor de la “Epístola a Diogneto”, Justino, Atenágoras –, como latinos – Tertuliano, Minucio Félix, Orígenes –).

Como se ha evidenciado, Jesús era sumamente original en esta su manera de “leer” el plan de Dios, porque, precisamente lo advertía en la confluencia de la revelación con la experiencia humana. Su personal comprobación fue haber vivido la plenitud de la intimidad y del amor de Dios, su Padre, y manifestar que la verdad plena de la vocación humana se da en el amor, que puede encontrarse perfectamente sólo en el don sincero que haga uno de sí mismo. Esta era la profunda y total Verdad revelada por Dios. Porque debe considerarse – y considerar a toda persona – como ser humano en su integralidad, complejidad y estructura individual-social-cultural: su propio trabajo, sus relaciones con la naturaleza, relaciones económicas, políticas, letras, historia, religión – fe. Esa era la clave: a través de todas esas dimensiones, imbuidas de amor gratuito y generoso, Dios construye el Reino, se construye el Reino de la Verdad y de la Vida, de la Justicia y de la Gracia…

Desde la perspectiva del Reino de Dios y su justicia, Jesús había descubierto que el ser humano es, ante todo y como totalidad, llamada de Dios: su impronta, unas capacidades y la radical capacitación de Dios para que todos los seres humanos alcancen su horizonte de realización y de sentido mediante altos y crecientes niveles de solidaridad y de desprendimiento. A ello se oponen la mentira, el egoísmo y la exclusión, que permanentemente los tientan. Por eso, veíamos, que “Fuerza de salvación” es la “gracia” en los seres humanos: cooperación que, litúrgicamente, nos pone de presente el himno:


“Y tú te regocijas, oh Dios, y tú prolongas
 en sus pequeñas manos tus manos poderosas,
y estáis de cuerpo entero los dos así creando,
los dos así velando por las cosas.”[xii].


Dentro de estos contextos y condiciones, la inquietud de Jesús no había sido puramente, por lo tanto, por un conocimiento[xiii], por un saber, cualquiera que fuera, y en alguno de sus estadios de búsqueda, disfrute o comunicación. Se trataba mucho más: de que el conocimiento también y sobre todo fuera “verdadero”: así como de un “decir verdadero”, de un “testimonio verdadero”, de un general “obrar verdadero”; en suma, de la exigencia de la verdad humana, como expresión de adecuadas, honestas y constructivas relaciones humanas, y como realización actual de la justicia del Reino.

Y esa fue, también, la preocupación que tuvieron, a partir de Jesús, quienes optaron por él y realmente le siguieron; preocupación que llevaron – a través de los tiempos – a todos los ambientes sociales y culturales en los que vivieron, verificándolo con la propia existencia en la radicalidad de una experiencia de fidelidad siempre renovada a los carismas propios, que conducen más allá de cualquier repliegue inmóvil y egoísta sobre sí mismo. De allí se desprendía – como veremos a su debido momento – una característica propia de la vivencia cristiana: la importancia dada a iluminar las oscuridades de un mundo fraccionado por los mensajes contradictorios de las “ideologías”: cuando el amor parecía declinar en sentimiento pasajero, cuando la felicidad llegaba a ser un espejismo inasible, cuando la libertad degeneraba en instintividad. Por el contrario, también ha sido considerado típico de la existencia cristiana destacar, por todos los medios, la belleza que vale efectivamente la pena – encuéntrese en donde se encontrare – porque en ella existe, a su modo, una verdad humana para reconocer y para seguir[xiv].

Jesús había querido, en definitiva, hacer que esta certidumbre y esta alegría de ser amados por Dios fuera realizada de un modo palpable y concreto por cada uno de sus discípulos, generación tras generación, y sobre todo por las jóvenes generaciones que fueran entrando en el mundo de la fe. En otras palabras, como se ha visto, Jesús había dicho que él es el “camino” que conduce al Padre, y no sólo la “verdad” y la “vida” (cf. Jn 14,5-7). La pregunta era – es –, por tanto: ¿cómo pueden nuestros niños, nuestros jóvenes, nuestros adultos, encontrar en él, de una manera práctica y existencial, este camino de salvación y de alegría? Era precisamente esta la gran misión para la cual dejaría a la Iglesia, en sentido general y amplio, como la gran familia de Dios y compañía de sus amigos; y, en sentido más estricto, como aquella comunidad en la que somos injertados con el Bautismo, probablemente desde infantes, y en cuyo seno había de crecer, celebrarse y vivirse nuestra fe, nuestra alegría y nuestra certeza de ser amados por el Señor.

Vistos desde esta perspectiva, en los procesos educativos, pues, quedaría gravemente diezmada la formación personal, así como la transmisión cultural resultaría muy precaria, si no se ofreciera a todos, especialmente a los niños y a los jóvenes, la posibilidad de introducirse en la “memoria” de Dios Padre que ha elegido a su pueblo y que actúa en la historia para nuestra salvación para iluminar la identidad más profunda de los hombres: de dónde venimos, quiénes somos y cuán grande es nuestra dignidad. Que si es cierto que venimos de nuestros padres y realmente somos sus hijos, también venimos de Dios, que nos ha creado a su imagen y nos ha llamado a ser sus hijos. Por eso, en el origen de todo ser humano no existe el azar o la casualidad, sino un proyecto personal del amor de Dios.

3) Brevísima referencia a las palabras, gestos y acciones de Jesús relativas a la necesidad de promover en la comunidad los diversos saberes y su interrelación en el conjunto de la enseñanza y de la investigación como expresión actual del querer salvífico de Dios.

9. Por todo lo anterior, bien se puede comprender que la noción de “religión” fue purificada y enaltecida por Jesús mediante la noción de Reino de Dios, haciéndola comprehensiva y expresiva de la nueva relación humana que se establece en el Nuevo Testamento con Dios. En esa religiosidad auténtica se mantiene el horizonte ético de la búsqueda – personal, colectiva y organizada – de la verdad en la conciencia del bien común, y se motiva y apoya el surgimiento, el establecimiento y la actualización permanente de múltiples y variadas iniciativas encaminadas a consolidarlas y a perseverar en ellas.

El capítulo siguiente nos dirá si, desde los variados y cada vez más abundantes y sólidos aportes que nos proporcionan las ciencias y los saberes, pero, sobre todo, desde las experiencias y vivencias de sus propios actores, podemos comprobar, o no, las intuiciones y las conclusiones cristológico-antropológicas que hemos ido evidenciando a lo largo del capítulo: si su “verdad” es corroborada al considerar a los seres humanos en su integralidad y universalidad.




Notas de pie de página



[1] En diversos textos es posible constatarlo y no es distinto, en muchas ocasiones, el caso de Jesús mismo. Quiero destacar este hecho de modo especial trayendo a colación el texto de Lc 16,19-31, al cual ya hicimos referencia (p. 514, 1.f.4)b)19.c’). Como ha puesto de relieve Joseph RATZINGER, “En la descripción del más allá que sigue después en la parábola, Jesús se atiene a las ideas corrientes en el judaísmo de su tiempo. En este sentido no se puede forzar esta parte del texto: Jesús toma representaciones ya existente sin por ello incorporarlas formalmente a su doctrina sobre el más allá. No obstante, aprueba claramente lo esencial de las imágenes usadas. Por eso no carece de importancia que Jesús recurra aquí a las ideas sobre un estado intermedio entre muerte y resurrección, que ya se habían generalizado en la fe judía. El rico se encuentra en el Hades como un lugar provisional, no en la «Gehenna» (el infierno), que es el nombre del estado final (Joachim JEREMÍAS: Die Gleichnisse Jesu Vendenhoeck & Ruprecht Göttingen 19564 152: Traducción castellana: Interpretación de las parábolas Verbo Divino Estella 1985). Jesús no conoce una «resurrección de la muerte», pero, como se ha dicho, esto no es lo que el Señor nos quiere enseñar con esta parábola. Se trata más bien, como J. Jeremías ha explicado de modo convincente, de la petición de signos, que aparece en un segundo punto de la parábola”: Jesús de Nazaret, o. c., p. 26, nt. 57, 257-258.
El autor reitera su punto de vista de esta manera: “Con esto (la concentración personalista y la transformación de las visiones apocalípticas) podemos comprender también por qué Jesús no describe el fin del mundo, sino que lo anuncia con palabras ya existentes del Antiguo Testamento”: RATZINGER, Joseph (BENEDICTO XVI): Jesús de Nazaret. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurreción Ediciones Encuentro – Planeta Madrid 2011 67.
[2] José Alfredo NORATTO GUTIÉRREZ: La vuelta de Jesús a los discípulos. Los rostros de la parusía en el Cuarto Evangelio, director Gustavo Baena B., S. J., referencia verbal tomada de la defensa de la tesis doctoral, realizada el 18 de abril de 2008 en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Javeriana. El texto de la obra ha sido recientemente publicado: La vuelta de Jesús a los discípulos. Los rostros de la parusía en el Cuarto Evangelio Pontificia Universidad Javeriana Facultad de Teología Colección teología hoy 66  Javegraf Bogotá 2008.
[3] El texto paulino que examinaremos a continuación no se interpretaría adecuadamente si, prescindiendo de los análisis posteriores, en la traducción se quisiera afirmar que Cristo fuera el primer miembro de la creación, algo que, además, por los conocimientos actuales, resulta absurdo y contradictorio con la realidad. Su real entidad habría que comprenderla en este otro sentido, es decir, comparativamente: “antes que…” o “antes de todos” (cf. Jn 1,15.30; 2 Sm 19,44 LXX).
[4] Para un estudio sistemático de las cuestiones relativas a la elaboración del himno en el proceso redaccional de la carta, cf. Eduard SCHWEIZER: La carta a los Colosenses Sígueme Salamanca 1987 48-82.
[5] Ha de observarse que este verbo no es un verbo de “ser” sino de “obrar”, con complemento “en él”: es decir, por ningún lado puede interpretarse el trozo como si se tratara de la tesis estoica o platónica, en la que Dios “se involucra con la criatura” hasta “degradarse” en ella (cf. Eclo – Si – 43,27). Por el contrario, siguiendo la tradición de la fe judaica, el universo entero tiene su origen en el acto de la creación, en el que “por medio de él” (Cristo) y, más aún “con vistas a él” (Cristo), se indica la acción futura que será consumada por Dios. Y se trata de una acción que, por el tiempo perfecto que emplea, en lugar de un aoristo, se sigue continuando a través del tiempo (cf. v. 17b).
La acción “conservante” de la creación por parte de Cristo da cohesión al mundo, pero, sobre todo, lo manifiesta como “soberano” sobre él, así como el AT lo afirmaba de Yahvéh: “si es cierto que el mundo en su pasado, del que procede, en su presente, en el que existe ahora, y en su meta, hacia la que se dirige, sólo puede vivir por la benevolencia de Dios, también lo es que esta benevolencia de Dios tiene un nombre: Jesucristo”: Cf. Eduard SCHWEIZER: La carta a los Colosenses, o. c. nt. 1896, 67 con las nt. 142 y 143, y 68s.
[6] No se refiere el texto, pues, directamente, al Jesús terreno, sino del Cristo mediador preexistente de la creación. La “Imagen” se debe entender, por supuesto, no en sentido platónico, en el que la imagen es concreción o materialización y limitación de la “idea” celeste, como cuando Plutarco justificaba, de esa manera, la adoración al rey persa (cf. Eduard SCHWEIZER: La carta a los Colosenses, o. c., p. 678, nt. 1896, 62 nt. 125). Pero tampoco se trató de una manifestación (más,) visible del Dios invisible, como si gradualmente Dios deviniera en mundo.
[7] En Hb 1,6 se interpreta el título con frases de salmos, como primacía sobre la naturaleza y sobre los ángeles, y lo desarrolla luego en el v. 10 con la referencia a la acción creadora de Cristo.
[8] En Ap 1,5 se ensalza a Cristo como el “testigo fiel, primogénito de los muertos y soberano de los reyes de la tierra”; y un poco más adelante, en Ap 3,14, como “testigo fiel y veraz, el principio de la creación de Dios”.
[9] Argumenta el autor que, para la época, existían en el ambiente “himnos” que se empleaban en cultos órficos, pero también, incluso en textos de filósofos como Platón y Filón, es decir, en textos que expresaban una concepción griega de tipo panteísta, referidos todos ellos al cosmos como “cuerpo divino”, y de Zeus, el “λόγος”, el cielo o el éter, como “cabeza” de este cuerpo. Cf.  Eduard SCHWEIZER: La carta a los Colosenses, o. c., p. 678, nt. 1896, 58.
[10] apokatallacai , señala el mismo autor, a quien en esto seguimos, no se empleaba propiamente para referirse a los hombres, como objeto de la reconciliación que ha conseguido la muerte de Jesús (cf. ibid. 59 y 83).
[11] Tanto la creación como la pacificación de la naturaleza fueron enseñanzas judías muy antiguas, e incluía hasta los seres angélicos (cf. ibíd., 70-72).
[12] ¡Qué tan diferente es la auténtica concepción cristiana del tema! Cf. BENEDICTO XVI: Carta encíclica Deus caritas est, 25 de diciembre de 2005, n. 3, en: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20051225_deus-caritas-est_sp.html
[13] Se afirma que Albert Einstein estaba muy descontento por esta aparente aleatoriedad en la naturaleza. Su opinión se resumía en su famosa frase 'Dios no juega a los dados'. El determinismo pleno de la naturaleza permite, para muchos, la única explicación adecuada, matemática y científica de la misma. Con todo, muchos no han tenido, como Einstein, la apertura para aceptar la reducción en nuestra capacidad para predecir que nos ha traído consigo la teoría cuántica. “La visión clásica propuesta por Laplace estaba fundada en la idea de que el movimiento futuro de las partículas estaba determinado por completo, si su sabían sus posiciones y velocidades en un momento dado. Esta hipótesis tuvo que ser modificada cuando Heisenberg presentó su Principio de Incertidumbre el cual postulaba que no se podía saber al mismo tiempo y con precisión la posición y la velocidad. Sin embargo, sí que era posible predecir una combinación de posición y velocidad pero incluso esta limitada certidumbre desapareció cuando se tuvieron en cuenta los efectos de los agujeros negros: la pérdida de partículas e información dentro de los agujeros negros dio a entender que las partículas que salían eran fortuitas. Se pueden calcular las probabilidades pero no hacer ninguna predicción en firme. Así, el futuro del universo no está del todo determinado por las leyes de la ciencia, ni su presente, en contra de lo que creía Laplace. Dios todavía se guarda algunos ases en su manga.” Stephen HAWKING: “¿Juega Dios a los Dados?” (Artículo original en inglés: “Does God Play Dice?”: en: http://www.hawking.org.uk/lectures/dice.html): Traductores: José Luis Acuña / Ariadna Martínez en: http://ciencia.astroseti.org/hawking/dios.php  
Cf. Tomas Alfaro Drake: El Señor del azar: de como Dios rige el cosmos con sus dados San Pablo Madrid 1997. Véase completo el texto pontificio citado en la nota siguiente.
[14] “En la oscuridad de la noche de Belén se encendió, realmente, una gran luz: el Creador del universo se ha encarnado uniéndose indisolublemente a la naturaleza humana, hasta el punto de ser realmente “Dios de Dios, luz de luz” y al mismo tiempo hombre, verdadero hombre. A Quien Juan llama en griego "ho logos" – traducido al latín “Verbum” y en castellano “El Verbo” – significa también “El Sentido”. Podemos entender, en consecuencia, la expresión de Juan así: “El Sentido eterno” del mundo se ha hecho tangible a nuestros sentidos y a nuestra inteligencia: ahora podemos tocarlo y contemplarlo (cf. 1 Jn 1,1). “El Sentido” que se ha hecho hombre no es simplemente una idea general introducida en el mundo; es una “Palabra” dirigida a nosotros. El Logos nos conoce, nos llama, nos guía. No es una ley universal, en cuyo seno nosotros desarrollamos un papel cualquiera, sino una Persona que se interesa por cada persona individual: es el Hijo de Dios vivo, que se ha hecho hombre en Belén. A muchos hombres, y en cierto modo a todos nosotros, esto nos parece demasiado hermoso para ser verdadero. En efecto, aquí se nos emplaza: sí, existe un sentido, y el sentido no es una protesta impotente contra el absurdo. El Sentido tiene poder: es Dios. Un Dios bueno, que no se puede confundir con cualquier ser excelso y lejano, al cual no nos sería dado allegarnos, sino un Dios que se ha hecho nuestro prójimo y nos es muy cercano, que tiene tiempo para cada uno de nosotros y que ha venido para permanecer con nosotros”: BENEDICTO XVI: Audiencia general del 17 de diciembre de 2008, en: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/23067.php?index=23067&po_date=17.12.2008&lang=sp (Traducción mía).
El mismo Santo Padre reiteró el tema del “sentido profundo de la historia” a propósito de su ciclo de catequesis sobre la oración, a propósito, esa vez (Audiencia del 12 de septiembre de 2012), del libro del Ap (4,1-5,14): el Cordero inmolado, de pie, el único que es capaz de abrir el libro y sus sellos. Véase en: http://press.catholica.va/news_services/bulletin/news/29640.php?index=29640&po_date=12.09.2012&lang=sp Para los fieles cristianos, que vivimos tantas veces sometidos a un mundo sin esperanza bajo el “sistema del Maligno”, se trata de una nueva clave “realista-optimista”, de esperanza, no sólo para “leer” los signos de los tiempos de hoy, incluso los de nuestra vida personal, sino para tener la seguridad del auxilio de la gracia de Dios para enfrentar dicho sistema, hasta vencerlo.
[15] La Eucaristía es realmente «el misterio que resume todas las maravillas que Dios realizó por nuestra salvación» (cf. Tomás DE AQUINO: De sacra Eucharistia capítulo 1).
[16] 19oti en autw eudokhsen pan to plhrwma katoikhsai 20 kai di autou apokatallaxai ta panta eiV auton eirhnopoihsaV dia tou aimatoV tou staurou autou [di autou] eite ta epi thV ghV eite ta en toiV ouranoiV
[18] Cf. la tesis doctoral de Jaime Alfonso MORA RIVERA, P.S.S.: Lectura pragmalingüística de Apocalipsis 22,6-21. Claves bíblico-teológicas para leer e interpretar el Apocalipsis, Pontificia Universidad Javeriana Facultad de Teología Bogotá 5 de septiembre de 2005 (material fotocopiado).
[19] Cf. Heinrich SCHLIER: Carta a los Efesios. Comentario Sígueme Salamanca 1991.
[20] Más que simplemente de κεφαλή (= cabeza), el término proviene de κεφαλαιον (=cabeza suprema). El término tiene en griego al menos cinco significados: 1°) “desglosar”, “dividir en secciones principales”; 2°) “recopilar y terminar”; 3°) “hacer una suma (o cabeza suprema) de algo”, adicionándole; 4°) “hacer una síntesis de algo”, tras repetirlo; 5°) “consolidar, confirmar, reforzar”. Como quien dice, la repetición de algo mediante su síntesis refuerza y confirma su resultado. El texto fue interpretado, entonces, de diversa manera, a lo largo de la tradición: s. Juan Crisóstomo, Teodoreto, Teodoro de Mopsuestia, Juan Damasceno, Tertuliano, Jerónimo, Ireneo… Cf.  Heinrich SCHLIER: Carta a los Efesios. Comentario, o. c., p. 683, nt. 1911, 82.
[22] Empleamos la ayuda en esto de Heinrich SCHLIER: Carta a los Efesios. Comentario, o. c., p. 683, nt. 1911, especialmente 80-87.
[23] REAL ACADEMIA ESPAÑOLA DE LA LENGUA: voz: “tiempo”, acepciones 1ª y 2ª, en (consulta julio 2006) en: http://buscon.rae.es/draeI/html/cabecera.htm
[24] Cf. nuestro texto: Iván F. MEJÍA ALVAREZ: Introducción a la teología… o. c., p. 145, nt. 347, 145-149. Sobre uno y otro sentido, el autor, Heinrich SCHLIER, recuerda que en el primer sentido, s. Pablo emplea la expresión en la misma Carta (3,2.9), y lo empleará s. Ignacio en la Carta a los Efesios 18,2; 20,1. En cambio, en el segundo sentido, el uso se hace en Col 1,25; 1 Co 9,17; Lc 16,2; y en la misma carta de s. Ignacio 6,1.
[25] Cf. el sentido que tenía en la literatura judía apocalíptica, p. e., en Dn 2,21; 4,37 (LXX); y luego en los escritos pastorales (1 Tm 2,6; 6,15), y, finalmente en los escritos de los padres apostólicos (s. Ignacio: Carta a Policarpo 3,2; Epístola de Bernabé IV,3).
No podría dejarse de lado esta importante apelación neotestamentaria a Jesús-Administrador, por cuanto llevamos dicho, aún en lo que se refiere al Derecho canónico, y, en particular, a cuanto tiene qué ver o podría tener qué ver “lo económico”, al que tan ampliamente nos referimos. Para evidenciarlo, cf. Luis OKULIK: “Oikonomia e legge canonica”, en Juan Ignacio ARRIETA (A cura di) – Costantino-M. FABRIS (Coordinatore edizione): Ius divinum, o. c. p. 56, nt. 120, 639-647.
[26] Los cincuenta años de su fallecimiento fueron conmemorados por nuestra Pontificia Universidad en el año 2005. De él tomo los siguientes párrafos de su escrito “La Misa sobre el mundo” en Himno del Universo Taurus Madrid 1967 2ª.
No ha sido el Padre Teilhard, con todo, el único que se ha planteado el misterio-símbolo del “Cristo cósmico” y de sus repercusiones sobre la “resurrección de la carne” y sobre la “escatología” (temas sobre los que volveremos en el próximo capítulo). Más recientemente, Robert John RUSSELL también lo ha hecho en la tercera parte de su obra Cosmology. From Alpha to Omega (Fortress Press Minneapolis 2008), a la que tituló “The Future of the Cosmos and the Eschaton”, 273-327.
[27] Traduzco del texto original: Hymne de l'univers: la Messe sur le monde, trois histories comme Benson, la puissance spirituelle de la matière Paris Du Seuil 1961. En la traducción mencionada antes se dice: “las grandes aguas de la Materia se han cambiado la vida sin un estremecimiento”.
[28] Himno del Universo, o. c., p. 686, nt. 1918, 22.
[29] Nuestro autor insiste en ello frecuentemente en su texto, ibid., 24-25.
[30] Ibíd., 23.
[31] Ibíd., 26-27.
[32] Ibíd., 32.
[33] Ibíd., 33. Para profundizar en la visión que Teilhard expone en sus escritos acerca de la relación existente entre “Progreso y Reino de Dios”, cf. la obra, del mismo nombre, de Giorgius UROSA SAVINO: El progreso y el reino de Dios en Teilhard de Chardin Maracaibo Pontificia Universidad Gregoriana 1976.
[34] GS 39.
[35] GS 45.
[36] José Ignacio GONZÁLEZ FÁUS: La humanidad nueva. Ensayo de Cristología Sal Terrae Santander 1984 9ª 594-602; 241-279.
Al referirse a la catolicidad del único “pueblo de Dios”, designación bajo la cual el Concilio Vaticano II  privilegia esta figura de la Iglesia, o “cuerpo místico de Cristo” (cf. LG 7), decía: “Y como el reino de Cristo no es de este mundo (cf. Jn 18,36), la Iglesia o el Pueblo de Dios, introduciendo este reino, no disminuye el bien temporal de ningún pueblo; antes, al contrario, fomenta y asume, y al asumirlas, las purifica, fortalece y eleva todas las capacidades y riquezas y costumbres de los pueblos en lo que tienen de bueno… Este carácter de universalidad que distingue al Pueblo de Dios es un don del mismo Señor con el que la Iglesia católica tiende, eficaz y perpetuamente, a recapitular toda la humanidad, con todos sus bienes, bajo Cristo Cabeza, en la unidad de su Espíritu (S. Ireneo, Adv. Haer. III 16,6; III 22,1-3: PG 7,925C-926A y 955C-958A). […] Todos los hombres son llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que simboliza y promueve la paz universal, y a ella pertenecen o se ordenan de diversos modos, sea los fieles católicos, sea los demás creyentes en Cristo, sea también todos los hombres en general, por la gracia de Dios llamados a la salvación” (n. 13bd).
Sobre este tema asumido en contexto litúrgico véase la homilía del Papa BENEDICTO XVI en la celebración de las vísperas con los universitarios romanos del 17 de diciembre de 2009, en: http://212.77.1.245/news_services/bulletin/news/24845.php?index=24845&po_date=17.12.2009&lang=sp  
[37] Audiencia general del 21 de noviembre de 2012, en: http://press.catholica.va/news_services/bulletin/news/30078.php?index=30078&po_date=21.11.2012&lang=sp (Traducción mía).
[38] Sobre el tema, cf. la discusión del argumento realizada por S. Tomás DE AQUINO: ST III, q. 48, a. 1c; q. 46, III, q. 46, a. 1 y 3.
[39] Cf. JUAN PABLO II: Carta encíclica Sollicitudo rei socialis del 30 de diciembre de 1987, n. 31efg. En: http://www.vatican.va/edocs/ESL0042/_INDEX.HTM 
[40] “Todos los hombres están obligados a buscar la verdad en aquellas cosas que miran a Dios y a la Iglesia; y, una vez conocida, en razón de la ley divina, están urgidos a, y gozan del derecho de, acogerla con los brazos abiertos y mantenerse en ella”. (Traducción del autor).
[41] “Las Conferencias de los Obispos, si pudiera hacerse y se pusieran a punto todas las cosas, preocúpense por que existan en su territorio Universidades o, por lo menos facultades, distribuidas convenientemente y con enlace armonioso entre ellas, en las cuales se indaguen y se transmitan mediante la enseñanza las variadas disciplinas, teniendo en cuenta la doctrina católica y ciertamente manteniendo intacta la científica autonomía que ellas poseen”. (Traducción del autor).
[42] “En todas y cada una de las Universidades católicas ha de haber asignaturas en las cuales sean tratadas, reflexionadas y académicamente gestionadas ante todo aquellas problemáticas teológicas que están lógicamente encadenadas con las disciplinas de las mismas Facultades.” (Traducción del autor).
[43] “Las Autoridades no menos que los profesores de las universidades y facultades eclesiásticas preocúpense de que las diversas facultades de la universidad se pongan al servicio mutuamente en la medida que el asunto lo permita, y de que exista una cooperación mutua entre la propia universidad o facultad y otras universidades y facultades, incluso no eclesiásticas, por medio de la cual ellas mismas se pongan de acuerdo para (lograr) efectivamente, en acción conjunta, un mayor incremento de las ciencias, mediante congresos, investigaciones científicas coordinadas y por otros medios.” (Traducción del autor).
[43 bis] En diversos lugares de esta obra hacemos notar esta que es una de las claves de lectura e interpretación de la Revelación – como vemos hizo Jesús – y de la Sagrada Escritura y de la Tradición viva, en mi concepto. Sigo así, por supuesto, a una ininterrumpida cadena de testigos – entre ellos al recordado P. Gustavo Baena SJ –, a quienes considero “mis padres espirituales”: Dios, nuestro Señor, creó, crea, sigue creando el universo, y sigue creando muy delicadamente a hombres y mujeres, construyéndolos (¡y rehaciéndolos!) según sus amorosos designios, conforme a Jesucristo, el Hijo encarnado y resucitado, sí, pero, también el Modelo acabado, el Prototipo de toda la creación. Descubir (y realizar) nuestra vocación (humana, pero también cristiana y, muy especialmente, ministerial – conyugal, celibataria, religiosa, etc. – y diaconal o presbiteral, eventualmente), en medio de las vicisitudes personales e históricas, es, entonces, La Tarea por antonomasia. Y los jóvenes, muy especialmente ellos, nuestros jóvenes, han de ser inducidos a y acompañados en esa escucha de los signos que da Dios, que va dejando Él en nosotros al construirnos – “cualidades e inclinaciones personales, encuentros, oración” –, para que los “conozcamos” y los “pongamos en práctica”. El Papa FRANCISCO ha dedicado a este tema su discurso del 9 de marzo de 2018, dirigido a los participantes en el XXIX curso sobre el Fuero Interno, organizado por la Penitenciaría Apostólica y que tuvo lugar en Roma, en el Palacio de la Cancillería, del 5 al 9 de marzo de 2018. Véase en (consulta de la fecha): http://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2018/03/09/foro.html




Notas finales



[i] Para colmar estas ansias de responder a esos treinta años de “vida oculta”, que no enigmática, se escribieron varios “evangelios de la infancia”, mencionados entre los más de cien escritos de autores cristianos entre los siglos II y IV d. C. Estos libros, denominados “apócrifos” por los autores católicos desde la antigüedad, poseen dos características en común: en primer lugar, en general su estilo se asemeja al de las escrituras del NT, pudiendo clasificarse muchos de ellos dentro de las categorías literarias de evangelios, hechos, epístolas y apocalipsis; y en segundo lugar, no pertenecen al canon del Nuevo Testamento ni a los escritos de los “Padres de la Iglesia” reconocidos. Entre los más populares se pueden mencionar: la Historia de la infancia de Tomás, Historias de José el carpintero, Evangelio árabe de la infancia, Evangelio armenio de la infancia. En edición castellana pueden verse algunos en: Aurelio DE SANTOS: Los evangelios apócrifos BAC Madrid 1993 8ª.
[ii] “Sus padres iban todos los años a Jerusalén a la fiesta de Pascua. Cuando tuvo doce años… el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin saberlo sus padres… al cabo de tres días lo encontraron en el Templo sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles; todos los que le oían, estaban estupefactos por su inteligencia y sus respuestas… «Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando»… « ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio… Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”.
Los comentarios al texto por la Escuela Bíblica de Jerusalén destacan el paralelo que Lucas quiso poner entre Jesús “buscado”, “al cabo de tres días” y “en la casa de su Padre” con los acontecimientos de la Pascua, como su prefiguración (cf. Biblia de Jerusalén. Nueva edición totalmente revisada y aumentada Desclée de Brouwer Bilbao 1984 1461). He resaltado diversos términos en cursiva, que más directamente se refieren a procesos humanos mediante los cuales se expresa la múltiple relación de una persona con la verdad.
Por su parte, Leopold SABOURIN destaca que el hecho de que según la práctica del Talmud, el bar mitzwah (“hijo del mandamiento”) se da hacia los trece años. Con lo cual, Lucas pretende sugerir que si bien sólo a partir de cierta edad se obligaba al varón a cumplir la Ley, y en particular la que hacía referencia a la celebración de la Pascua en Jerusalén para los que estaban lejos, fuera de Palestina, al menos, una vez en la vida, Jesús “se anticipa”, y, por lo que muestra la escena, “quiso anticiparse”, denotando con ese comportamiento lo que tantas veces hemos subrayado a lo largo de este capítulo: su adhesión, consciente, total, irrevocable, y, en los sucesos humanos que iría viviendo, cada vez más explícita y envolvente de consecuencias sociales, económicas y políticas, al Padre.
[iii] “El mundo es presentado ahora en su racionalidad: procede de la Razón eterna, y sólo esa Razón creadora es el verdadero poder sobre el mundo y en el mundo. Sólo la fe en el Dios único libera y «racionaliza» realmente el mundo. Donde, en cambio, desaparece, el mundo es más racional sólo en apariencia. En realidad hay que admitir entonces a las fuerzas del azar, que no se pueden definir; la «teoría del caos» se pone a la par del conocimiento de la estructura racional del mundo y deja al hombre ante incógnitas que no puede resolver y que limitan el aspecto racional del mundo. «Exorcizar», iluminar el mundo con la luz de la ratio que procede de la eterna Razón creadora, así como de su bondad salvadora: esa es una tarea central y permanente de los mensajeros de Cristo Jesús”: Joseph RATZINGER: Jesús de Nazaret Planeta Bogotá 2007 212-213. En otra ocasión, el mismo Cardenal había manifestado sobre la contradicción que entraña hablar de “racionalidad” reduciéndola a sus condiciones no sólo materiales sino “materialistas”: “Ahora bien, esto conlleva un debate sobre la naturaleza misma de la verdadera racionalidad, pues, si se presenta una explicación puramente materialista de la realidad como la única expresión posible de la racionalidad, entonces se entiende incorrectamente la racionalidad misma”: “Ponencia con ocasión de los cien años de la constitución de la Pontificia Comisión Bíblica”, 10 de mayo de 2003, en: http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/pcb_documents/rc_con_cfaith_doc_20030510_ratzinger-comm-bible_sp.html
[iv] Juan, Pedro, Pablo, etc. Para hacer un somero elenco: Jn 8,46; 14,30; 2 Co 5,21; Hb 4,15; 7,26; 1 Pe 2,22; 1 Jn 3,5
[v] Cf. LG 26. Ya en los Hechos 20,28 se la había llamado bellamente así: “Iglesia de Dios”. El Concilio Vaticano II   la llamó anunciadora e instauradora, “germen y principio”, “del reino de Cristo y de Dios”: LG 5b; cf. LG 20; 28; 41.
Para expresar qué calidad de relación se establece entre Cristo y la Iglesia contundentemente había afirmado ya San Pablo su símil con la unión matrimonial ¡de la cual es su paradigma! (el analogatum princeps no es la relación matrimonial, sino al revés): “Maridos, amen a su esposa, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella, para santificarla. El la purificó con el bautismo del agua y la palabra, porque quiso para sí una Iglesia resplandeciente, sin mancha ni arruga y sin ningún defecto, sino santa e inmaculada. Del mismo modo, los maridos deben amar a su mujer como a su propio cuerpo. El que ama a su esposa se ama a sí mismo. Nadie menosprecia a su propio cuerpo, sino que lo alimenta y lo cuida. Así hace Cristo por la Iglesia, por nosotros, que somos los miembros de su Cuerpo. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos serán una sola carne. Este es un gran misterio: y yo digo que se refiere a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,25-32).
El amor por la Iglesia entera no riñe, antes, por el contrario, se hace concreto y real, en el amor singular por cada cristiano, como explicaban y evidenciaban Jesús y los mismos Pablo y Juan: “Hijos míos […] Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros” (Jn 13, 33-34). “¡Hijos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente los dolores del parto hasta que Cristo sea formado en ustedes!” (Ga 4,19). “Hijos míos, les he escrito estas cosas para que no pequen. Pero si alguno peca, tenemos un defensor ante el Padre: Jesucristo, el Justo. El es la Víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero. La señal de que lo conocemos, es que cumplimos sus mandamientos” (1 Jn 2,1-3).
Amar a la Iglesia, no en forma abstracta, en su misterio de fe y de belleza, pero también en su realidad contingente, institucional y de pecado (cf. LG 8c), inclusive, no es fácil. Más aún, se trata de una verdadera “gracia” de Dios. Lo destacó una vez más de Santa Catalina de Siena, incluso como otra expresión de su santidad, el Papa Benedicto XVI en su audiencia del 24 de noviembre de 2010: http://press.catholica.va/news_services/bulletin/news/26455.php?index=26455&lang=sp
[vi] Las primeras comunidades cristianas, así hubieran sido perseguidas en muchas partes desde sus mismos comienzos, y obligadas en los primeros siglos a vivir en las catacumbas, no se escondieron ni rehusaron su presencia y acción en la vida social y cultural de sus naciones, incluso a riesgo de ser condenadas a muerte. En los ámbitos de la producción literaria, de la economía, de la política, entre otros, cada día fueron estando más presentes, hasta el punto de que, en el s. II, ya se podía escribir acerca de ellos: “Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres. En efecto, en lugar alguno establecen ciudades exclusivas suyas, ni usan lengua alguna extraña, ni viven un género de vida singular. La doctrina que les es propia no ha sido hallada gracias a la inteligencia y especulación de hombres curiosos, ni hacen profesión, como algunos hacen, de seguir una determinada opinión humana, sino que habitando en las ciudades griegas o bárbaras, según a cada uno le cupo en suerte, y siguiendo los usos de cada región en lo que se refiere al vestido y a la comida y a las demás cosas de la vida, se muestran viviendo un tenor de vida admirable y, por confesión de todos, extraordinario. Habitan en sus propias patrias, pero como extranjeros; participan en todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña. Se casan como todos y engendran hijos, pero no abandonan a los nacidos. Ponen mesa común, pero no lecho. Viven en la carne, pero no viven según la carne. Están sobre la tierra, pero su ciudadanía es la del cielo. Se someten a las leyes establecidas, pero con su propia vida superan las leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los desconoce, y con todo se los condena. Son llevados a la muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos (cf. 2Co 6,10). Les falta todo, pero les sobra todo. Son deshonrados, pero se glorían en la misma deshonra” (Discurso a Diogneto c. III), en: http://www.mercaba.org/Tesoro/427-10.htm
Para citar un hito de esta conciencia de la Iglesia reciente trascribamos el texto nunca pasado de moda de PABLO VI: Exh. ap. Evangelii Nuntiandi al Episcopado, al Clero y a los Fieles de toda la Iglesia acerca de la Evangelización en el mundo contemporáneo, del 8 de diciembre del año 1975:
“Un mensaje de liberación. 30. Es bien sabido en qué términos hablaron durante el reciente Sínodo numerosos Obispos de todos los continentes y, sobre todo, los Obispos del Tercer Mundo, con un acento pastoral en el que vibraban las voces de millones de hijos de la Iglesia que forman tales pueblos. Pueblos, ya lo sabemos, empeñados con todas sus energías en el esfuerzo y en la lucha por superar todo aquello que los condena a quedar al margen de la vida: hambres, enfermedades crónicas, analfabetismo, depauperación, injusticia en las relaciones internacionales y, especialmente, en los intercambios comerciales, situaciones de neocolonialismo económico y cultural, a veces tan cruel como el político, etc. La Iglesia, repiten los obispos, tiene el deber de anunciar la liberación de millones de seres humanos, entre los cuales hay muchos hijos suyos; el deber de ayudar a que nazca esta liberación, de dar testimonio de la misma, de hacer que sea total. Todo esto no es extraño a la evangelización.
“En conexión necesaria con la promoción humana. 31. Entre evangelización y promoción humana (desarrollo, liberación) existen efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos. Lazos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la redención que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir y de justicia que hay que restaurar. Vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad: en efecto, ¿cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del hombre? Nos mismos lo indicamos, al recordar que no es posible aceptar "que la obra de evangelización pueda o deba olvidar las cuestiones extremadamente graves, tan agitadas hoy día, que atañen a la justicia, a la liberación, al desarrollo y a la paz en el mundo. Si esto ocurriera, sería ignorar la doctrina del Evangelio acerca del amor hacia el prójimo que sufre o padece necesidad" (Pablo VI, Discurso en la apertura de la III Asamblea General del Sínodo de los Obispos, 27 septiembre de 1974, en AAS 66 1974 562). Pues bien, las mismas voces que con celo, inteligencia y valentía abordaron durante el Sínodo este tema acuciante, adelantaron, con gran complacencia por nuestra parte, los principios iluminadores para comprender mejor la importancia y el sentido profundo de la liberación tal y como la ha anunciado y realizado Jesús de Nazaret y la predica la Iglesia”. En: http://www.vatican.va/holy_father/paul_vi/apost_exhortations/documents/hf_p-vi_exh_19751208_evangelii-nuntiandi_sp.html
[vii] Paul EVDOKIMOV: Las edades de la vida espiritual: de los padres del desierto a nuestros días Sígueme Salamanca 2003.
[viii] Cf. BENEDICTO XVI: V Encuentro Mundial de las Familias en Valencia, homilía del 9 de julio de 2006.
El capítulo quinto del más reciente y, a mi juicio, más completo y sistemático documento de la Santa Sede sobre el tema de la “ley natural” hace referencia, precisamente, a nuestro Señor Jesucristo, como culmen de su reflexión. Aquí, con todo respeto, quiero ponerlo como punto de partida también de ella, lo cual le da una impronta y sentido particular, como estamos viendo. Se trata de un texto que, hasta el momento en que esto escribo (septiembre 2009), no aparece en la página electrónica con una versión en castellano. Proviene de la COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL y, después de haber sido trabajado por ella en tres sesiones (de 2006 a 2008) en las que han recibido valiosas indicaciones del Santo Padre Benedicto XVI, ha recibido la aprobación unánime de sus miembros en la sesión del 1 al 6 de diciembre de 2008, y, finalmente, la orden de publicación por parte de su Presidente, Cardenal William J. LEVADA, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe: “A la recherche d’une éthique universelle: nouveau regard sur la loi naturelle”, en: (http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_doc_20090520_legge-naturale_fr.html) y “Alla ricerca di un’etica universale: nuovo sguardo sulla legge naturale”, en: (http://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_con_cfaith_doc_20090520_legge-naturale_it.html)

[ix] De ella el Derecho canónico, también en sus procedimientos, está llamada a hacer gala en nuestro tiempo: cf. BENEDICTO XVI: Discurso a los Prelados Auditores, Defensores del Vínculo y Abogados de la Rota Romana, el Sábado 28 de enero de 2006, en: http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/speeches/2006/january/documents/hf_ben-xvi_spe_20060128_roman-rota_sp.html
En varios lugares de esta obra se trata de este asunto hermenéutico que, en mi concepto, es clave central, definitiva, inclusive en orden a la teología de la revelación, de la interpretación bíblica, del sensus fidei y del Magisterio. Llamo la atención sobre él acudiendo, una vez más, a la percepción que poseen acerca del mismo diversos autores, con cuya ayuda deseo perfilar mejor la intuición y la propuesta. Me refiero al preámbulo que realizó el 28 de marzo de 2014 Melchor SÁNCHEZ DE TOCA Y ALAMEDA, Sub-Secretario del Pontificio Consejo de la Cultura, con motivo de la “presentación de la reseña expositiva de raros textos y manufacturas bíblicas Verbum Domini II: La Palabra de Dios llega a todas las naciones, promovida por el Museo de la Biblia”: “La Biblia es, entre muchas otras cosas, un producto cultural. Sabemos que en la composición de la Biblia y en la transmisión de la Palabra de Dios, los autores humanos recurrieron ampliamente a las tradiciones literarias y culturales de los vecinos de Israel. Los primeros capítulos del libro del Génesis asemejan mucho al poema épico Gilgamesh y a otros mitos y otras sagas babilónicos haciendo difícil de negar una relación directa entre ellos. Proverbios y poesía reflejan la influencia de estilos de la literatura egipcia o sumeria y motivos similares. Pero, mientras conservaron el uso de símbolos, estilos de temas y motivos de las culturas extranjeras, los autores humanos de la Biblia, divinamente inspirados, los han transformado completamente para ponerlos al servicio de la Palabra eterna de Dios. Han filtrado, purificado y elevado esos motivos literarios y los han adaptado a la fe de Israel en el único Dios. La Palabra de Dios, "es más cortante que toda espada de dos filo, penetra hasta dividir el alma y el espíritu" (Hebreos 4,12). Juzga los pensamientos y actitudes del corazón, y esto se aplica no sólo a cada individuo sino también a todas las culturas. Este proceso de transformación cultural, de transfiguración, del que la Biblia es testimonio, debe seguir también en nuestro tiempo: con el poder de la palabra de Dios, cada cultura tiene que ser purificada y elevada a lo mejor de sí misma.
Pero la Biblia también es un producto cultural de otra manera. Es el "Códice cultural" de la cultura occidental, como afirma Verbum Domini y como a menudo dice el cardenal Gianfranco Ravasi, nuestra cultura, el mundo que vivimos, sería sencillamente incomprensibles sin tomar en cuenta la influencia de la Biblia en ella. Ella ha formado nuestro arte, la arquitectura, el paisaje de nuestros países, pero incluso los pilares de nuestro pensamiento filosófico, así como la ciencia moderna, que sólo fue posible en un contexto cristiano. El concepto de persona, de la dignidad humana, de la historia y el tiempo como una indicación hacia su fin, los principios de libertad, igualdad y fraternidad, la racionalidad interna del cosmos, la presencia del Logos en el mundo creado, todos estos tienen sus raíces en la Biblia”. En (consulta de la fecha):
http://press.vatican.va/content/salastampa/es/bollettino/pubblico/2014/03/28/0218/00485.html

[x] Pareciera ésta una aseveración inoportuna, pero, dados ciertos hechos, no la considero superflua. No pretendo dejar la idea en el aire. Volveremos sobre el particular, sobre todo en los capítulos relativos a la antropología, a la moral teológica y al derecho canónico.
[xi] BENEDICTO XVI: Discurso a la Congregación para la Doctrina de la Fe, 10 de febrero de 2006.
[xii] Himno de las Laudes del Sábado de la Primera Semana del Salterio: Liturgia de las Horas según el rito romano (v.) III. Tiempo ordinario. Semanas I-XVII Editorial Regina Barcelona 1981 871.
[xiii] También a la teología, en cuanto disciplina, le corresponde emprender las tareas relativas a la justificación del sentido, en particular, por el sentido de la pregunta cristológica, así como las razones del paso de la cristología al conjunto de las demás disciplinas teológicas. Se trata de fijar las premisas que justifican el trabajo teológico y considerar si es válida la pregunta misma cristológica, especialmente si pretende tener validez universal y normativa. Sin caer en los extremos del metaficismo ni del historicismo, es necesario que el sentido que surge de la fe posea un relieve especial para el contexto histórico en que se plantea.
[xiv] En mi opinión, con legítimo orgullo escribía a este propósito S. JUSTINO en el siglo II: “[…] Cada uno (de los filósofos antiguos), en efecto, habló bien cuando veía una parte de la razón divina diseminada (spe,rma tou Qeou o también en otros autores Λόγος σπερματκός y también logoi spermatikoi), con la cual se compenetraba perfectamente. Mas los que consigo mismo estuvieron en contradicción en cosas gravísimas, éstos no han alcanzado, al parecer, ni una doctrina más alta (a su juicio, que la de Platón) ni un conocimiento que no pueda ser rechazado. Así, pues, cuantas cosas han sido dichas con acierto por otros, nos pertenecen a nosotros, cristianos. Porque adoramos y amamos después de Dios al Verbo, que ha nacido del ingénito e inefable Dios, puesto que por nosotros se hizo hombre, para que participando de nuestras miserias pusiera remedio a las mismas. Porque todos los escritores pudieron ver por la semilla de la razón, íntimamente inherente a los mismos, la verdad, pero con alguna oscuridad. Una cosa es, en efecto, la semilla de alguno y la imitación concedida según las fuerzas, y otra distinta aquello mismo cuya comunicación e imitación se conceden por gracia del mismo”: Apología segunda, c. XIII: en: Apologías (traducción de Hilario Yaben) Ediciones Aspas Madrid s. f. 212-213.

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